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Vol. 49. Núm. 4.
(Mayo - Junio 2023)
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Editorial
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Enfermedad de Alzheimer y síndrome de Down
Alzheimer's disease and Down síndrome
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J.M. Borrel Martíneza,
Autor para correspondencia
pepeborrel@gmail.com

Autor para correspondencia.
, F. Moldenhauer Díazb
a Comité Asesor Médico de Down España; Centro de Salud de Ayerbe, Huesca, España
b Comité Asesor Médico de Down España; Unidad de Atención a Adultos con Síndrome de Down, Hospital Universitario de La Princesa, Madrid, España
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Las personas con síndrome de Down (SD) han experimentado un cambio radical en las últimas décadas, tanto en la esperanza de vida como en su calidad. La explicación hay que buscarla en los programas específicos de salud, la atención temprana y las políticas sociales, cuya base son las familias agrupadas en asociaciones de autoayuda. Podemos cifrar la expectativa de vida de estas personas ya por encima de los 60 años, en ocasiones, con plenas capacidades y autonomía personal, insertadas en la sociedad, e incluso llevando vida en pareja, en vivienda independiente y con trabajo en empresa ordinaria. No obstante, al llegar a la vida adulta y cesar sus cuidados pediátricos, con frecuencia quedan huérfanas de seguimiento médico, al no existir continuidad en la atención sanitaria recibida hasta entonces. En su génesis está el desconocimiento de los profesionales de las guías de referencia1 y el escaso apoyo de la administración.

El reto clínico lo constituye el diagnóstico diferencial en una persona con probables problemas de comunicación, en la que pueden confluir consecutivamente cambios de conducta, influencia de acontecimientos vitales estresores, síntomas depresivos o enfermedad mental, todo ello sumado a la existencia de un envejecimiento prematuro, no igual en todos los órganos, en el que los síndromes geriátricos se adelantan alrededor de 20 años y la enfermedad de Alzheimer (EA) aparece, asimismo, de forma precoz, ya desde los 40 años1.

Una vez pasada la época en que se resuelven mediante cirugía las posibles cardiopatías congénitas, las causas de muerte son fundamentalmente la EA y las infecciones en la fase final de esta.

Aun existiendo dificultades en el diagnóstico y en ausencia de amplios estudios necrópsicos, la incidencia de EA en personas con SD acaba siendo casi del 100% a lo largo de su periodo vital; el diagnóstico suele hacerse entre los 40 y los 65 años de edad2. Solo algunos condicionantes genéticos (deleciones, trisomía parcial, mosaicismo) pueden, excepcionalmente, evitar el desarrollo de EA.

La codificación en el cromosoma 21 de la proteína precursora de amiloide (APP) y varias enzimas de su degradación potencian y facilitan la neurotoxicidad por varios pequeños péptidos provenientes de aquella, lo que sustenta la teoría clásica amiloidogénica de la EA3. Aunque la protección vascular frente a la arteriosclerosis es muy potente en el SD, los pequeños vasos intracraneales son también infiltrados por amiloide en la EA y la respuesta inflamatoria subsiguiente provoca daño isquémico y pequeñas hemorragias visibles en la resonancia nuclear magnética.

Asimismo, en el SD existe una situación de autoinflamación sistémica derivada de una amplificación de las señales generadas en la vía de interferón, puesto que los receptores de este mediador están sobreexpresados, al codificarse sus respectivas subunidades también en el cromosoma 21. Este daño autoinflamatorio es probablemente muy relevante en la patogenia de la EA.

El diagnóstico de EA se sustenta en la identificación de un deterioro cognitivo de novo sin una causa identificable, con afectación de las áreas mnésica, ejecutiva, comprensiva o psicomotora. La pérdida se produce desde la discapacidad intelectual subyacente y, por lo tanto, es muy diferente al diagnóstico en la EA esporádica de la población general. La fuente de información clínica fundamental proviene con frecuencia de familiares o profesionales que cuidan al paciente: es ese entorno el que primero alerta de síntomas diversos que puedan estar traduciendo una pérdida cognitiva subyacente. Aunque la pérdida mnésica es con frecuencia el primer síntoma de alerta, la dificultad para ser detectada precozmente hace que otras áreas sean las primeras en identificarse como dañadas, tales como el área psicomotora o la expresiva; una claudicación emocional o la aparición de epilepsia de novo también pueden ser las primeras señales de alarma.

