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Vol. 48.
Páginas 14-31 (Enero 2013)
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Desencadenar la noche: la aparición de los jóvenes
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María del Mar Gargari
Alba Mercedes Miranda Leyva*
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La juventud ha llamado la atención de los medios de comunicación masiva y de las esferas políticas recientemente. El surgimiento y continuación de movimientos sociales y de toma de la palabra en las plazas públicas y privadas ha generado una especie de fascinación y desconcierto ante esta efervescencia joven.

Existen posturas diferentes en torno a cómo clasificar y considerar a la juventud, particularmente a los llamados “milenaristas” o generación Y, nacidos entre los años 1983 y 2000. Una, por un lado, nos ubica como víctimas de las malas decisiones de las generaciones anteriores, las cuales se compadecen de nuestra falta de ideales, visión a futuro, sentido de responsabilidad y afiliación institucional. La otra habla de nosotros como el futuro, como la posibilidad de cambio, renovación, trastoque paradigmático y de una “nueva era”.

Sea cual sea la postura, desde años recientes, ser joven no ha sido cosa fácil. Las posibilidades de estabilidad económica son pocas; la violencia creciente y el desencanto permean las posturas ideológicas, políticas e institucionales. Es ineludible el hecho de que no podemos hablar de una juventud. Dependiendo de la clase socioeconómica, origen étnico, nacionalidad y género, se desprende un sinfín de formas diferenciadas de ser joven.

Casi cada año, hemos sido testigos de tragedias donde muchos jóvenes han perdido la vida y han sufrido daños irreparables. Cromañón, New's Divine, Casino Royale, Kiss y Heaven1 han sido escenarios de mecanismos perversos y aterradores: por un lado, la aplicación de operativos policíacos descontrolados e innecesarios, y, por otro, la falta de protección, regulación y garantías sociales de parte de las autoridades y grupos de poder.

Si es verdad que los jóvenes somos el futuro, si es real que la juventud es un motor económico importantísimo y si es un hecho que somos receptáculos de nuevos paradigmas, ¿por qué se ha visto que muchos jóvenes han sido presa fácil de estas máquinas políticas y del crimen?

Lo que la mayoría de estos acontecimientos tiene en común es que ha ocurrido en medio de la noche, en establecimientos de consumo —antros— donde los jóvenes asisten para divertirse, desfogarse y crear espacios de contacto.

La noche y su cultura en el sector juvenil son cruciales. La cultura de la noche se manifiesta en el espacio urbano, elige lugares y propone itinerarios. La noche es la “otra” vida urbana, como lo explica Sergio González (1989: 27), “un negativo o molde revelador de la cotidianidad colectiva”. Por ello, abrir las heridas del Divine, con la muerte de por lo menos una decena de jóvenes inocentes; la herida del Cromañón, donde centenares de chicos y chicas murieron calcinados y aplastados por un incendio; la herida del Kiss, donde muchos también fueron víctimas de la corrupción y la pobre regulación de los espacios; y finalmente la del Heaven, donde 12 chavos “desaparecieron” y nadie conoce su paradero, es un punto de arranque necesario. Abrir las heridas para cambiar el curso de los hechos.

Así, resulta inevitable preguntarse: ¿es la noche igual para todos?, ¿hasta qué punto se comparten las experiencias del presente para los jóvenes en América Latina?

Las preguntas son complejas, pero algo que sin duda debe tomarse en cuenta al hablar de la juventud contemporánea y de la cultura de la noche es la idea de visibilizar la discriminación y exclusión racial, de clase, de sexo y de género en el contexto latinoamericano; es necesario poner el énfasis en cómo estas prácticas y paradigmas se convierten en motor de situaciones de violencia e injusticias, mismas que se filtran a todas las unidades y estructuras sociales y nacionales. Raza, color, sexo y género son ejes, directrices teórico-sociales, que ponen de manifiesto la complejidad de los mecanismos excluyentes de la sociedad.

Hablar de vida nocturna en un contexto urbano nos lleva hacia el análisis de las megalópolis latinoamericanas. Ciudades plagadas de sistemas significativos, lenguajes y articulaciones propias. Estas ciudades son escenarios complejos de significaciones, imaginarios, quimeras, artificios que crean un sistema de geografías urbanas, poéticas y simbólicas, donde se dan lugar los encuentros y desencuentros de los jóvenes.

¿Cómo definir entonces a la noche en la ciudad? ¿Qué espacios abre? ¿Cuáles son las formas de diversión disponibles para los y las jóvenes en la noche? ¿Es la misma noche para “prietos” que para “güeros”? ¿Cuáles son los principales hábitos nocturnos de los jóvenes? ¿Es distinta la noche para las mujeres que para los hombres?

