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Vol. 24. Núm. 6.
Páginas 110-117 (Junio 2005)
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La unción
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Manuel Pijoan
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Significado religioso, farmacológico y cosmético

Las pinturas murales halladas en las casas de Thera (Santorini, Grecia) muestran rostros femeninos maquillados con esmero, que denotan el uso de aceites aromáticos.

La unción o aplicación superficial de aceites y otras materias grasas es un acto ritual que, más allá de su aparente irrelevancia, tiene una considerable importancia en la historia de la religión sacramental. Utilizada desde los tiempos más antiguos con fines cosméticos, festivos y estéticos, la unción con grasas animales o humanas invadió muy pronto la esfera religiosa cuando se convirtió en un modo de transmisión de la fuerza divina, de la esencia vital que encierra un animal sagrado, un enemigo o incluso un miembro elegido del propio clan.

Con el paso de los siglos, a medida que las creencias animistas y las fórmulas mágicas daban paso a religiones más estructuradas, con elaborados ritos, adquirieron mayor importancia los ungüentos vegetales y su uso en distintas ceremonias sacras, como ritos funerarios, sacrificios y ofrendas, nacimientos, matrimonios, ordenaciones sacerdotales y proclamaciones de reyes. Pese a la importancia creciente que adquirió su función sacramental, la unción no perdió su utilidad higiénica, estética, farmacológica y cosmética, ya que las grasas siguieron empleándose solas o como vehículo de perfumes, fármacos vegetales y sustancias colorantes.

Grasa y animismo

Según las creencias animistas, la materia orgánica y, en cierto modo, también la inorgánica, están imbuidas de una fuerza divina o esencia vital cuyos poderes mágicos o sobrenaturales pueden transmitirse por distintos métodos, pero sobre todo mediante la ingestión y el contacto externo. Del mismo modo que al comer la carne o beber la sangre de un animal sagrado, el cazador, el chamán u otros miembros de la tribu se apoderan de su fuerza vital. La aplicación externa de la grasa o de los atributos de la víctima sirve para transmitir la fuerza divina y para entrar en comunión con ella.

Así, por ejemplo, los habitantes de las islas Andamán vierten grasa de cerdo sobre los niños para hacerlos más fuertes, en tanto que los chamanes del oriente de Rusia utilizan --o utilizaban-- la grasa de oso o de ballena, animales reputados por su resistencia y su inmensa fuerza, para ungir el cuerpo de los enfermos. Por razones similares, los nama de Namibia llevaban amuletos de grasa hasta fechas recientes, mientras que sus vecinos damara recogen todavía la grasa de varios animales a los que atribuyen grandes poderes mágicos. Y no hace falta salirse de Namibia para encontrarse con los himba, para quienes el uso de la grasa invade la totalidad de su vida cotidiana. Apenas vestidos con un taparrabos o con una minifalda de piel de cabra, los hombres y las mujeres himba cubren sus cuerpos con ocre y grasa para proteger su piel del sol y para darle una insólita coloración rojiza. Las mujeres, en particular, invierten varias horas en sus cuidados de belleza matinales y se untan por completo con una crema a base de polvo de ocre y mantequilla rancia. Esta crema, a la que se añade la fragrante resina del arbusto omuzumba, le da al cuerpo un intenso brillo rojizo, de acuerdo con el ideal de belleza y de pertenencia al pueblo himba.

Si el uso que hacen los himba de la grasa parece haber perdido el significado mágico-religioso que probablemente tuvo antaño, no puede decirse lo mismo de las unciones ceremoniales que practican los aborígenes del centro de Australia. En la Intichiuma, ceremonia destinada a mantener un buen suministro de canguros, se untan el cuerpo con la grasa de estos marsupiales para congraciarse con su espíritu. Asimismo, antes de comer serpiente, los aborígenes se frotan los brazos con la grasa para conseguir la benevolencia de otros ofidios. La grasa animal también la usan los aborígenes adultos para untar el cuerpo de los jóvenes candidatos a las ceremonias de la pubertad, así como los recién casados, que la mezclan con ocre, para untar diariamente a sus esposas hasta que el vínculo matrimonial queda bien establecido.

