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Vol. 47.
Páginas 48-75 (Enero 2013)
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Hermafroditas con actitud: cartografiando la emergencia del activismo político intersexual1
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La insistencia en dos sexos claramente discernibles tiene desastrosas consecuencias personales para los muchos individuos que llegan al mundo con una anatomía sexual que no puede ser fácilmente identificada como de varón o de mujer. Tales individuos son etiquetados por los discursos médicos modernos (Migeon, Berkovitz y Brown 1994: 573-715) como intersexuales o hermafroditas. Alrededor de uno de cada 100 nacimientos exhibe alguna anomalía en la diferenciación sexual (Raman-Wilms et al., 1995: 141-148), y alrededor de uno de cada 2 000 es suficientemente diferente como para convertir en problemática la pregunta “¿es un niño o una niña?” (FaustoSterling 2000). Desde comienzos de la década de los 60, prácticamente cada gran ciudad de Estados Unidos ha tenido un hospital con un equipo permanente de expertos médicos que intervienen en estos casos para asignar —a través de drásticos medios quirúrgicos— un estatus de varón o de mujer a bebés intersexuales. El hecho de que este sistema que preserva las fronteras de las categorías de varón y de mujer haya existido durante tanto tiempo sin despertar críticas ni escrutinio desde ningún flanco indica la incomodidad extrema que despierta la ambigüedad sexual en nuestra cultura. Las cirugías genitales pediátricas convierten en literal lo que de otra forma podría ser considerado un ejercicio teórico: el intento de producción de cuerpos sexuados y sujetos generizados de forma normativa a través de actos constitutivos de violencia. En los últimos años, sin embargo, las personas intersexuales han comenzado a politizar las identidades intersexuales, transformando así intensamente las experiencias personales de violación en una oposición colectiva a la regulación médica de los cuerpos que hace queer las bases de las identificaciones y de los deseos heteronormativos.

Hermafroditas: autoridad médica e invisibilidad cultural

Muchas personas familiarizadas con las ideas de que el género es un fenómeno que no se describe de forma adecuada por el dimorfismo varón/mujer y de que la interpretación de las diferencias sexuales físicas está construida a nivel cultural se sorprenden al conocer cuán variable es la anatomía sexual (Butler 1990; Laqueur 1990). Aunque el binario varón/ mujer está construido como natural y se presupone inmutable, el fenómeno de la intersexualidad ofrece una clara evidencia de lo contrario y proporciona una oportunidad para desplegar la naturaleza de manera estratégica, y así cortocircuitar los sistemas heteronormativos de sexo, género y sexualidad. El concepto de sexo corporal, en su uso común, se refiere a múltiples componentes, incluyendo el cariotipo (organización de los cromosomas sexuales), la diferenciación gonadal (ovárica o testicular), la morfología genital, la configuración de los órganos reproductivos internos y las características sexuales de la pubertad, tales como los pechos y el vello facial. Debido a que se espera que estas características sean concordantes en cada individuo —o bien todos masculinos o bien todos femeninos—, un observador, una vez que ha atribuido el sexo de varón o de mujer a un individuo particular, asume el valor de las otras características no observables (Kessler y McKenna 1978).

Dado que la medicina interviene de forma inmediata en los nacimientos intersexuales para cambiar el cuerpo del bebé, el fenómeno de la intersexualidad es hoy en día muy desconocido fuera de las prácticas médicas especializadas. La conciencia pública general de los cuerpos intersexuales se desvaneció poco a poco en las sociedades europeas occidentales modernas, en la medida en que la medicina se apropió de manera gradual de la autoridad de interpretar —y, en un momento dado, gestionar— la categoría que antes había sido ampliamente conocida como hermafroditismo. La taxonomía médica victoriana comenzó a borrar el hermafroditismo como estatus legitimado al establecer la histología gonadal mixta como un criterio necesario para el verdadero hermafroditismo. Según este criterio, tenían que estar presentes tanto tejidos ováricos como testiculares. Dadas las limitaciones de la cirugía y la anestesia victorianas, tal confirmación era imposible en un paciente con vida. Todas las otras anomalías fueron reclasificadas como pseudohermafroditismos que enmascaraban un sexo verdadero determinado por las gónadas (Dreger 1995a; 1995b: 336-370; 1997a: 46-66; 1997b: 15-22).

Sin embargo, con los avances en anestesia, cirugía, embriología y endocrinología, la medicina del siglo xx se desplazó desde el simple etiquetado de los cuerpos intersexuales a las más intrusivas prácticas de fijarlos para que se conformasen a un sexo diagnosticado y verdadero. Las técnicas y protocolos para transformar los cuerpos intersexuales a nivel físico fueron desarrollados por primera vez en la Johns Hopkins University, en Baltimore, durante las décadas de 1920 y 1930, bajo la dirección del urólogo Hugh Hampton Young. “Sólo en los últimos años”, se entusiasmaba Young en el prefacio de su manual pionero, Genital Abnormalities, “hemos comenzado a acercarnos a la explicación de las maravillas de la anormalidad anatómica que puede ser mostrada por estos increíbles individuos. Pero la cirugía del hermafrodita ha permanecido como una tierra incógnita”. El “triste estado de estos desafortunados” empujó a Young a ingeniar “una gran variedad de procedimientos quirúrgicos” por medio de los cuales intentó normalizar sus apariencias corporales en el mayor grado posible (Young 1937: xxxix-xl).

Pocos de los pacientes de Young se resistieron a sus esfuerzos. Una de ellas, una “vigorosa joven mujer negra con una buena figura” y un gran clítoris, se había casado con un hombre, pero encontraba su pasión sólo con mujeres. Se negó a “ser convertida en un hombre”, porque la eliminación de su vagina significaría la pérdida de su “ticket de comida”, a saber, su marido (Young 1937: 139-142). Hacia la década de los 50, el principio de detección e intervención posnatal rápida para los bebés intersexuales había sido desarrollado en la Jonhs Hopkins con el objetivo explícito de completar la cirugía lo suficientemente pronto como para que el bebé no tuviera memoria de ello (Jones Jr. y Scott 1958: 269).3 Una se pregunta si la insistencia en la intervención temprana no estuvo al menos en parte motivada por la resistencia ofrecida por intersexuales adultos a la normalización por la vía de la cirugía. Padres temerosos de bebés ambiguamente sexuados estaban mucho más abiertos a las sugerencias de la cirugía normalizadora, mientras que los propios bebés no podían, por supuesto, ofrecer resistencia alguna. La mayor parte de las bases teóricas que justifican estas intervenciones son atribuibles al psicólogo John Money, un investigador del sexo invitado a la Johns Hopkins por Lawson Wilkins, el fundador de la endocrinología pediátrica (Money, Hampson y Hampson 1955a: 301-319; 1955b: 284-300; Money 1986). En consecuencia, numerosos estudiantes de Wilkins llevaron estos protocolos a los hospitales de todo Estados Unidos y más allá (Blizzard 1994, citado en Kappy et al.: xi-xiv). Suzanne Kessler señala que, hoy en día, los protocolos de Wilkins y Money disfrutan de un “consenso de aprobación que raras veces se encuentra en la ciencia” (Kessler 1990: 3-26).

De acuerdo con el modelo de la Johns Hopkins, el nacimiento de un bebé intersexual, hoy en día, se considera una urgencia psicosocial que lleva a actuar a un equipo multidisciplinar de especialistas intersexuales. Cabe resaltar que este está conformado por cirujanos y endocrinólogos, más que por psicólogos, bioéticos, representantes de organizaciones de apoyo a los intersexuales o padres de bebés intersexuales. El equipo examina al bebé y elige varón o mujer como sexo de asignación, y entonces informa a los padres que ese es el sexo verdadero del recién nacido. La tecnología médica, la cual incluye cirugía y tratamientos hormonales, se utiliza entonces para hacer que el cuerpo del bebé se conforme lo máximo posible a ese sexo.

