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Vol. 49. Núm. 1.
Páginas 185-221 (Enero 2015)
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Páginas 185-221 (Enero 2015)
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Vivir entre volcanes, bosques y agua: los antiguos isleños de santa cruz atizapán
Living amongst volcanoes, forests, and water: The ancient Santa Cruz Atizapan islanders
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Yoko Sugiura Yamamoto
Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Antropológicas
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Resumen

El valle de Toluca tiene características particulares, entre las cuales destacan la presencia de múltiples volcanes circundantes y las zonas lacustres. A éstos, se agrega el río Lerma que las atraviesa en dirección al noroeste, conformando la cuenca más amplia de la República Mexicana. El valle, además, tiene una larga y fecunda historia, cuyo origen se remonta al Formativo temprano, por lo menos, hace más de 3 000 años. No obstante, el curso histórico de esta región, rica en recursos bióticos propios del ambiente lacustre, así como del terrestre y de los bosques, ha sostenido diversas trayectorias, de las cuales destaca el desarrollo de la población humana que colonizó la zona lacustre-palustre hace más de 1 500 años y que, después de unos cinco siglos, fue obligada a abandonar esta vida particular, acorde con su entorno.

En este artículo, se expone y discute el inicio, florecimiento y abandono de dicha sociedad lacustre a través de los datos arqueológicos obtenidos en el sitio de Santa Cruz Atizapan, en la Ciénaga de Chignahuapan. Cabe destacar que este modo de vida tan singular dio razón de su existencia a los grupos que habitan no sólo en esta zona, sino también en toda la región toluquense. Así mismo, se pondera la bondad y fragilidad de dicho modo de vida lacustre.

Palabras clave:
vida lacustre
valle de Toluca
el periodo Clásico-Epiclásico
ciénaga de Chig-nahuapan
Abstract

The Valley of Toluca has particularities in which the presence of surrounding volcanoes and shallow water bodies constitute a relevant landscape. It is worth mentioning that the Lerma river, which crosses the valley from the southeast to the northwest, conforms the most extensive basin in México. The region has a long history, going back to the Formative period and covering at least 3,000 years. Notwithstanding, the history of the Valley of Toluca —rich in diverse biotic resources, including lacustrine, terrestrial, and forest environments— has been characterized by diverse historical trajectories and rhythms. Of those processes, one trajectory stands out, developed by the human groups who colonized and inhabited the shallow water-swamp environment ca. 1 500 years ago. Because of the climatic changes, these lacustrine populations were forced to abandon their unique, well adapted lifestyle around AD 900/1000.

This article covers the emergence, apogee, and abandonment of a lacustrine society which developed in Santa Cruz Atizapan, located in the Chignahuapan swamp, in the southernmost lacustrinearea of the Toluca valley. It stresses the important role which this ecological zone played in the history of the region. It also mentions the idiosyncrasy of this lifestyle, its strength and vulnerability.

Key words:
lacustrine lifestyle
the Valley of Toluca
Classic-Epiclassic Period
Chignahuapan lake
Texto completo
Introducción

La singular belleza del valle de Toluca, antaño conocido como el de Matlatzinca, está plasmada en diversos relatos históricos. Una de las cunas donde florecieron diversas culturas de la historia precolombina se encuentra el valle de Toluca, ubicado a una corta distancia al oeste del valle de México.

Sin duda, los primeros españoles que cruzaron los sinuosos caminos que atraviesan lo alto de la serranía de las Cruces, rodeada por espesos bosques de enormes pinos, oyameles y encinos, tuvieron las mismas experiencias de los conquistadores cuando se toparon con la hermosura del gran valle de México, tan elocuentemente narrada por Bernal Díaz de Castillo. Los conquistadores del valle de Toluca debieron haberse maravillado al presenciar un panorama similar, aunque más pequeño. Se desplegaba ante sus ojos incrédulos el hermoso valle de Matlatzinco: hacia el fondo y a lo lejos, se extendía el majestuoso volcán Xinantécatl, cuya falda se teñía de blanco por la espesa nieve en el invierno; a su alrededor, los bosques profundos cubrían los cerros circundantes y, más abajo, fluía el agua cristalina del gran río Lerma. Éste, también conocido por nombres como el del Matlatzinco y el Grande, surcaba la planicie aluvial hacia el norte, desdibujándose tras una serie de montañas que separan el valle de Toluca del de Ixtlahuaca. A su alrededor se extendían las ciénagas, alimentadas por arroyos y manantiales. Entre los altos tulares había caminos de agua que conectaban diversos pueblos ribereños. Por estos caminos, que fueron un excelente medio de comunicación, iban y venían canoas cargadas de productos lacustres y transportando a la población ribereña. En la fértil planicie lacustre, donde se cosechaban diversos productos agrícolas, se encontraban diseminados conos volcánicos, la mayoría jóvenes, de donde se obtenían materiales de construcción.

