Hemos leído con interés el artículo original de Iriarte et al.1 en relación con el conocimiento que presentan los estudiantes universitarios sobre el concepto de muerte definida bajo criterios neurológicos. Nos manifestamos de acuerdo con los autores en la necesidad de transmitir a la sociedad (sanitaria o no) unos conocimientos mínimos sobre esta situación, así como las implicaciones médico-legales que conlleva. Sin embargo, quisiéramos llamar la atención sobre el uso del término «muerte cerebral» que realizan a lo largo de todo el manuscrito los autores. Es cierto que existe una falta de uniformidad global en la definición de muerte encefálica y cómo, a pesar de estar ampliamente establecida, la consecución del diagnóstico varía llamativamente entre diferentes países2–5. Parte de esta confusión se debe a la traducción realizada del concepto brain death, utilizado por la escuela de Harvard en 19686. Por cuestiones neuroanatómicas, conocemos ampliamente las diferencias existentes entre muerte encefálica, muerte troncoencefálica y muerte neocortical o muerte cerebral. Siendo las dos primeras definiciones de muerte (bajo criterios neurológicos) las más extendidas e incluso polemizadas entre sí 7–9. Todas coinciden y divergen en la definición de lo que se considere como «brain». En este sentido, la ley española, citada en el artículo de Iriarte et al., establece claramente que la muerte se diagnosticará y certificará mediante «el cese irreversible de las funciones cardiorrespiratorias o de las funciones encefálicas»10. Por todo esto, consideramos que referirse a la muerte encefálica como sinónimo de muerte cerebral, no sólo confunde a la gente que trabaja en el sector sanitario, sino a la sociedad en general. Nos hacemos cargo que el término «muerte cerebral» lo hace más asequible a la población, pero no por ello debe hacerse extensible al ámbito médico, dado que si partimos de definiciones conceptualmente inadecuadas, será más difícil conseguir un entendimiento apropiado de las mismas.
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