La unción con grasa en las ceremonias de pubertad se observa --o se observaba-- también en África, en particular entre los masai, cuyos jóvenes se untaban con grasa de vaca antes de proceder a la circuncisión. Y la unción antes o después del matrimonio es todavía práctica común en las Fiji, en Malasia y en varias regiones de África. En este continente destaca el caso de Angola, donde a la novia, después de ungirla de la cabeza a los pies, la tratan como una reina hasta que la familia la entrega al marido.

En un contexto menos animista, aunque todavía inmerso en las creencias mágicas, los árabes del este de África se untaban el cuerpo con grasa de león para adquirir valentía. Afortunadamente para los leones, este peculiar ungüento ya no se utiliza desde hace décadas, pese a que su uso se remonta a fechas muy antiguas. En el antiguo Egipto, por ejemplo, la grasa de león ya se utilizaba, junto con la de hipopótamo, la de cocodrilo o la de serpiente, como remedio pretendidamente milagroso contra la calvicie. Siglos después, Cleopatra todavía intentaba tratar la calvicie de Julio César con grasas de animales salvajes, concretamente de oso y de gacela. El uso de la grasa de león continuó en auge, ya años después de la muerte de Cleopatra; en el s. II de nuestra era, el poeta griego Opiano explicaba en su obra Las cinegéticas que si un hombre se unta todo el cuerpo con grasa de león, los animales feroces huyen de él sin hacerle daño alguno y los cocodrilos mueren fulminados al oír su voz.

Las mujeres himba (Namibia) se untan por completo con una crema a base de polvo de ocre, mantequilla rancia y resina del arbusto omuzumba.

Pero más que estas sustancias animales, por poderosa que fuera la especie productora, la grasa a la que se atribuía un valor más elevado de esencia vital era, sin duda, la del cuerpo humano. Así, no es extraño que todavía a finales del s. xix los aborígenes australianos se empeñaran en matar a los hombres de las tribus rivales con el único objetivo de apoderarse de su grasa. Después de untarse el cuerpo con la sustancia mantecosa que envolvía los riñones del muerto para asimilar sus virtudes, el aborigen homicida podía emplear el resto de la grasa de la víctima para fortalecer sus armas o, si se daba el caso, para ungir con ella a los enfermos de su tribu en un desesperado intento de conferirles salud y fuerza.

En la isla australiana de Tasmania también apreciaban la grasa de los riñones humanos, aunque en su caso la utilizasen como amuleto para librarse de las malas influencias mágicas. El uso de la grasa humana como amuleto también está documentado en las Islas Aleutianas, cuyos antiguos pobladores preferían, sin embargo, recurrir a cadáveres que habían muerto por otras causas.

La grasa de los cadáveres también era muy apreciada por los nigromantes medievales, quienes después de profanar las tumbas para obtenerla, la mezclaban con acónito, belladona, hongos venenosos, polvo de sapos disecados y ceniza de hostias consagradas para componer filtros y ungüentos. Más cruento era, en cambio, el modo con que ciertos habitantes de la India obtenían el momiai, un ungüento preparado con la grasa de niños a los que se asesinaba con este fin y al que se atribuían virtudes sobrenaturales. Todavía bastante extendida en la India del s. xix, la superstición del momiai tuvo antiguos ecos en los filtros amorosos y ungüentos preparados con grasa humana que Apuleyo y Luciano de Samosata describieron en algunas de sus obras. También se fabricaban con grasa de niños o de otras víctimas --a menudo del propio clan o incluso de las propias familias que las utilizaban-- las velas que los druidas celtas entregaban a las familias para que los demonios no entrasen en sus hogares. Y, ya en fechas más cercanas, también estaban hechas de grasa, aunque en este caso de doncellas asesinadas, las velas a cuya luz esperaban volverse invisibles los ladrones de la Rusia zarista.

El uso de ungüentos y de aceites perfumados estuvo muy extendido en la antigua Grecia, no sólo durante el período clásico, sino también en la remota época micénica

Los coperos del palacio de Cnosos (Grecia). La fabricación de ungüentos era uno de los oficios más importantes de la época.

Antigüedad clásica

El uso de ungüentos y de aceites perfumados estuvo muy extendido en la antigua Grecia, no sólo durante el período clásico, sino también en la remota época micénica. Las tablillas descubiertas en los palacios de Micenas, Pylos y Cnosos nos muestran, en efecto, que entre los diferentes oficios que se practicaban entonces tenía especial relevancia el fabricante de ungüentos.