A lo largo de un milenio, este paisaje ha ofrecido a los antiguos pobladores innumerables bondades que permitieron un desarrollo oportuno en el curso histórico de la región, conocida como valle de Toluca, el cual forma parte, también, de la cuenca del Alto Lerma. De esa fecunda historia de más de 3000 años, que puede abordarse desde múltiples ángulos, el presente artículo se enfoca principalmente en el desarrollo de una sociedad lacustre, concretamente hablando, de los grupos de Santa Cruz Atizapán, quienes desarrollaron una vida isleña construyendo un espacio habitable al interior de la ciénaga de Chignahuapan, situada en el extremo sur de la laguna de Lerma. Los antiguos habitantes iniciaron la colonización de la ciénaga en tiempos del Clásico tardío y, después de su apogeo durante el Epiclásico, tuvieron que abandonar el modo de vida tan particular y bien adaptado a su entorno lacustre al entrar en el Posclásico. A lo largo del presente estudio, se trata de caracterizar los aspectos sobresalientes de aquellas poblaciones de la ciénaga de Chignahuapan y abordar el proceso de desarrollo y decline de una sociedad sui generis, cuyo ciclo de vida se encuentra indisolublemente vinculado con los cambios ambientales de su entorno inmediato.

Conformación del valle de Toluca y el paisaje natural

Este valle, ubicado en la porción occidental del actual Estado de México, tiene una morfología alargada en dirección norte-sur con una extensión aproximada de 49 km de largo y 32 km de ancho (Macías et al. 1997) y forma parte de la cuenca hidrológica Lerma-Chapala-Santiago, la más amplia de la República Mexicana. El valle está franqueado por una serie de serranías volcánicas: al este, por la Sierra de las Cruces, constituida por varios estratovolcanes, cuya edad comprende un intervalo muy amplio desde 13 y 6 Ma hasta 7 a 5 Ma (Carrasco-Hernández 1999, citado por Arce et al. 2009); al sur, por el Campo Volcánico Chichinautzin, consistente en volcanes monogenéticos, representante del vulcanismo más joven ocurrido entre el Pleistoceno y el Holoceno en los alrededores de la cuenca del Alto Lerma; al oeste, por los estratovolcanes Nevado de Toluca y San Antonio, este último afectado por una fuerte erosión y al norte, por la Falla de Ixtlahuaca (Arce et al. 2009), por donde se conduce el subvalle del mismo nombre.

Al igual que otras cuencas del Centro de México, la historia geológica del Alto Lerma se remonta a las actividades tectónicas y vulcanismo del Cenozoico (últimos 65 millones de años). La geomorfología e hidrografía del valle fueron modificadas por oscilaciones provocadas por diferentes episodios de actividades tectónicas y vulcanismo.

En el valle de Toluca se encuentran numerosos cuerpos volcánicos, entre los cuales sobresale el Nevado de Toluca, cuya morfología actual es el resultado de eventos volcánicos y actividad glaciar intensa (Heine 1988; Vázquez-Salem y Heine 2004, citado por Arce et al. 2009). Este volcán, conocido también con el nombre de Xinantécatl, tiene una historia eruptiva compleja, la cual se inició con una serie de lavas hace 2.6 Ma aproximadamente (García-Palomo et al. 2002, citado por Arce et al. 2009).

