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Journal of Healthcare Quality Research Más allá de la toma de decisiones: Una visión contextual y multidimensional d...
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Vol. 38. Issue 5.
Pages 315-320 (September - October 2023)
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Pages 315-320 (September - October 2023)
Temas de bioética
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Más allá de la toma de decisiones: Una visión contextual y multidimensional de la autonomía del paciente
Beyond decision-making: A contextual and multidimensional view of patient autonomy
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I. Arrieta Valero
Corresponding author
ion.arrieta@ehu.eus

Autor para correspondencia.
Departamento de Filosofía de los Valores y Antropología Social (UPV/EHU), AKTIBA-IT: Grupo de Investigación en Prácticas, Aprendizaje y Valores (prAKTikak, Ikasketa eta BAlioak-Ikerketa Taldea), Donostia-San Sebastián, Gipuzkoa, España
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Resumen

En la literatura clínica ha habido una tendencia a reducir la autonomía del paciente a la toma de decisiones, tal vez por influencia de la tradición filosófica-jurídica y porque, inicialmente, se centró en la medicina hospitalaria y de urgencias. En este trabajo se presenta un modelo de autonomía más amplio, que además de las estrictas cuestiones médicas y el respeto a la libertad de elección, preste más atención a las particularidades que caracterizan a las personas necesitadas de asistencia sanitaria, es decir, los aspectos biológicos, psicológicos y sociales que les permiten o impiden mayor grado de autonomía. Con ese fin, se identifican y describen todos los estadios o momentos en los cuales se presenta la cuestión de la (in)capacidad de autogobierno del paciente a lo largo de todo el proceso de asistencia y cuidado. Ello da lugar a una noción más compleja y multidimensional de la autonomía del paciente que, además de la capacidad para tomar decisiones libres y terapéuticamente informadas —autonomía decisoria—, recoge también la capacidad de llevar a cabo actividades vitales básicas, de realizar tareas que una mayoría estadística de personas hace (como comer, ver, caminar, una cierta comprensión de situaciones complejas, etc.) —autonomía funcional—, la capacidad por parte del paciente para planificar, secuenciar y llevar a cabo tareas relacionadas con el manejo de sus enfermedades crónicas, esto es, la capacidad para cumplir y mantener en el tiempo el plan terapéutico elegido —autonomía ejecutiva—, la capacidad para retener, comprender y comunicar a los demás, de una manera lo suficientemente coherente y comprensible, los principales aspectos identitarios que han caracterizado al paciente durante su vida —autonomía narrativa— o el poder del paciente de disponer y controlar la información relativa a su situación del modo que estime conveniente —autonomía informativa—.

Palabras clave:
Dimensiones de la autonomía del paciente
Autonomía decisoria
Autonomía funcional
Autonomía ejecutiva
Autonomía narrativa
Autonomía informativa
Abstract

There has been a trend in the clinical literature to reduce patient autonomy to decision-making, perhaps due to the influence of the philosophical-legal tradition and because of its initial hospital and emergency medicine focus. This paper presents a broader model of autonomy, which, in addition to strict medical issues and respect for freedom of choice, pays more attention to the specificities that characterise people in need of health care, i.e., the biological, psychological, and social aspects that allow or impede them a greater degree of autonomy. To that end we identify and describe all the stages or points at which the question arises of the patient's (in)capacity for self-management throughout the care process. This generates a more complex and multidimensional notion of patient autonomy which, in addition to the ability to make free and therapeutically informed decisions —decisional autonomy—, also includes the ability to carry out basic vital functions and tasks that can be performed by a statistical majority of people (such as eating, seeing, walking, understanding complex situations, etc.) —functional autonomy—, the patient's capacity to plan, sequence, and perform tasks related to the management of their chronic diseases, i.e., the capacity to implement the chosen therapeutic plan and maintain it over time—executive autonomy—, the patient's capacity to retain, understand and communicate coherently and understandably for others the principle identifying aspects that have characterised them during their lives—narrative autonomy—, and the ability of patients to access and control information relative to their situation for themselves—informative autonomy—.