En Micenas, ciudad que alcanzó su máximo esplendor entre los siglos xv y xiii a. C., se han encontrado, además, los restos de talleres en los que se fabricaban distintos tipos de aceites aromáticos. Las inscripciones descubiertas allí describen algunos de los componentes de estos perfumes: aceite de oliva, hinojo, cilantro, enebro y varias plantas y flores aromáticas. Aunque estos aceites tenían sobre todo una aplicación sacra, el gran número de pequeños jarrones de formas características que se han encontrado en las tumbas de las mujeres indica su probable función cosmética. Por lo demás, tanto los frescos de los palacios de Micenas como los de las casas de Thera --exhumados en la actual Santorini--, muestran rostros femeninos maquillados con esmero, que denotan el uso de cosméticos, como los ungüentos aromáticos.

Cuatro siglos después de la caída de Micenas, en la época homérica, la unción con aceites aromáticos desempeñaba un papel fundamental en la vida cotidiana. En la Odisea, por ejemplo, Homero nos cuenta que a Telémaco le frotan el cuerpo con aceite untuoso después del baño y, páginas después, que Nausícaa le ofrece a Ulises un frasco de oro con aceite claro y perfumado. Por lo demás, y al igual que en varias civilizaciones y culturas actuales, desde los swahili del este de África hasta los isleños del estrecho de Torres, los ungüentos perfumados no sólo debían usarse entonces para embellecer la piel y protegerla de los rigores del clima, sino también para estimular la libido. Si en la Ilíada Homero describe cómo Hera se untaba el cuerpo con un aceite perfumado para obtener los favores del promiscuo Zeus, es lógico suponer que la unción con fines afrodisíacos ya debía estar muy extendida entre las mujeres casadas de su tiempo.

En la esfera religiosa, la unción continuó teniendo una importancia considerable hasta mucho después de la época homérica y muchos de sus ritos se transmitieron a la civilización romana. La unción con fines sacros la practicaban las personas que consultaban el oráculo de Trofonio, los hombres que llevaban el buey sagrado al templo durante las fiestas dionisíacas y las mujeres que, antes de casarse, se untaban con onerosos aceites perfumados. Aunque es evidente que la intención de las novias griegas no era exclusivamente religiosa, otros ritos importantes de la antigua Grecia sí entraban por completo en la esfera de lo sagrado. Por ejemplo, el ritual que luego practicarían los romanos de lavar, ungir y engalanar las piedras y otros objetos sagrados; o también el de ungir las estatuas y los templos, entre ellos el santuario de Apolo en Delfos, cuyo agradable aroma se olía desde muy lejos.

Más pragmática era, en cambio, la práctica de regar con aceite, mediante un ingenioso sistema de cañerías, la suntuosa imagen de Zeus en Olimpia, una unción que además de su innegable finalidad sacra tenía como objeto conservar el oro y el marfil de la estatua. Claro está que los griegos no sólo utilizaron estas unciones a la vez religiosas y prácticas con esa maravilla de la antigüedad que fue el Zeus olímpico de Fidias; también las usaron para conservar las numerosas estatuas de madera de sus viejos templos y para mantener en buen estado las vigas y otros elementos estructurales de sus edificios sagrados.

La costumbre de ungir los sacrificios y otras ofrendas destinadas a los dioses era también moneda corriente en la antigua Grecia y, al igual que otros usos de los ungüentos, esta práctica no se limitó a la antigüedad clásica. La unción de las ofrendas y de las víctimas de los sacrificios se observa, en efecto, en pueblos tan dispares como los malayos y javaneses, los wawamba del centro de África, los aztecas y los indios creek de Norteamérica. Los aztecas, por ejemplo, usaban un ungüento que contenía narcóticos para aliviar el dolor de sus víctimas humanas, en tanto que los khonds de la India untaban con aceite, cúrcuma y gui o mantequilla a los infelices que inmolaban con intención de fertilizar la tierra. Menos cruentos, los javaneses y malayos se limitan a ungir el arroz con aceite durante las ceremonias sagradas destinadas a este cereal, mientras que los shans de Myanmar purifican con agua y untan con aceite el arado que usan en sus ceremonias agrarias.

