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Vol. 19. Núm. 11.
Páginas 10-14 (Diciembre 2005)
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Historia de Navidad
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ENRIQUE GRANDAa
a Doctor en Farmacia.
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A Esquivias por Navidad

Muy pocos en Esquivias se acuerdan ya de aquel hombre flaco que llegó por el camino real de Madrid una fría jornada de noviembre. Y, sin embargo, en los nuevos siglos que, si Dios no lo remedia, llegarán tras este aventurado xvi que nos ha tocado vivir, los vecinos de nuestro pueblo se volverán a sentar ante la fuente de Ombidales para contar, o quizá reinventar, su semblanza. Mas para que no haya dudas sobre lo acontecido, he decidido --como boticario de este pueblo y amigo de recordar historias-- narrar en estas pocas cuartillas cómo fue y cómo pudo ser su relación con nuestra villa.

Vino sin un ducado, tal como vivió, para negociar, a costa de su condición de soldado aventajado, la edición de unas obrillas que llevaba en la cabeza, y un puñado de paginas de una novela que, estando en Sevilla, «esperaba acabar en otro lugar, con otra sociedad, otra reputación y en otra compañía»1. Y aquí vivió su amor con la sobrina del cura, Catalina de Salazar. Puedo dar buena fe de ello, puesto que yo fui de los pocos que acudieron a la boda, aquí mismo, en la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción, un día 12 de diciembre en una parca ceremonia en la que los amigos se podían contar con más dedos que los parientes. Y no porque fueran multitud ante el altar, sino, antes bien, porque su parentela no quiso ni aparecer.

Aquel hombre supo ganarse con facilidad a la mayor parte de la hidalguía de Esquivias. La primera, a una dueña viuda del hermano del cura que no dudó en facilitar el enlace; e incluso a éste, que aceptó compartir casa con la nueva pareja. Al cura no le importó demasiado la compañía, ya que el esposo de su sobrina apenas pisó las estancias que se le ofrecieron tan ventajosamente. Pasaba la mayor parte de su tiempo en mi botica o en Toledo, y a los tres años marchó definitivamente a Sevilla, aunque no dejó de volver nunca por Navidad.

En la rebotica

Recuerdo bien que solía visitar mi botica por las tardes, donde siempre se interesó por averiguar lo que traían las cedulillas del médico y del cirujano, de quienes tenía un concepto tan bajo, que en ocasiones tuve que salir valientemente en su defensa, ya que mi sustento siempre ha dependido de ellos. Los conocía tan bien, y no sólo por sus heridas mal curadas, que se diría que hubiera tenido algún doctor en su familia y así repetía muchas veces que en el mundo «hay físicos que, con matar al enfermo que curan, quieren ser pagados de su trabajo, que no es otro sino firmar una cedulilla de algunas medicinas, que no las hace él, sino el boticario»2. Y a esto respondíale yo, invariablemente, que el uno sin el otro no podrían atender a los muchos que curan, ya sea por la misericordia de Dios o por la virtud de los fármacos. Buena prueba tenía de ello en sí mismo, que había soportado muchos males y de casi todos ellos estaba curado. Y para mí recordaba lo que al caso expone Fray Bernardino de Laredo sobre el farmacéutico «que hace buena la obra del médico» y que aclara en sus libros, tan útiles para mí, que si el farmacéutico interpreta bien lo señalado por el médico en sus recetas, éstas ejercerán su efecto, y que en caso de duda pida siempre --discreta y disimuladamente-- aclaración al médico3.

También conocía la mayor parte de los simples y era hombre de gran erudición, pues había recorrido muchos puertos y muchos mares en su agitada vida de soldado. Cuando caía la tarde y el sol parecía suspendido en el horizonte de la llanura, en aquellos otoños interminables que tiene nuestra tierra, me hablaba de sus proyectos y me leía algún soneto, pero fue siempre muy reservado con un magno trabajo que, al parecer, le hacía pasar las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio, como él gustaba de repetir.

