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Vol. 40. Núm. 2.
Páginas 70-71 (marzo - abril 2025)
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Editorial
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Calidad institucional y servicios públicos
Institutional quality and public services
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J.L. Puerta
Médico y Doctor en Filosofía, España
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La Sanidad, la Educación, la Justicia, la Defensa y tantas otras cosas nucleares en la vida de la gente están fuertemente condicionadas por los valores y las reglas de juego de la sociedad y sus instituciones. En esto la tradición cuenta mucho. Es por eso oportuno que Vicente Ortún1 nos recuerde el pensamiento de Douglass North, Robert Fogel, Amartya Sen o Daron Acemoglu.

Hoy, la intensidad de la globalización, la producción a gran escala y la alta especialización de algunos bienes y servicios han configurado un mundo en el que no es posible competir sin calidad, con la que incluso se mide el desempeño de la actividad estatal. Una de las grandes áreas de interés de la ciencia política actual es precisamente la «calidad democrática». Cuanto más alta sea esta, más calidad tendrá también la actividad de los infinitos agentes que entretejen la vida de un país (y viceversa). Para Acemoglu y Robinson2, una Administración de calidad es el resultado del círculo virtuoso generado por la labor de instituciones «inclusivas» y, por ende, provechosas para la ciudadanía. Lastimosamente, la COVID, la erupción volcánica en La Palma o la reciente dana (es solo la lista corta) han patentizado unas estructuras políticas fragmentadas y en lid por un relato encubridor de la incompetencia de sus dirigentes para atender las necesidades de sus gobernados («unos por otros, la casa sin barrer»). Talante nada ejemplarizante para la ciudadanía.

Las organizaciones complejas se caracterizan por el alto valor añadido de sus productos o servicios; por ejemplo, en nuestro Sistema Nacional de Salud (SNS) se realizan 27.600 consultas cada hora y 14.350 cirugías diarias3. Y, también, por la pericia que demanda el manejo de sus recursos humanos, tanto por su volumen como por la elevada cualificación de una importante porción de ellos, precisamente, la más crítica para alcanzar su objetivo; en el caso del SNS, mantener y devolver la salud. No funciona a satisfacción una organización en la que cada estamento se erige en una taifa, el poder de los burócratas frustra la actividad de los más entregados o preparados, y sus dirigentes solo tienen ojos para el presupuesto. Pero conviene contextualizar las cosas: ojalá el 90% de los 200 países y territorios que existen en el mundo disfrutaran de una sanidad europea como es la española. Circunstancia —hay que decirlo— que ayuda a dormirse en los laureles.

Con la Ley de buen gobierno de la Comunidad de Madrid (CM) se intentó crear un nuevo marco que, entre otros aspectos, permitiera la selección de cargos directivos con la preparación óptima para conducir las organizaciones sanitarias de la región y así poner fin a la cooptación y politización, el santo y seña de los nombramientos en el SNS, lo que subrepticia y fervorosamente apoya nuestra partitocracia. En otras palabras, la ley buscaba que tales dirigentes no solo contaran con la potestas que confiere la publicación de su nombre en el boletín autonómico, sino también con la auctoritas que le otorgara su currículum y haber superado una selección limpia.

La merma a la calidad institucional que supone obviar los principios de «mérito y capacidad», o aparentar que se tienen presentes, hace que los así nombrados, luego, gobiernen su ínsula de idéntica manera: ¡si se puede en lo más, por qué no en lo menos! La privatización de lo público en las organizaciones sanitarias genera mucho malestar entre sus efectivos (Ortún hace referencia al burnout)1, hecho que recogen como acta notarial las escasas encuestas de satisfacción del personal realizadas y (casi) nunca publicitadas. Nadie expone sus máculas si puede evitarlo (especialmente cuando una escasa calidad institucional lo permite).

