Los términos sensibilidad química múltiple (SQM), hipersensibilidad electromagnética (HE), alergia ambiental, alergia universal, hipersensibilidad acústica, entre otros, son cada vez más frecuentes en nuestras consultas.
La SQM se define como un trastorno caracterizado por síntomas recurrentes, referibles a múltiples sistemas orgánicos, que se presentan como respuesta a la exposición a muchos compuestos que previamente eran bien tolerados, que no tienen relación química entre sí y a dosis muy por debajo de las que se han establecido como causantes de efectos perjudiciales en la población general1. Estos síntomas se producen en la ausencia de consistentes resultados objetivos de diagnóstico físico o pruebas de laboratorio que definen una enfermedad2. La falta de unos criterios definitorios homogéneos o de un biomarcador objetivo dificulta la estimación de la prevalencia de la SQM. Los trabajos al respecto provienen en muchos casos de la información recogida por los pacientes mediante cuestionarios. En España, se estima que la prevalencia de SQM se sitúa en torno al 0,02 y 0,04%3 de la población, con un claro predominio de mujeres (80-90%) y una edad media de 46-52 años4.
La HE es una enfermedad subjetiva caracterizada por síntomas recurrentes e inespecíficos atribuidos a la exposición a campos electromagnéticos. Sin embargo, los estudios clínicos controlados indican que no hay una relación causal entre la exposición a las diversas fuentes de radiofrecuencia y los síntomas de estos pacientes. Existe un amplio rango de estimaciones de la prevalencias de HE, con cifras que varían de unos pocos casos por millón hasta el 3%5 o 5%6, aunque son datos de prevalencia autodiagnosticada, dado que no existen criterios diagnósticos validados para esta enfermedad.
Con el fin de englobar todas estas «hipersensibilidades», la Organización Mundial de la Salud (OMS), en 1996, propuso que se utilizara el término «intolerancia ambiental idiopática» (IAI)7, ya que la palabra «sensibilidad» puede ser entendida como un fenómeno relacionado con la alergia, lo que carece de fundamento científico. En 1999 la American Academy of Allergy, Asthma and Immunology aceptó este nuevo concepto de IAI, el cual se caracteriza por:
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ser un trastorno adquirido desencadenado por una exposición única o reiterada;
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los síntomas se desencadenan con la exposición a múltiples factores ambientales tolerados por la mayor parte de las personas;
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los síntomas mejoran su estado cuando los supuestos agentes causantes son eliminados o se evita la exposición a ellos;
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los síntomas implican a varios órganos y sistemas;
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presenta un carácter crónico.
La etiopatogenia de estas patologías sigue siendo desconocida. Si bien existen múltiples teorías que postulan un origen orgánico, la mayoría de los autores defienden una causa psicopatológica de la enfermedad basándose en los siguientes aspectos:
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Etiología desconocida. El listado de los factores ambientales ligados a la IAI es innumerable8.
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Trastorno adquirido. Síntomas ante la exposición a dosis bajas de agentes ambientales, que previamente eran bien tolerados.
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Susceptibilidad individual. Síntomas ante exposiciones toleradas por la gran mayoría de las personas.
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Falta de biomarcadores. El diagnóstico se basa en criterios clínicos, no existe ningún biomarcador que permita confirmar el diagnóstico.
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Heterogeneidad de síntomas. Con frecuencia se presenta afectación de órganos y síntomas médicamente inexplicables.
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Heterogeneidad de los grados de afectación, que no se relaciona con la intensidad ni con el tipo de la exposición. Los síntomas de HE aparecen con la misma intensidad ante campos electromagnéticos (CEM) de alta frecuencia (WiFi, Bluetooth, teléfono móvil, tablets, teléfonos inalámbricos, antenas de telefonía móvil, alarmas, dispositivos de vigilancia inalámbricos como cámaras o sensores) como con los de baja frecuencia (líneas de alta tensión, transformadores de alta tensión, motores, cableado eléctrico doméstico, aparatos eléctricos, bombillas de bajo consumo).
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Ausencia de tratamientos que mejoren la enfermedad, salvo la prevención de la exposición a las sustancias desencadenantes.
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El resultado de estudios bien diseñados9-11 que objetivan que cuando el enmascaramiento se realiza de forma correcta, los pacientes no son capaces de diferenciar entre estímulos verdaderos y placebo. Estos estudios también ponen de manifiesto la importancia del efecto nocebo en estos pacientes12,13, es decir, cuando la exposición es simulada (los pacientes tenían la expectativa de exposición aunque no la hubo) también presentan la clínica. Los autores concluyeron que estar centrado en los síntomas del propio cuerpo, especialmente en el ámbito somatosensorial, puede ser un importante factor que contribuye a sentir la IAI y probablemente puede ser un factor etiológico.
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La alta prevalencia de trastornos psiquiátricos en estos pacientes. Los más frecuentes son la depresión, la ansiedad y el trastorno por somatización14-17.