Cristóbal de Vega

Yo solía ir a Toledo muy a menudo, más que a adquirir medicamentos, a visitar a mi maestro Cristóbal de Vega4, que había impartido clases a los médicos en la Universidad de Alcalá y ahora estaba establecido con una buena botica cerca de la Sinagoga del Tránsito. A esos viajes me acompañaba muchas veces el caballero, que no perdía ocasión de aumentar sus experiencias, como si necesitara fijar en su memoria mil detalles sobre los que volvía cuando hacíamos el camino de regreso. En ocasiones, tras un prolongado silencio, en esos largos trayectos o en la rebotica me decía: «¿Se ha fijado vuesa merced que su amigo el boticario de Toledo habla como un jilguero y tiene unas ideas bien peregrinas sobre las dueñas, a las que atribuye males sin cuento para los hombres, hasta el punto de pensar que donde intervienen dueñas no puede suceder cosa buena?»5. Y ambos reíamos de buen grado. Al final él concluía: «¡Váleme Dios, y qué mal estaba con ellas el tal boticario!»6.

No sé si el caballero compartía las maledicencias del boticario sobre las mujeres, pero sin ninguna duda apreciaba su ciencia y moral, pues Cristóbal de Vega era el mayor experto en vinos que se haya conocido y los consejos recogidos en su libro valen tanto para nuestro siglo como para los que habrán de venir. Así, afirma que no debe darse vino a los niños, y se basa para ello en Las leyes de Platón. Citando a este filósofo, nos dice que los niños no deben probar el vino hasta los 18 años, pues «no se debe añadir fuego al fuego, al alma y al cuerpo que todavía no son aptos para cumplir trabajos, porque es necesario prevenir el hábito furioso de la juventud. Luego se usará moderadamente hasta los 30 años. Sin embargo, absténganse totalmente los jóvenes de la ebriedad y de llenarse de vino. Cuando lleguen a los 40 años, acudan entonces más libremente a banquetes, invoquen de una parte a unos dioses, de otra a Dionisos para las cosas sagradas y juegos de los ancianos, el cual distribuyó con largueza a los hombres el vino como remedio de la dureza de la senectud, para que parezca que rejuvenecemos y nos olvidemos del abati- miento, y la misma afección del ánimo sea llevada, como el hierro en el fuego, desde la dureza hasta la blandura, que le hace más flexible».7

Conversaciones

En la rebotica, aunque mi humilde persona no dejaba nunca de hacer algo como extraer zumos, preparar regaliz, o dedicarme a las preparaciones más complejas de nuestro arte, recordando las enseñanzas que tuve que aprender de memoria en mi examen de boticarios del maestro Mateo8 o en la más reciente obra de Laredo9, no dejábamos de hablar de los vinos que había catado y de las plantas que había visto en sus viajes. En ocasiones, también le abría yo mi corazón, contándole problemas para nuestra profesión que quiera Dios no conozcan los siglos venideros, como el exagerado número de farmacias o las diferencias de precios entre ellas. Pues en estos duros tiempos que nos ha tocado vivir, mientras en algunas boticas un medicamento cuesta diez reales, en otra uno y medio, y aun otras son capaces de venderlo a un real menos. Así, quien compra, busca lo más barato sin distinguir lo demás, con lo que frecuentemente le sale más caro; yerran los que venden y engáñanse los que compran; robándole al médico su honra y al enfermo desbaratan la salud que quería recuperar10. Mas algo me dice que los venideros siglos habrán de soportar tam- bién estos males, aunque vinieren los medicamentos como traídos por ensalmo de las tierras más lejanas y en alados corceles.

Navidad en Esquivias

Así pasaron tres años, hasta que mi buen caballero fue requerido por don Antonio de Guevara, cuya esposa vivía en nuestro pueblo, para ejercer funciones de comisario de abastos de galeras reales en Sevilla. Para esa gran ciudad partió, dispuesto a rehacer su mermada fortuna. Cada año regresaba a la extremada Esquivias11 por Navidad, sin faltar uno de los quince que residió en Sevilla. El cuatro de diciembre le veíamos llegar por la romería de Santa Bárbara y marchar a primeros de enero con noble puntualidad.