De múltiples episodios eruptivos, los depósitos de flujo piroclástico de bloques y cenizas registrados durante el Pleistoceno tardío representan una relevancia particular para la historia humana, sobre todo la Pómez Toluca Superior (PTS) fechada hace alrededor de 10,500 años (Macías et al. 1997; Arce et al. 2003), depositada por la erupción pliniana de mayor magnitud registrada por la historia del Nevado de Toluca. La PTS no sólo cubrió y modificó las faldas del volcán, sino que también aportó un gran volumen de material a la cuenca, y afectó tanto la profundidad, cuanto la extensión, la morfología y las características físico-químicas de los cuerpos de agua. Seguramente provocó también cambios climáticos por un descenso en la temperatura y la destrucción de materia orgánica. Estos cambios resultaron, a su vez, en transformaciones del paisaje biofísico del valle. Aunado a lo anterior, es importante mencionar el papel que ha jugado y sigue jugando la actividad tectónica en la conformación morfológica de la cuenca.

Así se fue estructurando el entorno en el cual los grupos humanos fueron imprimiendo sus huellas a lo largo de milenios.

Por su parte, cabe enfatizar el escaso desnivel de unas cuantas decenas de metros que el valle de Toluca presenta del sur al extremo norte (Arce et al. 2009). Precisamente esto ha sido uno de los factores que han magnificado las consecuencias de una larga historia de perturbación ambiental, como en el caso de la fuerte alteración de la vegetación natural. Hoy día sólo quedan algunos parches de coníferas y encinos, que antaño caracterizaban los bosques circundantes.

Este valle, el más alto de la República Mexicana, ubicado en el extremo sur de la cuenca alta del río Lerma, se conoce como un valle frío, caracterizado por un clima templado con lluvias en verano (Cw2) y goza de un patrón de precipitación bastante homogéneo con una media anual del orden de 1000 mm/año sobre la mayor parte del valle. A la gran altura del valle se atribuyen algunos factores climáticos como las heladas y las temperaturas bajas, que son frecuentes sobre todo durante el invierno. Además, hay que considerar los vientos, generalmente fríos y fuertes que en ocasiones pueden dañar los productos agrícolas.

La zona serrana estaba cubierta de espesos bosques de pino-abeto, aunque hoy día no se puede conocer cabalmente su vegetación original, debido a la modificación y perturbación que ha sufrido a lo largo de siglos. La zona serrana ofrecía, así mismo, recursos naturales útiles para el buen desarrollo de la vida humana, tanto animales como vegetales, propios de los bosques. Descendiendo de las laderas serranas, se extendía la fértil planicie aluvial, en donde se cosechan variados productos agrícolas imprescindibles para la supervivencia humana. Antaño, el maíz que se daba abundantemente en este valle frío era apreciado por ser de buena calidad y muy resistente al almacenamiento. De esta manera, los cerros, los bosques y la planicie formaban, como un todo, el fundamento de la vida cotidiana.

Además del volcán Nevado de Toluca que representa el paisaje sagrado más sobresaliente y la identidad de los pueblos mexiquenses, el valle de Toluca ha sido conocido por el río Lerma y sus tres ciénagas conectadas por esta corriente de agua cristalina y fluida (Clavijero 1964). A lo largo de la historia, este paisaje tuvo diversas etapas de cambios, que repercutieron en sus condiciones ambientales. Quizá, el primer impacto más significativo fue la desecación de la laguna de Lerma, con el fin de dotar de agua a la Ciudad de México (Camacho 1998). Actualmente la zona lacustre agoniza por causas naturales y antropogénicas que provocaron una grave contaminación y un avanzado estado de azolve de los cuerpos de agua. Cabe recordar que la condición topográfica del valle contribuyó importantemente a acelerar el proceso de azolve no sólo de los ríos y arroyos, sino también de la zona lacustre. Si bien la cuenca tiene drenaje hacia el norte, es escaso el desnivel entre la parte más elevada del sur y aquella donde se encuentran las presas Antonio Alzate e Ignacio Ramírez, al norte del valle. Precisamente esta condición fue uno de los factores que propiciaron el azolve de la zona lacustre. Aunado a lo anterior, la fuerte contaminación ambiental ocasionada por un crecimiento poblacional desmedido y un acelerado urbanismo sin planeación ha provocado el deterioro y la virtual destrucción ecológica del valle (Albores 1995, Sugiura 1998b).