Los jóvenes se han apropiado de la noche, resignificándola como el espacio idóneo para sociabilizar y divertirse. El mundo de la noche se ha convertido en un lugar de expresión y aprehensión de la cultura juvenil, como lo explica Margulis (1997: 65): “Existe la necesidad, la urgencia en los jóvenes por encontrar a sus pares, constituir agrupamientos, encontrar el espacio propicio para integrarse y diferenciarse, construir... señales de identidad”.

Tomando con cuidado el discurso idealista y romántico de que la noche les pertenece a los jóvenes mientras los adultos duermen, se puede rescatar la idea de ese añejo y real antagonismo día/noche, ligado intrínsecamente a la dicotomía joven/adulto. Esto sucede, en efecto, si se toma en cuenta la real frontera generacional entre los habitus2 de clase juveniles y los habitus de las generaciones mayores. Y, entonces, todo parece tener sentido cuando se entiende a la juventud como un atributo cultural que trasciende a lo biológico; una categoría que se refiere a la posesión de un habitus referente a cierto tipo de vestido, a cierto caló contemporáneo, a gustos, hábitos y prácticas que de forma simbólica y real, conforman a los sujetos juveniles. “El predicado ’joven’ no es biológico sino social” (Urresti 1994: 134). Los jóvenes se hacen, no devienen. Aun si aceptamos esta tesis, forzosamente tendremos que anticiparnos a la pregunta ¿quiénes son jóvenes?

Para Margulis y Urresti (1994), no todos son jóvenes, o al menos no todos tienen la oportunidad de poder ser jóvenes. Habrá que tomar en cuenta los miles de casos de “jóvenes” que, desde muy temprana edad, se hacen cargo de sus familias o son obligados a trabajar jornadas completas.

La noche, colonizada por los jóvenes, los trabajadores del “tercer turno”, las prostitutas, los excluidos y otros grupos que durante el día permanecen ocultos, es un espacio y un momento que propicia las desinhibiciones, los excesos, las catarsis, los contactos y la risa; la oscuridad propicia el florecimiento de prácticas menos aceptadas durante el día y también deja transcurrir dinámicas sociales que responden a los ordenamientos hegemónicos de las ciudades: la distinción, la exclusión y las jerarquías se visibilizan. La noche nos antepone a un fenómeno bifronte: la diversión y el “adormecimiento” de las fronteras entre lo regulado y lo descontrolado.

A la noche se le han dado diversos significados simbólicos, culturales e históricos; la noche es un tiempo y un espacio colonizado —literalmente— por los sujetos. El tiempo nocturno fue un tiempo “extraño” hasta que gracias a la luz y el fuego, las sociedades comenzaron a permanecer cada vez más tiempo despiertas (Balderas 2002). La vida nocturna social fue dependiendo de la iluminación, y, conforme se le ganaba camino, se abrían un sinfín de posibilidades.

La vida cambia durante la noche: cambian los espacios de la ciudad y cambia el sentido: comienza el tiempo del descanso, la permisividad en cuanto al ocio, la intimidad, la vida sexual y su comercialización, dándole así más cabida al mundo privado y al anonimato.

La noche es un territorio atravesado por distintas fronteras: la clase socioeconómica, el color, el género. El día se asocia con el trabajo, la pureza, la paz y, así, alude a una pertenencia a lo masculino: “la noche es el desorden, la embriaguez, la fiesta y la transgresión, y se asume como femenina” (Balderas 2002: 46). Existen asociaciones simbólicas que delimitan el antagonismo día/noche, masculino/femenino, bueno/malo. Las diferencias de género se hacen visibles en la nocturnidad, como lo explica Balderas (2002), puesto que las mujeres, dentro del espacio de la noche, son ceñidas a más normas y prejuicios que los hombres; hay lugares y tiempos “apropiados” para ellas, al tiempo que la fuga, el exceso y la desinhibición están asociados con las mujeres, hechos que hacen referencia a que el tiempo está también sexuado.

Esta misma asociación de la noche con el tiempo libre la ha vinculado con los espacios nocturnos y la creación de diversas subculturas e identidades urbanas.

Los espacios nocturnos son lugares públicos, de asistencia masiva, pero que a su vez tienen determinados targets mercadológicos e identitarios; los tipos de lugares oscilan entre lo incluyente y comunitario, y lo exclusivo y excluyente, puesto que solamente admiten a las personas que posean ciertos estilos de vida, habitus, formas de vestir y maneras similares de ver y afrontar el mundo. Es por esto que los espacios nocturnos aglutinan estructuras simbólicas complejas que crean identidades y dan sentido de pertenencia a aquellos que las comparten. Es de esta forma como cada local ejerce una serie de “reglas de juego” simbólicas, relaciones jerárquicas y competencia. Por ello, en la cultura de la noche “hay elecciones pero también restricciones: según la condición social se puede acceder a ciertos lugares” (Margulis, 1994: 19).