Mitologías aparte, si los griegos creían en el origen divino de las sustancias perfumadas es porque muchas de ellas, o al menos las más costosas, provenían de países lejanos y de acceso difícil

Íntimamente relacionado con la religión, el culto de los muertos estaba también muy unido en Grecia al uso de los perfumes y ungüentos. Quizás porque querían parecerse a los dioses inmortales, o por lo menos a los héroes homéricos como Héctor o Patroclo, que al morir fueron ungidos por los dioses, los griegos perfumaban y embadurnaban a sus muertos con aceites aromáticos.

Después del entierro, la tumba se marcaba con una estela que simbolizaba al difunto y que delimitaba la frontera entre el más allá y el mundo de los vivos. Durante las distintas fiestas del año, los familiares del muerto llevaban ofrendas, regaban la estela con aceite aromático y depositaban en ella alabastrons, plemochoes, lekythos y otros jarrones con sustancias perfumadas. A partir del siglo de Pericles --s. v a.C.--, el lekythos de fondo blanco se convirtió en el frasco de los muertos por excelencia y sus imágenes se especializaron en los rituales funerarios.

Según la tradición homérica, los perfumes y los ungüentos aromáticos tenían un origen divino. Los dioses del Olimpo no sólo enseñaron a mujeres y hombres el uso de estas sustancias, sino que también se tomaron la molestia de inventarlos. Así, por ejemplo, cuando Venus fue sorprendida por unos sátiros mientras se bañaba a orillas de un lago, huyó para esconderse entre unas matas de mirto que cubrieron su desnudo cuerpo. Agradecida por el favor que le brindó la planta, la diosa le otorgó la intensa fragancia que ahora le conocemos.

Mitologías aparte, si los griegos creían en el origen divino de las sustancias perfumadas es porque muchas de ellas, o al menos las más costosas, provenían de países lejanos y de acceso difícil. Los perfumes y cosméticos que venían de Egipto, de Arabia o de Oriente eran muy apreciados en la antigua Grecia. Hacia los siglos vii y vi a. C., la expansión griega por el este y el oeste favoreció en gran medida el comercio de perfumes. Desde Lidia, por ejemplo, empezaron a importarse el bakkaris y el brenthion, dos ungüentos de lujo que los textos antiguos citan con frecuencia. Y mientras otras zonas de Asia Menor empezaban a suministrar gran cantidad de aceite de almendras a varias ciudades griegas, en Corinto se desarrollaba una verdadera industria de aceites perfumados, gran parte de cuya producción se destinaba a los mercados occidentales, entre ellos los de Iberia. Los perfumistas de otras polis griegas no tardaron en imitar a los de Corinto, y los de Atenas pronto superaron a todos los demás por la variedad de sus ungüentos y perfumes, así como por la elegancia de sus frascos de aceites aromáticos.

El crisma, el nardo y María de Betania

El cristianismo heredó los ritos de la unción y su simbología y los fue inscribiendo en sus propios rituales a lo largo de los siglos. Desde los primeros tiempos, a los catecúmenos que se preparaban para el bautismo se les ungió con aceite y bálsamo, porque al escoger la vida cristiana se convertían en combatientes de la fe, y tenían que luchar contra el mal, si hacía falta hasta el martirio, la forma suprema del atletismo cristiano. Más tarde, cuando fraguó del todo la jerarquía eclesiástica, la unción de los sacerdotes del Antiguo Testamento sirvió de modelo para la de los sacerdotes y obispos. Y por último, inspirándose sin duda en los precedentes visigodos de Hispania, basados a su vez en los antiguos textos hebraicos, la Iglesia latina instauró la unción de los reyes durante su coronación.

Todavía hoy, la Iglesia católica romana otorga gran importancia a los aceites consagrados. Sus oficiantes utilizan el óleo de los catecúmenos para ungir a los candidatos al bautismo y las manos de los sacerdotes o para consagrar los altares. Y en un ritual que, según parece, no tiene equivalente en ninguna otra religión --no es lo mismo ungir a los enfermos, un ritual común en distintas culturas, que hacerlo con quienes están a punto de morir--, emplea el óleo de los enfermos para ungir las manos y la frente del moribundo en el sacramento de la extremaunción.