El tipo de desviación de las normas sexuales exhibido por los intersexuales está en tal medida estigmatizado que la probabilidad esperada de daño emocional debido al rechazo social proporciona al médico el argumento más convincente para justificar intervenciones quirúrgicas innecesarias en términos médicos. El estatus intersexual es considerado tan incompatible con la salud emocional que la distorsión, el ocultamiento de hechos y las mentiras abiertas (tanto a los padres como más tarde a la persona intersexual) se aconsejan con descaro en la bibliografía profesional médica (Dewhurst y Grant 1984: 1191-1194; Natarajan 1996: 568-570; Mazur 1983: 417-422; Slijper et al., 1994: 9-17). Pero el encubrimiento sistemático de los nacimientos intersexuales y del uso de técnicas violentas para normalizar sus cuerpos ha causado un profundo daño emocional y físico a los intersexuales y a sus familias. El daño comienza cuando el nacimiento se trata como una crisis médica, y las consecuencias de ese tratamiento inicial se prolongan para siempre. El impacto de este tratamiento es tan devastador que, hasta hace sólo unos cuantos años, las personas cuyas vidas habían sido tocadas por la intersexualidad mantenían en silencio su sufrimiento. Hasta hace muy poco, apenas 1993, nadie había criticado públicamente al cirujano Milton Edgerton cuando escribió que, en 40 años de cirugía clitoridiana en intersexuales, “nadie se había quejado de la pérdida de sensación, incluso cuando se eliminó el clítoris por completo” (Edgerton 1993: 956).

La trágica ironía es que, mientras la anatomía intersexual implica en ocasiones un problema médico subyacente, tal como una disfunción adrenal, los genitales ambiguos no son en sí mismos dolorosos ni dañinos para la salud. La cirugía es, en esencia, un proceso destructivo. Puede eliminar y, en un grado limitado, recolocar los tejidos, pero no puede crear nuevas estructuras. Esta limitación técnica, junto con la conformación de lo femenino como una condición de falta, lleva a los médicos a asignar como mujeres a 90% de los bebés anatómicamente ambiguos mediante la eliminación de tejido genital. Miembros del equipo intersexual de la Johns Hopkins han justificado la asignación como mujer, argumentando que “puedes hacer un agujero, pero no puedes construir una verga” (Hendricks 1993: 10-16). Esfuerzos realmente heroicos sostienen un tenue estatus masculino para el 10% restante asignado como varón, sujeto a múltiples operaciones —22, en un caso (Stecker et al., 1981: 539-544)— con el objetivo de normalizar el pene y construir una uretra que permita orinar de pie. Para algunos, las cirugías terminan sólo cuando el niño o la niña crece lo suficiente como para resistirse (McClintock 1997: 53-54).

Los recién nacidos asignados al sexo femenino son sujetos a una cirugía que elimina el problemático clítoris hipertrofiado (el mismo tejido que habría sido un problemático micropene si el bebé hubiera sido asignado como varón). Durante la década de los 60, la cirugía genital pediátrica feminizante era abiertamente etiquetada como clitorectomía, y se le comparaba de forma positiva con las prácticas africanas que en fechas recientes han sido foco de tan intenso escrutinio. Como tres cirujanos de Harvard afirmaban, “la evidencia de que el clítoris no es esencial para el coito normal se puede obtener de ciertos datos sociológicos. Por ejemplo, es costumbre en numerosas tribus africanas extirpar el clítoris y otras partes de los genitales externos. Sin embargo, se observa una función sexual normal en estas mujeres” (Gross, Randolph y Crigler 1966: 300-308). Una operación modificada que elimina la mayor parte del clítoris y recoloca una parte de su extremo se denomina diversamente (y de forma eufemística) clitoroplastia, reducción clitoridiana o recesión clitoridiana, y se le describe como un simple procedimiento estético para diferenciarlo de la hoy infame clitorectomía. Sin embargo, la operación dista mucho de ser benigna. Aquí presento un resumen un tanto simplificado (en mis propias palabras) de la técnica quirúrgica —recomendada por los cirujanos Oesterling, Gearhart y Jeffs de la Johns Hopkins— que es representativo de la operación:

Hacen una incisión alrededor del falo, en la corona, entonces diseccionan la piel y la separan de su interior. A continuación, diseccionan la piel, la separan de la cara dorsal y eliminan tanto de corpora, o cuerpos eréctiles, como sea necesario para crear un clítoris del tamaño apropiado. Después, se ponen puntos de sutura desde el área púbica y a lo largo de ambas caras de la longitud total de lo que queda del falo; cuando estos puntos se ajustan, el falo se pliega como las tablas de una falda y retrocede a una posición oculta tras el monte púbico. Si el resultado es todavía demasiado grande, el glande se reduce aún más, al cortar una porción del mismo (Oesterling, Gearhart y Jeffs 1987: 1079-1084).

Para la mayoría de los intersexuales, este tipo de descripción médica arcana y deshumanizada, ilustrada con primeros planos de cirugía genital y menores desnudos con una franja negra que oculta los ojos, es la única versión disponible de Nuestros cuerpos, nuestras vidas. Como cultura, hemos puesto en manos de la medicina la autoridad de patrullar las fronteras entre varón y mujer, dejando que los intersexuales se recuperen lo mejor que pueden, solos y en silencio, de la normalización violenta.

Mi carrera como hermafrodita: renegociando los significados culturales

Nací con genitales ambiguos. Un doctor especializado en intersexualidad deliberó durante tres días —sedando a mi madre cada vez que preguntaba qué problema había con su bebé— antes de concluir que yo era un varón con un micropene, completa hipospadias, los testículos sin descender y una extraña apertura extra detrás de la uretra. Se cumplimentó para mí un certificado de nacimiento de varón, y mis padres comenzaron a educarme como a un chico. Cuando tuve un año y medio, mis padres consultaron a un equipo diferente de expertos, quienes me admitieron en un hospital para la determinación sexual. Determinar es una palabra remarcablemente adecuada en este contexto, al significar tanto indagar mediante investigación como causar la obtención de una resolución. Describe a la perfección el proceso en dos pasos por medio del cual la ciencia produce, a través de una serie de operaciones enmascaradas, lo que afirma tan sólo observar. Los doctores les dijeron a mis padres que sería necesaria una investigación médica para determinar (en el primer sentido de esa palabra) cuál era mi verdadero sexo. Consideraron que mi apéndice genital era inadecuado como pene, demasiado corto para marcar de forma efectiva un estatus masculino o para penetrar a mujeres. Como mujer, sin embargo, sería penetrable y fértil, en potencia. Al reetiquetar mi anatomía como vagina, uretra, labia y clítoris enorme, mi sexo fue determinado (en el segundo sentido) mediante la amputación de mi apéndice genital. Siguiendo las instrucciones de los médicos, mis padres cambiaron mi nombre, examinaron de manera minuciosa su casa para eliminar todos los restos de mi existencia como chico (fotografías, felicitaciones de cumpleaños, etc.), cambiaron mi certificado de nacimiento, se desplazaron a una ciudad diferente, dieron instrucciones a los miembros de la familia extensa para que no se refirieran a mí por más tiempo como un chico, y nunca le dijeran a nadie —ni siquiera a mí— qué había sucedido. Mi intersexualidad y cambio de sexo se convirtieron en pequeños secretos sucios de familia.

