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Investigaciones de Historia Económica - Economic History Research
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Vol. 11. Núm. 3.
Páginas 206-207 (Octubre 2015)
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Vol. 11. Núm. 3.
Páginas 206-207 (Octubre 2015)
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Rafael Dobado González y Andrés Calderón Fernández (Coords.). Pintura de los Reinos. Identidades compartidas en el mundo hispánico. Miradas varias, siglos xvi-xix. Cornellà de Llobregat (Barcelona), Real Academia de la Historia, Fomento Cultural Banamex y Academia Mexicana de la Historia, 2012, 342 págs.
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José Antonio Piqueras Arenas
Universitat Jaume I, Castellón de la Plana, España
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Si existe un artefacto histórico que se resiste a ser explicado en su compleja estructura político-institucional, cultural y económica es la llamada monarquía hispánica; y ello en su extensa duración temporal y en su dilatado, variado y variable alcance espacial. Su denominación carece de consenso y el uso de una u otra expresión define la posición de quien la utiliza para referirse a lo que «la gente conoce como Imperio Español», en palabras de Andrés Lira, director de la Academia Mexicana de la Historia. Pintura de los Reinos obedece a una inspiración muy apreciada por un sector tradicional de la historiografía que comparte el rechazo enérgico de la condición imperial de este entramado político. Lo explicita la directora del Fondo Cultural Banamex: el proyecto que patrocinaba «niega desde el título el carácter “colonial” o accesorio de América en el conjunto de la Monarquía Católica». Como si lo colonial fuera secundario en el seno de un imperio, en lugar de ser parte esencial del mismo.

El proyecto nació de una exposición de pintura y el libro lo hizo de 2 ciclos de conferencias, en Madrid y México, que al dar voz a destacados especialistas, se resiste a ser encerrado en los presupuestos antes mencionados, como lo prueban las contribuciones de Horst Pietschmann y Óscar Mazín, entre otros. Pintura de los Reinos reúne 16 textos en 3 secciones. Comentaremos los relativos a economía y población.

Los niveles de aproximación al pasado y la voluntad de comprensión desde las convicciones o desde el análisis factual marcan las diferencias. Gonzalo Anes, lanza en ristre, embiste molinos que cree gigantes: la malhadada leyenda negra y su secuela discursiva, la letanía sobre el origen del subdesarrollo y de la miseria en la explotación colonial que obvia la corrupción y el mal gobierno de las etapas posteriores, nos dice, como si fueran explicaciones excluyentes. Tan entregado está a ensalzar las virtudes de la tarea civilizatoria, que las anunciadas consecuencias económicas de la desintegración de la «América virreinal», que dan título al artículo, se limitan a un cuadro de la evolución del PIB por habitante en el siglo xix, convertido en prueba irrefutable del mal negocio de las independencias y el peor desempeño económico de las repúblicas.

Vicente Pérez Moreda ofrece una síntesis sobre la población española en los siglos xvi y xvii y los efectos de la emigración al Nuevo Mundo. De manera concisa resume las tesis de la población originaria de América y su hundimiento en el siglo xvi, para quedarse con la visión moderada, hoy ampliamente aceptada. A continuación, suscribe la explicación de Noble Cook que privilegia el intercambio biológico entre las causas del desplome, pero atribuye a las enfermedades letales entre el 90 y el 95% de la mortalidad atípica. Debe tratarse de una confusión, pues ese porcentaje responde a las cifras de Borah y S. Cook de la catástrofe demográfica en su conjunto, después de que elevaran la población precolombina a niveles máximos. Livi Bacci sitúa entre el 60 y el 80%, según el modelo escogido, la mortalidad de quienes fueron víctimas en el siglo xvi de algunas de las sucesivas epidemias, porque ni afectaban por igual a todas las edades ni debe desconocerse la progresiva inmunización. Mayor sorpresa produce que al registrar la recuperación demográfica del xviii, conjeture que pudo deberse a las condiciones «garantizadas por la buena administración allí implantada a lo largo del periodo virreinal». Nada hallará el lector que ilustre las consecuencias de las guerras de conquista, esclavización, abusos y sobre lo que Bacci, una vez las causas epidemiológicas pierden incidencia, destaca: el desplazamiento social y la sustracción del «patrimonio reproductivo», las mujeres que se transfieren a la esfera de los colonizadores.

