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Vol. 20. Núm. 4.
Páginas 144-155 (Abril 2001)
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La farmacopea tibetana
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MANUEL PIJOAN
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Perdido en el corazón de Asia, en una inmensa meseta de unos 4.000 metros de altitud media, el Tíbet está rodeado de cadenas montañosas entre las cuales figuran algunas de las cumbres más altas del planeta. En este lugar único se desarrolló una compleja medicina que todavía es practicada por los tibetanos exiliados en la India. Sustancias tan heterogéneas como plantas, piedras preciosas, metales triturados, orina de vaca, orugas infectadas de hongos o incluso bilis de elefante forman parte de su farmacopea.

 

A pesar de su áspero clima y de padecer temperaturas extremas, el Tíbet ha sido repetidas veces codiciado por sus vecinos, en particular por los mongoles, que lo invadieron en el siglo xiii, y por los chinos, que lo incorporaron a su territorio en el xviii y lo mantuvieron aislado del resto del mundo hasta principios del siglo xx. ¿Qué veían mongoles y chinos en este esplendor vacío de ilimitadas estepas y montañas nevadas, en esta tierra inhóspita y yerma, tan difícil de colonizar? Quizá lo mismo que nos impacta a nosotros, la felicidad interior de unas gentes que viven desprovistas de toda riqueza material y el poder espiritual de un sistema religioso, el lamaísmo, que hizo del Techo del Mundo el símbolo mismo de la espiritualidad.

El emperador mongol Kublai Kan, en todo caso, quedó tan impresionado por las enseñanzas de uno de sus lamas, un religioso de la secta Sakya-pa, que, tras convertir a éste en su preceptor imperial, decretó que el lamaísmo sería la religión oficial del Celeste Imperio. Kublai Kan no se limitó a dar preponderancia a los Sakya-pa, sino que invistió además a su primer lama principal de un verdadero poder temporal en trece provincias tibetanas, sentando así los fundamentos de una teocracia que durante siglos habría de llevar las riendas del Tíbet. A mediados del siglo xiv, sin embargo, el clan de los Sakya-pa, privado de la ayuda militar de unos kanes mongoles demasiado ocupados en luchar con la creciente oposición nacional en China, perdió su poder temporal en beneficio de otra familia, los Lang, que controlaron todo el Tíbet central y se erigieron en herederos de la antigua monarquía tibetana.

A finales del siglo xiv, mientras los Lang afianzaban su poder en el Tíbet y los Ming iniciaban su reinado en China, Tsong Kapa, un gran reformador religioso, fundó la secta Dge-lugs-pa o de los Gorros Amarillos, que pronto había de convertirse en la principal secta lamaísta. En 1578, el tercer sucesor reencarnado de Tsong Kapa recibió del emperador mongol Altan Kan el título de dalai-lama o lama oceánico, esto es, el lama cuya sabiduría es tan vasta y profunda como el océano. Su sucesor, el cuarto dalai lama reencarnado, fue un biznieto del emperador Altan, lo que contribuyó todavía más a consolidar la secta de los Gorros Amarillos.

Aunque el tercer sucesor de Tson Kapa fue el primero en recibir el título oceánico, esta designación se otorgó luego, con carácter póstumo, a sus dos predecesores. Así se explica que al biznieto de Altan Kan no se le considere como el segundo dalai lama sino como el cuarto, y que el primer detentor mítico de este título fuera el nieto de Tsong Kapa, su primer sucesor y el único que tuvo con él un parentesco de sangre.

Las escuelas de medicina

Más importante que estos primeros sucesores de Tson Kapa fue, no obstante, Ngag-dbang-blobzang, el quinto dalai lama e iniciador real de una teocracia que, pese a las numerosas revueltas y altibajos, consiguió regir los destinos del Tíbet casi sin interrupciones hasta 1950. Hábil político y religioso ferviente, este lama al que los tibetanos consideran como el líder más importante de su historia --no por casualidad lo designan como el Gran Quinto-- extendió su influencia hasta los confines de Asia central, cubriendo la superficie entera del Tíbet y gran parte de los territorios dominados por los clanes mongoles. En 1644, cuando los manchús se adueñaron del trono de China, instaurando la dinastía de los Tsing, la influencia del quinto dalai lama no decayó un ápice; más bien al contrario, ya que con él se inició la relación religiosa entre los dalai lamas y los emperadores chinos que marcó la colaboración futura entre ambos países.

