El término “delirium” deriva del latín delirare, que significa “desviarse del camino” y constituye un síndrome neuropsiquiátrico grave caracterizado por una alteración brusca en el nivel de consciencia, la atención y la cognición, causado en la mayoría de las ocasiones, por una enfermedad orgánica subyacente1. Esta entidad es especialmente importante por su alta prevalencia y el gran impacto de sus consecuencias en el adulto mayor. Aproximadamente, un tercio de los pacientes hospitalizados desarrollan delirium, pero su prevalencia aumenta en servicios quirúrgicos (20-50%), unidades de cuidados paliativos (59-88%) y cuidados intensivos (50-70%)2. La aparición de delirium conlleva entre otras una mayor estancia hospitalaria, numerosas complicaciones médicas (inmovilismo, úlceras por presión, caídas, yatrogenia, deshidratación, malnutrición), deterioro funcional y cognitivo (cerca de un tercio de los pacientes que presentan delirium desarrollarán demencia), institucionalización, mayor mortalidad y consumo de recursos sanitarios3. También es interesante tener en cuenta el concepto de delirium subsindrómico, que comprende aquellos estados subumbrales de delirium, a menudo desapercibidos, pero que, al igual que el delirium, está relacionado con peores resultados de salud4.
A pesar de su importancia clínica y de existir herramientas eficaces validadas para su detección, el delirium es un síndrome habitualmente infradiagnosticado, sobre todo en pacientes con delirium hipoactivo, y, por tanto, no manejado adecuadamente. A ello se le suma el hecho de que la fisiopatología es muy compleja y sigue sin conocerse con exactitud, lo que dificulta enormemente su abordaje5. Ningún fármaco ha demostrado suficiente evidencia en el tratamiento del delirium, por lo que la mejor estrategia para minimizar el impacto de sus consecuencias es la prevención, identificando a los sujetos de alto riesgo para poder modificar su trayectoria cognitiva y funcional6.
Los modelos clásicos de predicción de delirium se han basado en la combinación de una serie de factores clínicos predisponentes (factores que confieren vulnerabilidad a un sujeto para desarrollar delirium como la edad, el deterioro cognitivo o la deprivación sensorial) y en factores precipitantes (aquellos que lo desencadenan como los procesos infecciosos, algunos fármacos o las descompensaciones metabólicas)7. Herramientas como el PRE-DELIRIC8 en unidades de cuidados intensivos (UCI) o la escala DEAR9 en cirugía ortopédica, han demostrado ser útiles, sin embargo, presentan algunas limitaciones como son la subjetividad al tratarse de valoraciones clínicas, lo que les confiere cierta imprecisión.
En los últimos años, ha habido un interés creciente por el estudio de los biomarcadores en el contexto del delirium. Un biomarcador es una sustancia utilizada como indicador de un estado biológico, es decir, una molécula cuantificable que podemos medir de forma objetiva en relación con un proceso biológico normal, un estado patológico o como respuesta a un tratamiento farmacológico. Los biomarcadores son parte de las nuevas herramientas usadas en la medicina de precisión y pueden ser de tipo molecular, celular o de imagen. Éstos podrían tener distintas aplicaciones en el ámbito del delirium como la implementación en la prevención identificando biomarcadores predictivos de delirium en fluidos accesibles como el suero, que complementarían las limitaciones de los actuales modelos clínicos disponibles10. También serían de gran ayuda en el diagnóstico, fundamentalmente en aquellos casos complejos como el delirium superimpuesto a demencia (DSD) o pacientes intubados en UCI donde se están empezando a realizar estudios con técnicas de ecografía Doppler a pie de cama o espectroscopia de infrarrojo cercano (NIRS) como biomarcadores de perfusión cerebral no invasivos11,12, con resultados prometedores. Por otro lado, comprender mejor los mecanismos fisiopatológicos implicados en su desarrollo, podría abrir nuevas líneas de investigación en el tratamiento farmacológico de esta entidad, actuando sobre moléculas diana, como es el caso de la vía del ácido quinolínico y su asociación con el delirium en fractura de cadera13.
Con respecto al manejo farmacológico del delirium, y aunque ha cobrado importancia el uso de algunos fármacos en su tratamiento como son la melatonina, el ramelteon o la dexmedetomidina14, ningún fármaco ha demostrado ser eficaz en la prevención ni en el tratamiento del delirium en la actualidad. Las estrategias multicomponente basadas en identificar y corregir los factores de riesgo modificables predisponentes y precipitantes de delirium son las más efectivas tanto para la prevención como para el tratamiento de este síndrome15. En este contexto, estudios basados en la movilización precoz y el ejercicio físico podrían mejorar el abordaje del delirium en el adulto mayor hospitalizado16,17.
En conclusión, el delirium es sin duda uno de los síndromes geriátricos por excelencia sobre el que queda aún un largo camino por recorrer. Herramientas como los biomarcadores, si bien necesitan más estudios que pongan de manifiesto su especificidad y su coste-eficiencia, podrían complementar nuestra práctica clínica habitual mediante técnicas objetivas, accesibles y poco invasivas, arrojando luz sobre la fisiopatología del delirium e implementando así su prevención, diagnóstico y tratamiento.



