Sr. Director: Tal como hacen constar Moreno Jiménez et al1 en un original publicado recientemente en esta revista, los datos relacionados con la violencia hacia los médicos de atención primaria son escasos en nuestro ámbito. En ese estudio, cuyos resultados pueden estar interferidos por limitaciones metodológicas, un 58% de los encuestados había sufrido algún tipo de agresión verbal o física en el curso de los 12 meses anteriores, y el perfil del médico agredido correspondía a un profesional que hace guardias, que desconfía del paciente y cree que éste no tolera la demora ni la frustración, y que carece de habilidades para la comunicación y/o es demasiado rígido.
Con un perfil bien distinto, nuestra experiencia personal respecto a la violencia ejercida por los pacientes sobre los médicos es igualmente desalentadora. Durante los meses de julio y agosto de 2005 fui contratada de modo eventual, con horario de 15.00 a 22.00, para atender una consulta de atención primaria específicamente destinada a pacientes desplazados en una localidad de la costa asturiana con alta incidencia turística. La atención prestada comprendía consultas a demanda (y concertadas), asistencia domiciliaria, urgencias, dispensación de recetas, y todo ello sin lista de espera y prácticamente sin demora horaria. Una enfermera y una administrativa con dedicación exclusiva completaban el equipo.
Ni de mis características profesionales, como mujer joven2 y médico de familia con la especialidad recién terminada3 en un centro de salud sobresaturado (con más de 70 consultas diarias en el cupo de mi tutor), ni de la actividad que se me encomendó (sin guardias, en condiciones óptimas para el usuario), ni del breve período de duración del contrato, cabría esperar gran espacio para la violencia.
Pues bien, fui amenazada con arma blanca, sin lesiones, por un paciente toxicómano; fui amenazada e insultada por el padre de una paciente pediátrica (niña de 3 años, en perfecto estado, visitada por dos pediatras en el curso de las 12 h anteriores por una fiebre sin foco) y demandada por denegación de asistencia (pendiente de juicio), y fui objeto (o bien yo, o el equipo, o el centro de salud) de más de 10 reclamaciones, presentadas al coordinador del centro o a la gerencia de atención primaria, por deficiente comunicación entre áreas sanitarias, por caídas de la red informática, por horarios poco acordes con los gustos o necesidades de los turistas, etc. Algunas de estas reclamaciones me fueron anticipadas de viva voz, en tono perentorio.
Aunque se trata de una vivencia individual, seguramente no extrapolable (o sí, visto el porcentaje de médicos agredidos en el estudio de Moreno Jiménez et al1), resulta muy ilustrativa de la característica de «alto riesgo» hacia la que ha derivado la profesión médica en nuestro país. No sería descabellado plantearse un curso obligatorio sobre control de emociones y manejo de situaciones violentas en el cuatrienio de la residencia de medicina de familia.