La calidad es una tarea inherente a cada miembro de la organización. De otra manera, no hay calidad, ya que no surge en un despacho que frecuentan ciertas personas que analizan guarismos y, luego, velan los resultados, escudándose en que hay que cumplir con la ley de protección de datos o en los riesgos que entraña publicitarlos (lo que algunos llaman un «daticidio»). No es de recibo considerar al ciudadano como un adulto que debe pagar impuestos para mantener los servicios públicos y, a la vez, como un niño incapaz de comprender cómo se utilizan. Las evaluaciones de calidad suelen evidenciar realidades indeseadas, pero ponen el foco en lo que debe corregirse; si no, para qué malgastar tiempo y dinero.

Toda organización compleja está regida por una oligarquía4,5 que ni es fácil de identificar ni de contrapesar. En la sanidad española los nombramientos y ceses de ministros (habitualmente solo están calentando el banquillo para asumir otros destinos), consejeros y altos cargos son tan frecuentes que imposibilitan cualquier cambio sustancial que no sea promovido o tolerado por esa oligarquía, sobre todo, si no cuenta con el plácet de las consejerías de Hacienda (los jefes en la sombra). En buena medida, esto explica por qué la férula legislativa que ahoga el SNS sigue vigente, impidiéndole evolucionar al ritmo que lo hace la sanidad privada y a hacer buena política que es el afán por mejorar, reformar y prepararse para el futuro.

Existe la opinión de que la Comunidad de Madrid se equivoca permitiendo a los madrileños la libre elección en atención primaria y hospitalaria porque, a resultas de ello, cinco hospitales privados de utilización pública reciben trasvases de pacientes procedentes del cupo de los de titularidad pública, por lo que obtienen unos ingresos extra que expropian a la sanidad pública.

El motivo, sobradamente conocido, por el que un madrileño decide moverse de su zona sanitaria constituye una amonestación a los defensores de lo público como agente único. Así que nada mejor que encubrir la situación denunciando los ingresos extras que se embolsan los hospitales conveniados, algo que gustará más o menos pero es legítimo. La libertad de elección, lo opuesto al monopolio, evita sufrimientos innecesarios a los pacientes. El desiderátum en calidad no es conformarnos con lo que nos asigne el SNS para así no exponer sus debilidades. Estas no lo descalifican —insisto—, simplemente alumbran lo que debe corregirse. Ortún1 señala la falta de «nivelado del terreno de juego» entre la gestión pública y privada. Inapelable. Pero ¿esta imprevisión han de padecerla los pacientes?, ¿acaso no ha habido tiempo para la nivelación?

Solo hay una manera de ser un monopolio o perfectamente competitivo. Sin embargo, en medio (aurea mediocritas) existen muchas formas de sana competencia, las adoptadas por los países de nuestro entorno. No es juicioso reclamar «más madera», es decir, más presupuesto y personal, sin vencer antes esa aversión a la transparencia y la competitividad, y a emular fórmulas más europeas de gestión, reticencias que dañan la calidad del SNS. De esta calidad, como apunta Ortún1, también debe formar parte la «dimensión ciudadana».

Bibliografía
[1]
V. Ortún.
Calidad de las organizaciones y del sistema: no es lo mismo.
J Healthc Qual Res., 40 (2025),
[2]
D. Acemoglu, J. Robinson.
Por qué fracasan los países: Los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza (trad. M. García Madera).
Deusto, (2012),
[3]
Ministerio de Sanidad. Información estadística de hospitales. Estadística de Centros Sanitarios de Atención Especializada [consultado 15 Ene 2025] Disponible en: https://www.sanidad.gob.es/estadEstudios/estadisticas/estHospiInternado/inforAnual/homeESCRI.htm
[4]
R. Michels.
Los partidos políticos: Un estudio sociológico de las tendencias oligárquicas de la democracia moderna (trad. E. Molina de Vedia).
Amorrortu, (1991),
[5]
E. Bernays.
Propaganda (trad. A. Fuentes).
Melusina S.L., (2008),
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