Surgen varias preguntas: ¿cómo se consolidan los espacios para las diferentes clases sociales?, ¿cómo se vive la noche desde los distintos géneros y colores de piel?

Las noches urbanas latinoamericanas tienen un componente en común: lo aspiracional. Nuestras noches están repletas de mensajes que no cesan de advertirnos “¡vive al máximo, eres único, eres diferente!”, con escenarios de fondo al puro estilo de Lumpérica.3

El vivir de noche ha sido una posibilidad real desde la iluminación de calles y de los espacios en las ciudades. Sus habitantes se volvieron seres fronterizos entre los edificios de la normalidad; sus lugares, las buhardillas, los callejones, el antro, la bohemia, el café, donde “estar ahí, sin que nadie los nombre”, se convirtió en dolor invencible por la pérdida del reino siempre prometido (González 1989: 24).

La sociabilización nocturna comenzó siendo vista como algo peligroso, peyorativo y hasta diabólico; sin embargo, con el paso del tiempo y con la normalización de estas prácticas, se crearon espacios que cumplían con las expectativas de los noctámbulos. Explica Sergio González (1989) que estos espacios, en forma de cantinas, cabarets, centros nocturnos y prostíbulos, han sido un espacio por el que ha atravesado esa “otra” vida urbana, la vida del vicio, de lo privado, de lo secreto y de lo pasional. “El antro registra el reverso de la cultura normal, es un negativo o molde revelador de la cotidianidad colectiva” (González 1989: 27). Concretamente, ¿cómo surgen los antros? Así lo explica Sergio González:

¿Qué clase de laberinto es el antro? Un laberinto cloacal, prostibulario y en miniatura del gran laberinto urbano. Walter Benjamín escribió que el crecimiento de las grandes ciudades permitió descubrir nuevos secretos... uno de ellos es el carácter laberíntico de la ciudad (1989: 71).

La palabra “antro” se utilizaba hasta el comienzo de los años noventa para nombrar un lugar de mala muerte, un tugurio. Cuando los jóvenes se referían al lugar cerrado para divertirse donde se ponía música disco para bailar, se utilizaba la palabra “discoteca”. Explica Ricardo Melgar Bao que la palabra “antro” ha sido recreada por los jóvenes de la década de los noventa, “con una fuerte carga de positividad lúdica” (Melgar 1999: 4), higienizada, fronteriza entre lo sucio y pecaminoso, y la luminosidad y el glamour.

El antro tiene sus orígenes en los cabarets, los prostíbulos, las cantinas y, en particular, en los centros nocturnos, entendidos como establecimientos con pretensiones cosmopolitas, lujosas y servicios caros, a veces exclusivos o de tipo “club privado” al estilo norteamericano: música, baile, estrellas y alcohol.

La introducción al mercado de la música disco, en la segunda mitad de la década de los sesenta, marcó un cambio en la forma de vivir la noche en estos centros, mismos que se comenzaron a denominar como “discotecas”. Nuevamente, Sergio González las describe de esta forma:

Discotecas o Disco: A mediados de los sesentas se establecieron en centros para turismo extranjero lugares novedosos: interiores funcionales y decorativos con fantasías romanas, levantinas o de futurismo high tech; una pista de baile al centro y alrededor mesas en plataformas de distinto nivel dirigidas a la pista; iluminación y sonido ultrasofisticados; espejos abundantes que además de realizar el truco de ampliar estrecheces, reflejaban a los protagonistas del espectáculo: los propios asistentes. El triunfo del video multiplicó cámaras, monitores, pantallas para satisfacer la avidez narcisista y los placeres viscerales de la música directiva, que casi siempre es grabada en cinta y se programa de acuerdo a las indicaciones de las listas de éxitos metropolitanos o los vaivenes de la euforia colectiva (González 1989: 89).

Así, a partir de ese entonces, la discoteca se convirtió en un tipo de templo para los sibaritas nocturnos. Su variedad de decoraciones fantásticas, la iluminación y la música “sintética” nos hablan sobre un despertar de un nicho socioeconómico y cultural nuevo, que debió su auge a las novedades tecnológicas como el video, los monitores y los dj.

La experiencia del antro —porque lo es— está altamente ligada a identidades e identificaciones, al performance, el ritual y la experimentación. Hay diferentes formas de comunicación e intervención que incluyen a la mente y al cuerpo.