 

Gran constructor y monarca erudito, Ngag-dbang-blobzang edificó en Lhassa, sobre las ruinas del castillo de los primeros reyes del Tíbet, el célebre Potala. Frente a este imponente edificio que sirvió de palacio de verano a los sucesivos dalais lamas, sobre la Colina de Hierro de evocativo nombre, el Gran Quinto construyó el Chapkori, la primera gran escuela de medicina del Tíbet. Lustros después, a principios del siglo xx y durante la segunda y breve época de indepen dencia plena del Tíbet moderno, el decimotercero dalai lama fundó la segunda escuela de medicina. Se trataba del Mentsikhang, un centro médico construido en Lhassa y que, al igual que el Chapkori, impartía las enseñanzas de una medicina original y compleja, que había sido elaborada progresivamente durante más de un milenio de transmisión oral. De una medicina tan íntimamente ligada a la vida cotidiana del Tíbet y, por tanto, a su religión y a su mística, que ni siquiera sus vecinos más espirituales, más persuadidos de que la acción terapéutica equivalía a restablecer el orden cósmico, como los chinos taoístas o los hindúes de tradición ayurvédica, consiguieron dominarla por completo.

 

Menos respetuosos de la tradición que sus predecesores taoístas, confucionistas o budistas, los chinos de la República Popular que invadieron el Tíbet en 1950 no tardaron en arrasar el antiguo Chakpori de Lhassa y en sustituirlo por un hospital moderno. En el nuevo hospital se permitió la práctica de la medicina tradicional pero no su enseñanza, la cual, durante unos pocos años, se siguió impartiendo en el cercano Mentsikhang. Pero la segunda escuela de medicina de Lhassa languideció pronto y finalmente perdió su papel docente en 1959, cuando los cien mil seguidores del décimocuarto dalai lama emprendieron su azaroso viaje hacia la India. Una vez instalados en Dharamsala, los 30.000 tibetanos que sobrevivieron a la travesía de los collados más altos del mundo y a los primeros años de exilio construyeron monasterios para sus monjes y sus maestros tántricos. Y, lo que es más importante para los propósitos de este artículo, el dalai lama mandó construir la escuela de medicina en Dharamsala a imagen y semejanza de los antiguos centros médicos de Lhassa.

 

Por tercera vez en su historia, los monjes tibetanos disponen desde entonces de una escuela en la que pueden aprender las 84.000 enfermedades del hombre, descritas junto con sus tratamientos en los Cuatro Tantras o Gyudshi, cada uno de los cuales contiene 60.000 versos. Para dominar estos textos médicos esenciales, el alumno debe aprenderlos de memoria, al igual que otros textos budistas. Y, como sucede con estos otros textos, los cuatro Gyudshis apenas se consultan una vez finalizado su estudio, ya que todo maestro que se precie puede memorizar cada uno de sus detalles para utilizarlos durante la práctica médica o para transmitirlos oralmente a sus discípulos.

Aunque incorpora asimismo técnicas indias, chinas, persas, nepalesas e incluso griegas, la medicina tibetana es, ante todo, fruto del encuentro entre una religión filosófica --el lamaísmo-- y de la riqueza natural del Himalaya, cuyos elementos vegetales, animales y minerales han sido desde hace milenios su fuente de medicamentos. Si el lamaísmo, una rama del budismo que conserva todavía muchos elementos mágicos del antiguo chamanismo bonpoba, ha inspirado el conjunto de las artes terapéuticas que conforman la medicina tibetana, su farmacopea, como sucede con muchas otras medicinas tradicionales, se nutre con los numerosos frutos de una tierra que, pese a su severidad y adustez, es inesperadamente pródiga.