A los ocho años, volví al hospital para una cirugía abdominal que eliminase la porción testicular de mis gónadas, cada una de las cuales tenía un carácter parcialmente ovárico y parcialmente testicular. No se me dio entonces ninguna explicación por la larga hospitalización, la cirugía abdominal, ni las posteriores visitas regulares al hospital, en las cuales los médicos fotografiaban mis genitales e insertaban dedos e instrumentos dentro de mi vagina y mi ano. Estas visitas cesaron tan pronto empecé a menstruar. En el momento del cambio de sexo, los médicos les habían asegurado a mis padres que su alguna vez hijo / ahora hija se convertiría en una mujer que podría tener una vida sexual normal e hijos. Con la confirmación de la menstruación, al parecer mis padres concluyeron que esa predicción se había cumplido y su ordalía había sido superada. Para mí, la peor parte de la pesadilla apenas estaba comenzando.

Como adolescente, fui consciente de que no tenía clítoris o labios internos, y era incapaz de tener orgasmos. Al final de mi adolescencia, comencé a investigar en bibliotecas médicas para intentar descubrir lo que podía haberme sucedido. Cuando finalmente decidí obtener mis informes médicos, me llevó tres años superar los impedimentos de los médicos a los que pedí ayuda. Una vez que los conseguí —apenas tres páginas—, supe por primera vez que era una hermafrodita verdadera, que había sido el hijo de mis padres durante un año y medio, y había tenido un nombre que desconocía. Los informes también documentaban mi clitorectomía. Eso fue a mediados de los 70, a comienzos de mis veinte. Había empezado a identificarme como lesbiana, en un tiempo en el que el lesbianismo y un esencialismo de género de base biológica eran casi sinónimos: los hombres eran violadores y causaban la guerra y la destrucción ambiental; las mujeres eran buenas y sanarían la tierra; las lesbianas eran una forma superior de seres incontaminados por la energía de los hombres. En un mundo así, ¿cómo le podía decir a alguien que de hecho había poseído el terrorífico falo? Ya no era una mujer a mis propios ojos, sino más bien una criatura monstruosa y mítica. Dado que mi hermafroditismo y mi niñez masculina, ocultos durante tanto tiempo, eran historia tras la clitorectomía, nunca pude hablar abiertamente sobre ello o sobre mi consecuente incapacidad para el orgasmo. Estaba tan traumatizada por el descubrimiento de las circunstancias que produjeron mi corporalidad que no pude hablar de estos temas con nadie.

Casi 15 años más tarde, sufrí una crisis emocional. A los ojos del mundo, yo era una exitosa mujer de negocios, directora en una compañía internacional de alta tecnología. Ante mí misma, era un monstruo, incapaz de amar o ser amada, avergonzada por completo de mi estatus de hermafrodita y de mi disfunción sexual. Incapaz de hacer las paces conmigo misma, finalmente busqué la ayuda de una psicoterapeuta, que reaccionó a cada revelación sobre mi historia y situación con alguna versión de “no, no es posible” o “y, ¿qué?”. Yo podía decir: “realmente no soy una mujer”. Y ella respondía: “por supuesto que lo eres, pareces una mujer”. Yo podía decir: “mi completa renuncia a la sexualidad ha destruido cada relación que he tenido”. Ella contestaba: “todo el mundo tiene sus subidas y bajadas”. Intenté con otra terapeuta y me encontré con una respuesta similar. Cada vez más desesperada, confié mi historia a varias amigas, quienes desaparecieron con un silencio embarazoso. Me encontraba en una agonía emocional, sintiéndome completamente sola y sin una salida posible. Decidí suicidarme.

Confrontarme con el suicidio como una posibilidad real resultó ser mi epifanía personal. Fantaseaba con suicidarme de una forma bastante sangrienta y dramática en el despacho del cirujano que había amputado mi clítoris, enfrentándole a la fuerza con el horror que había impuesto a mi vida. Pero, al reconocer el deseo de dar uso a mi dolor y no desperdiciar del todo mi vida, doblé una esquina crucial y encontré un camino para dirigir mi rabia de forma productiva hacia el mundo, en lugar de dirigirla de manera destructiva contra mí. No tenía un marco conceptual para desarrollar una autoconciencia más positiva. Sólo sabía que me sentía mutilada, no del todo humana, pero que estaba decidida a sanar. Luché durante semanas en un caos emocional, incapaz de comer, dormir o trabajar. No podía aceptar mi imagen de un cuerpo hermafrodita más de lo que podía aceptar la carnicería que el cirujano había perpetrado en mí. Me imaginaba como un patchwork del monstruo de Frankenstein, alternado con anhelos de escapar mediante la muerte, seguidos de inmediato por indignación, ira y la determinación de sobrevivir. No podía aceptar que fuera justo, o estuviera bien, o fuera bueno tratar a quien fuera como yo había sido tratada: mi sexo cambiado, mis genitales amputados, mi experiencia silenciada e invisibilizada. Llevé un infierno privado dentro de mí; por desgracia, estaba sola en mi condición, sin siquiera mis torturadores como compañía. Finalmente, comencé a visualizarme en medio de una tormenta, pero con cielos claros y un visible arco iris a la distancia. Estaba todavía en agonía, pero comenzaba a ver el proceso doloroso en el que estaba atrapada en términos de revitalización y renacimiento, una forma de investir mi vida con un nuevo sentido de autenticidad que poseía vastos potenciales para una transformación posterior. Desde entonces, he vivido esta experiencia de desplazamiento desde el dolor hacia el empoderamiento personal que ha sido descrita por otros activistas intersexuales y transexuales (Triea 1994: 1; Stryker 1994: 237-254).

Poco a poco, desarrollé una nueva forma de autocomprensión politizada y consciente desde un punto de vista crítico. Había sido el tipo de lesbiana que en su tiempo tuvo una novia, pero que nunca había participado en realidad en la vida de la comunidad lésbica. Me sentía casi del todo aislada de las políticas gay, del feminismo, de la teoría queer y de género. Poseía el rudimentario conocimiento de que el movimiento por los derechos gay había cobrado impulso sólo cuando pudo denegar de manera efectiva que la homosexualidad era una enfermedad o una inferioridad, y afirmar, por el contrario, que lo gay es bueno. Por imposible que parezca, me prometí afirmar del mismo modo que lo intersexual es bueno, que el cuerpo en el que había nacido no estaba enfermo, sino que era diferente. Me prometí acoger la idea de no ser una mujer que de inicio tanto me había horrorizado.

Comencé a buscar una comunidad y, como consecuencia, me fui a San Francisco a finales de 1992, con la creencia de que las personas que vivían en la meca queer tendrían análisis de la corporalidad sexuada y generizada más sofisticados a nivel conceptual, más tolerantes en términos sociales y más agudos a nivel político. Encontré lo que estaba buscando, en parte debido a que mi llegada al área de la Bahía de San Francisco coincidió con la más bien repentina emergencia de un enérgico movimiento político transgénero. Transgender Nation (tn) se había desarrollado desde Queer Nation, un grupo posgay/lésbico que buscaba trascender las políticas identitarias. Las acciones de tn atrajeron la atención de los medios, en especial cuando algunos de sus integrantes fueron arrestados durante una carga en la convención anual de la American Psychiatric Association al protestar por la categorización psiquiátrica de la transexualidad como enfermedad mental. La artista performancera transexual Kate Bornstein estaba introduciendo con humor las cuestiones transgénero en la comunidad gay/lésbica de San Francisco y más allá. Los temas trans de mujer-a-hombre habían alcanzado un nuevo nivel de visibilidad, debido en gran medida a los esfuerzos realizados por Lou Sullivan, un activista gay m-a-h que sufrió una muerte prematura a causa de enfermedades relacionadas con el vih en 1991. Y, como consecuencia del éxito de ventas de su novela underground, Stone Butch Blues, el manifiesto de Leslie Feinberg, Transgender Liberation: A Movement Whose Time Has Come, estaba encontrando un público considerable al unir por primera vez una justicia social transgénero con una agenda política progresista más amplia (Feinberg 1992; 1993). Al mismo tiempo, había emergido una vigorosa nueva ola de estudios de género en la academia (Butler 1990; 1993; Laqueur 1990; Epstein y Straub 1991). En este contexto, la teórica y activista intersexual Morgan Holmes pudo analizar su propia clitorectomía en su tesis de maestría y conseguir que fuera considerada como trabajo académico serio (Holmes 1994). Teóricas abiertamente transexuales, como Susan Stryker y Sandy Stone, eran visibles en posiciones académicas de responsabilidad en prestigiosas universidades. El “Empire Strikes Back: A Posttranssexual Manifesto” de Stone resignificó de forma abierta y visible a los transexuales no como conformistas de género que apuntalaban un sistema de sexo rígido y binario, sino como “un conjunto de textos encarnados cuyo potencial de subversión productiva de las sexualidades estructuradas y de los espectros de deseo todavía se tenía que explorar” (Stone 1991: 296).