La llegada al antro es un ritual per se: hay jerarquías, roles y un ethos. Los antreros se consumen a ellos mismos, los jóvenes van a ver y a ser vistos, ahí en un mismo espacio. El “boliche” en Argentina y antro en México es un polo de atracción que invita a los jóvenes al goce y a la novedad entre la renovación y las tendencias, y la reiteración de ciertos valores de consumo y de clase, porque estos espacios están hechos de un sistema de significaciones que reproduce y hace eco al mundo de las desigualdades sociales.

El análisis de las diferentes formas de interacción entre los antros y los grupos juveniles es fascinante. Como mencionaba anteriormente, lo aspira- cional es un elemento constante pero variable según el grado de exclusividad —y exclusión— que el lugar busque proyectar.

El antro y la disco nacen con una característica imperante: la distinción de clase. Su significación es un modelo exclusivo de exclusión para reubicar a cada quién en el lugar que le corresponde dentro de la estructura de clases. Las relaciones sociales dentro del antro nos remiten directamente hacia la exclusión como sistema de consolidación y, por consiguiente, a los conflictos de clase, étnicos, de control social, hacia la reificación, pero también hacia la ritualización de la exclusividad. Y es precisamente esa selección la que se impone a la reproducción en el tiempo de distintas identidades colectivas, “otros”, “nosotros, “adentros” y “afueras”. La crítica hacia estos lugares recae en si estos mecanismos son positivos para el desarrollo de una juventud en un momento tan crítico como el que se vive en la actualidad.

Los antros más exclusivos son los más atractivos: “las discos van de mayor a menor a medida que decrece el valor de las variables dinero/ritmo/juventud/cercanía al mito...” (Urresti 1994: 137), al mismo tiempo que van disminuyendo la permisividad y la tolerancia étnica y de clase. ¿Cuál es entonces el mensaje? A mayor poder socioeconómico, mayor “depuración” del público y, por consiguiente, mayor desdén, enajenación y diferenciación de los “otros”. Pero ¿quiénes son esos “otros” indeseables?

Los antros y las discotecas tienen varios mecanismos de exclusión; los precios, la ubicación, el tipo de música y el contexto funcionan a modo de filtros, voluntaria o involuntariamente. Sin embargo, existe un mecanismo directo, tajante, una barrera casi infranqueable, reflejo vivo de los oscuros mecanismos de nuestras ciudades poscapitalistas: el cadenero.

La idea es no trastocar los órdenes sociales y darles “seguridad” a los asistentes, los que sí han cumplido en ese deber-ser-blanco-pudiente ante la amenaza de los “otros” jóvenes cuerpos-basura impuros. Siguiendo a Sil- vina Chmiel (1944), es en la puerta donde se arma la noche. Por ello, los grupos de poder han creado una figura clave: los cadeneros. Ejecutores de la diferenciación de clase, de género y de color, estos personajes singulares son quienes se encargan de leer a la concurrencia y decidir quién pasa y quién no. Ellos son los guardianes de los poseedores del capital simbólico, del patriarcado y de la dominación. Los cadeneros tienen el poder de dar o negar el acceso a los diferentes sujetos que se presentan a estos establecimientos. Su papel es sumamente paradigmático y trasciende hasta otras esferas de la vida pública, pues son ejemplo vivo de una de las muchas figuras sociales encargadas de dotar de legitimación o de rechazar a algunos grupos sociales que no cumplen con los ideales capitalistas y que no tienen cabida en nuestras sociedades.

La discriminación social en México y en toda América Latina se remonta a procesos sociales antiguos. Desde entonces y hasta la actualidad, la desigualdad económica y social está asociada directamente con los rasgos corporales, dejando a las poblaciones no blancas, homosexuales, femeninas y pobres en una posición subalterna que se pretende conservar.

La cartografía de la melanina

¿Cuál es el color de la pobreza en México? Dentro de esta cultura del “espectro de color”, se puede notar cómo ciertos rasgos corporales no blancos son indicadores de pertenencia a los sectores menos favorecidos y pobres de las sociedades. Ser “prieto” o “naco” o “villero” implica ser un sujeto ba- surizado de menor categoría que los blancos, ricos, heterosexuales. Implica vivir en condiciones precarias, de desigualdad, de humillación, violencia y abandono por parte del Estado.

Una de las muchas manifestaciones de la gravedad implicada en la discriminación es que se despersonaliza a ese “otro” marginal desde el género, el color, el sexo y la clase, un “otro” moreno, negro y pobre, homosexual o mujer. El portador de estos rasgos estigmatizados carga con significados desvalorizantes y deshumanizantes que lo colocan en un lugar de desprecio y sospecha.

La discriminación y el racismo operan desde la negación de la libertad de cada individuo para ser diferente, y desde la clasificación social jerarquizada en torno a lo que es aceptable/inaceptable, legítimo/ilegítimo, bueno/malo.