En la milenaria historia de los pueblos que habitaron en el valle de Toluca, la presencia de los tres cuerpos de agua somera conocidos como las ciénagas del Alto Lerma o las lagunas del Lerma tuvo un papel primordial, y sigue vigente, a pesar de su franco deterioro. No sería una exageración decir que las ciénagas del Alto Lerma, ubicadas de sur a norte, han dado a este valle frío su singular personalidad. De la misma manera que no se puede entender la historia del valle de Toluca sin tomar en consideración la presencia de los volcanes circundantes que distinguieron el paisaje natural de la región y que, de manera decisiva, incidieron en la vida humana, no puede concebirse sin considerar las enormes bondades que ofrece la zona lacustre a la vida humana. Sin lugar a dudas, los tres cuerpos de agua, conocidos como Chignahuapan, Chimaliapan y Chicnahuapan, dieron a esta región el sello de un “hermoso valle” como lo comenta Clavijero (1964). Si bien las extensiones variaron a lo largo de su historia, estas ciénagas han ocupado un lugar preponderante en la historia del valle de Toluca y han encauzado el curso de la vida cotidiana no sólo de poblaciones ribereñas, sino de todos los moradores de la región.

Los más recientes estudios paleoecológicos (Metcalfe et al. 1991; Caballero et al. 2001 y 2002; Macías et al. 1997; Lozano-García et al. 2005; Newton y Metcalfe 1999) han aportado datos e información fundamentales para entender las modificaciones ambientales de la región, relacionadas con las fluctuaciones climáticas, así como con las actividades volcánica y tectónica (Lozano et al. 2009). Los efectos de estas variaciones se manifestaron no sólo en la configuración del paisaje en general, sino también en la vida cotidiana de los pueblos asentados en el valle de Toluca. Naturalmente, sus influencias varían en forma e intensidad a lo largo de la historia. Resulta, entonces, importante conocer las fluctuaciones ambientales de las ciénagas en los últimos milenios del Holoceno, puesto que éstas proporcionan los elementos necesarios para entender las cambiantes condiciones biofísicas y las interrelaciones entre las poblaciones humanas y el medio lacustre, en este caso concreto, de la ciénaga de Chignahuapan.

De acuerdo con los datos paleoecológicos del Holoceno (Lozano et al. 2009), se reconoce una variabilidad considerable en el nivel lacustre (Metcalfe et al. 1991, Caballero et al.2001 y 2002), la cual se manifiesta por tres etapas de agua somera: una hacia ca. 6,500 aC, la segunda en ca. 2,600 aC y la tercera entre ca. 600 aC-1,000 dC. El primer episodio del descenso del nivel de agua en Chignahuapan (alrededor de 6,500 aC) debe entenderse en relación con el azolve del vaso lacustre por intensos aportes de material volcánico provocados por la caída de la Tefra Tres Cruces, alrededor de 6,500 aC, aunados a la Pómez Toluca Superior que ocurrió hace alrededor de 9,600 aC (Bloomfield 1975; Newton y Metcalfe 1999). Después de la actividad volcánica del Nevado de Toluca, se registran la expansión de bosques de coníferas y las condiciones climáticas frías, las cuales correlacionan con un aumento de las hierbas y de esporas de helecho (Lozano et al. 2009). Posteriormente se registra una tendencia a las condiciones climáticas relativamente cálidas, las cuales están representadas por las evidencias palinológicas de las comunidades boscosas y por la presencia de un lago de agua dulce (Valadéz C. 2005).

Después del episodio entre 4,500 y 3,000 aC, cuando el nivel de agua dulce desciende ligeramente, los tipos de diatomeas y de polen apuntan a que el nivel del agua se reduce considerablemente hacia 3,000-2,000 aC y a que se estableció un pantano alcalino. Estas condiciones provocaron que el número de comunidades subacuáticas y acuáticas, así como las algas, se redujera, mientras que el número de esporas de hongos, aumentó.