Keywords:
Dimensions of patient autonomy
Decisional autonomy
Functional autonomy
Executive autonomy
Narrative autonomy
Informative autonomy
Full Text
Introducción

En la literatura clínica ha habido una tendencia a reducir la autonomía del paciente a la toma de decisiones, tal vez por influencia de la tradición filosófica-jurídica1–3 y porque, inicialmente, se centró en la medicina hospitalaria y de urgencias4–6. El concepto de autonomía predominante está muy influenciado por construcciones jurídico-legales diseñadas para proteger el derecho que, en circunstancias normales, tienen los ciudadanos a gobernar su propia vida6–8, como los propuestos por Harry Frankfurt, Gerald Dworkin o John Christman9–11. Estos autores no desarrollaron sus definiciones de autonomía específicamente para personas enfermas, dependientes o discapacitadas, sino para agentes o ciudadanos sanos. En consecuencia, la noción más extendida de autonomía se ha identificado con la libertad de elección de alguien que es racional y capaz de tomar decisiones12. En la literatura clínica hay una tendencia constante a equiparar la autonomía con la toma de decisiones autónoma (véase los trabajos seminales en ética médica de Reich, Beauchamp y Childress o Jonsen et al.13–15), y el interés se ha puesto en cuestiones como el consentimiento informado, la capacidad para la toma de decisiones y la toma de decisiones subrogada en caso de incapacidad4.

Este modelo de autonomía puede considerarse más o menos adecuado en situaciones agudas o urgentes, donde la toma de decisiones debe situarse en primer lugar para dar una solución pronta a un problema concreto, pero es especialmente deficiente cuando se aplica a situaciones crónicas o de cuidados a largo plazo, donde la interacción entre profesionales y pacientes es notablemente distinta y donde las decisiones concretas son probablemente menos importantes que el mantenimiento en el tiempo de la propia relación. Aquí es más adecuado un modelo de autonomía multidimensional, narrativo y participativo, y enraizado en las circunstancias fisiológicas y psicológicas concretas de cada paciente.

Este trabajo tiene por objetivo, mapear, identificar y describir todos los estadios o momentos en los cuales se presenta la cuestión de la (in)capacidad de autogobierno del paciente a lo largo de todo el proceso de asistencia y cuidado. Además de la capacidad para tomar decisiones libres y terapéuticamente informadas —autonomía decisoria—, se recoge también la capacidad de llevar a cabo actividades vitales básicas, de realizar tareas que una mayoría estadística de personas hace (como comer, ver, caminar, una cierta comprensión de situaciones complejas, etc.) —autonomía funcional—, la capacidad por parte del paciente para planificar, secuenciar y llevar a cabo tareas relacionadas con el manejo de sus enfermedades crónicas, esto es, la capacidad para cumplir y mantener en el tiempo el plan terapéutico elegido —autonomía ejecutiva—, la capacidad para retener, comprender y comunicar a los demás, de una manera lo suficientemente coherente y comprensible, los principales aspectos identitarios que han caracterizado al paciente durante su vida —autonomía narrativa— o el poder del paciente de disponer y controlar la información relativa a su situación del modo que estime conveniente —autonomía informativa—.

Dimensiones de la autonomía del paciente

La autonomía decisoria alude a la libertad de elección del paciente, esto es, a su capacidad para deliberar y decidir(se) por un curso de acción entre una gama adecuada de opciones valiosas16. Su ejercicio tiene lugar en un proceso comunicativo entre los profesionales y el paciente sujeto a determinados requisitos, esencialmente tres: 1) el paciente ha de actuar voluntariamente, es decir, libre de coacciones externas, 2) ha de tener información suficiente sobre la decisión que va a tomar, es decir, sobre el objetivo de la decisión, sus riesgos, beneficios y alternativas posibles y 3) ha de tener capacidad, esto es, poseer una serie de aptitudes psicológicas —cognitivas, volitivas y afectivas— que le permitan conocer, valorar y gestionar adecuadamente la información anterior, tomar una decisión y expresarla6,17. La obligación de los profesionales sanitarios será, por tanto, comprobar que la enfermedad o cualquier otra circunstancia no ha mermado dicha capacidad, hacer todo lo posible para que el paciente (o su representante en caso de incapacidad) comprenda todo lo relativo a su situación clínica, informarle de los posibles cursos de acción terapéuticos a su disposición, y asegurarse de que actúa voluntariamente, sin coacciones externas. En ese caso, el paciente es considerado autónomo y, por tanto, competente para tomar decisiones en torno a su cuerpo o su salud, y es deber de los profesionales aceptar y respetar sus decisiones.

