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Vol. 38. Núm. 9.
Páginas 471-472 (Noviembre 2006)
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Salud ambiental: ¿por qué siempre deciden otros?
Environmental Health:Why Do Others Always Decide?
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Nicolás Oleaa, Marieta Fernándeza
a Laboratorio de Investigaciones Médicas. Hospital Universitario San Cecilio. Universidad de Granada. España.
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Recientemente, la Revista Española de Salud Pública, editada por el Ministerio de Sanidad, publicaba un interesante editorial titulado «La Revista Española de Salud Pública se hace amiga de los bosques» (Rev Esp Salud Publica. 2005;79:1-3), en el que se daban argumentos más que suficientes para cambiar al papel reciclado en la impresión de los números de la revista y se animaba al resto de las publicaciones médicas a optar por ese mismo cambio. En principio todo parecería correcto. Tan sólo hay una pega: escoger una de las 2 opciones posibles ­papel reciclado papel convencional­, lo que significa la loable renuncia al papel virgen que tiene su origen en los bosques que se quiere preservar, o apostar por el material empleado para la fabricación del papel reciclado, el proceso de fabricación, su uso y sus consecuencias.

Poco sabíamos sobre la composición del papel reciclado y menos sobre sus riesgos para la salud o el medio ambiente porque creíamos que el papel, en general, era algo inocuo para la salud humana. De hecho, el papel ha formado parte de nuestras vidas, ha estado a nuestro alrededor durante más de 500 años de forma intensa y extensa, y nunca hemos pensado que pudiera ser perjudicial para nuestra salud ­más allá de lo que lleve escrito, que eso es harina de otro costal.

Ahora asistimos estupefactos a la lectura de varias publicaciones científicas en las que se describen de forma pormenorizada los cientos de componentes químicos extraídos de muestras de papel reciclado con el que se hace papel y cartón, y que se utilizan en múltiples usos que van desde hojas para reimpresión a los envases para comida, pasando por los rollos de papel de cocina. Esas publicaciones señalan algunos aspectos que han suscitado inquietud en el mundo científico: el origen de esos cientos de componentes presentes en el papel reciclado, pero ausentes en el papel virgen, es el uso previo del papel, es decir, el empleo, por ejemplo, de resinas complejas en las tintas de impresión. Además, inquieta el hecho de que la información «oficial» disponible sobre la toxicidad y la actividad biológica de los componentes químicos del papel reciclado sea muy escasa, pero concluyente para una docena de componentes como alquilfenoles, bisfenoles y ftalatos.

Una vez planteado el problema como uno más de los riesgos inadvertidos de la vida cotidiana en el primer mundo, nuestras opciones son múltiples. La primera de ellas, como hemos hecho con anterioridad en muchas ocasiones, es mirar hacia otro lado y decir: «¡son exageraciones!, los sistemas de protección ambiental y sanitaria son estrictos y velan porque situaciones de esta complejidad no se puedan dar».

A pesar de ello, tenemos que aceptar la situación, superar nuestra incredulidad y tratar de sacar algo positivo de la mala noticia. La experiencia nos dice que hacer una elección a ciegas, sin más argumentos que lo que estábamos haciendo es perjudicial, es pecar de ingenuos. Optar por el papel reciclado como única alternativa para la preservación de los bosques es de una simpleza que espanta. Primero, porque no sabemos si hay otras alternativas, segundo porque no sabemos cuál es la seguridad biológica del papel reciclado. Aquí se plantean varias preguntas: ¿podría alguno de los lectores enumerar alguno de los ingredientes del papel reciclado?, ¿hay un proceso riguroso de evaluación toxicológica? A la primera pregunta no podemos responder porque no somos expertos. Técnicos tiene la industria, como doctores la iglesia. Ellos nos dirán cuál es el abanico de posibilidades. A la segunda respondemos con la sospecha, cada vez más fundada, de que eso que llamamos papel no tiene de papel más que el aspecto y que se trata de una mezcla artificial de cientos de componentes químicos con una toxicidad, desconocida en unos casos, bien documentada en otros, a la que nos expondremos a través de sus múltiples aplicaciones.