Hablar de población en la América española obliga a contemplar calidades raciales relativamente estancas: el universo de las castas, desaparecido misteriosamente en estas primeras páginas… hasta el primer párrafo del primer texto de autoría americana, el de Dorothy Tanck de Estrada, en que precisa que de los seis millones de habitantes de la Nueva España en 1810, el 60% eran indios, el 16%, mestizos, y el 6%, negros y mulatos. El 90% de los indios vivía en pueblos de indios. La autora indica que las disposiciones del último tercio del xviii para el control del gasto «superfluo» en estas comunidades incrementaron el fondo de las cajas municipales, pero hasta un 50% de los recursos eran transferidos cada año a las cajas virreinales; cuando comenzó el ciclo bélico en Europa, fue la condición para que en un porcentaje no inferior al 62% fuera remitido al rey en concepto de préstamos y donativos forzosos, que jamás serían recuperados. Fue el empobrecimiento de la población pobre en años de crisis y carestía agrícola. La síntesis de Gisela von Wobeser sobre los préstamos y la tendencia a canalizarlos a finales del xviii hacia la monarquía en detrimento de los particulares, privando al virreinato de medios financieros, completa el panorama tardocolonial. Y es que el detalle de las coyunturas y las tendencias de los ciclos medios proporciona el valor del análisis histórico.

La contribución más extensa llega de la mano de Andrés Calderón y Rafael Dobado: «Siete mitos acerca de la historia económica del mundo hispánico». El texto cumple con creces la voluntad polémica anunciada por los autores. Y el lector debe agradecer su capacidad de remover convenciones mal fundamentadas. Aquí se regresa al origen del atraso económico. No todos los «mitos», empero, serán rebatidos con similar fuerza argumental ni con evidencias consistentes. Es sencillo compartir la crítica a la confusión entre escasez de moneda fraccionaria y ausencia de circulante por una excesiva extracción de metálico, que habría limitado el desarrollo. El argumento, en cambio, se concilia mal con las consecuencias de la ausencia de vellón: el ajuste de las cantidades de los productos en venta en el menudeo a las unidades monetarias más frecuentes, presentado como solución, prescinde de la capacidad de compra del consumidor y de la conservación de alimentos perecederos. La utilización de fichas, también mencionada, creaba una clientela cautiva, y no debe obviarse su efecto sobre la fijación de precios en ausencia de competencia.

El nivel de vida, el crecimiento de la renta per cápita y la conclusión de los autores sobre estructuras menos desiguales en América que en Europa, tomadas por evidencias para desmentir la noción de explotación colonial como origen del atraso, forman el bloque más rocoso y el núcleo de la discusión al resultar una combinación de convicciones y una metodología discutible. Los autores trasladan la formación de la auténtica desigualdad a la etapa republicana. La desigualdad tiene demasiados padres, y simplificar su historia en aras de liquidar patrañas puede llevarnos a balancearnos aferrados al péndulo. ¿Cómo medir el grado desigualdad por los salarios reales cuando los ingresos de la población indígena en gran medida no están sometidos a retribución monetaria?

Se presenta un argumento al que Dobado –en solitario y en sociedad– ha dedicado varios y documentados estudios: el nivel de vida en una de las actividades mejor asociada a la explotación colonial, el trabajo en las minas. Sus conclusiones muestran que los salarios monetarios a comienzos del siglo xix eran altos en términos de adquisición de carne o azúcar. Conviene recordar que la población minera no superaba los 50.000 hombres en un país de seis millones. Detengámonos en Guanajuato. ¿Cómo conciliar altos salarios, abundante mano de obra en disposición de ser empleada y una constante demanda de fuerza laboral en las minas a lo largo del xviii? Los testimonios históricos y los estudios recientes de Villalba Bustamante indican que los trabajadores no duraban demasiado en los puestos, eran indisciplinados y recurrieron al motín en cuanto se les quiso someter a tributo, actitudes poco frecuentes en un mercado laboral competitivo cuando en supuestos de empleos privilegiados el coste de la protesta –envío de tropas, reforzamiento de las competencias de los mandones, empleo de vigilancia– excede los posibles beneficios. El salario medio del operario de mina doblaba el de los peones agrícolas de la región, muy abundantes y en su mayoría indios y mestizos, mientras los primeros solían ser indios y negros, estos en proporción superior al de su peso demográfico. A finales del siglo xviii, el salario de los trabajadores más cualificados fue 5 veces el de un peón agrícola. Pero el repartimiento de indios se había reforzado en 1783 a petición de los empresarios, ya que aquellos rehuían las minas y hasta despoblaban los lugares para evitar ser reclutados. El examen de este mercado laboral específico, el de extracción de metales preciosos que puede permitirse remuneraciones extraordinarias –y aun así es resistido–, nos presenta la inconveniencia de generalizar análisis basados en salarios en economías en las que no se ha ponderado suficientemente la proporción de población asalariada ni el peso del salario en la supervivencia. Y conduce a preguntarse por el origen de las diferencias en sociedades que en 1810 optaron por abandonar la condición colonial.

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