Retomando las formas tan veladas, frontales y secretas, y disimuladas de la discriminación en México y América Latina, es necesario analizar las formas lingüísticas, los gestos, las imágenes y los gustos con que se descalifica, desprecia y segrega, dirigidos hacia determinados grupos. Por lo general estas calificaciones se asumen como inapelables, basadas en características dadas a priori a individuos, mismos que ya poco podrán hacer para “reivindicar” su estatus. Esta dinámica implica la naturalización de las jerarquías y la legitimación del hombre blanco (de raza, de género y de clase), aceptando así la subordinación del “otro” indio, prieto, negro, pobre, “...cuya inferioridad se constata en la vida cotidiana a partir de las pautas estéticas y morales... implantadas en la cultura” (Margulis 1997: 12). Particularmente en México, son dos los términos que ilustran esta dinámica racista-discriminatoria-segregadora: “naco” y “güero”, prieto y blanco.

Carlos Monsiváis (1976) habla sobre el naco:

Los nacos, aféresis de totonacos, la sangre y la apariencia indígena sin posibilidades de ocultamiento. El término se pretende más allá de la ubicación socioeconómica (como antes se dijo: “tendrá mucho dinero pero en el fondo sigue siendo un pelado”, ahora se declara: “Ni cien millones más le quitan lo naco”) pero la naquiza, ese género implacable, es noción que forzosamente alude a un mundo sumergido, lejos incluso de la óptica de la filantropía, y es noción que extiende y actualiza todo el desprecio cultural reservado a los indígenas.

Esto lo resume Monsiváis (1976) en su frase célebre: “la naquiza hereda lo que la clase media abandona”. El racismo confina a enormes mayorías a aspirar a seguir los modelos de unas minorías y ha disminuido, silenciado e invalidado las propuestas políticas, estéticas y culturales de muchos jóvenes mexicanos que, como dice Monsiváis, veían que hasta en las telenovelas la sirvienta es güera.

¿Cuál sería entonces la importancia de analizar la vida nocturna juvenil y en particular a los antros? Los antros han convertido su capacidad de discriminación en un valor agregado, donde se apunta hacia el “otro” como un sujeto inferior; un ente no-igual, objeto de la discriminación y la exclusión.

El New's Divine, Cromañón, Heaven, Kiss y tantos otros antros son ejemplos vivos que comprueban cuáles son los cuerpos-basura excluidos, receptáculos de la intolerancia, la falta de un sentido de humanidad y del fracaso de los modelos culturales capitalistas basados en la desigualdad social, la desvalorización del “otro”, el consumismo y la negación al acceso de los derechos humanos.

Estos ejemplos son un emblema de las condiciones de pobreza, margi- nación, precariedad y persecución que viven los jóvenes deslegitimizados en el día a día. Sin embargo, esta propuesta no contempla la toma de una de las dos posturas más comunes de las generaciones adultas ante la juventud: la victimización de los jóvenes o la idea romántica de que son el futuro. Ambas continúan comprendiendo a una juventud en tránsito, que todavía no es, que en el futuro podrá plasmar, trascender, dejar marca, pero no hoy, no en el presente.

Existe una tercera. No hay una juventud. Hay muchas formas de ser joven. En su mayoría, los jóvenes milenaristas estamos buscando y explorando nuevas formas de posibilidad. Exploramos si en realidad los esquemas políticos, laborales y de mercado satisfacen las necesidades de un mundo resquebrajado por la violencia, las catástrofes ambientales y el desencanto. Queremos descubrir si la participación colaborativa es una vía efectiva y favorable para el desarrollo de nuevas propuestas ciudadanas, rurales y globales, y lo estamos haciendo hoy, en el presente, muchas veces sin darnos cuenta conscientemente.

Cuando las generaciones anteriores se refieren a nuestra forma de preferenciar la experiencia como medio, tienen razón, pero no cuando se plantea desde el desencanto, desde la compasión hacia nosotros por no tener “futuros favorables”. Tienen razón cuando entienden y empatizan con muchos de nosotros, quienes consideramos que la experiencia es el medio de cambio, de transformación y de reordenamiento social.

Pensar la noche desde la ciudad, la noche y los jóvenes implica subrayar las fronteras y cercos existentes acerca del color, la clase y el género, y propone una búsqueda de la igualdad y la construcción de ciudadanías en medio de este palimpsesto de identidades.

¿Cómo pedir justicia de casos como New's Divine, Cromañón, Heaven, Casino Royale y tantos otros, en un país donde se permite y aplaude condicionar el acceso a una discoteca por la apariencia física? ¿Cómo concertar la indiferencia con la justicia? Las únicas soluciones posibles son la sensibilización, el no-olvido y la sanción de los responsables.

New's Divine, Cromañón, Kiss y tantos más constituyen puntas de iceberg, emblemas de la situación de los jóvenes en nuestros países: precariedad, pobreza, desinformación y vulnerabilidad.