La importancia de la religión en la medicina tibetana determina que todos sus practicantes sean monjes, lo cual no quiere decir por supuesto que todos los monjes puedan convertirse en médicos. Para poder ejercer esta práctica, el monje tiene que estudiar los Gyudshi y muchos otros textos, completar su formación médica con astrología y otras materias de carácter más o menos mágico y, sobre todo, con meditaciones

y rezos.

Durante los 5 años de estudios en el centro médico de Dharamsala, las jornadas semanales comienzan a las cinco de la mañana con oraciones y meditación y terminan a las ocho de la noche con nuevas plegarias. Los sábados se dedican a la preparación de los medicamentos, según técnicas a menudo lentas y complejas. Para aprender la difícil farmacopea, el alumno utiliza numerosos textos complementarios, además de los Cuatro Tantras o Gyudshi. Estos últimos suelen ser bastante explícitos en cuanto a síntomas y tratamientos: en uno de ellos, por ejemplo, se ve a un monje que vomita en un campo y en la leyenda se lee el tratamiento prescrito. En otra lámina del mismo libro, una pareja hace el amor, una escena que más parece aludir a la alegría de vivir que a un estado patológico; pero lo que se pretende transmitir con esta ilustración es el peligro que entraña la actividad sexual excesiva --o más genéricamente el exceso de una actividad física-- para el desequilibrio de los humores del cuerpo.

Una vez formado, el monje médico accede a una posición jerárquica tan sólo inferior a la del lama. A veces, incluso, cumple las mismas funciones que este último, lo que incrementa su rango, aunque no todos los médicos tibetanos acceden al mismo nivel de conocimientos. En vida, cada maestro elige, en efecto, un único discípulo al que transmite todo su saber. Así las cosas, el número de personas cuya elección por un maestro les ha permitido aprender de memoria los conocimientos médicos transmitidos y elaborados durante siglos no supera, según se estima, el centenar. El resto de los discípulos, entre ellos muchos de los tibetanos e indios que frecuentan las largas aulas vacías del nuevo Mentsikhang de Dharamsala, y por supuesto todos los occidentales que, acudiendo a las mismas aulas, intentan desentrañar los secretos de la medicina tibetana, sólo consigue conocer meros fragmentos de estas complejas enseñanzas.

Pese a su abrumadora complejidad y a la diversidad de los modos de tratamiento, desde la moxibustión y el masaje hasta la administración de píldoras, la medicina tibetana se basa en un modelo aparentemente simple. Más que el diagnóstico y el tratamiento concretos de cada una de las miles de enfermedades que aparecen en los Gyudshi, lo realmente importante para los médicos del Tíbet es el mantenimiento y la restauración del equilibrio entre tres factores físicos o humores: el viento o aire, la bilis y la flema.

Cuando un médico tibetano diagnostica una dolencia como viento, suele referirse a un desorden funcional, a un trastorno del sistema digestivo, del corazón o del aparato circulatorio, a una afección del intestino grueso o a un problema psicológico. Cuando este mismo médico habla de un trastorno de la flema, se refiere sobre todo a una condición no inflamatoria o a una afección crónica del estómago, del bazo o de los riñones. Y en fin, cuando diagnostica una enfermedad como desorden de la bilis no necesariamente alude a la vesícula que segrega este fluido, sino que puede estar hablando asimismo del intestino delgado, de los pulmones o incluso de la vista.

 

Así pues, los significados de estos tres humores son muy amplios, tan amplios como complejas y distintas son las funciones que aseguran. No es de extrañar, por tanto, que esta complejidad se refleje en los Gyudshi, y más específicamente en el más introductorio y breve de los cuatro, que es el Tantra Raíz, en el que se explica que cada uno de los tres humores se divide, de hecho, en cinco tipos principales. Así, por ejemplo, el viento puede ser sustentador de vida, ascendente, penetrante (esto es, que existe en todas las partes del cuerpo), acompañante del fuego --es decir, digestivo-- o vaciador hacia abajo. Análogamente, la bilis puede ser digestiva, reguladora del color de la piel, determinante visual (que permite ver) o responsable del aclaramiento de la tez.