Pero, más aún que estos sagrados óleos, para la Iglesia de Roma reviste especial importancia el crisma, una mezcla de aceite de oliva y de bálsamo de Judea o de Galaad, cuya consagración suele celebrarse el Jueves Santo, con ocasión de la misa crismal. Una vez santificado por el obispo, este crisma, cuya mera fonética evoca a Cristo, sirve para ungir al recién bautizado, tiene un papel esencial en la ceremonia de consagración de los obispos y, por supuesto, en el sacramento de la confirmación.

Igualmente importante en las iglesias de Oriente, el crisma suele tener allí una composición bastante más compleja. En algunas de estas iglesias, al bálsamo del que se compone este ungüento sacro le añaden cerca de cuarenta perfumes distintos, entre ellos canela, esencias de flores, ámbar, madera de aloe, clavo, nuez moscada y rosas rojas de Irak.

En esta compleja receta oriental también figura el nardo (Nardostachys jatamansi), la preciosa fragancia procedente del Himalaya con la que María de Betania, la hermana de Lázaro y Marta, ungió los pies del Mesías, llenando toda la casa con su aroma. El nardo entraba en la composición del sagrado incienso que se utilizaba en el Templo de Jerusalén. Y de nardo estaba hecho también el kyphi, el célebre perfume sagrado de los templos egipcios.

Lamentación sobre el cuerpo de Cristo (1629), de Nicolás Poussin. Aunque hay mucha confusión al respecto, María de Betania pudo ser la misma persona que María Magdalena y, por tanto, una de las mujeres que ungieron su cuerpo en el sepulcro.

Del Egipto antiguo al judaísmo

Aunque las primeras recetas sobre la elaboración de ungüentos y perfumes de las que tenemos noticia se describen en las tablillas sumerias, fue sin duda en el Egipto faraónico donde la industria cosmética y perfumista adquirió su mayor esplendor. Como en todos los países donde el sol y la ausencia de humedad desecan la piel de un modo extremo, los egipcios antiguos usaban grandes cantidades de pomadas, cremas, aceites y bálsamos. Y, como indican las pinturas de los banquetes funerarios, varios documentos escritos y los numerosos frascos hallados en las tumbas reales, los egipcios también hacían un gran uso de perfumes, aceites y otras grasas aromáticas.

Extremadamente limpios, los egipcios se lavaban varias veces al día, al levantarse, antes de las comidas y, por supuesto, antes de todas las ceremonias y reuniones sociales. Después de bañarse en el Nilo --o de hacerse verter agua por sus sirvientes los más adinerados--, hombres y mujeres se untaban el cuerpo con aceites y grasas animales para mantener su piel tersa y suave. Entre los aceites vegetales más utilizados destacaban los de linaza, sésamo, ricino, balano (Balanites aegyptiaca), cártamo (Carthamus tinctorius) y moringa (Moringa pterygosperma). Hacia el 1400 a. C. también empezaron a añadirse a esta lista el aceite de oliva y el de almendras, que se exportaban de Grecia. Las grasas animales que se empleaban con fines cosméticos solían ser de de ganso y de ganado vacuno, aunque una receta de ungüento corporal «para rejuvenecer y devolver la vida» descrita en el papiro de Ebers menciona también la manteca de cerdo, además del incienso, la cera de abejas, el aceite de enebro y las semillas de cilantro.

En la época tolemaica adquirió gran fama un ungüento fabricado en Mendes, que se exportaba en grandes cantidades a Grecia y Asia Menor. De composición compleja, este ungüento contenía, según Plinio el Viejo, aceite de balano, mirra, aceite de oliva, cardamomo, miel, gálbano, vino y resina de turpentina. Según Dioscórides, en cambio, la fórmula era más simple y se limitaba al aceite de balano, la mirra, la casia y la resina. El ungüento de Mendes se usaba como crema corporal después del baño y se exportaba en unos frascos de alabastro en los que se inspiró, sin duda, el alabastron griego.

La extremaunción (1450), de Roger van der Weyden.

Mucho antes que el ungüento de Mendes ayudara a consolidar la fama de los aceites perfumados en toda la cuenca mediterránea, los egipcios importaban del este el misterioso aceite bak, que algunos autores equiparan al aceite de moringa. Documentado ya en el tercer milenio a. C., este aceite se importaba en grandes cantidades durante el Nuevo Imperio (1500-1100 a. C.) para utilizarlo durante las fiestas del dios Amón. También es posible que el bak fuera uno de los siete óleos sagrados que se ofrecían a los muertos, al igual que, según algunos autores, lo sería el curioso perfume nezet, elaborado con grasa de buey purificada, hierbas aromáticas, flores colorantes y vino del oasis.