Desde el movimiento “Cromañón” —creado a partir de esta tragedia— se propone que una de las formas más acertadas para entender los alcances de estos sucesos es a través de la responsabilidad colectiva, a través de reconocer que Cromañón, New's Divine, Heaven, Kiss y todas los demás casos nos pasaron a todos.

“Los derechos humanos no se tienen: se ejercen” (Grande 2007: 73). Diariamente suceden “Cromañones” y “New's Divines”, hay cadeneros en muchos ámbitos de nuestras ciudades. La toma de conciencia en torno a estos espacios y a estas prácticas es nodal para la no-repetición y para el freno de la impunidad, para que no se repitan estas tragedias y para que nosotros, los jóvenes, podamos contar con espacios de contacto, justicia, equidad, seguridad y desfogue.

La vida nocturna y la diversión son necesarias para la juventud. Los jóvenes, como grupo afectado, debemos exigir la creación de espacios y dinámicas que fomenten una noche más libre, una noche más justa, una noche de todos que aparezca ante la desaparición de otros.

Posdata: con esta boquita pintada grito yo

Constantemente se habla de los jóvenes, pero ¿quiénes somos la generación Y, los milenaristas de la clase media alta?

Somos personas nacidas entre 1980 y principios de 1990, hijos de los baby boomers, nuestros tíos o hermanos mayores son parte de la generación X. Diversos ensayos nos catalogan como “naturaleza delirante”, “deprimidos”, “viven bajo la lógica de lo inmediato”, “no planean a largo plazo”, “creativos o dinámicos”. ¿Qué de todo esto podría aplicarse a nuestra realidad? ¿Cuáles de todos estos estereotipos consideramos reales?

La realidad que vivimos los jóvenes de la clase media alta está dividida en dos: la física y la digital. En ambas realidades interactuamos con personas, trabajamos, incluso realizamos actividades “en línea” como pagos o compra y venta de artículos. La diferencia es mínima. Muchos han aprendido las ventajas de este mundo comercial “hiperconectado” y han logrado vivir como verdaderos ermitaños para salir de sus casas lo menos posible. Aún existen cosas que la realidad digital —todavía— no nos permite capitalizar desde la pantalla de nuestras computadoras, que son las experiencias vividas a través de nuestros cuerpos.

Si buscamos un emblema para los milenaristas de este grupo socioeconómico, sería el internet. Nos cuesta concebir una realidad sin conexión a wifi¸ porque, de cierta forma, es nuestro enlace con el mundo. Esto último se refleja en las manifestaciones colectivas y tomas de la palabra, desde la Primavera Árabe, Yo soy #132, Occupy Wall Street, 15-M y las más recientes en Turquía y Brasil.

Sin las redes sociales como Facebook y Twitter, los alcances mediáticos y de adscripción de estos movimientos no hubiera sido posible. Durante estas tomas de las plazas alrededor del globo, los más, éramos de la generación Y.

¿Contradictorios? Sí. Así como somos un medio directo para llenar calles y plazas con manifestaciones, lo somos para las marcas de todo tipo: de lujo, de productos en serie, ecológicos o hechos por artesanos en la cima de una montaña inaccesible para un extranjero, pero que logran que nos embelesemos por lo que nos ofrecen. Un día podemos estar marchando en contra de las transnacionales como Monsanto, y, en un descanso, refrescarnos con una Coca Cola. Podemos dar muchos likes en Facebook a grupos en contra del maltrato animal o pro ecológicos, pero nuestra ropa puede venir de fábricas inhóspitas con maltrato y explotación a mujeres y niños. Habría que preguntarnos si el hecho de las contradicciones nos define como generación. Habría que recordar los años dorados de la “Generación grandiosa” (1914-1924) mientras miles de niños, jóvenes y adultos morían por las distintas revoluciones, o a la generación x (1970-1981), que multiplicó las industrias y el consumo en serie, mientras miles de hectáreas de selva se perdieron para siempre.

Lo que es un hecho es que tenemos un gran poder: el de elegir informados. En estos tiempos debería ser un compromiso que nuestro consumo fuese consciente y a favor del bienestar de la humanidad. La generación y de la clase media, al poder elegir ciertos productos, en particular los de lujo, reitera que estos bienes suntuarios son de mayor calidad. Podríamos decir que los vemos como una inversión y que constituyen un modo de ostentar un éxito alcanzado, por ejemplo el de tener trabajos con sueldos que permiten y dan cabida a los caprichos.