Durante el Holoceno tardío, importantes fluctuaciones paleoecológicas afectaron las condiciones lacustres. Aunado a ello, cabe apreciar la influencia de actividades antropogénicas, las cuales dejan huellas palpables en los registros paleoambientales (Lozano et al. 2009). De acuerdo con los estudios realizados en la ciénaga de Chignahuapan (Metcalfe et al. 1991, Caballero et al. 2001 y 2002), el lapso comprendido de 2,000aC a 500 dC se caracteriza por una ligera recuperación del nivel de agua, restableciéndose un estanque de agua dulce. Por su parte, los efectos de actividades humanas se infieren del patrón del diagrama polínico, donde las partículas de carbón y de plantas herbáceas, probablemente relacionados con la deforestación, alcanzan los valores máximos (Lozano et al. 2009).

Posteriormente entre 600 aC y 1000 años dC, coincidente con la evidencia del inicio de ocupación humana dentro de la ciénaga, se registra un periodo caracterizado por el descenso del nivel de agua. Aparentemente esta fase de relativa sequía se extendió por una amplia zona cubriendo, por lo menos, desde el suroeste de los estados Unidos hasta Yucatán y afectó de diversas formas el desarrollo de los pueblos antiguos. En la ciénaga de Chignahuapan, esta etapa de agua particularmente somera fue identificada tanto por datos paleolimnológicos como por valores altos de partículas de carbón. Si la costumbre de quemar la vegetación acuática en tiempos de secas ha sido una práctica difundida hasta el día de hoy para mantener los caminos de agua y canales con el fin de agilizar el tránsito por vía acuática, así como facilitar la caza y la pesca en la ciénaga, el origen de estas partículas de carbón podría encontrarse en actividades humanas propias de la zona lacustre.

De acuerdo con los datos paleolimnológicos, posterior a 1000 dC, el nivel de agua registra un ascenso (Valadéz C. 2005). Este episodio, que coincide con la interrupción del registro de polen después de 900 dC, afectó de manera determinada el desarrollo de la cultura lacustre, pues propició el abandono definitivo del modo de vida que floreció en la ciénaga de Chignahuapan durante cientos de años. El mismo fenómeno ocurrió a los pobladores de otros sitios coetáneos al de Santa Cruz Atizapán como el de Espíritu Santo en San Mateo Atenco, localizado en la ciénega de Chimaliapan y el de San Nicolás Peralta en la de Chicnahuapan, al norte. Así, quedó truncado un modo de vida propio del medio lacustre que llegó a su máximo florecimiento durante el Epiclásico (ca. 650-900 dC). Cabe mencionar, sin embargo, que el abandono del espacio habitable construido al interior del medio cenagoso no implicó que otros sitios de la planicie y laderas bajas corrieran la misma suerte, como así evidencia el crecimiento conspicuo del número de asentamientos en el valle de Toluca (Sugiura et al 2010b).

De esta manera, los estudios recientes realizados en diversos campos científicos tales como vulcanología, geología, geomorfología y biología, entre otros, nos señalan que la cuenca del Alto Lerma ha tenido una historia dinámica y que las fluctuaciones en las condiciones climáticas provocadas por múltiples causas, tanto naturales como antropogénicas, afectaron el modo de vida de los antiguos pobladores en la zona lacustre.

Cabe, además, señalar que, en décadas recientes, la degradación ambiental de la zona lacustre se ha agudizado de manera alarmante. Hoy día, las tres ciénagas que antaño se consideraban símbolo de la identidad de los lugareños, se encuentran en una etapa de virtual desaparición por múltiples causas, sobre todo por el azolve y la contaminación orgánica e industrial. No obstante y a pesar de haber sufrido terribles embates que afectaron seriamente su condición biofísica, las ciénagas del Alto Lerma aún se resisten a morir. Hasta hace dos décadas, todavía se recuperaba el paisaje lacustre en la época de lluvia. Se restablecía un complejo mosaico de ecosistema lacustre-palustre (Sugiura 1998b y c; Albores 1995), que permitía a los ribereños recolectar variadas plantas acuáticas y subacuáticas, útiles para la vida cotidiana no sólo como alimentos, sino también como materia prima para actividades artesanales. Entre las plantas recolectadas se encuentran diversos tipos de tules, papa de agua, cabeza de negro, berro, etc. La ciénaga ofrecía, también, ricos recursos propios del medio lacustre como peces, anfibios, crustáceos, aves migratorias, entre otros, que se obtenían mediante la recolección, la pesca y la caza. Algunos de estos recursos bióticos están disponibles durante todo el año, mientras que otros lo están sólo de manera estacional (Sugiura y Serra 1983; Sugiura 1998c, Sugiura et al.1998b, 2005; Albores 1995).