En esta atmósfera embriagadora, yo aporté mi propia experiencia. Presentada por Bornstein a otras activistas de género, exploré con ellas las políticas culturales de la intersexualidad, que para mí representaban otra nueva configuración más de los cuerpos, identidades, deseos y sexualidades desde la cual confrontar los aspectos normativizadores y violentos del sistema dominante de sexo / género. A finales de 1993, la pionera de Transgender Nation, Anne Ogborn, me invitó a participar en un retiro de fin de semana llamado la Conferencia de la Nueva Mujer, donde mujeres transexuales postoperadas compartieron sus historias, sus penas y alegrías, y disfrutaron de la libertad de nadar y tomar el sol desnudas con otras que también habían cambiado quirúrgicamente sus genitales. Vi que las participantes volvían a casa en un estado de euforia y me propuse llevar el mismo tipo de experiencia sanadora a la gente intersexual.

La emergencia de un movimiento intersexual: oposición y aliados

A mi llegada a San Francisco, comencé a contar mi historia de forma indiscriminada a todo el mundo con el que me encontraba. En el curso de un año, tan sólo por hablar abiertamente dentro de mis propios círculos sociales, supe de otros seis intersexuales, entre ellos dos que habían tenido la fortuna suficiente como para escapar de la atención médica. Me di cuenta de que la intersexualidad, más que ser muy rara, debía ser un tanto común. Decidí, entonces, crear una red de apoyo. En el verano de 1993, elaboré algunos panfletos, me hice de un apartado de correos y comencé a anunciar la Intersex Society of North America (isna) mediante pequeñas noticias en los medios. No mucho después, me encontraba recibiendo varias cartas de intersexuales cada semana, provenientes de todos los rincones de Estados Unidos y Canadá, y en ocasiones algunas de Europa. Aunque los detalles variaban, las cartas ofrecían una imagen bastante uniforme de las consecuencias emocionales de la intervención médica. Morgan Holmes: “Todas las cosas que mi cuerpo podía haber llegado a hacer, todas las posibilidades, fueron engullidas junto con mi clítoris amputado por el departamento de patología. Lo que quedó de mí fue a la sala de recuperación: todavía me estoy recuperando”. Angela Moreno: “Me horroriza lo que han hecho conmigo y la conspiración de silencio y mentiras. Estoy llena de dolor y de rabia, pero finalmente también de alivio, al saber que quizá no soy la única”. Thomas: “Rezo para tener los medios para compensar, en alguna medida, a la American Urological Association por todo lo que ha hecho en mi beneficio. Pero estoy teniendo algunos problemas para conectar el mecanismo de relojería con el detonador”.

El objetivo más inmediato de la isna fue crear una comunidad de gente intersexual que pudiera proporcionar apoyo entre iguales para afrontar la vergüenza, el estigma, el dolor y la rabia, así como temas prácticos, como, por ejemplo, cómo obtener informes médicos antiguos o localizar a un psicoterapeuta o endocrinólogo simpatizante. Con esa finalidad, cooperé con periodistas que juzgué capaces de informar amplia y responsablemente de nuestros esfuerzos, listé la isna en autoayuda y en entidades de compensación de referencia, y establecí un sitio en internet (http://www.isna.org). La isna conecta ahora a cientos de intersexuales de toda Norteamérica, Europa, Australia y Nueva Zelanda. También comenzó a promover un encuentro intersexual anual, el primero de los cuales tuvo lugar en 1996 y conmovió a los participantes con la misma profundidad que a mí la Conferencia de la Nueva Mujer en 1993.

Sin embargo, la meta más importante y más a largo plazo de la isna es cambiar la forma en la que son tratados los bebés intersexuales. Defendemos que no se aplique la cirugía sobre los genitales ambiguos a no ser que exista una razón médica (tal como la orina bloqueada o dolorosa), y que se proporcione a los padres las herramientas conceptuales y el apoyo emocional para aceptar las diferencias físicas de sus hijos. Aunque es fascinante pensar en el desarrollo potencial de nuevos géneros o posiciones de sujeto basadas en formas de corporalidad que se salen de la familiar dicotomía varón/mujer, reconocemos que el modelo dual de sexo/género es, en la actualidad, hegemónico y, por lo tanto, defendemos que los niños sean criados o bien como chicos o bien como chicas, de acuerdo con la designación que parezca más capaz de ofrecer al menor el mayor bienestar futuro. Defender la asignación de género sin recurrir a cirugía normalizadora supone una posición radical, pues requiere la subversión deliberada de la concordancia asumida entre la forma corporal y la categoría de género. Sin embargo, esta es la única posición que previene el daño físico irreversible del cuerpo de la persona intersexual, la que respeta la agencia de la persona intersexual en función de su propia carne y la que reconoce que la sensación genital y el funcionamiento erótico son al menos tan importantes como la capacidad reproductora. Si un menor o adulto intersexual decide cambiar su género o someter su cuerpo a una alteración quirúrgica u hormonal, esa decisión deberá ser del todo respetada y facilitada. El punto clave es que los sujetos intersexuales no sean violentados por el bienestar o la conveniencia de otros.

Uno de los aspectos para alcanzar el objetivo a largo plazo de la isna ha sido documentar la carnicería emocional y física que producen las intervenciones médicas. Como ha dejado patente la bibliografía que va en aumento a gran velocidad (véase la bibliografía de nuestra página web), la gestión médica de la intersexualidad ha cambiado poco en los 40 años transcurridos desde mi primera intervención. Kessler se sorprende de que “a pesar de las miles de operaciones genitales que se realizan cada año, no existen metaná- lisis dentro de la comunidad médica acerca de sus niveles de éxito” (Kessler 1998). No se sabe si los intersexuales postoperados permanecen “en silencio y felices, o en silencio e infelices” (Jeffs 1996: 6-8). No existen esfuerzos de investigación para mejorar el funcionamiento erótico de los intersexuales adultos cuyos genitales han sido alterados, ni existen psicoterapeutas especializados en intersexuales adultos que tratan de recuperarse del trauma de la intervención médica. Para proporcionar un contrapunto a las montañas de bibliografía médica que descuidan la experiencia intersexual y comenzar a compilar una memoria etnográfica de esa experiencia, el sitio de debate de la isna, Hermafroditas con actitud (Hermaphrodites with Attitude), se ha convertido en un foro para que las personas intersexuales narren sus propias historias. Hemos enviado copias de los debates, llenas de sangrantes narraciones personales, a académicos, escritores, periodistas, organizaciones de derechos de las minorías y profesionales médicos: a cualquiera que según nosotros puede influir de manera positiva en nuestra campaña para cambiar la forma en que son tratados los cuerpos intersexuales.