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Estos pacientes y los pacientes diagnosticados de trastorno somatoforme comparten síntomas y características psicológicas18,19.
La inclusión de estas y otras patologías como la fibromialgia o el síndrome de fatiga crónica dentro del concepto de «síndromes de sensibilización central», definido por Yunus en el año 200020, no está actualmente avalado por la evidencia científica. En la patogenia de los síndromes de sensibilización central se postula una disfunción del sistema neuro-endocrino-inmune por una hiperexcitación de las neuronas centrales que implicaría no solo una amplificación de la percepción de los estímulos dolorosos sino también de estímulos medioambientales como sustancias químicas, campos electromagnéticos, ruidos o la luz, pero no existen hallazgos objetivos que confirmen esta teoría. Sin embargo, las alteraciones observadas en estos pacientes en las pruebas de imagen (estudios funcionales de imagen cerebral, RMN, etc.), en parámetros bioquímicos de sangre o líquido cefalorraquídeo (sustancia P, serotonina, citoquinas), en estudios neurofisiológicos (estudios de la arquitectura del sueño, etc.) o en la exploración física (disfunción de sistema autónomo, etc.) han sido observadas también en otros pacientes con dolor crónico o patología psiquiátrica.
Sí parece más plausible la teoría del «catastrofismo», que es un conjunto de procesos cognitivos y emocionales que predisponen a que la sintomatología se convierta en crónica e incapacitante. El tratamiento de la catastrofización es esencialmente psicológico.
El diagnóstico se basa en la historia referida por el paciente. El examen físico de estos pacientes es normal. No hay ningún estudio analítico de sangre o de orina, ni ninguna exploración complementaria específica, que permita confirmar el diagnóstico. No obstante, se debe realizar una exploración clínica completa a fin de descartar otras patologías.
En 1989 se establecieron por consenso los primeros criterios diagnósticos de SQM, que fueron modificados por Bartha et al.21 en 1999. Estos últimos, aunque se utilizan con frecuencia, siguen sin estar respaldados por la comunidad científica, por lo que se sigue trabajando en encontrar la definición de caso22. Debido a estos problemas en cuanto a la definición, diagnóstico y tratamiento, actualmente la OMS no contempla la SQM como una entidad nosológica con un código específico. La OMS es la responsable de la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE) desde 1948. La estructura de la clasificación no puede ser modificada por ningún país ni organización, no siendo posible la creación de nuevos códigos. Algunos países han encuadrado la SQM dentro de códigos preexistentes, como Austria y Alemania en el T78.4 CIE 10 («alergia no especificada»), Japón en el T65.9 CIE 10 («efectos tóxicos de sustancias no específicas») o España que, ante una propuesta política, la incluye en 2014 en el código 995.3 CIE 9-MC («alergia no especificada»). Sin embargo, otros países como Australia23 o Italia22 han rechazado la propuesta de asignar un código ante la falta de criterios comunes internacionalmente aceptados de diagnóstico.
El conjunto de síntomas de la HE tampoco forma parte de ningún síndrome reconocido por la comunidad científica y no es una enfermedad incluida por la OMS en la CIE. La OMS en 200524 indica que la HE no tiene un criterio de diagnóstico claro y que no hay base científica para relacionar la clínica de estos pacientes con la exposición a campos electromagnéticos.
La clínica la componen una amplia variedad de síntomas subjetivos que comprometen diferentes sistemas y órganos. Abarcan el sistema nervioso (fatiga, cansancio, dificultades de concentración), la piel (enrojecimiento, hormigueo y sensaciones de quemadura), los órganos sensoriales (hipersensibilidad olfativa, visión doble, problemas para enfocar la vista, etc.), el aparato respiratorio (tos, asma, irritación de garganta, susceptibilidad ante infecciones, producción excesiva de moco, congestión nasal), el sistema cardiovascular (palpitaciones, molestias precordiales, latido irregular, etc.), el musculoesquelético (dolor muscular, debilidad en piernas y brazos, dolor en articulaciones, etc.), el aparato gastrointestinal (náuseas, reflujo ácido, diarrea, problemas digestivos, etc.), el sistema endocrino (sudoración, hipertermia, etc.), la vejiga (incontinencia, etc.), el aparato reproductor y síntomas de tipo afectivo (tensión nerviosa, llanto incontrolado, irritabilidad, falta de motivación, etc.).
El inicio de los síntomas puede ser súbito o paulatino. Miller y Prihoda25 en 1999 desarrollaron un cuestionario de autoevaluación de la gravedad e impacto de la SQM, el Quick Environmental Exposure and Sensivity Inventory (QEESI). El cuestionario QEESI mide 5 aspectos de la SQM y permite la clasificación de estos pacientes en tres grados de severidad (baja, media y alta), en función de las puntuaciones obtenidas. Pero, aunque puede ser utilizado en la asistencia clínica para el seguimiento de la enfermedad, su validez científica está muy limitada por basarse en las apreciaciones subjetivas del paciente.