Aunado a la gran riqueza ambiental, los lugareños contaban con el abundante líquido vital, agua limpia de los manantiales que brotaban en diversos puntos a lo largo de la margen oriental del valle (Hernández y Blázquez 1936). El agua que fluía copiosamente de los manantiales debió de ofrecer a los lugareños no sólo una gran estabilidad para continuar con su vida, sino también un paisaje extraordinario como describe Miguel Salinas al principio del siglo pasado: “...bajo la capa rocallosa que sirve de base a la loma en que se asienta Almoloya del Río, corren presurosos abundantes raudales de agua fresca, limpia y sabrosa que brotan por multitud de puntos y forman el hermoso lago” (Miguel Salinas 1929, citado por Romero 1978:101-102).

La vida en torno a las ciénagas

La región llanamente conocida como lagos y volcanes de Anáhuac, que ocupa una extensión importante del Altiplano Central de México, se ha distinguido por una larga historia en donde los grupos humanos interactuaban estrechamente con su entorno lacustre. Desde la región poblano-tlaxcalteca hasta la michoacana, comprendida por el lago de Cuitzeo (Filini 2004), la cuenca de Zacapu (Arnauld et al. 1993) y la de Patzcuaro (Pollard y Cahue 1999, Guzmán et al. 2001), pasando por los valles de México (Serra 1998, García Chávez 1993, Parsons 2006, Parsons y Whalen 1982, Vaillant 1930, 1931, 1935) y de Toluca (Sugiura 1998b, 2005b, 2010a, 2009), se han registrado numerosos vestigios arqueológicos que constituyen testimonios palpables de aquellas poblaciones, cuya vida se desarrollaba alrededor de lagos y lagunas ya desde antes del Formativo temprano, como es el caso de Zohapilco, Tlapacoya (Niederberger 1976, 1987). De esta manera, el vínculo entre los grupos humanos y el medio lacustre no sólo tiene una historia remota, sino también ha dejado huellas profundas en la vida cotidiana, de manera que el caso de Santa Cruz Atizapán no fue la excepción.

Hace dos décadas, la zona lacustre todavía se resistía a morir y los pueblos ribereños luchaban por no abandonar el modo de vida legado por la milenaria historia de sus antepasados. Naturalmente, lo que se presenciaba en ese entonces estaba lejos del esplendor que narraban algunos ancianos. Era tan sólo una sombra triste de una tradición que, durante siglos, dio a los lugareños una identidad innegociable y el orgullo de pertenecer a las ciénagas. Todos rememoraban, con nostalgia dolorosa, un pasado en el que la vida estaba estructurada, en gran medida, alrededor de las bondades del medio lacustre; decían que comían y vivían mejor.

Hasta hace una década, mucha gente aún entraba en la ciénaga para sacar lo que todavía quedaba en ella, pues desaparecieron muchos de los recursos que antes abundaban. Siguiendo las prácticas heredadas desde tiempo atrás, con la red recolectaban acociles, peces pequeños y atepocates. Algunas plantas acuáticas y semiacuáticas como la jara, diversas variedades del berro y atlaquelite las podían juntar desde la ribera, mientras que para cosechar otras como la papa de agua y la cabeza de negro era necesario adentrarse en la ciénaga. “Cazaban” a las ranas en la oscuridad, deslumbrándolas con lámparas. En el invierno, cuando llegaban las aves migratorias, salían a tirarles con escopeta, aunque también se utilizaba alguna trampa, el chinhuastle, cuyo manejo se heredó de los antepasados. Los huevos de patos y otras aves eran también importantes como alimento. Los pobladores tenían, además, conocimientos precisos acerca del manejo de los tules que servían para diversos propósitos.