Este proceso es un buen ejemplo para ilustrar el primer mensaje de este editorial, esto es, cualquier intento de sustitución tiene que tener presente al menos 2 elementos: a) actuar siempre con precaución, y b) ofrecer la posibilidad al que opta de elegir entre las distintas opciones con un conocimiento del riesgo, al menos similar, para ambas opciones.

En 2004, el Parlamento Europeo aprobó que el principio de precaución o de cautela debería iluminar cualquier proceso de decisión que pudiera comprometer la salud humana, y recomendó que es necesario actuar siempre con cautela ante la incertidumbre y decidir a la luz del conocimiento disponible y del que no se tiene.

La aplicación del principio de precaución exige que sea el proponente de cualquier acción quien aporte las pruebas de la inocuidad, el riesgo y las consecuencias de la decisión, sin que tengan que ser los que aceptan el cambio, la innovación o el nuevo producto los que, pasados algunos años, soporten las consecuencias inesperadas de la opción y estén obligados a demostrar la asociación entre el uso y sus consecuencias tardías.

El fundamento de la elección en medio ambiente y salud ambiental es, hoy día, distinto del que nos habían enseñado. La regulación, el control y la legislación deben hacerse sobre la base de lo que sabemos y lo que ignoramos. Para elegir una opción no basta sólo con preguntar: ¿cuánto sabemos sobre su peligrosidad?, sino que es necesario preguntarse: ¿cuánto ignoramos? En otras palabras, nuestra decisión debe hacerse tanto sobre el conocimiento de algunos datos como sobre la ausencia de información que consideramos a priori relevante para decidir. En más de una ocasión hemos querido saber algo más; por ejemplo, ¿qué ocurrirá a largo plazo? Esta información se nos ha vedado con mucha frecuencia con el argumento de que la espera no es buena para la competitividad industrial.

Como un ejemplo vale tanto como una imagen, y una imagen son cientos de palabras, recordaremos el caso particular de los pesticidas organoclorados, con el DDT al frente de sus compañeros de la docena sucia. Su empleo en la agricultura durante años en España, con un uso extenso y masivo, una vez superado el empleo para el control de los insectos vectores como vehículo de enfermedades endémicas, trajo como consecuencia el hecho de que no hay niño del sur de España que no tenga alguno de sus metabolitos en la sangre. De hecho, tener una media de 8 de los 15 compuestos cuantificados en la placenta es lo «normal» en la actualidad. Las consecuencias de esta exposición empiezan a verse ahora, años después de que los productos no tengan valor en el comercio nacional por ser obsoletos, haber creado resistencias y estar prohibidos.

Curiosamente, a día de hoy, en el proceso de demostración de la exposición y del daño no ha tomado parte ninguno de los agentes implicados en el empleo de estos productos: los que los fabricaron, los que los vendieron, los que los aplicaron y los que permitieron su uso. A duras penas se consigue la subvención de la Administración sanitaria para que apoye este tipo de estudios y con dificultad se convence a los sanitarios para que se enrolen en una tarea investigadora que se percibe antigua, profundamente negativa y poco competitiva, frente a otras opciones mucho más modernas. Y todo ello a pesar de que los productos se prohibieron debido a su peligrosidad, persistencia y riesgo para el medio ambiente y la salud humana. Irónicamente, es el Ministerio de Medio Ambiente el que lidera algunas acciones valientes a este respecto sin que la autoridad sanitaria parezca muy interesada en participar.

Todo este proceso se ha repetido en incontables ocasiones y ha proporcionado ejemplos de enriquecimiento particular, dejadez institucional y estupidez colectiva que nos hacen desconfiar de nuestro propio sistema. En definitiva, como el principio de precaución indica que el proceso de decisión sea participativo y no exclusivamente limitado a una elite de expertos que elige en nuestro nombre, nosotros, como sanitarios, deberíamos incorporarnos activamente a este proceso y aportar la información epidemiológica necesaria y el conocimiento técnico que se nos presupone.

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