Al desconocerse las bases fisiopatológicas de este síndrome, no se dispone de un tratamiento etiológico. Tampoco existe un tratamiento sintomático específico. Además, dado que ningún tóxico presenta determinaciones elevadas, ningún tratamiento con «antídotos» o «para eliminar los tóxicos» es eficaz. Los productos anti-CEM (traje protector, protectores del teléfono, pinturas, aislamientos de ventanas, etc.) se han demostrado totalmente ineficaces26. Tampoco son eficaces los fármacos habitualmente utilizados en las alergias.
Las recomendaciones generales son evitar la reexposición a los agentes desencadenantes27-31. Pero esta medida tiene muchos detractores por varios motivos:
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Se transmite un mensaje de causalidad que no está basado en las evidencias.
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Cronificamos la enfermedad. Estos agentes químicos o electromagnéticos están presentes en nuestro entorno laboral, social y doméstico. El paciente aumenta su ansiedad cuando debe exponerse a ellos16.
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Empeoramos la calidad de vida de estos pacientes. El paciente modifica las actividades de su vida diaria para no exponerse a los productos frente a los que se muestra sensible y esto reduce su calidad de vida y le produce una tendencia al aislamiento.
Se debe recordar a los pacientes que la IAI no comporta un riesgo vital ni una reducción de la esperanza de vida.
Diversos autores defienden la psicoterapia13,32 como base del tratamiento.
Conclusión y reflexionesEn conclusión, el conocimiento científico disponible no nos permite establecer una relación etiopatogénica entre la exposición ambiental y la clínica de la IAI9-13, siendo inevitable cuestionarse la utilidad de los tratamientos pautados en la actualidad16,26. Si la evidencia médica actual orienta a estos pacientes hacia el ámbito psiquiátrico14-19, ¿a quién beneficia que no sean tratados en este ámbito?
¿A los pacientes? No.
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Recientemente Loria-Kohen et al.33 han constatado, en un estudio descriptivo y transversal, las consecuencias que puede tener seguir las recomendaciones terapéuticas actuales. Los pacientes de dicho estudio habían realizado restricciones dietéticas y aumentado de forma exagerada el consumo de suplementos alimenticios. Pero en lugar de mejorar, estos pacientes presentaban un elevado porcentaje de malnutrición (el 48% de la muestra), pérdida de masa muscular (un 30% presentó masa muscular por debajo de la referencia para su edad) y el consecuente menoscabo en su calidad de vida. A esto hay que añadirle un gasto económico en pruebas de intolerancia alimentaria y en suplementos alimenticios sin ningún tipo de utilidad según la evidencia médica.
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Con frecuencia el paciente tiene miedo al posible estigma social que implica un diagnóstico psiquiátrico, pero con los tratamientos actuales ni curamos la enfermedad ni mejoramos el pronóstico ni la calidad de vida del paciente. Además, al no recibir del sistema público de salud una explicación adecuada a los síntomas que padece, el paciente al final acude a la medicina privada, lo cual implica también un gasto económico para el propio paciente.
¿A los sistemas públicos de salud? No. El abordaje actual implica un aumento del gasto económico por:
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Aumentar la prevalencia. Las teorías que achacan el aumento de la prevalecía a la bioacumulación de xenobióticos o a factores externos como el estrés (al estar sometidos a más estrés los tóxicos penetran más fácilmente en nuestro organismo) no tienen ningún respaldo científico. La prevalencia aumenta porque no curamos a los pacientes y aumenta la incidencia al convertir estos diagnósticos (y otros como el síndrome de fatiga crónica) en un cajón de sastre en el que muchas veces se incluye a pacientes sin patología orgánica que no desean un diagnóstico psiquiátrico. Y estos diagnósticos llevan al paciente con frecuencia a un «callejón sin salida».
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Aumentar los costes directos (por la derivación a múltiples especialistas y la realización de múltiples pruebas diagnósticas) y los indirectos, derivados de las incapacidades laborales.
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Estos diagnósticos permiten al paciente achacar los síntomas a un «agente externo» al individuo y a algunas clínicas privadas a lucrarse aplicando tratamientos sin el respaldo de la evidencia médica. Mientras, los pacientes se cronifican, empeoran su calidad de vida y las administraciones aumentan el gasto económico.
Podemos plantearnos 3 cuestiones:
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Quizás los servicios públicos de salud deban consensuar un protocolo diagnóstico-terapéutico para los pacientes que presentan esta clínica.
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Quizás se obtuvieran mejores resultados si, tras una primera valoración por medicina interna que descartase organicidad, estos pacientes fueran seguidos conjuntamente por salud mental y atención primaria.
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Quizás el psiquiatra deba plantearse que el diagnóstico de «trastorno depresivo reactivo a enfermedad orgánica» no es el más apropiado para la clínica de estos pacientes.