Sabían perfectamente cuándo, dónde y cómo debían apropiarse de variados recursos que las ciénagas les ofrecían. Las tareas que se realizaban para la obtención de éstos eran flexibles, pues se hacían básicamente en tiempos libres, si bien es cierto que cada persona podía tener horas preferidas. En general, éstas no estaban programadas en horas ni lugares fijos, sino que dependían más bien del conocimiento empírico y preciso del comportamiento de los recursos bióticos, adquirido a través de sus propias experiencias y de las prácticas heredadas. También contaba mucho la habilidad individual, resultado, en gran medida, de la experiencia de cada persona. Así, las tareas requeridas para obtener lo necesario para cada día se realizaban, de manera individual, a la hora más conveniente y en los lugares conocidos y acostumbrados. En ello radicaba la idiosincrasia de las actividades subsistenciales en las ciénagas.

De la misma manera que el modo de subsistencia lacustre no estaba estructurado alrededor de una tecnología compleja, su base artefactual, no era especializada, sino sencilla. Los utensilios eran elementales, y algunos de ellos tenían funciones múltiples, como la fisga, con puntas de metal y garrocha de madera, la red cosida al halo de madera y los anzuelos, entre otros. Las canoas eran de gran importancia para todas las actividades relacionadas con la zona cenagosa (Sugiura et al. 1998b).

En la memoria de los ancianos de los pueblos ribereños, aparece vívida la imagen de antaño cuando todavía se realizaban actividades colectivas tanto para la cacería de los patos como para la pesca. Hoy en día ya no se practica ninguna tarea colectiva. Junto con el deterioro ambiental, así como con la desecación de la zona lacustre, las técnicas para cuya ejecución se requería formar grupos, como la cacería de patos con armadas, la pesca por jarabeo, el azotado, el ruedo o el rebotado dejaron de practicarse. Ni los chinchorros ni los chinhuastles se utilizaban comúnmente, aunque todavía sabían tejerlos (Sugiura 1998b).

Si bien las actividades directamente relacionadas con las ciénagas se han reducido en términos no sólo de tiempo, sino también de importancia en la vida cotidiana de los pueblos ribereños, los lugareños aún se resistían a renunciar por completo el modo de subsistencia que venía practicándose de siglos atrás.

Ese modo de vida lacustre se basaba fundamentalmente en una interdependencia entre las poblaciones humanas y su medio, pero su relación era de un balance precario. Funcionaba mediante el principio de reciprocidad, basado en una relación de respeto, pues cualquier desequilibrio en ella, provocado por la acción humana o desencadenado por algún factor del medio lacustre, podía traducirse en una disfunción concatenada y, finalmente, en su virtual destrucción. Una prueba tangible de ello se observa en el estado actual de la antigua zona lacustre del Alto Lerma (Sugiura et al. 2010).

Colonización de las ciénagas del cuenca del alto Lerma

La población humana que se asentó en el valle de Toluca, ubicado en la parte alta de la cuenca del Lerma-Chapala-Santiago, estableció, desde etapas tempranas de su desarrollo, vínculos con las ciénagas del Alto Lerma. Numerosas evidencias arqueológicas nos ofrecen ricos testimonios de ello. La naturaleza de esa relación, sin embargo, fue cambiando conforme el paso del tiempo por causas múltiples, ya sea de naturaleza antropogénica o de fluctuaciones climáticas. Aparecen primero los asentamientos en la zona ribereña ya sea de ríos o de ciénegas, como si nos indicaran que estos antiguos pobladores aprovechaban la riqueza acuática desde la ribera.

Las razones que los obligaron a realizar así las actividades de caza, pesca y recolección pudieron haber sido diversas. Simplemente podría pensarse que con eso obtenían lo suficiente para su supervivencia, sin necesidad de adentrarse en la zona lacustre propiamente dicha, pues las condiciones climáticas y, por ende, ambientales de ese tiempo les permitían procurar lo necesario desde las orillas. Pero también podría conjeturarse que las capacidades tanto técnicas como organizativas de aquellos pobladores no les permitieron otras alternativas. Independientemente de las razones por las que la gente prefirió asentarse en la zona ribereña, se puede conjeturar que la estrategia adoptada por aquellos habitantes en su modo de subsistencia compartía en gran medida los aspectos básicos con los ya mencionados que hoy día se practican en esta región.