Somos una generación y hasta cierto punto cómoda, porque la mayoría de los clasemedieros vivimos con nuestros padres, con nuestras parejas o con roomies en zonas bonitas, modernas y amigables en múltiples sentidos; tenemos lugares veganos u orgánicos para comer, podemos pasear a nuestros perros en bellos parques y accedemos a las “marcas de modernidad”, legados de Marcelo Ebrard, exjefe de Gobierno del Distrito Federal para “el pueblo”, como la Ecobici o el Metrobús—mientras en Iztapalapa la gente no tiene acceso al agua potable—, o vamos a cafeterías con productos de Chiapas o Oaxaca.

¿A quien engañamos? A los jóvenes de clase media nos gusta la buena vida, pero sana, y que el daño al medio ambiente sea cada vez menor, creemos en el home office, pero estamos dispuestos al work in progress y recibir correos después de nuestro horario de trabajo y responderlos por medio de nuestros celulares. No tenemos miedo al cambio, ya que es la constante en la que vivimos y nuestra única certeza; somos seminómadas que podemos trabajar físicamente en la ciudad de México, mientras colaboramos con side projects en Buenos Aires o Barcelona, y, si la situación lo permite, podemos estar en los dos lugares al mismo tiempo.

Nuestra identidad urbana contemporánea tiene muchos matices, pero una característica fundamental es nuestra nostalgia por lo vintage y lo bucólico (entiéndase esto último como una nostalgia de experiencias que claramente no vivimos pero que anhelamos), entre los intersticios de la tranquilidad y lo verde. ¿Cómo lo sublimamos? Un claro ejemplo son las fotos de Instagram, con sus filtros de realidad, donde lo feo se hace bonito, donde no hay encuadre que los efectos de luz no puedan corregir. Porque queremos corregir el ahora, nuestras carencias, nuestros excesos.

Efectivamente, los milenaristas somos la generación de la experiencia, fuimos criados por medio de imágenes, propagandas, con la idea de que, para que realmente algo valga la pena, tenemos que vivir una experiencia sin igual, y así encontrar nuestra pertenencia en un mundo donde la única tendencia es el cambio. La experiencia se vuelve ritual, es el valor simbólico que la generación y le da a las cosas, a los productos de lujo o al té que nos trajeron de souvenir desde un ashram en India.

Somos una generación que desde pequeños crecimos con la idea de que la elección es un derecho, y, si podemos darnos el lujo de comprar unas sombras Chanel o una bolsa Longchamp, no lo dudamos dos veces. ¿Por qué? Porque podemos y queremos, y en nuestro pequeño mundo nadie saldrá lastimado. Porque no hay más futuro certero y American Dream, porque no hay pocas certezas ideológicas. Porque trabajar y ahorrar no te garantiza nada en el largo plazo. Porque no queremos esperar a “ser adultos” para comenzar a significar nuestra existencia.

Muchos podrían entonces preguntar qué es lo que nos lleva a comprar un producto de lujo, exótico y caro. Creemos que “lo valemos”, porque es la experiencia misma de la belleza de los objetos, esa consumación de nuestros deseos, la que nos lleva a comprar el objeto deseado, más allá de adquirir un bien en un establecimiento. La realidad es que no necesitamos esos productos, pero los deseamos. Así la mercadotecnia logra su objetivo y nos encanta con su música, sus personajes e imágenes de una realidad embelesada.

Una vez que llegamos a la tienda, comienza el ritual. Imaginemos que es un lápiz de labios color rojo de Chanel, el color del cual se pintaba aquella mujer a la que alguna vez vimos de pequeñas vimos y pensamos que de grandes querríamos ser como ella. El día llegó. Entras a la tienda, con una cierta culpa a priori del exceso que estás próxima a cometer (esa compra bien podría comprar la despensa de una familia), pero la decisión está tomada, y hoy quieres ser la mujer que alguna vez soñaste ser. Quieres visualizarte delineando suavemente tus labios y llenando el espacio demarcado, poco a poco, por la barra de color.

Miras varios colores, aunque ya sabes cuál será el elegido. Cuando te lo pruebas, sientes que su textura no es como la de catálogo, o la que te compraste en el mercadito; es diferente y eso te convierte en otra persona, te hace sentir especial, única. Lograste tu objetivo: tienes tu Rouge Allure, y el corporativo de Chanel tu dinero. ¿Fair trade?

Pides el labial y cuando firmas el cargo a la tarjeta lo haces con elegancia, una firma digna de autógrafo de biografía. El objeto en cuestión está envuelto entre papeles de china y fundas de terciopelo, dignos de una joya. De regreso a tu casa, caminas como si fueras una mezcla de una top model y una princesa. Ya integraste las formas, los signos de las marcas, los lenguajes escondidos que la ciudad espera que leas.