Durante el mes que pasaba en nuestro pueblo cada Navidad, visitaba a todos los parientes de Catalina, su mujer, y se interesaba por todos los sucedidos de nuestro pueblo en el año; pero sobre todo, venía a verme y me contaba pormenorizadamente sus andanzas en Sevilla. Así, supe por su propio relato lo de las dos excomuniones que pesaban sobre su conciencia, y que a él parecían importarle bien poco, por haber tomado grano de la Iglesia en el ejercicio de sus funciones de alcabalero. Primero fue el vicario general de Sevilla el que se la impuso y luego el de Córdoba, que ya había sido prevenido del celo recaudatorio de nuestro buen caballero. También me habló de sus muchas cárceles y de los buenos oficios del conde de Lemos para librarle de la última de ellas en Sevilla pero, sobre todo, me hablaba de la gran obra que traía en el magín, que comenzó en la cárcel, con apenas treinta páginas, escritas en una tinta tan mala que poco faltó para perderlas, y en las siguientes, con la que yo le preparé con agallas de Alepo y clavos llenos de orín, que es la misma con la que escribo estas páginas, que podrán arder o ser comidas por los ratones, pero no perderán nunca lo escrito.

Aquel año del Señor de 1604 le vimos llegar por última vez. Venía con equipaje abultado, pero con la «perpetua falta de camisas y la no sobra de zapatos»12 que le había caracterizado siempre. Estaba dispuesto a levantar su casa y a llevarse a Catalina a Madrid, donde contaba con buenos amigos; y también con enemigos de alcurnia, y de los peores, que son los que salen del mismo gremio, todos famosos por sus éxitos literarios, lo que decía mucho de las obrillas que ya llevaba escritas y que tanto me entretenían en los escasos momentos de sosiego que permite mi oficio. Pero amigos o enemigos no le hubieran movido a la mudanza si no pensara en su hija, habida antes del matrimonio, y en los impresores de la capital del reino, con los que pensaba arreglar algún importante negocio. Aquellas Navidades, las últimas que pude verle en Esquivias, aunque a partir de entonces no dejé de oír hablar de él, las pasamos como siempre: en buena y placentera plática y degustando los platos de la estación, acompañados siem- pre de nuestros propios vinos de Esquivias13, al amor de una buena lumbre de sarmientos.

Revelación

El día de Navidad no pudo asistir a la misa del gallo --porque lo de sus excomuniones era ya sabido por todos-- y tuvo que esperar a Catalina en una de las tantas cuevas14 que tiene nuestro pueblo, jugando con hampones al veintiuno15 y bebiendo vino, aunque con la lección del doctor de Vega bien aprendida, ya que sólo lo usaba como enoterapia para prevenir las cuartanas, sin abusar nunca de él. Aquella misma noche, tras dejar a Catalina, se presentó en mi casa con un gran bulto envuelto en una tela y me dijo: «Amigo mío, quiero haceros partícipe de mis trabajos y desvelos desde hace muchos años. Aquí traigo el único original de una novela en la que estoy seguro vais a reconocer a gentes que viven en Esquivias, y a otras gentes de las que alguna vez os he hablado. Aquí están retratados parientes de Catalina como don Alonso Quijada Salazar16, que poco se quejará desde el convento en que ha profesado el año pasado; y hasta quizá vos mismo. Si hace vuesa merced abstracción de su limpieza de sangre y reconocida fe cristiana, pues hay en él un tal Cidi Hamete, que bien le cuadra a sus amplios conocimientos y manera de expresarse».

Mucho me sorprendió aquella confianza, pero a la vez entendí que el caballero necesitaba conocer mi pobre parecer sobre su obra, y con amorosos cuidados vacié los dos cajones más grandes del ojo de boticario, que normalmente usaba para guardar el palo de guayaco y la triaca, y allí acomodé unos cientos de hojas llenas de enmiendas y tachaduras. Y aquella misma noche comencé su lectura, que me absorbió hasta tal punto de no poder dejarla más que para preparar las fórmulas más urgentes, y para enfermos más graves, porque las demás tuvieron que hacerlas los aprendices de mi botica, con más interés que arte. Si la primera noche no dormí leyendo, las siguientes pasaron como un suspiro, porque en aquellas páginas estaba retratada la vida y todo el género humano, con sus virtudes y sus pecados, con sus amores más tiernos y sus engaños más crueles; despertando en mí el interés que nunca he tenido por obra novelesca alguna. Así se lo hice saber a mi buen amigo, en los escasos ratos en que nos vimos aquella Navidad, y él indagaba un poco astutamente sobre los distintos pasajes de la novela, para ver el efecto que me iban causando. Y así, al cabo de una semana, pude devolver el bulto al caballero pidiendo disculpas, porque las hojas se habían impregnado de los aromas de mi botica, buenos aromas en el caso del guayaco y no tanto de la triaca, que siempre adquiría ya preparada en la botica del licenciado Lorenzo Pérez, establecido en Toledo, que había alcanzado una notable fama con su tratado de Theriaca17.