Del equilibrio de los tres humores o, mejor dicho, del de los quince tipos en los que se subdividen estos tres, depende en definitiva la salud del individuo. Si, por algún factor externo, tal como una ropa inapropiada para el clima, una dieta inapropiada o un «espíritu repentino» --esto es, un factor al que, en términos más modernos, denominaríamos infección bacteriana o vírica--, se activa alguna de las emociones aflictivas grabadas en el karma, este frágil equilibrio se destruye y aparece la enfermedad.

 

Para facilitar la trasmisión de sus complejas enseñanzas, los Cuatro Tantras incluyen unas ayudas visuales en forma de árboles, los denominados «árboles ilustrados de la medicina». En su libro de introducción a la medicina tibetana1, el Dr. Yeshi Donden, uno de los médicos personales del dalai lama, explica que los textos describen tres raíces de las cuales salen nueve troncos, que a su vez generan cuarenta y dos ramas; estas últimas poseen, a su vez, 224 hojas, dos flores y tres frutos.

 

La primera de las raíces, la corporal, soporta dos troncos: el del cuerpo sano y el del cuerpo enfermo. El primer tronco tiene a su vez tres ramas: la de los humores, con tres hojas (los ya descritos viento, bilis y flema), la de los componentes físicos con siete hojas y la de las excreciones con tres. Al contrario que esta última rama, cuyas hojas corresponden a las heces, la orina y la transpiración, la segunda soporta hojas con equivalencias físicas tan poco traducibles a la medicina occidental como la esencia nutritiva y el fluido regenerador. Más familiares nos parecen, en cambio, los componentes físicos de las otras cinco hojas, que son la sangre, la carne, la grasa, el hueso y la médula. Curiosamente, este último componente es, según los Gyudshi, el responsable de la producción del fluido regenerador, lo que en cierto modo significa que los tibetanos supieron intuir el mecanismo de la hematopoyesis o formación de células sanguíneas a partir de la médula ósea.

El segundo tronco que brota de la raíz corporal es el del cuerpo enfermo. Tiene nueve ramas y de las dos primeras ya hemos hablado implícitamente al mencionar los desequilibrios humorales; se trata de las rama causal y condicional, cuyas hojas indican los factores que ayudan a la maduración de las causas y a que éstas se manifiesten como una enfermedad. Concretamente, la rama de las causas tiene tres hojas: el deseo, el odio y el oscurecimiento, emociones o causas aflictivas que, en uno u otro momento de la vida, quedaron grabadas en el karma. Otras ramas de este tronco son la de entrada de las enfermedades, la de los lugares donde éstas se asientan, la del tiempo de manifestación y la del efecto fatal o de las dolencias incurables.

 

De las otras dos raíces, la más importante es, quizá, la de diagnosis, que soporta tres troncos, ocho ramas y 38 hojas. Aunque no tanto como el de la raíz corporal, este sistema es extremadamente complejo; al igual que aquél, su estudio se inicia en el Tantra Raíz y prosigue en el Tantra Explicatorio. Sin embargo, el tema de la diagnosis no se agota con el árbol ilustrado de la medicina. Los médicos tibetanos dan una gran importancia al análisis de orina y a la toma de pulso, formas de diagnóstico que se detallan en el cuarto libro o Tantra Final. Los alumnos de tercer año que se inician en estos complejos métodos de diagnosis aprenden a fondo los tres niveles de pulso --uno para cada humor--, la velocidad del pulso, que determina la condición del paciente, su fuerza, su debilidad o su estado de tensión que afectan a los distintos diagnósticos, etc. Los estudiantes aprenden también cuáles son los puntos de las yemas de los tres dedos centrales de cada mano que el médico utiliza para auscultar los distintos órganos, y a qué falange de estos mismos dedos corresponde cada uno de los cinco elementos, lo que luego les resultará todavía más útil para establecer sus diagnósticos (fig. 1).