La presencia de la isna ha comenzado a generar efectos. Ha ayudado a politizar el creciente número de organizaciones intersexuales, así como también las propias identidades intersexuales. Al principio, cuando comencé a organizar la isna, me encontré con líderes de la Turner Syndrome Society, el más antiguo grupo de apoyo conocido sobre diferenciación sexual atípica, creado en 1987. El Síndrome de Turner es definido por un cariotipo genético xo que deriva en una morfología corporal femenina con ovarios no funcionales, estatura en extremo pequeña y una variedad de otras diferencias físicas descritas en la bibliografía médica con etiquetas tan estigmatizantes como cuello membranoso [web-necked] y boca de pez [fish-mouthed]. Cada una de estas mujeres me contó lo profunda y transformadora que había sido tan sólo la experiencia de conocer a otras personas como ellas. Sus logros me sirvieron como inspiración (son una organización nacional que reúne a miles de miembros), pero quería que la isna tuviera una orientación diferente. Estaba poco dispuesta a considerar la intersexualidad como una patología o discapacidad, muy interesada en cuestionar por completo su medicalización, y más todavía en politizar una identidad panintersexual que atravesara las divisiones de etiologías particulares para desestabilizar de forma efectiva las asunciones heteronormativas que subyacen a la violencia dirigida contra nuestros cuerpos.

Cuando establecí la isna en 1993, no existía un grupo politizado semejante. En Reino Unido, en 1988, la madre de una niña con síndrome de insensibilidad al andrógeno (sia, el cual produce varones genéticos con morfologías genitales femeninas) formó el ais Support Group. El grupo, que inicialmente presionó para incrementar la atención médica (técnicas quirúrgicas mejores para producir una mayor profundidad vaginal, más investigación sobre la osteoporosis que con frecuencia afecta a pacientes con sia), tiene hoy sedes en cinco países. Otro grupo, K. S. and Associates, fue creado en 1989 por la madre de un chico con Síndrome de Klinefelter (sk) y hoy da servicio a cerca de un millar de familias. Este síndrome se caracteriza por la presencia de uno o más cromosomas X adicionales, lo que produce cuerpos con genitales externos masculinos equilibrados, altura sobre la media y miembros algo desgarbados. En la pubertad, las personas con sk con frecuencia experimentan un ensanchamiento pélvico y el desarrollo de pechos. K. S. and Associates continúa estando dominada por padres, con una orientación sobre todo médica, y se ha resistido a los intentos por parte de varones adultos con el Síndrome de Klinefelter de discutir cuestiones de identidad de género u orientación sexual relacionadas con su condición intersexual.

Desde la aparición en escena de la isna, han comenzado a aparecer otros grupos con una postura de mayor resistencia frente al sistema médico. En 1995, una madre que rechazó la presión médica para la asignación como mujer de su bebé intersexual creó la Ambiguous Genitalia Support Network, que hace que se conozcan padres de intersexuales y estimula el desarrollo de relaciones epistolares de apoyo. En 1996, otra madre, que había rechazado la presión médica para asignar como mujer a su bebé intersexual mediante la eliminación del pene, creó la Hermaphrodite Educational and Listening Post (help) con el fin de proporcionar apoyo entre iguales e información médica. Sin embargo, ninguno de estos grupos dirigidos a padres enmarcan su trabajo en términos abiertamente políticos. No obstante, la acción y el análisis político que la isna defiende no han dejado de tener efecto en los grupos que se definen de forma más estrecha como asistenciales o dirigidos a padres. El ais Support Group, que en la actualidad es el más representativo tanto en lo que se refiere a adultos como a padres, señalaba en un reciente foro de debate:

Nuestra primera impresión de la isna fue que estaban quizá demasiado enfadados y eran demasiado militantes como para obtener el apoyo de la profesión médica. Sin embargo, tenemos que decir que, habiendo leído [los análisis políticos de la intersexualidad realizados por la isna, Kessler, Fausto-Sterling y Holmes], sentimos que los conceptos feministas relacionados con el tratamiento patriarcal de la intersexualidad son extremadamente interesantes y tienen de hecho mucho sentido. Después de todo, las vidas de las personas intersexuales están estigmatizadas por la desaprobación cultural de su apariencia genital, [que no tiene por qué] afectar a su experiencia como seres humanos sexuales (ais Support Group 1996: 3-4).

En la actualidad, han comenzado a emerger otros grupos más militantes. En 1994, intersexuales alemanes crearon el Workgroup on Violence in Pedriatrics and Ginecology y el Genital Mutilation Survivors’ Support Network, e Hijra Nippon hoy representa a los activistas intersexuales en Japón.

Fuera de la más bien pequeña comunidad de organizaciones intersexuales, el trabajo de la isna ha generado un complejo entramado de alianzas y oposiciones. Muchos activistas queer, en especial los activistas transgénero, han proporcionado ánimo, consejo y apoyo logístico al movimiento intersexual. El grupo de acción directa Transsexual Menace ayudó a un grupo ad hoc de militantes intersexuales que se denominan a sí mismos como Hermaphrodites with Attitude a planear y llevar a cabo una provocación en la reunión anual de 1996 de la American Academy of Pediatrics en Boston: el primer ejemplo registrado de protesta pública intersexual en la historia moderna (Barry 1996). La isna fue también invitado a unirse con el Gen- derpac, un consorcio nacional de organizaciones transgénero de reciente creación que presiona contra la discriminación sobre la base de expresiones atípicas corporales o de género. Otras organizaciones políticas lésbicas y gay más institucionalizadas, tales como la National Gay and Lesbian Task Force, también han querido incluir las preocupaciones intersexuales como parte de sus agendas políticas. Asimismo, grupos transgénero y de lesbianas/gays también han apoyado con fuerza el activismo político intersexual, ya que encuentran similitudes en la medicalización de estas diversas identidades como una forma de control social y (en especial los transexuales) sienten empatía con nuestra lucha por la defensa de la agencia dentro de un discurso médico que trabaja para borrar la capacidad de ejercer un consentimiento informado respecto de lo que le ocurre en el propio cuerpo.

Comités de gays/lesbianas y grupos de interés especial dentro de las asociaciones profesionales médicas han sido particularmente receptivos a la agenda de la isna. Un médico escribió en el foro de debate virtual glb-medical:

El efecto que me causaron los correos de Cheryl Chase —admitámoslo, después de que pasara el shock— fue hacerme consciente de que aquellos que habían sido tratados bien podían pensar [que no habían sido bien asistidos por la intervención médica]. Esto importa mucho. Como varón gay, y tan sólo como persona, he luchado gran parte de mi vida adulta para encontrar mi propio yo natural, para desentrañar las confusiones causadas por las presuposiciones de otros sobre como soy/debería ser. Pero, por fortuna, ¡sus decisiones no se me impusieron en términos quirúrgicos!

Los psiquiatras queer, empezando por Bill Byne del Hospital Mount Sinai de Nueva York, han apoyado con diligencia a la isna, en parte debido a que los principios psicológicos que subyacen a los actuales protocolos de tratamiento intersexual son, a todas luces, erróneos. Parecen designados casi a propósito para exacerbar más que para mejorar las ya difíciles cuestiones emocionales que emergen de la diferencia sexual. Algunos de estos psiquiatras perciben la dominación quirúrgica y endocrinológica de un problema que incluso cirujanos y endocrinólogos reconocen como un problema más psicosocial que biomédico, como una invasión injustificada de su área de competencia profesional.