Invierno

El invierno de ese año estaba siendo terrible. Comenzó a nevar a fines de noviembre y en el cielo se amontonaban, densas, las nubes. En las casonas y las chozas temblaban por igual los hidalgos y los pobres. Mi trabajo se había incrementado en la misma proporción que los temblores de la feligresía, pero creo que presencié un milagro: aunque había nevado continuamente durante diez días, de pronto aclaró, la misma jornada en que mi amigo me entregó sus numerosas cuartillas, que fue justamente cuando los jóvenes del pueblo dispusieron en una enramada la gran fiesta anual, a la que todos los vecinos estaban invitados, y en la que se espumaban gallinas, se freían torreznos, se escanciaban zaques de generosos vinos y no faltaban rimeros de pan blanquísimo y perrunillas preparadas para la ocasión. El cielo fue, desde aquel mismo momento, un cristal azul, y algunos de mis pacientes --los más crédulos-- se sintieron curados de sus males tan de repente que hasta pienso que el buen tiempo fue para ellos mejor medicina --y quizá también para los más incrédulos, el tufo que venía de la enramada--, que la preparada por mis pobres ayudantes. Muchos años después, todavía se hablaba en Esquivias de aquella Navidad en la que se hizo el milagro del buen tiempo. Cada uno en nuestro pueblo le dio su propia explicación al fenómeno. Y yo, como comprenderán sus mercedes, tengo la mía.

La partida

Aquellas Navidades de 1604 quedarán en mi memoria, como quedará la imagen del caballero montado en una mula a la que seguían dos carros con enseres por el camino real de Madrid, el que le había traído por primera vez a Esquivias. Había venido a despedirse el día antes de la partida y me había llamado, con cierta sorna, «amigo Cidi», mientras me abrazaba y me decía que mis observaciones sobre su obra --aunque no creo haber hecho ninguna-- las tendría muy en cuenta. Me apenaba en extremo pensar que podría no verle más, pero me prometió volver siempre a Esquivias por Navidad.

Y yo «quedé satisfecho y ufano de haber sido el primero que gozó de sus escritos enteramente»18, y esto, con seguridad, lo debo a mi amor por las buenas letras y a mi acogedora profesión de boticario.*

Notas

1. Hernando Pertierra B. Tomado de El Caballero de Papel. Premio Clarín de cuentos 2005.

2. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Segunda parte.

3. Laredo Fray Bernardino. Modus facendi in ordine medicando (1527).

4. Vega, Cristóbal de (1565). Liber de arte medendi (Lyon, 1564). Este título podría traducirse como Libro del arte de la medicina, del catedrático de Prima de la Facultad de Medicina de la Universidad de Alcalá y médico de cámara del príncipe don Carlos, que se retiró para ejercer como boticario en Toledo.

5. Véase la nota 2.

6. Véase la nota 2

7. Liber de arte medendi, III parte.

8. Benedicto Mateo Pedro. Libro para examen de boticarios y también para la enseñanza de muchos adolescentes (1521).

9. Véase nota 3.

10. Véase nota 3.

11. El vocablo «esquivias» es de origen germánico y significa extremo o alejado.

12. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Discurso de las armas y las letras.

13. Los vinos de Esquivias eran famosos en aquellos días. Tenían el privilegio real de la «bodega cerrada», lo que significaba que sólo se usaba vino de Esquivias para elaborar sus caldos. Una especie de antecedente de la denominación de origen.

14. La mayor parte de las casas de Esquivias están comunicadas por cuevas que hicieron los propios vecinos, utilizadas en parte como despensa o bodega, pero que parecen tener también la finalidad de servir como escondrijos y salidas en tiempos complejos, como la ocupación musulmana. La casa de Cervantes tiene su cueva.

15. Este juego aparece descrito al detalle en Rinconete y Cortadillo y es el mismo que ahora se conoce como black jack.

16. Destacados analistas, como los Marín, consideran que este hidalgo de Esquivias fue en parte modelo para el Quijote.

17. Lorenzo Pérez, boticario establecido en Toledo que publico en esta misma ciudad en 1575 una obra bajo el título Tratado de Theriaca y en 1590 otra bajo el título De Medicamentarum simplicium et compositum.

18. Frase que atribuye Cervantes a Cidi Hamete en el último párrafo de El Quijote.

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