Y los futuros médicos aprenden también aspectos tan aparentemente peregrinos de esta compleja metodología como los siete pulsos maravillosos (familiar, del enemigo, del espíritu maligno, del embarazo, etc.) que se utilizan en adivinación. Gracias a esta sorprendente técnica divinatoria, el Dr. Tenzin Wangpo, de la clínica Kunphen, puede decir a las mujeres cuáles son los días más propicios para concebir un hijo o una hija o predecir el sexo de su futuro hijo a las embarazadas que no han concluido el primer mes de gestación.

 

Una elaborada farmacopea

Una vez terminada su formación, la vida profesional del médico tibetano transcurre en tres etapas sucesivas: una época de recolección y de preparación farmacéutica en las altas mesetas del Himalaya, otra de atención a los enfermos y una tercera y última etapa de enseñar a los discípulos. La recolección de plantas, según pudo comprobar sobre el terreno Kate Roddick, una escocesa fascinada por la medicina tibetana, es una expedición farmacológica y a la vez un alegre peregrinaje. Kate, quien acompañó al lama Trogawa y a sus 13 estudiantes hasta el final del valle de Kulu, en el Himalaya indio, a unos 4.500 m de altitud, explica en una entrevista2 algunas anécdotas de su experiencia iniciática: los paseos matinales por la montaña guiados por el maestro, que se detenía de tanto en tanto para recoger hierbas medicinales y mascarlas; los comentarios del maestro sobre el sabor, las propiedades y las virtudes terapéuticas de estas plantas; el fervor de los alumnos que escuchaban sus pláticas. Kate relata asimismo cómo transcurrían las tardes tras la vuelta al campamento; cómo se combinaban, indisociables en esencia, los cursos de medicina con las enseñanzas budistas, y cómo concluían las veladas frente a la hoguera, entre los cantos y los bailes de los futuros médicos.

Cuando la expedición regresa a Dharamsala, prosigue Kate Roddick, la primera operación es el secado de las plantas. A continuación se separan los tallos, hojas y raíces y se descartan los elementos inútiles o tóxicos. Las siguientes operaciones son el molturado y la preparación de las pociones. Un solo medicamento puede contener hasta 80 ingredientes, si bien el promedio se sitúa en torno a los 25. Hacen falta muchas horas, a veces varios meses, para elaborar una poción o una píldora y cualquier interrupción del proceso puede reducir o incluso anular su eficacia. En la elaboración de los medicamentos intervienen, pues, varios equipos de estudiantes que se relevan unos a otros. Las instrucciones de preparación precisas se guardan bajo secreto y el maestro sólo las transmite a sus estudiantes tras largos años de estudio y de trabajo, y siempre bajo juramento para mantener la tradición en toda su pureza.

Además de plantas, entre los ingredientes de las pociones figuran piedras preciosas, metales triturados, tierras medicinales naturales, exudados de rocas, savias y secreciones vegetales. Algunos preparados, y sobre todo los de carácter mágico, contienen también orina de vaca, rana de las nieves triturada, orugas infectadas de hongos (véase recuadro) o incluso bilis de elefante. Más específicamente curativas, las llamadas píldoras preciosas contienen cantidades infinitesimales de oro, plata, cobre y plomo, polvo de coral, de turquesa, de perla y de lapislázuli, junto con clavo, médula de bambú y otros elementos vegetales. Una de ellas, el cristal de luna purificado, contiene incluso mercurio, metal cuya gran toxicidad sólo puede eliminarse tras 6 meses de trabajo e innumerables operaciones laboriosas. Si se toman en el día propicio del mes lunar y se siguen todas las prescripciones del médico --seguir una dieta estricta, abstenerse de alcohol y de todo ejercicio excesivo--, la eficacia de estas píldoras en la cura de trastornos tan distintos como desequilibrios nerviosos, sordera, miopía grave, anosmia, tuberculosis e incluso ciertos estados cancerosos, es tan sorprendente como innegable.