En un ámbito como el jurídico-legal, la autonomía se identifica con una cierta capacidad mental o psicológica que los individuos necesitan para la toma de decisiones y la asunción de responsabilidades6. Pero en el ámbito clínico-asistencial, la capacidad para la toma de decisiones es solo uno de los registros a través de los cuales emerge la autonomía. Aquí es necesaria una «descentralización de la autonomía»18: la autonomía humana tiene múltiples caras19 y se manifiesta de diferentes maneras y en distintos momentos del proceso asistencial. El problema de reducir la autonomía a toma de decisiones es que muchas de sus manifestaciones quedan excluidas. Si bien el aspecto decisorio es uno de los rasgos centrales en toda concepción de la autonomía, la capacidad de autogobierno de una persona necesita cubrir más aspectos (fisiológicos, informativos, ejecutivos, narrativos) para poder ser caracterizada como autónoma6,20.

En este sentido, el trabajo realizado con nociones como discapacidad y dependencia ha mostrado la conveniencia de distinguir entre la capacidad para la toma de decisiones y la posibilidad de materializar esas decisiones21. Desde ámbitos como los Disability Studies o los movimientos en pro de una vida independiente se ha trabajado extensamente con la autonomía funcional, la capacidad del paciente de llevar a cabo actividades vitales básicas, de realizar individualmente tareas que una mayoría estadística de personas normalmente realiza (como comer, ver, caminar, una cierta comprensión de situaciones complejas, etc.).

Existen diversos medidores o indicadores de la capacidad funcional de las personas, desde los más universales y comprehensivos como los realizados por la International Classification of Functioning, Disability and Health22 o la Convention on the Rights of Persons with Disabilities23, a otros más específicos que se ocupan de medir y evaluar alguna función concreta. Siguiendo estos modelos, se puede afirmar que la autonomía funcional de una persona está relacionada con el estado de sus funciones mentales (cognitivas, psíquicas, intelectuales, emocionales, etc.), físicas (funciones motoras y motrices, funciones y estructuras anatómicas y funciones fisiológicas) y sensoriales (visuales, auditivas, olfativas, gustativas, táctiles, y las relativas al dolor)6. Pero es importante señalar que el grado de autonomía funcional del que disponga una persona será una conjugación de sus capacidades y de las posibilidades para ejercerlas que le ofrezca su entorno. Las capacidades son aptitudes o habilidades que un individuo tiene para realizar acciones o tareas. Son recursos internos o propios del individuo, pero para ejercerse necesitan de unas condiciones externas adecuadas. El funcionamiento de una persona se encuentra casi siempre condicionado por su entorno, que pocas veces es neutro en cuanto a la realización de las capacidades de las personas. Como se señala habitualmente, la falta de autonomía funcional es cosa de personas con discapacidad, pero también de entornos discapacitantes.

Con el paso a la enfermedad crónica la autonomía se ensancha, pero también se complejiza. Se vuelve más mundana, se aplica a casos más cotidianos y más extensos en el tiempo. La autonomía va más allá de la toma de decisiones y es un proceso que se alarga o ejecuta en el tiempo. La conveniencia de distinguir entre la capacidad para la toma de decisiones y la posibilidad de materializar esas decisiones nos lleva a otra dimensión de la autonomía del paciente, la ejecutiva. Mientras la autonomía funcional hace referencia a la posibilidad material de realizar una tarea (p. ej., poder vestirse sin ayuda), en la autonomía ejecutiva lo esencial es la capacidad para mantener en el tiempo lo que se decida (p. ej., dejar de fumar). La autonomía ejecutiva puede ser simplemente definida como la capacidad de hacer efectiva y mantener en el tiempo la decisión adoptada, de ejecutarla. Trasladada al ámbito clínico, sería la capacidad por parte del paciente de planificar, secuenciar y llevar a cabo tareas relacionadas con el manejo de sus enfermedades crónicas, especialmente las relacionadas con la planificación y ejecución del tratamiento5. La importancia de este elemento de la autonomía ha ido creciendo con el paso de la atención aguda, en la que el paciente autoriza y el equipo clínico ejecuta un plan de intervenciones y cuidados, a los cuidados crónicos, en los que el paciente autoriza y luego juega un papel esencial en la ejecución de dicho plan.

