La educación médica atraviesa una transformación constante, impulsada por la incorporación de nuevos planes de estudio, cambios en las metodologías docentes y el enfoque en el aprendizaje basado en competencias1. Más allá de estas innovaciones, el tutor clínico sigue siendo una figura clave en la calidad del proceso formativo. Su labor docente, desarrollada en el entorno asistencial, permite a los estudiantes observar y aplicar el conocimiento en la práctica clínica. Aunque su contribución es esencial, paradójicamente continúa siendo poco reconocida y valorada2.
La enseñanza clínica se desarrolla en entornos reales de atención sanitaria, lo que permite que el aprendizaje se adapte a las condiciones específicas de cada caso. En estos contextos, el tutor clínico guía al estudiante o residente en situaciones en las que la incertidumbre, la toma de decisiones y la responsabilidad profesional forman parte del ejercicio cotidiano. Esta modalidad facilita la integración de conocimientos, estimula el razonamiento clínico y promueve la adquisición de competencias profesionales, en un proceso que trasciende los límites del aula tradicional1.
En la formación de grado, los tutores clínicos suelen representar el primer contacto del estudiante con la práctica médica real. Su acompañamiento resulta fundamental para transformar el conocimiento teórico en habilidades prácticas, fomentando competencias esenciales como la comunicación efectiva, el pensamiento crítico, el razonamiento clínico y la toma de decisiones3. Muchos también ejercen como tutores en la formación especializada de posgrado, con funciones y responsabilidades propias. Sin embargo, enfrentan desafíos significativos como la sobrecarga asistencial, la falta de formación pedagógica específica y el escaso reconocimiento en las trayectorias profesionales2.
En cualquier caso, la enseñanza en el entorno clínico es una tarea compleja que va mucho más allá de la transmisión de conocimientos. Se trata de un proceso de acompañamiento integral, tanto profesional como emocional y ético, en el que el tutor clínico enseña mientras atiende, orienta mientras toma decisiones y educa mientras cuida. Su labor se sitúa en el punto de encuentro entre lo asistencial y lo académico, donde el conocimiento se transforma en competencia y el estudiante en profesional.
Aunque los tutores clínicos influyen de forma decisiva en el estilo profesional y personal que adaptarán los futuros médicos, persiste un desequilibrio entre las altas expectativas que se les imponen y el escaso reconocimiento que reciben. Se espera de ellos excelencia docente, capacidad de evaluación, conducta ética ejemplar y habilidades comunicativas sólidas, pero pocas veces cuentan con el respaldo institucional necesario para asumir estas responsabilidades de forma adecuada2.
En muchos casos, el tutor clínico no dispone de tiempo específicamente asignado para la enseñanza, las acciones formativas dirigidas al profesorado rara vez les alcanzan y los incentivos que valoran su labor educativa suelen ser insuficientes. En el ámbito universitario, su rol no siempre es reconocido como parte del cuerpo docente y, en los hospitales, pocas veces se les proporciona un espacio adecuado para la docencia. Además, en los sistemas de evaluación de calidad, su contribución suele pasar desapercibida o medirse con indicadores que no reflejan con precisión su impacto formativo2.
Esta situación puede derivar en desgaste profesional, pérdida de motivación e incluso abandono del rol educativo, lo que compromete la continuidad y calidad de la formación médica. El denominado síndrome de agotamiento del docente clínico es una manifestación directa de este problema4.
Si bien en los últimos años se ha avanzado en reconocer que el bienestar de los estudiantes es clave para un aprendizaje significativo, es igualmente urgente extender esta mirada a quienes enseñan, especialmente en entornos clínicos caracterizados por altas exigencias asistenciales y presión institucional. El apoyo del tutor clínico debe materializarse en acciones reales, tanto a nivel individual como organizacional5.
La relación educativa entre tutor y el estudiante no puede depender únicamente de la vocación o la buena voluntad. Para que los tutores desempeñen eficazmente su función docente, es imprescindible garantizar condiciones adecuadas y promover una cultura que valore la enseñanza clínica como parte integral del ejercicio médico. En este sentido, es clave impulsar programas de desarrollo docente que aborden aspectos como la formación pedagógica, la evaluación del aprendizaje, la comunicación interpersonal y la gestión de la enseñanza. La excelencia en el rol del tutor clínico requiere no solo brindar una atención de calidad, sino también poseer competencias docentes sólidas y cualidades personales ejemplares1,6.
Además, resulta imprescindible avanzar hacia un compromiso institucional que contemple la definición clara del rol del tutor clínico en los programas formativos, la asignación de tiempo protegido para la docencia, su participación activa en los procesos de planificación y evaluación curricular, la implementación de sistemas de reconocimiento profesional que valoren su labor educativa y la promoción de redes de tutores como espacios de intercambio, formación y apoyo mutuo.
Para asegurar la sostenibilidad de la educación médica, se necesita un compromiso conjunto entre universidades, hospitales, agencias de calidad y autoridades sanitarias. Es urgente construir un marco institucional que reconozca formalmente al tutor clínico y valore adecuadamente su labor deocente2.
En definitiva, la formación médica no se limita a la adquisición de conocimientos, sino que se construye a partir de la experiencia compartida en el entorno asistencial. Esta experiencia se manifiesta en la forma de relacionarse con los pacientes, en el razonamiento clínico y en el compromiso constante con los valores fundamentales de la profesión médica. El tutor clínico es el agente clave en esta transmisión, y su participación activa, reconocida y respaldada resulta esencial para garantizar una formación de calidad. Potenciar su papel no debe entenderse como un gesto simbólico, sino como una medida estructural necesaria para preservar la excelencia educativa, proteger la seguridad del paciente y sostener los principios esenciales de la medicina. El futuro de la educación médica dependerá, en gran medida, de nuestra capacidad para consolidar entornos clínicos formativos sostenibles, en los que la docencia no sea vista como una carga adicional, sino como una función legítima, valorada y apoyada institucionalmente.





