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Medicina de Familia. SEMERGEN El monstruo viene a verme
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Vol. 51. Núm. 3.
(Abril 2025)
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El monstruo viene a verme
The monster‘s arrival
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L. Fernández Segura
Estudiante de 4.° de la E.S.O. Adolescente con diabetes tipo 1. Miembro de la asociación Diabetes Madrid
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La vida está llena de injusticias, faenas, momentos difíciles y sustos. A todos nos toca uno, o más de uno, y hay que lidiar con ello porque la vida sigue. En este relato no voy a hablarte de cómo superarlos, sino que vengo a contar mi susto, mi dolor, porque, de alguna manera, lo tengo que soltar.

Me acuerdo de que llegaron las vacaciones de Semana Santa. Yo estaba en Irlanda, de intercambio, con mi familia de allí. Hicimos cosas, lo pasamos bien, pero al paso de la primera semana, me empezaba a aburrir, me sentía cansada, sola, quería volver a casa. Los últimos días de las vacaciones, pillé un resfriado. Tosía, estornudaba y me encontraba mal. Me levanté a vomitar por la noche y, por la mañana, decidí no ir al colegio. Llamé a mi madre por la mañana porque, aparte de la tos y lo demás, me estaba empezando a costar respirar. Subía las escaleras e hiperventilaba, bebía agua e hiperventilaba. Mi madre me dijo que se lo dijese al hermano mayor, ya que era el único adulto en casa, él llamó al padre, quien llegó un rato después. Me llamó casi toda mi familia de España, ya que les preocupaba, pero, cuando me llamó mi abuela, que fue la última llamada, no pude contestar porque no tenía fuerzas para subir las escaleras.

No me pude terminar la sopa ni pude beber agua de un vaso. Después de eso, decidimos llamar al médico del pueblo, le contamos mi situación y nos dijo que fuésemos directamente a urgencias del hospital más cercano, que estaba a 40minutos. En el coche, la madre de Irlanda me daba temas de conversación para asegurarse de que estaba bien, pero a mí me costaba mucho hablar. Cuando llegamos al aparcamiento y anduvimos a la puerta, tuve que pararme unas tres veces porque no conseguía coger aire. Después llegamos a la sala de espera, estaba rodeada de niños, pero lo único que yo hacía era encogerme por el dolor en el abdomen al respirar e incluso rezar para poder pasar la primera.

Cuando me llamaron, pasé a una sala donde te piden que te sientes y te preguntan qué te pasa, pero, al ver mi estado, me trasladaron directamente a otra sala con dos camas y dos pacientes separados por una cortina. Ahí me empezaron a hacer pruebas, entraban y salían enfermeras, todas me sonreían, me decían su nombre, pero sinceramente, no me quedé con ninguno.

En aquella sala me dieron opiáceos para poder hacerme todas las pruebas sin que yo sufriese o me enterase tanto. Desde ese momento, empieza todo a ser un poco más confuso, no lo recuerdo al completo, recuerdo a trompicones. Sí que recuerdo a Aoife, mi madre de Irlanda, a mi lado en todo momento, cogiéndome de la mano y, con la otra en la cabeza, me repetía que todo iba a salir bien. Recuerdo que una enfermera vino y me hizo tres preguntas que me resultaron un poco extrañas: la primera fue si había bebido mucha agua en los últimos días; la segunda, si iba mucho al baño, y la tercera, si la ropa me estaba un poco grande últimamente. A todas contesté que sí, la enfermera después se fue y yo me quedé confusa. Las próximas cosas no las recuerdo muy bien, pero sé que seguía en aquella sala y seguían haciéndome pruebas.

Al cabo de un rato llegó un doctor, me dijo que se llamaba Diego y me di cuenta de que estaba hablando en español, por lo que me entró total calma al poder hablar en mi idioma. Diego me dijo que estaba teniendo un debut diabético y que los síntomas que había tenido era el beber mucha agua, ir mucho al baño y adelgazar mucho. Cuando me dijo esto sinceramente no tuve ninguna reacción, porque estaba tan mal y era algo tan fuerte, que parte de mi cabeza prefería no aceptarlo. Después de eso me trasladaron la cama a la UCI, donde pasé toda la noche.

Esa tarde, sorprendentemente en el único momento donde no tenía a ninguna enfermera ni a nadie a mi lado, recuerdo ver todo a mi alrededor hacerse pequeño o de alguna manera desapareciendo, sintiendo una gran presión en el pecho. Me sentía completamente sola, como en un enorme y frío abismo, pensando en mis padres, en cuándo llegarían. Me acuerdo de ese sentimiento de dolor y me recuerdo completamente sola, con lágrimas cayendo por los laterales sin poder secármelas por no poder moverme. Nunca en mi vida había sentido eso y no quiero volver a sentirlo porque, aunque no fuese un dolor físico, lo recuerdo como el peor dolor que he tenido en toda mi vida.