El incumplimiento o abandono de la terapia por parte de los pacientes suele ser interpretado por los profesionales médicos como una negativa consciente y autónoma de sus recomendaciones, o bien el resultado de una deficiente comprensión de la naturaleza de la enfermedad o del régimen terapéutico propuesto. Sin embargo, algunos pacientes con enfermedades crónicas pueden ser capaces de articular una comprensión clara del tratamiento y estar convencidos de que lo cumplirán en el momento puntual de la consulta, y luego no ser capaces de desempeñar en el día a día las tareas requeridas por el mismo. Entre las diversas herramientas clínicas existentes para evaluar la capacidad mental de los pacientes con alguna patología psiquiátrica o médica, tal vez se considere la más válida y efectiva la entrevista MacArthur Competence Assessment Tool for Treatment (MacCAT-T)24. Este instrumento se ha convertido en «el protocolo de referencia» para la evaluación de la competencia mental17. Sin embargo, estas herramientas clínicas habitualmente utilizadas para evaluar la capacidad decisoria de los pacientes deberían ser enriquecidas con otras que evaluaran su capacidad ejecutiva. Los profesionales médicos pueden tratar a pacientes con dificultades funcionales, barreras cognitivas o simplemente con rasgos psicológicos (personas desordenadas, impulsivas, perezosas o muy atareadas, etc.) que dificulten la continuidad entre lo decidido en el momento puntual de la consulta y lo que debe ser realizado a lo largo del tiempo. La consciencia de los clínicos de estas deficiencias, especialmente las vinculadas a las capacidades ejecutivas, es por lo general escasa y no se considera activamente en el desarrollo de los planes de tratamiento. Esta incapacidad es ética y clínicamente significativa porque la autonomía ejecutiva del paciente puede ser esencial para vigilar y ejecutar eficazmente el plan de tratamiento5. Además del problema de la no-adherencia, unos pobres resultados de salud para los pacientes, repetidas hospitalizaciones o profesionales sanitarios frustrados son por lo general las consecuencias de la omisión o de la poca atención prestada a la autonomía ejecutiva25.

Por otro lado, la pérdida de equilibrio que supone para un paciente la experiencia de la enfermedad no es solo un hecho médico-biológico, sino también un proceso vinculado con la historia de su vida y su relación con los demás. El enfermo deja de ser el mismo que era antes. Se singulariza y se desprende de su situación vital. Es así como surge la idea de autonomía narrativa, la capacidad del paciente para retener, comprender y comunicar, de una manera lo suficientemente coherente y comprensible para los demás, tanto las circunstancias de su situación actual como aquellos aspectos subjetivos, identitarios y culturales que le han caracterizado durante su vida y que pueden ser relevantes para llevar a cabo una adecuada y respetuosa línea de acción terapéutica. De hecho, la autonomía decisoria de los pacientes solo cobra sentido si se encuadra en un marco identitario y agencial mayor dentro del cual los individuos se explican a sí mismos y establecen relaciones con los demás. Por así decir, la capacidad narrativa de las personas es más básica o fundante que la decisoria, puesto que es la que sustenta y legitima la toma de decisiones: una persona mostrará capacidad para la toma de decisiones complejas (y por lo tanto, existirá la obligación de respetar su voluntad) en la medida en que logre integrar aquello que acontece en su vida en una narración autobiográfica que se ajuste a la realidad y a la visión que personas cercanas tienen de ella6,20.

Un paciente narrativamente autónomo es capaz de integrar sus decisiones en una narrativa compartida con otros, complementando así la historia clínica de los profesionales sanitarios con la visión personal de su enfermedad en primera persona26. Estas narraciones son de naturaleza subjetiva, pues nadie mejor que uno mismo para recontar la historia de su vida, pero son al mismo tiempo intersubjetivas, ya que necesitan que el resto de la gente sea capaz de reconocer y aceptar ese relato que un individuo construye de sí mismo. El mero hecho de poder articular una narrativa no garantiza la autonomía narrativa del paciente. El narrador debe exteriorizar su experiencia, comunicar sus pretensiones y desplegar las capacidades agenciales necesarias para interactuar e influir en otras personas, para lo cual necesita una historia mínimamente coherente, inteligible y ajustada a la realidad. Tener autonomía narrativa significa ser capaz de poder participar en ciertos tipos de interacciones comunicativas con los demás, y ello requiere un acuerdo fundamental sobre las características más básicas de la realidad que paciente y audiencia comparten27.