En una entrevista más reciente recogida en la misma revista3, Tendzin Cheudrak, otro de los médicos personales del Dalai Lama, recuerda una de las últimas excursiones en busca de plantas medicinales emprendidas desde el Mentsikhang de Lhassa. En julio de 1958, Tendzin preparaba sus tiendas y pertrechos para partir hacia las montañas junto con otros 40 estudiantes de esta facultad de medicina que también hacía las veces de hospital. Tras largas horas de marcha, los estudiantes de medicina instalaron su campamento en una zona poblada de lobos y de leopardos de las nieves. La recolección, de acuerdo con lo que prescriben los textos sagrados, se efectuó sobre todo en las frías laderas de umbría, donde crecían las hierbas de mejor calidad.

Aunque el calor estival atemperaba la rudeza del clima, en algunas de estas vertientes todavía soplaba un viento glacial. En las laderas de solana, por el contrario, el sol era abrasador. Pero como buen tibetano, a Tendzin apenas le perturbaban estos contrastes climáticos. Como la de los demás estudiantes, su tarea recolectora prosiguió sin tregua durante varios días. Finalmente, como venía sucediendo desde tiempos inmemoriales, el fruto de esta recolección a gran escala que se repetía cada 2 años fue poco menos que inmejorable: las plantas recolectadas, de excelente calidad y aptas para elaborar muchas de las píldoras, decocciones y ungüentos que se describen en los Cuatro Tantras, pertenecían a un buen número de las casi 2.000 especies medicinales existentes en la meseta del Tíbet.

Hoy, sin embargo, esta naturaleza idílica pertenece al pasado. Por lo menos para Tendzin Cheudrak, que ahora imparte sus enseñanzas en Dharamsala, donde también tiene su consulta, contribuyendo así a que la medicina tibetana no desaparezca. Lejos están para él los años de prisión que tuvo que sufrir en China por el único crimen de haber tratado al líder espiritual de los tibetanos; pero atrás quedan también, por desgracia, las montañas de Lhasa y su proverbial riqueza, ya que en su exilio indio los monjes médicos deben contentarse con apenas 300 especies de plantas medicinales.

En el Himalaya indio, los médicos tibetanos intentan conseguir las plantas que forman la base de su farmacopea. En torno al Mentsikhang de Dharamsala, en una ladera montañosa orientada a sur, han construido invernaderos con objeto de obtener algunas de las especies indispensables que no crecen en estas tierras. Por ejemplo, una euforbiácea de flores rojas a la que atribuyen cualidades poco menos que milagrosas contra las afecciones pulmonares. Pero muchas de estas tentativas se saldan con fracasos y así, unas cuatro veces al año, pequeños grupos de monjes expertos en botánica se ven obligados a cruzar la frontera. Algunos de ellos no vuelven jamás a Dharamsala, pero éste es el precio que debe pagarse para que su hospital continúe funcionando.

Por lo demás, los monjes que cruzan la frontera se encuentran con un mundo empobrecido, saqueado por más de 40 años de deforestación intensiva. Antes de la última y más definitiva invasión china de 1959, el Tíbet era una inmensa reserva natural en cuyos 225.000 km2 de bosques crecían millares de especies vegetales. Hoy, sus escasos 35.000 km2 de superficie todavía no deforestada y sus ilimitadas estepas cuentan con una vegetación visiblemente empobrecida y con una flora bastante menos diversificada que la que existía antaño.

 

El ejemplo del ácoro muestra la importancia que podrían tener las dosis, la época de recolección y otros factores empíricos en una medicación correcta

 

Por lo que respecta a las plantas que crecen en el Himalaya indio o en el vecino Nepal, cabe decir que algunas de ellas son bien conocidas por la medicina tradicional india y en particular por la ayurvédica. Entre ellas figuran el ácoro (Acorus calamus), de comprobada actividad bactericida contra Bacillus subtilis y Staphylococcus aureus; la combretácea Terminalia bellerica, de actividad asimismo comprobada --y a dosis mucho menores-- contra estas bacterias y también contra Pseudomonas aeruginosa y Escherichia coli; la pimienta larga (Piper longum), cuyos frutos se utilizan en la medicina ayurvédica y otras medicinas tradicionales indias como remedios contra los trastornos intestinales y la malaria crónica; y la pimienta negra (Piper nigrum) que, además de su reconocido efecto terapéutico contra la hepatitis vírica, entra junto con la cúrcuma (Curcuma longa) en la composición de la D-400, una compleja preparación herbomineral de acción antidiabética.