El diagnóstico mediante test neuropsicológicos es complejo por la dificultad para su realización e interpretación en personas con discapacidad intelectual; en todo caso, la pérdida en su puntuación a lo largo del tiempo es una potente señal de alarma, lo que hace recomendable su monitorización periódica desde los 30 años. La práctica ausencia de enfermedad cerebrovascular y la edad de los sujetos limita otras posibilidades y hace innecesaria una estrategia diagnóstica avanzada: es suficiente el despistaje de enfermedades metabólicas o estructurales comunes. Las alteraciones de la salud mental pueden imitar una demencia orgánica o bien ser, paradójicamente, su primer síntoma.

La tomografía computarizada sin contraste es la prueba más universal: detecta la presencia de atrofia multilobar que incluye los lóbulos temporales; la resonancia nuclear magnética es más sensible, pero su realización puede estar condicionada en esta población. La tomografía por emisión de positrones específica para amiloide y proteína Tau constituye el estándar dorado no histológico. Productos amiloidogénicos de la APP y sustancias que marcan directamente el daño neuronal (fosfo-Tau y molécula NFL o neuronal filament ligth) pueden determinarse en el suero o en el líquido cefalorraquídeo y se correlacionan bien con la intensidad de la enfermedad y la extensión del daño cerebral, incluso antes del deterioro cognitivo, aunque su uso está aún limitado a estudios de investigación.

El tratamiento es básicamente sintomático, pues los escasos estudios con donepezilo e inhibidores de la colinesterasa han mostrado un escaso efecto, con frecuentes efectos secundarios (bradicardia y agitación), por lo que su beneficio se considera dudoso4.

El tratamiento de la epilepsia asociada a EA, especialmente la de tipo mioclónico, debe ser iniciado de manera precoz, no solo para mejorar la funcionalidad del sujeto sino por su posible efecto neuroprotector.

Diversos fármacos antiamiloides se han experimentado en la EA esporádica sin resultado; esta vía debe aún explorarse en el SD debido a la importancia etiopatogénica del amiloide en este contexto específico. La comentada sobreexpresión de la vía del interferón/JAK/STAT abre la posibilidad, testada en otras enfermedades en el SD, para la utilización de fármacos inhibidores en la EA del SD5.

El papel del médico de Atención Primaria frente a la EA en SD debe basarse, ante todo, en el seguimiento diario, la atención a la enfermedad intercurrente no relacionada con la trisomía («no todo es síndrome de Down»), la medicina preventiva, aplicando los programas del adulto, y derivando al paciente a las aún escasas unidades específicas de SD existentes en nuestro entorno, cuando se considere esta necesidad. Debe estar alerta, junto con la familia y cuidadores, a los cambios o síntomas que puedan indicar el inicio de deterioro cognitivo.

Hay que prestar una atención especial a la polifarmacia derivada de diagnósticos incorrectos en la salud mental, así como evitar consultas médicas innecesarias, supervisando la correcta funcionalidad visual, auditiva y bucodental («no todo es Alzheimer»).

Para todo ello, será necesaria una correcta formación específica en SD o, al menos, estar informados de los cuidados que precisan estas personas, sin olvidar la atención a la propia familia, a los cuidadores, incluso contactando con los profesionales de las asociaciones de cara a recabar cualquier dato que nos ayude en su atención integral.

En definitiva, tratar más a la persona que al propio síndrome.

Bibliografía
[1]
DOWN España. Programa español de salud para personas con síndrome de Down, Edición 2021. Disponible en: https://www.sindromedown.net/wp-content/uploads/2021/10/PROGRAMA-SALUD_corr.pdf.
[2]
M.F. Iulita, D. Garzón Chavez, M. Klitgaard Christensen, N. Valle Tamayo, O. Plana-Ripoll, S.A. Rasmussen, et al.
Association of Alzheimer disease with life expectancy in people with Down syndrome.
JAMA Netw Open., 5 (2022 May 2), pp. e2212910
[3]
M. Carmona-Iragui, L. Videla, A. Lleó, J. Fortea.
Down syndrome Alzheimer disease, and cerebral amyloid angiopathy: The complex triangle of brain amyloidosis.
Dev Neurobiol., 79 (2019 Jul), pp. 716-737
[4]
N. Livingstone, J. Hanratty, R. McShane, G. Macdonald.
Pharmacological interventions for cognitive decline in people with Down syndrome.
Cochrane Database Syst Rev., 2015 (2015 Oct 29),
[5]
X.F. Kong, L. Worley, D. Rinchai, V. Bondet, P.V. Jithesh, M. Goulet, et al.
Three copies of four interferon receptor genes underlie a mild type I interferonopathy in Down syndrome.
J Clin Immunol., 40 (2020), pp. 807-819
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