Por último, la autonomía informativa consiste en el poder del paciente para disponer y controlar su información de carácter personal, íntima, privada y pública, de modo que pueda decidir por sí mismo cuándo y en qué condiciones procede revelar situaciones referentes a la propia vida y salud16. Por más que decisoria, funcional o ejecutivamente un paciente sea autónomo, si no puede disponer y controlar la información respecto a su dolencia, si no puede empoderarse de su situación médica y clínica, estará lejos de poder gobernarse a sí mismo. La autonomía informativa comprendería, entre otros aspectos, el manejo personal de la información clínica, el derecho a comunicarla o protegerla, el deber de su confidencialidad por parte de los médicos, o las habilidades necesarias para comunicarse con los otros sobre la enfermedad26.

Si en la dimensión decisoria la información tiene un valor instrumental y se refiere a todos aquellos aspectos médicos, datos sobre el tratamiento, efectos secundarios, etc., que el enfermo necesita saber para una toma de decisión informada, en la dimensión informativa la información tiene un valor intrínseco y capacita al paciente a decidir por sí mismo cuándo y en qué condiciones procede revelar situaciones referentes a la propia vida y salud16. Y su ejercicio obedece más a procedimientos culturales y legales que a la situación concreta del paciente. La emergencia de la mayoría de las manifestaciones de la autonomía obedece en su mayor parte a las habilidades o cualidades personales del paciente, aunque el contexto familiar, médico, político o legislativo siempre ejerce un rol facilitador o limitador. En estos casos la noción de capacidad es central. Pero el ejercicio de otras dimensiones de la autonomía está muchísimo más condicionado por factores sociales y ambientales que por la situación concreta del individuo. Es el caso de la autonomía informativa: su ejercicio está sujeto a los procedimientos culturales y legales de la comunidad en que resida el paciente. Así, el poder de un paciente para decidir por sí mismo cuándo y en qué condiciones procede revelar situaciones referentes a su propia vida y salud estará sujeto a los modos de proceder culturales y legales de la comunidad en la que resida. Una sociedad que no conceda mucha importancia a la intimidad y privacidad de sus miembros será un lugar donde las personas dispondrán de poca autonomía informativa, por más que este sea su deseo. Tanto es así que, al contrario que en el resto de dimensiones, la noción de capacidad no está en la base de la autonomía informativa6,20. La autonomía informativa no tiene que ver con la enfermedad o la capacidad de las personas, sino con el proceso asistencial y la forma en que un colectivo o comunidad gestiona la información sanitaria de sus miembros.

Ventajas de un enfoque multidimensional de la autonomía

Para pensar la autonomía es imprescindible tener en consideración la interacción de los agentes con el medio en el que viven. La autonomía de cualquier ser vivo debe venir acompañada de un cierto ambiente o entorno propicio para su ejercicio. El grado de autonomía de una persona estará relacionado, por una parte, con la capacidad que tiene para realizar distintas actividades humanas, como tomar una decisión racional y consciente, gestionar el tiempo o servirse un vaso de agua, y, por otra, con el abanico de posibilidades que el entorno le ofrece para desarrollar o explotar dichas habilidades. Además, el desarrollo y ejercicio de las capacidades que permiten la autonomía humana son de carácter profundamente social. Solo en un contexto de interacción social y reconocimiento mutuo pueden las personas construir y desarrollar su autonomía. La autonomía se predica de los individuos, pero los individuos son autónomos con y gracias a los otros28.

La autonomía refleja la capacidad para realizar tareas en función del ambiente del individuo6. La presencia o ausencia de factores ambientales tiene por lo general un efecto facilitador o de barrera en el funcionamiento y en la autonomía de la persona. En este sentido, saber el grado de autonomía de una persona es dar respuesta a la pregunta: «¿qué es capaz de hacer una persona en su vida cotidiana?», siendo conscientes de que no solamente hemos de valorar las cualidades o habilidades residentes en el interior de esa persona, sino también las libertades o las oportunidades creadas por la combinación entre estas facultades personales y el entorno político, social y económico.