Algunas de estas especies vegetales forman parte de la farmacopea china. Por ejemplo, el ácoro que los chinos utilizan como digestivo, expectorante y estimulante contra la epilepsia, la diarrea y varios trastornos digestivos. O la codonopsis (Codonopsis clematidea), cuya raíz se utiliza como tónico y que la medicina tradicional china se utiliza ocasionalmente como sustitutivo del ginseng. O bien las distintas clemátides (Clematis sp.), que tanto tibetanos como chinos utilizan como antirreumáticos, analgésicos y antipiréticos. El ejemplo del ácoro muestra la importancia que podrían tener las dosis, la época de recolección y otros factores empíricos en una medicación correcta. Esta planta contiene, en efecto, un componente de comprobado efecto carcinogénico y, dado que tanto la medicina china como la tibetana y la india continúan recomendando su uso, todo parece indicar que, tras numerosos siglos de prueba y error, estas tres medicinas han conseguido establecer dosis inferiores a la tóxica sin que mengüen por ello los efectos curativos de la planta.

 

Muchas otras plantas son específicas de la farmacopea tibetana, pero aun así existen varios casos de especies que comparten el mismo género en las farmacopeas vecinas. Artemisia, Aconitum, Clematis, Corydalis, Delphinium y Swertia son ejemplos de géneros vegetales que aparecen en las farmacopeas tanto indias como china, en tanto que Emblica, Ephedra y Saussurea se utilizan principalmente en la India. Algunos de ellos, como Saussurea y Swertia, son bien conocidos por los masajistas tibetanos, ya que entran en la composición del poderoso agente calmante denominado aquilaria A. Además de contener, como es obvio, una aquilaria (Aquilaria agallocha), este calmante incluye en su fórmula varias especies que la medicina ayurvédica y otras medicinas indias utilizan con frecuencia. Entre ellas figuran la adulasa o vasa (Adhatoda vasica), de conocidos efectos antibronquíticos, antiasmáticos y antipiorreicos; la kath o kushtha(Saussurea lappa), que se utiliza como broncodilatador y antiespasmódico; el cardamomo, el clavo y otras especias con propiedades medicinales; el cártamo (Carthamus tinctorius); la nuez vómica (Strychnos nuxvomica), que se utiliza en dermatología, y la burserácea Commiphora mukul, una planta similar a la mirra de comprobada actividad hipolipidémica.

Más particular es el caso de las plantas que, si bien son específicas de la medicina y de la meseta tibetanas, pueden recolectarse sin tener que cruzar la frontera china, ya que crecen o son propias de esa prolongación geográfica y cultural del Tíbet en la India que es el Ladakh. Además de la ya citada Codonopsis clematidea, son ejemplos de esta particular flora el enebro (Juniperus macropoda), una clemátide endémica de la zona (Clematis ladakhiana) y la compuesta Leontopodium brachyactis, una especie estrechamente emparentada con la conocida edelweiss.

Algunas de estas plantas de Ladakh, del Dolpo, de Bhután y de otras zonas apartadas del Himalaya son importadas de tanto en tanto, a veces incluso recolectadas, por los médicos de Dharamsala, enriqueciendo así la empobrecida farmacopea del actual Mentsikhang. Otras, más comunes en las laderas cercanas a Dharamsala, han sustituido con éxito a algunas plantas específicas de la farmacopea tibetana, poniendo su granito de arena a la perpetuación de la milenaria medicina del Tíbet. *

Bibliografía
[1]
Health through balance. An introduction to tibetan medicine. Nueva York: Snow Lion Publications, 1986 (traducido al español y editado en 1992 por Editorial Océano Ibis).
[2]
Adler L..
Tibet: rencontre avec les médecins du Toit du Monde, entretien avec Kate Roddick..
Terre Sauvage, 73 (1993), pp. (mayo)
[3]
Matheny A, Waintropp M..
Les médecins du Toit du Monde..
Terre Sauvage, 36 (1999), pp. (febrero)
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