La isna ha cultivado de forma deliberada una red de defensores no intersexuales que poseen un cierto grado de legitimidad social y pueden hablar en contextos donde voces intersexuales sin mediaciones no serían oídas. Dado que existe una fuerte tendencia a desacreditar lo que los intersexuales tienen que decir sobre la intersexualidad, ha sido bienvenida una representación simpatizante que los ayuda en especial a reformular la intersexualidad en términos no médicos. Algunas académicas de la teoría de género, críticas feministas de la ciencia, historiadoras médicas y antropólogas han comprendido y apoyado con prontitud el activismo intersexual. Años antes de la existencia de la isna, la bióloga feminista y académica de los estudios de la ciencia Anne Fausto-Sterling había escrito sobre la intersexualidad en relación con las sospechosas prácticas científicas que perpetúan el constructo masculinista del género, y se convirtió en una de las primeras aliadas de la isna (Fausto-Sterling 1985; 1993: 20-25). De igual forma, la psicóloga social Suzanne Kessler había escrito una brillante etnografía sobre médicos especializados en el tratamiento de intersexuales. Después de hablar con diversos productos de su práctica, ella también se convirtió en una importante defensora del activismo intersexual (Kessler 1997: 33-38). De particular importancia ha sido el apoyo de la historiadora de la ciencia Alice Dreger, cuyo trabajo se centra no sólo en el hermafroditismo, sino también en otras formas de corporalidad atípica potencialmente benignas que se convierten en sujetos de intervenciones médicas normalizadoras y destructoras (gemelos siameses, por ejemplo). Fausto-Sterling, Kessler y Dreger han publicado en fechas recientes trabajos que analizan el tratamiento médico de la intersexualidad como algo motivado por la cultura y lo critican como algo dañino para sus pretendidos pacientes (Fausto-Sterling 2000; Kessler 1998; Dreger 2001).

Los aliados que ayudan a cuestionar la medicalización de la intersexualidad son de especial importancia, ya que la isna ha encontrado casi por completo infructuoso intentar interacciones directas y no confrontacionales con los especialistas médicos que determinan la política sobre el tratamiento de bebés intersexuales y que, de hecho, llevan a cabo las cirugías. Joycelyn Elders, la primera cirujana general de la administración Clinton, es una en- docrinóloga pediatra con muchos años de experiencia en el tratamiento de bebés intersexuales; pero, a pesar de tener una aproximación por lo general feminista al cuidado sanitario y a las frecuentes propuestas de la isna, ha hecho caso omiso de las preocupaciones de los propios intersexuales (“Dr. Elders’ Medical History” 1994; Elders y Chanoff 1996). Otro pediatra señaló en una discusión en internet sobre intersexualidad:

Me parece que todo este asunto es ridículo [...]. Sugerir que [las decisiones médicas sobre el tratamiento de las condiciones intersexuales] son de alguna manera crueles o arbitrarias es insultante, ignorante y equivocado [...]. Expandir las afirmaciones que [la isna] está haciendo es simplemente erróneo y espero que este [grupo en línea de médicos y científicos] no las acepte con los ojos cerrados.

Otro participante en el mismo chat preguntaba lo que para él era a todas luces una cuestión retórica: “¿Quién es el enemigo? En realidad no creo que sea el sistema médico, puesto que ¿acaso establecimos nosotros la hegemonía varón/mujer?”. Mientras un cirujano citado en un artículo del New York Times sobre la isna nos descalificó de forma sumaria como fanáticos (Angier 1996: E14), existe considerable información anecdótica suministrada por simpatizantes de la isna de que las reuniones profesionales en los campos de la pediatría, urología, cirugía plástica genital y endocrinología son un avispero de discusiones ansiosas y a la defensiva sobre activismo intersexual. En respuesta a las protestas de Hermaphrodites with Attitude en la reunión de la American Academy of Pediatrics, esta organización se sintió obligada a enviar el siguiente comunicado a la prensa: “La Academia está profundamente preocupada por el desarrollo emocional, cognitivo y de la imagen corporal de los intersexuales, y cree que una exitosa cirugía genital temprana minimiza estos problemas”. Se planearon nuevas protestas para 1997.

Las raíces de la resistencia hacia las afirmaciones de verdad de los intersexuales circulan a profundidad en el sistema médico. La isna no sólo critica los sesgos normativistas que informan la mayoría de las prácticas científicas, sino que defiende también un protocolo de tratamiento para los bebés intersexuales que subvierte las concepciones convencionales de la relación entre cuerpos y géneros. Pero, en un nivel que amenaza en lo personal a los profesionales médicos, la posición de la isna implica que han dedicado sus carreras —de forma inconsciente, en el mejor de los casos, mediante la negación consciente, en el peor— a infligir un profundo daño del cual sus pacientes nunca se recuperarán por completo. La posición de la isna amenaza con destruir las asunciones que motivan una completa subespecialidad médica y, de este modo, compromete la capacidad de realizar lo que muchos cirujanos consideran un trabajo difícil, en términos técnicos, pero fascinante. Melissa Hendricks señala que el doctor Gearhart es conocido entre sus colegas como un artista cirujano que es capaz de “esculpir un gran falo y reducirlo a un clítoris” con habilidad consumada (Hendricks 1993). Más de un miembro de la isna ha descubierto que, de hecho, los cirujanos operaron sus genitales sin que fuera necesario. La fascinación del sistema médico con su propio poder para cambiar el sexo y su impulso por rescatar a los padres de sus bebés intersexuales son tan fuertes que las intervenciones heroicas se reparten sin atender al modelo capitalista que por lo regular rige los servicios médicos.

Dadas estas profundas razones, que se refuerzan entre sí para oponerse a la posición de la isna, no resulta sorprendente, en la mayoría de los casos, que los especialistas médicos en intersexualidad hayan hecho oídos sordos. La única excepción, hasta abril de 1997, es la uróloga Justine Schober. Después de ver un video del encuentro de la isna de 1996 y recibir información de help y del ais Support Group, propone en un nuevo manual de cirugía pediátrica pues, aunque la tecnología ha avanzado hasta el punto de que “nuestras necesidades [como cirujanos] y las necesidades de los padres de tener un bebé presentable pueden ser satisfechas”, es tiempo de reconocer que existen problemas que “nosotros como cirujanos [...] no podemos tratar. El éxito en el ajuste psicosocial es el verdadero objetivo de la asignación sexual y la genitoplastia [...]. La cirugía hace que padres y doctores se sientan cómodos, pero la orientación psicosocial hace que la gente se sienta cómoda también, y no es irreversible” (Schober 1998).

Si bien la isna va a continuar aproximándose al sistema médico con el fin de dialogar con él (y continúa apoyando las protestas frente a las puertas cerradas de los médicos que se niegan a hablar), quizá el aspecto más importante de nuestras actividades actuales sea la lucha por cambiar las percepciones públicas. Al utilizar los medios de comunicación de masas, internet y nuestra creciente red de aliados y simpatizantes para hacer público el intenso sufrimiento que ha causado el tratamiento médico, buscamos crear un entorno en el cual muchos padres de niños intersexuales hayan oído ya algo acerca del movimiento intersexual cuando su bebé nazca. Esperamos que estos padres informados estén mejor preparados para resistir la presión médica hacia la cirugía genital innecesaria y el secretismo, y que dirijan sus pasos hacia un grupo de apoyo y orientación en lugar de dirigirlos hacia una sala de operaciones.

Feminismo del primer mundo, clitorectomía africana y mutilación genital intersexual

Debemos localizar y cuestionar primero nuestra propia posición tan rigurosamente como cuestionamos la de los otros.

Salem Mekuria, “Female Genital Mutilation in Africa”

Las prácticas africanas tradicionales que eliminan el clítoris y otras partes de los genitales de las mujeres han sido objeto de intensa cobertura mediática a últimas fechas para el activismo feminista de Estados Unidos y de otras sociedades occidentales industrializadas. El eufemismo circuncisión femenina ha sido sustituido en gran medida por el término politizado mutilación genital femenina (en adelante mgf). Las operaciones análogas realizadas a intersexuales en Estados Unidos no han sido objeto de una atención similar; de hecho, los intentos por identificar las dos formas de extirpación genital se han topado con múltiples tipos de resistencia. Al examinar cómo las feministas del primer mundo y los medios de comunicación dominantes tratan las prácticas africanas tradicionales, y al comparar ese tratamiento con sus respuestas a la mutilación genital intersexual (mgi) en Estados Unidos, se evidencian algunas de las complejas interacciones entre ideologías de raza, género, colonialismo y ciencia que de forma efectiva silencian y vuelven invisible la experiencia intersexual en los contextos del primer mundo. La mutilación de los genitales intersexuales se convierte así en otro mecanismo oculto de imposición de la normalidad sobre la carne insumisa, una forma de contener la anarquía potencial de los deseos y de las identificaciones dentro de estructuras opresivas heteronormativas.