George J. Agich ha señalado que los cuidados crónicos han sido por lo general de un interés periférico para la bioética4. En las últimas décadas del siglo XX, y debido a criterios de operatividad y necesidad pragmática, el trabajo bioético se volcó principalmente en la toma de decisiones rápidas y urgentes más propias de la medicina terciaria, cuyas consecuencias son inmediatas y en ocasiones dramáticas, de vida o muerte. La autonomía decisoria fue la primera dimensión en surgir y consolidarse y también la más desarrollada ética y jurídicamente a partir de la teoría del consentimiento informado16. Al desarrollarse en el contexto de la atención aguda, el concepto de autonomía del paciente se centró correctamente en la autonomía decisoria, la capacidad del paciente para comprender la información y tomar decisiones voluntarias5. Pero es necesario añadir que la capacidad mental para la toma de decisiones es una condición necesaria pero no suficiente de la autonomía del paciente6. La ausencia de autonomía puede ser debida a una incapacidad para la toma de decisiones, pero también a otros factores: existen pacientes plenamente capaces en su aspecto decisorio pero que tienen problemas de autonomía.

La autonomía es bastante más que el derecho al consentimiento informado (que a menudo se reduce a estampar una firma en un documento incomprensible para el paciente) y la toma de decisiones. Al incidir sobre todo en la defensa de los derechos de los usuarios, la autonomía se reduce a su vertiente legal29 y al consentimiento informado30,31. Se descuidan los aspectos subjetivos personales26, convirtiendo al paciente en una “cosa con derechos”, forzado a tomar decisiones y abandonado a su autonomía2. Reducir así la autonomía dificulta el trabajo de profesionales y cuidadores e incluso produce en muchos casos un ambiente de desconfianza entre los distintos actores que toman parte en la relación asistencial8.

El cuidado crónico carece de la visibilidad, la fascinación y la alta tecnología de muchas de las situaciones dramáticas que acontecen en los contextos de atención aguda. La perspectiva individualista de buena parte del discurso bioético no encaja bien cuando la aplicamos a la enfermedad crónica y al cuidado primario y familiar. Conceptos como derechos de los pacientes o autonomía necesitan ser revisados en este contexto. En otro lugar he defendido6 que el concepto de autonomía predominante tanto en medicina como en ética clínica se encuentra más vinculado a la visión profesional de la enfermedad (disease), que a la social (sickness) o personal (illness), y que es preciso reconstruir la autonomía atendiendo los tres elementos. Cuando una enfermedad es más o menos crónica no se puede proporcionar una acción curativa de calidad sin entender lo que la enfermedad está haciendo a la autoestima de la persona y al contenido o enfoque narrativo de su vida. En muchos de estos casos, especialmente en situaciones de enfermedad crónica mortal o degenerativa, la autonomía, si es que la hay, es una autonomía precaria y en recesión y, por lo tanto, alejada del carácter de «autonomía sí—autonomía no» con que se presenta en la ética decisoria. En diversos trabajos, Joel Anderson afirma de manera convincente que la autonomía adquiere carácter diferente dependiendo del contexto social en que se aplica32–34. En situaciones de enfermedad o de salud débil o precaria la autonomía cobra un sentido distinto con respecto a otros contextos como el jurídico por la sencilla razón de que está disminuida o comprometida. Ya que la autonomía solo puede ser respetada si existe35, antes que respetarla, los profesionales sanitarios deben intentar restituirla o mantenerla7. Por eso muchos estudiosos consideran paradójico que el respeto por la autonomía sea una norma dominante en la ética médica, ya que en muchos casos hay muy poca autonomía que ser respetada33,36.

Conclusiones

No es posible desarrollar un concepto de autonomía que sirva para todos aquellos ámbitos en los que surja la cuestión de la capacidad de autogobierno de las personas. La autonomía adquiere carácter diferente dependiendo del contexto social en que se aplica. Una de esas prácticas sociales donde el valor de la autonomía tiene mucho peso es la clínico-asistencial. Sin embargo, en amplios terrenos de la ética clínica se trabaja con una noción de autonomía que ha sido idealizada, como si respondiera a las necesidades de ciudadanos maduros, sanos y autosuficientes que toman decisiones independientemente y de manera consciente y racional. En este artículo se ha defendido la conveniencia de trabajar con una noción de autonomía que se ajuste mejor a las características y las necesidades de la práctica clínica, un concepto contextual y multidimensional que, además de la capacidad para tomar decisiones libres y terapéuticamente informadas —autonomía decisoria—, recoja también otros elementos importantes de la autonomía del paciente, como el funcional, el ejecutivo, el narrativo o el informativo.

Financiación

La presente investigación no ha recibido ayudas específicas provenientes de agencias del sector público, sector comercial o entidades sin ánimo de lucro.

Conflicto de intereses

El autor declara no tener ningún conflicto de intereses.

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