Más tarde, en un bajorrelieve del templo de Edfú, se inscribieron las recetas de los aceites con los que se ungía el cuerpo de Horus o, mejor dicho, el de la estatua que encarnaba al dios en la Tierra. La fabricación de estos ungüentos era extremadamente compleja y así, para obtener 45,5 cl de uno de ellos, hacía falta un año entero. Una vez obtenidos, estos productos debían utilizarse en apreciables cantidades, ya que cada mañana, después de postrarse frente a la estatua, un sacerdote la embadurnaba de ungüento para asegurar la presencia del dios en la efigie día tras día.

Las grasas animales que se empleaban con fines cosméticos solían ser de de ganso y de ganado vacuno, aunque una receta de ungüento corporal «para rejuvenecer y devolver la vida» descrita en el papiro de Ebers menciona también la manteca de cerdo, además del incienso, la cera de abejas, el aceite de enebro y las semillas de cilantro

David (1607), de Caravaggio. David fue el segundo de los reyes ungidos de Israel y el fundador de la dinastía davídica.

Unción del rey Carlos V de Francia por el arzobispo de Reims (1364), según la miniatura del Rationale divinorum officiorum de Guillaume Durand.

En muchas pinturas egipcias del Imperio Nuevo aparecen personas que llevan unos extraños conos en la cabeza. Aunque no todo el mundo está de acuerdo, se cree que estos conos estaban hechos con ungüentos muy perfumados y de bajo punto de fusión que, al irse fundiendo con el calor corporal, goteaban poco a poco y perfumaban a quienes los llevaban. Este sistema no debía ser demasiado práctico, ya que no se empleó en ninguna civilización posterior, argumento del que se valen sus detractores para opinar que los conos de las pinturas eran meramente simbólicos y no representaban ningún objeto que hubiera existido realmente.

Más documentado está, en cambio, el uso de los ungüentos que hacían los faraones después de su investidura. En las cartas de Tell-el-Amarna, por ejemplo, el rey de Chipre le envía al de Egipto «un frasco de buen aceite para que lo viertas sobre tu cabeza, ahora que has ascendido al trono de tu reino». Y en el respaldo del trono de Tutankamón, descubierto por Carter en la tumba del faraón, puede verse que la joven reina unta de aceite aromático el collar de su esposo recién coronado.

La unción sagrada de los reyes, que en Egipto queda un tanto diluida entre muchos otros usos rituales o cotidianos de los aceites y ungüentos, adquiere una enorme importancia entre los hebreos

La unción sagrada de los reyes, que en Egipto queda un tanto diluida entre muchos otros usos rituales o cotidianos de los aceites y ungüentos, adquiere una enorme importancia entre los hebreos. En el antiguo Israel la unción era, en efecto, el rito esencial de la investidura real, ya que no sólo establecía un vínculo personal entre Dios y el rey, sino que además le otorgaba a este último la dignidad de hijo adoptivo y le imbuía de espíritu divino.

Consagrados por el profeta Samuel, Saúl y David fueron los dos primeros reyes ungidos. A David le sucedió su hijo Salomón, que además de llevar a Israel al más alto grado de prosperidad de su historia, hizo gran uso de ungüentos, sahumerios y aceites perfumados, sobre todo después de que la reina de Saba le trajera de su país, situado en la entonces «Arabia feliz», una caravana entera de camellos cargados de oro, piedras preciosas, incienso y otros perfumes.

Después del exilio que marcó el final de la monarquía davídica, la ceremonia de la unción se transfirió al sumo sacerdote, ya que con ella se subrayaba la preeminencia de su papel en el judaísmo al haber desaparecido la figura del rey. La preocupación por la pureza y la santidad, especialmente entre los sacerdotes posteriores al exilio, se tradujo en aplicar la unción a todo lo que tenía que ver con el culto, incluidos los fieles, el santuario, el tabernáculo y el altar. Con todo, y pese a la desaparición de la antigua monarquía, la unción real continuaba siendo el rito más significativo. Así, no es extraño que al rey perfecto que se esperaba en tiempos de la dominación romana se le llamara Mesías, es decir, el Ungido.

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