En 1994, el New England Journal of Medicine publicó un artículo sobre el daño físico resultante de la cirugía genital africana junto con un editorial que denunciaba la clitorectomía como una violación de los derechos humanos, pero declinó incluir una réplica redactada por Lawrence Cohen —antropólogo médico de la Universidad de California en Berkeley— y dos miembros de la isna, donde se detalla el daño causado por las clitorectomías medica- lizadas en Estados Unidos (Schroeder 1994: 739-740; Toubia 1994: 712-716). En respuesta a la creciente atención mediática, el Congreso aprobó el Acta Federal de Prohibición de la Mutilación Genital Femenina en octubre de 1996, pero el acta eximía en específico las clitorectomías medicalizadas, como las que se realizan para la corrección de cuerpos intersexuales. La autora principal de la ley, la excongresista Patricia Schroeder, recibió e ignoró muchas cartas de miembros de la isna y de Anne Fausto-Sterling —catedrática de ciencia médica en la Universidad de Brown— que le pedían reformular los términos de la misma. La columnista sindicada del Boston Globe, Ellen Goodman, es una de las pocas periodistas que cubre la mgf africana y ha respondido a la isna. “Debo admitir que no estaba al tanto de esta situación”, me escribió en 1994. “Admiro vuestra valentía.” Sin embargo, continuó discutiendo con regularidad en su columna la mgf africana, sin mencionar prácticas similares en Estados Unidos. Una de sus columnas sobre la mgf en octubre de 1995 tenía un título prometedor, “No queremos creer que ocurre aquí”, pero sólo abordaba la situación de inmigrantes en Estados Unidos, procedentes de países del tercer mundo, que realizaban clitorectomías a sus hijas para mantener las prácticas de sus culturas nativas.

Mientras que mujeres inmigrantes africanas clitorectomizadas activistas anti-mgf en Estados Unidos han sido receptivas a las peticiones realizadas por los opositores intersexuales a las clitorectomías medicalizadas y están en diálogo con nosotras, las feministas del primer mundo y las organizaciones que trabajan sobre la mgf africana nos han ignorado del todo. Que yo sepa, sólo dos de los muchos grupos anti-mgf contactados han respondido a las repetidas propuestas de los activistas intersexuales. Fran Hosken, que desde 1982 ha publicado con regularidad un catálogo de estadísticas sobre la mutilación genital femenina en el mundo, me escribió una breve nota que decía: “no estamos interesados en excepciones biológicas” (Hosken 1994). Forward International, otra organización anti-mgf, respondió a una solicitud de la intersexual alemana Heike Spreitzer que su carta era “de lo más interesante”, pero que ellos no la podían ayudar porque su trabajo se centraba sólo en la “mutilación genital femenina que es realizada como una práctica tradicional o cultural dañina sobre niñas pequeñas”. Como demuestra la respuesta de Forward International a Spreitzer, muchas activistas anti-mgf del primer mundo consideran que los africanos tienen “prácticas culturales o tradicionales dañinas”, mientras que se supone que nosotros en el occidente industrializado moderno tenemos algo mejor. Nosotros tenemos ciencia, lo cual está unido a las metanarrativas de la Ilustración, el progreso y la verdad. La mutilación genital es condonada en la medida en que sostiene nuestras concepciones culturales.

Robin Morgan y Gloria Steinem establecieron el tono de análisis feministas posteriores del primer mundo sobre la mgf con su influyente artículo en el número de marzo de 1980 de la revista Ms., “The International Crime of Genital Mutilation” (Morgan y Steinem 1980: 65-67). Una advertencia negativa: “Estas palabras resultan dolorosas de leer. Describen hechos de la vida que llegan tan lejos como las más temibles de nuestras pesadillas, y tan cercanas como cualquier rechazo a la libertad sexual de las mujeres”. Para las lectoras de Ms., quienes las editoras imaginan que es más probable que experimenten el dolor de la mutilación genital entre las cubiertas de su revista que entre los muslos, la clitorectomía se presenta como un hecho de vida extranjero cuya principal relevancia para su lectura es que ejemplifica una pérdida de libertad, la posesión más celebrada del sujeto liberal occidental. El artículo presenta una fotografía de una niña africana con las piernas abiertas sujetas por el brazo de una mujer que no se ve a su derecha. A su izquierda está la mano decorporalizada de la matrona, sujetando la hoja de la navaja con la que acaba de realizar una clitorectomía ritual. El rostro de la niña —la boca abierta, los ojos desencajados— es una máscara de dolor. Durante más de 15 años de cobertura, las imágenes occidentales de las prácticas africanas apenas han cambiado. “Los americanos han hecho un horrible descubrimiento este año”, informó Life con sobriedad a sus lectores en enero de 1997, y mostraba una foto desplegable a dos páginas de una niña keniana sujetada por detrás mientras unas manos invisibles mutilaban sus genitales (Furrer 1997: 38-39). El Premio Pulitzer de fotografía de 1996 fue a parar a otro retrato de una clitorectomía keniana (Premio Pulitzer 1996). Y, tras la estela de la exitosa petición de asilo de Fauziya Kassindja en Estados Unidos después de escapar de la clitorectomía en Togo, el número de imágenes de mgf disponibles de su país se ha disparado (Dugger 1996a; 1996b; Furrer 1997).

Todas estas representaciones manifiestan una profundización de la otredad de la clitorectomía africana que contribuye al silencio que rodea prácticas similares medicalizadas en el occidente industrializado. Su mutilación genital es un ritual bárbaro; la nuestra es científica. La suya desfigura; la nuestra normaliza lo desviado. Las implicaciones colonialistas de estas representaciones de mutilación genital resultan incluso más obvias cuando las imágenes de cirugías intersexuales se yuxtaponen con imágenes de la mgf africana. Los libros médicos que describen cómo realizar una cirugía clitoriana sobre bebés intersexuales blancos norteamericanos aparecen casi siempre ilustrados con radicales primeros planos de los genitales que desconectan los genitales no sólo de la persona intersexual individual, sino del propio cuerpo. Las imágenes de cuerpo entero tienen siempre los ojos cubiertos. ¿Por qué se considera necesario cubrir en las páginas de las revistas estadounidenses los ojos de las niñas americanas clitorectomizadas —preservando de esta forma un fragmento de su privacidad y contribuyendo a evitar la identificación del observador con la imagen abyecta—, pero no los de las niñas africanas clitorectomizadas? (Dugger 1996a; Mekuria 1995).

El discurso de las feministas del primer mundo sitúa la clitorectomía no sólo en otro lugar —en África—, sino también en otro tiempo. Un reciente artículo en el Atlantic Monthly sobre la clitorectomía africana afirmaba que “la profesión médica americana había dejado de realizar clitorectomías hace décadas”, y desde entonces la revista ha declinado publicar una carta de la isna al editor que lo contradice (Burstyn 1995: 28-35). Las publicaciones académicas son tan propensas a esta actitud como la prensa popular. En la reciente antología Deviant Bodies, los “Teatros de la locura” de la artista visual Susan Jahoda yuxtaponen material de los siglos xix y xx donde se representa “la interdependencia conceptual de la sexualidad, la reproducción, la vida familiar y los desórdenes femeninos” (Jahoda 1995: 251-276). Para representar prácticas de clitorectomía médica del siglo xx, Jahoda cita una carta publicada en la revista Ms. en julio de 1980 en respuesta a Morgan y Steinem. La autora de la carta, una asistente sanitaria en un geriátrico, decía que se había sorprendido por las extrañas cicatrices que vio en los genitales de cinco de las cuarenta mujeres a su cuidado:

Entonces leí vuestro artículo [...] ¡Dios mío! ¿Por qué? ¿Quién decidió negarles el orgasmo? ¿Quién les hizo que pasaran por semejante proceso? Quiero saberlo. ¿Estaba de moda? ¿O era para corregir una condición? Me gustaría saber qué criterio utilizaba este país llamado civilizado para tal procedimiento. ¿Y hasta qué punto está extendido aquí en Estados Unidos? (Hubbard y Farnes 1980).