Durante toda la noche estuvieron haciéndome vías mientras yo dormía y, cada vez que despertaba, lo único que preguntaba era la hora porque lo único en lo que pensaba era en cuándo llegaban mis padres. Pase allí toda la noche y, cuando llegó la mañana, recuerdo a Aoife entrando con una bolsa con mi ropa, pero lo único que me dio fue mi ratita, mi peluche de toda la vida, y lo recuerdo como un sentimiento de completo alivio recordando mi yo niña y mi hogar. Cuando llegó el mediodía, me trasladaron a planta en la cama con ruedas y llena de cables y vías por mis brazos. Mientras me llevaban, en el pasillo, nos cruzamos con unas personas. Estas sonrieron y saludaron a los médicos, pero al verme a mí, desviaban la mirada, probablemente sin mala intención, porque al fin y al cabo eso lo hacemos todos, pero no te das cuenta hasta que te pasa a ti. Recuerdo pensar que me miraban como la pobre enferma y me recuerdo llorando y sufriendo por dentro por el miedo de esa mirada al pensar que mi enfermedad duraría para toda la vida.

Al llegar a planta, todo daba vueltas, me sentía completamente débil y recuerdo estar mucho tiempo callada y llorando, fijándome y concentrándome en un solo punto para que todo no diese vueltas. Ahí fue cuando llegaron mis padres, pero estaba tan mal, que no tuve ni tiempo ni fuerzas para sonreír y lo primero que hice fue darles un abrazo a mis padres y romper a llorar todo lo que me había guardado dentro hasta ese momento.

Hasta ahí no había comido ni bebido en, por lo menos, 24horas, y me acuerdo de la sensación de completa sed y hambre. Ese día por la noche, muy tarde, fue cuando me dijeron que ya podía al menos beber un vaso de agua y comer un poco. Recuerdo sentirme aliviada al escuchar eso y, cuando me trajeron el vaso de agua y el yogur, no pude ni comer ni beber. Por mucha hambre o sed que tuviese, mi cuerpo no lo digería y recuerdo sentir ardor con una sola gota de agua y vomité las dos cucharadas que había tomado de yogur.

El primer día ya en la planta me levanté llorando. Había pasado toda la noche con enfermeras entrando y saliendo, haciéndome pinchazos en el dedo para controlar mis glucemias, y esto cada dos horas. Entre eso y las vías no conseguí dormir prácticamente nada. Mientras lloraba, mi madre me abrazaba y me decía: «Recuerda cómo te has despertado y compáralo con cómo estás al final del día». Me pasé todo el día en la cama. Me trajeron un bol muy pequeño de cereales y no conseguí tomar más de dos cucharadas. Lo mismo pasó con la comida y con la cena.

Mi ánimo iba progresando según veía a gente, según me llegaban mensajes. Me di cuenta de toda la gente que me apoya y que me quiere; la desgracia es que haya tenido que pasar esto para darme cuenta. La mañana la pasamos hablando, mi madre, mi padre y yo. Me contaban un poco de que iría el tema de la diabetes e intentaban decirme cosas positivas para que no me sintiese tan mal. Esa misma tarde, yo le dije a mi madre que quería levantarme y darme un paseo por la planta, pero en cuanto puse un pie en el suelo, me di cuenta de que estaba tan débil que no me caí al suelo de milagro. Recuerdo también que después de eso vinieron las enfermeras a pesarme. Cuando vi el número en la báscula, me asusté, porque me di cuenta de que estaba tan débil en parte porque había perdido alrededor de 10kilos en menos de 10días. Después de eso lo único que conseguí moverme fue para que mi madre me duchara, ya que no podía hacerlo sola. Cuando me miré al espejo lo único que vi fue a una persona consumida y desgastada, que lo único que mostraba era ese color grisáceo en la piel y ese desánimo en la cara. Jamás hubiese pensado que esa sería yo. Ni siquiera me reconocí.

Los días pasaban y yo iba mejorando. Mi ánimo iba subiendo poco a poco, me movía más, conseguía moverme yo sola, me iban quitando vías e iba comiendo cada vez más y más (fig. 1). Alrededor del tercer día, empezamos la educación diabética. La enfermera se llamaba Claire, y por muy buena persona que fuese y por muy bien que lo explicase todo, era tanta información y era tan abrumador, que no pasé ni un solo día en el hospital sin llorar o sin derrumbarme.

Figura 1

Pasé siete días en el hospital. Veía a niños entrando y saliendo, se quedaban una o dos noches y se iban, y veía que yo era la única que no salía. Lo máximo que me moví los primeros días fue para andar por un pasillo o ducharme, y las dos me agotaban de las pocas fuerzas que me quedaban. Las enfermeras eran todas maravillosas y cuidaban de mí lo mejor que podían porque, al fin y al cabo, seguía siendo un hospital. Me traían Legos, juegos e incluso algún que otro aperitivo que podía tomar sin insulina. Todos los días venía Aoife a la hora de cenar y así mis padres salían. Hablar con ella siempre me aportaba y me aporta tranquilidad, ya que recuerdo lo mucho que cuidó de mí en todo momento. Cuando llegó el séptimo y último día, nos pudimos ir por fin a casa de la familia de Irlanda, donde me recuperé lo suficiente como para poder viajar

Con todo lo que ha pasado, me he dado cuenta de que, por muchas personas que tengas a tu lado, por muchas ayudas que te den o por muy bien que lleves tu enfermedad, algo así nunca se olvida. Puedes apartarlo, centrarte en otras cosas o incluso refugiarte en el intento de llevar la enfermedad lo más controlada posible, pero nunca nadie nos va a quitar ese sufrimiento y nunca nadie nos va a quitar el recuerdo de aquel monstruo que llegó un día y vino para quedarse.

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