Puede que uses el labial para situaciones especiales o que forme parte de tu sello identitario, puede que se convierta en parte de quien eres, pero ponértelo siempre es un ritual; lo guardas en su caja, y, cuando lo sacas, lo admiras y vas al espejo con la mejor luz para pintarte los labios y experimentar, aunque sea por algunos minutos, el lujo, la exclusividad, la diferencia y lo que se siente ser un cuerpo legitimado.

¿Son los productos de lujo nuestros nuevos amuletos?

Para la generación Y de la clase media alta, tener productos de lujo es el logro de poseer un objeto cargado de signos de estatus y clase. Una vez alcanzado el logro, lo atesoramos por todo lo que implica, y el valor simbólico y aspiracional que le damos es fetichista, porque nos hace sentir seguros y con poder.

Al igual que con algunos medicamentos, si compramos el similar de algún maquillaje, el resultado podría ser el mismo, pero la experiencia, el ritual que antecede y que precede, no es el mismo. Los signos, la estética y la carga simbólica aspiracional no es la misma.

Como mencionamos anteriormente, somos una generación contradictoria, que nos manifestamos porque tenemos gobiernos corruptos y queremos que las industrias dañen menos al medio ambiente y a la humanidad en general; pero de todas formas, cuando usamos un automóvil vamos solos; o cuando estamos en la calle, nos gana la experiencia que nos vende Starbucks: sala y sillones cómodos, música a gusto y un servicio personalizado. Queremos romper con los estereotipos del trabajador oficinista godínez y trabajar desde casa, necesitamos que nuestros colegas de trabajo reconozcan nuestra identidad innovadora y experimental, pero queremos mega pantallas en los cines y comidas exóticas en nuestras mesas.

Muchos tratamos de ser menos contradictorios. Buscamos informarnos acerca de los productos que consumimos, usamos las redes sociales para manifestarnos en contra del gobierno y de la sociedad misma, pero tenemos en el olvido los casos de racismo, exclusión y deshumanización.

Proponemos un uso de los canales de información para nuestras elecciones personales y una toma de conciencia en torno a ella, puesto que en estos tiempos no hay excusas. La información está en la red y tenemos acceso a ella.

Independientemente de si los productos fueron comprados en una tienda de lujo, en liquidación, en tiendas del grupo Inditex o fueron creadas por artesanos y con un criterio ecológico, nos preguntamos: ¿es que nuestras compras reflejan nuestras elecciones y valores éticos? ¿Comprar un Chanel Rouge Allure nos reduce y exime de nuestras posturas y críticas ante el sistema?

No lo sabemos. Lo que podemos decir hoy, embelesadas con nuestros labiales, es que con esta misma boca gritamos con las víctimas del Divine, con las madres de la Plaza de Mayo, exigimos nuestros derechos y hablamos por los desaparecidos del Heaven, para sentirnos igual de deleitadas como cuando acariciamos la suavidad de labial de Chanel, porque también es un deseo y un logro que ya no sucedan tragedias donde muchos jóvenes seamos víctimas de injusticia.

Encausar nuestros ímpetus de experimentación, innovación y conciencia hacia los rezagos democráticos, educativos y de calidad de vida son necesarios. Los pertenecientes a la generación y, sin importar la clase a la que pertenezcamos, necesitamos hacer de las experiencias espacios de cambio y de colaboración, necesitamos crear redes donde la respuesta sea la comunidad. Donde la aspiración no pueda más que la inspiración para crear, para construir hoy nuestro presente

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1987, boliviana-mexicana. Licenciada en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Actualmente estudia la Maestría en Comunicación en la Universidad Iberoamericana. Sus intereses son temas de moda y cultura pop.

República Cromañón fue un boliche o antro ubicado en Buenos Aires, escenario de una tragedia ocurrida el 30 de diciembre de 2004, donde murieron cerca de 194 jóvenes, víctimas de un incendio al interior del lugar. El New's Divine fue una discoteca de la ciudad de México donde murieron 20 personas debido a la ejecución de un operativo policiaco descontrolado y violento. El Casino Royale fue un casino ubicado en Monterrey, donde en 2011 se produjo la muerte de más de 25 personas. Un comando del crimen organizado incendió el lugar. La discoteca Kiss fue escenario de una de las tragedias incendiarias más graves; murieron cerca de 250 jóvenes al interior de este establecimiento. Heaven es el caso más reciente: ubicado en la ciudad de México, este lugar ha sido escena de la desaparición de 12 jóvenes en 2013.

Pierre Bourdieu define al habitus como una estructura modificable debido a su conformación permanente con los cambios de las condiciones objetivas. Bourdieu reconstruye, en torno al concepto de habitus, el proceso por el cual lo social se interioriza en los individuos y logra que las estructuras objetivas concuerden con las subjetivas.

Para más información, cfr. Lumpérica, de Diamela Eltit.

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