Aunque el extracto de Jahoda de esta carta aborda el tema de las cli- torectomías medicalizadas estadounidenses, localiza de forma segura la mutilación genital en el pasado como algo experimentado hace mucho tiempo en mujeres que hoy están en las últimas etapas de su vida. Es significativo que Jahoda desperdicia una excelente oportunidad para comentar la práctica continuada de la clitorectomía en Estados Unidos hoy en día. Dos meses antes, en el número de abril de 1980 de Ms., las biólogas feministas Ruth Hubbard y Patricia Farnes también respondieron a Morgan y Steinem:

Queremos llamar la atención de vuestras lectoras hacia la práctica de la clitorectomía no sólo en el Tercer Mundo [.] sino aquí mismo en Estados Unidos, donde se practica como parte de un procedimiento para reparar mediante cirugía plástica las llamadas ambigüedades genitales. Poca gente se da cuenta de que este procedimiento ha implicado de forma rutinaria la eliminación completa del clítoris y su provisión nerviosa; en otras palabras, la total clitorectomía [...]. En un extenso artículo [el experto intersexual de la Johns Hopkins, John] Money y dos colegas escribieron [.] que “una niña de tres años a punto de ser clitorectomizada [.] debería estar bien informada de que los médicos harán quese parezca a todas las otras niñas y mujeres” (las cursivas son nuestras), lo cual no difiere de lo que con frecuencia se les dice a las chicas africanas sobre sus clitorectomías [...]. Pero, hasta la fecha, ni Money ni sus críticos han investigado los efectos de las clitorectomías sobre el desarrollo de las niñas. No obstante, se podría esperar que con seguridad esto afecte su desarrollo psicosexual y sus sentimientos de identidad como mujeres jóvenes (Hubbard y Farnes 1980: 9-10).

Mientras que la consciente exposición feminista de la clitorectomía medicalizada en Estados Unidos, contemporáneas de Farnes y Hubbard, se hundió sin dejar rastro, sale a flote una explosión de trabajos que mantiene la clitorectomía doméstica a una distancia segura. Tales conceptualizaciones de la lejanía cultural, geográfica y temporal de la clitorectomía permiten que la indignación feminista del primer mundo se canalice en una intromisión colonialista en potencia sobre los asuntos sociales de otros, al tiempo que se impide trabajar por la justicia social en casa (Dawit y Mekuria 1993: A27). El feminismo se representa a sí mismo como un movimiento interesado en desenmascarar el silencio que rodea la violencia contra las mujeres. La mayoría de los tratamientos médicos a intersexuales constituye otra forma de violencia basada en una devaluación sexista de su dolor y sexualidad. Los médicos consideran que la perspectiva de crecer como un chico con un pene pequeño es una alternativa peor que la de crecer como una chica sin clítoris ni ovarios; asimismo, generizan los cuerpos intersexuales y los mutilan para conseguir que los géneros asignados apoyen las normas culturales de corporalidad. Estas intervenciones médicas transforman muchos cuerpos transgresores en otros que pueden ser etiquetados de forma segura como mujeres y, por tanto, pueden estar sometidos a las múltiples formas de control social a las que deben responder las mujeres. ¿Por qué entonces la mayoría de las feministas del primer mundo se enfrentan a los intersexuales con una mirada de incomprensión?

Los intersexuales se han enfrentado a tales dificultades para generar apoyo del feminismo hegemónico no sólo debido a los marcos racistas y colonialistas que sitúan la clitorectomía como una práctica extraña a los sujetos adecuados del primer mundo, sino también porque la intersexualidad socava la estabilidad de la categoría mujer sobre la que se asienta la mayor parte del discurso feminista del primer mundo. Nosotras cuestionamos la relación supuesta entre géneros y cuerpos, y demostramos cómo algunos cuerpos no encajan con facilidad en las dicotomías varón/mujer. Nosotras encarnamos de forma visceral la verdad de la afirmación de Judith Butler de que el sexo, el concepto que logra la materialización y naturalización de diferencias construidas por la cultura y atravesadas por el poder, ha sido, de hecho, “género todo el tiempo” (Butler 1990: 8). Como nos negamos a permanecer en silencio, volvemos queer los fundamentos sobre los que depende no sólo el tratamiento médico de los cuerpos, sino también las suposiciones feministas muy difundidas sobre la subjetividad femenina con una corporeidad apropiada. En la medida en que no somos normativamente femeninas ni normativamente mujeres, no se nos considera como los sujetos propios/apropiados de valoración feminista.

Como sujetos no deseados de la ciencia y sujetos impropios/inapro- piados del feminismo, las activistas intersexuales politizadas tenemos intereses profundos en aliarnos con y participar en la clase de trabajo cultural postestructuralista que evidencia las suposiciones fundacionales sobre la persona que comparten la sociedad dominante, el feminismo convencional y muchos otros movimientos sociales de oposición con base identitaria. Nos interesan, también, los esfuerzos queer que esculpen espacios sociales vivibles para formas reconfiguradas de corporalidad, identidad y deseo. En 1990, Suzanne Kessler señaló que “las posibilidades de transformaciones sociales reales serían ilimitadas” si médicos y científicos especializados en el tratamiento del género pudieran reconocer que “finalmente, y siempre, las personas construyen el género tanto como los sistemas sociales que se asientan en conceptos generizados [...]. Aceptar la ambigüedad genital como una opción natural requeriría que los médicos también reconocieran que esta se corrige no porque sea amenazante para la vida del niño, sino porque es amenazante para la cultura del niño” (Kessler 1990: 25). En ese momento, todavía no se había oído nada sobre los intersexuales, y existían escasas razones para pensar que médicos u otros miembros de su cultura reflexionarían alguna vez sobre el significado o el efecto de lo que estaban haciendo. La emergencia de una oposición intersexual activista lo cambia todo

Traducción: Carmen Romero Bachiller, Silvia García Dauder y Carlos Bargueiras Martínez (Grupo de Trabajo Queer)

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Quiero expresar mi agradecimiento a Susan Stryker por sus extensas contribuciones a la estructura y contenido de este artículo.

Tomado de El eje del mal es heterosexual / Figuraciones, movimientos y prácticas feministas queer, compilado por Carmen Romero Bachiller, Silvia García Dauder y Carlos Bargueiras Martínez (Grupo de Trabajo Queer), Madrid, 2005. Publicación original: Cheryl Chase, 1998, “Hermaphrodites with Attitude: Mapping the Emergence of Intersex Political Activism”, A Journal of Lesbian and Gay Studies. The Transgender Issue, vol. 4, núm. 2, pp. 189-211.

Nota de traducción: las palabras nos malinterpretan. El lenguaje está estructurado de forma dicotómica y los genéricos no dejan de ser masculinos. Nos hemos visto forzadas a traducir child, children, infant, que en inglés no están genéricamente marcados, por los conceptos neutros bebé o recién nacido, y no por niño. Ello ha supuesto distorsionar a veces el periodo etario referido, ya que child abarca una edad mayor que la que se considera que tiene un bebé. Hemos acudido al término niños cuando es claro que se interpreta como genérico, y en ocasiones hemos utilizado menores cuando explícitamente se hace referencia a un periodo etario mayor que el de bebés.

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