Posteriormente, hace alrededor de 1500 años, las fluctuaciones climáticas con tendencia a una sequía que afectaron las condiciones geomorfológicas del valle de Toluca provocaron el descenso del nivel de agua de las ciénagas. Así, la extensa área, desde Chignahuapan al sur, hasta Chicnahuapan al norte, que anteriormente pertenecía al medio lacustre, se convirtió en una zona pantanosa que podría reaccionar con mayor sensibilidad a cualquier cambio ambiental. En condición de pantano o cuerpo de agua extremadamente somera, los efectos de las fluctuaciones climáticas en tiempos de lluvia y secas pudieron haber sido notables en la fisonomía del lugar. Bien se puede imaginar que en tiempo de secas, gran parte de la zona pudo convertirse en tierra firme, mientras que en la época de lluvia, con el ascenso del nivel de agua, el área expuesta quedaba cubierta por el agua.

Las condiciones climáticas prevalecientes hacia 550-600 dC propiciaron cambios en la estrategia adaptativa de los antiguos pobladores ribereños, pues el descenso del nivel de agua ya no les permitía fácilmente obtener, como antes, los recursos acuáticos necesarios para su vida cotidiana desde la ribera (Sugiura 2005a). En tiempo de secas, la dificultad se acentuaría aún más y los obligaría a adentrarse en la zona que aún conservaba un cuerpo de agua somera. Quizá una respuesta plausible para enfrentar al nuevo reto sería la colonización de la zona pantanosa mediante la construcción de espacios habitables, fenómeno que se aprecia no sólo en la cuenca del Alto Lerma, sino también en el valle de México, tal y como lo atestigua la zona de Xico (J. Parsons, comunicación personal).

La región toluquense, que durante siglos se caracterizó por procesos sociales más pausados con respecto a los de la vecina cuenca de México, mostraba ya suficiente desarrollo social y político, denotado por la fundación de varios centros regionales con una complejidad considerable en su interior (González de la V. 1999; Sugiura et al. en 2010, 1998-a, 2005b). Un sitio que seguramente tuvo una importancia preponderante dentro del valle de Toluca se refiere al fundado en el Clásico tardío en la ribera nororiental de Chignahuapan, hoy día, perteneciente al territorio de la cabecera municipal de Santa Cruz Atizapán. Este centro, que controlaría la porción suroriental de la región, pudo haber consistido en varios sectores poblacionales. Un primer sector central conocido como La Campana-Tepozoco, tenía la función de tratar asuntos de carácter administrativo-religioso; otro, de sostenimiento, consistía a su vez en dos: uno ubicado probablemente en la tierra firme al este de dicho centro, que se mantenía de la producción agrícola y quizás de la explotación de los recursos boscosos y el otro, asentado en la zona pantanosa, que vivía de la caza, la pesca y la recolección de recursos acuáticos.

Las tareas complejas y nada fáciles como la transformación de la zona pantanosa del Alto Lerma y la colonización del medio cenagoso fueron posibles, por un lado, gracias a la capacidad de las elites para organizar a los lugareños de manera eficiente y, por el otro, a la mejor expectativa de vida en ese medio para un sector determinado de la población del sitio Santa Cruz Atizapán. Además, a diferencia de los pobladores anteriores, los de entonces ya contaban con los conocimientos y capacidades técnicas, necesarias para resolver una serie de problemas inherentes a la condición ambiental específica del lugar (Covarrubias 2003, 2009; Sugiura et al. en 2010). Naturalmente sin la conjunción de estos factores, no sería posible convertir exitosamente esa zona inhóspita en espacio habitable. La naturaleza de esta obra, cuya ejecución requiere satisfacer una serie de exigencias, implica que la construcción de los islotes habitables no obedeció a una decisión individual, sino colectiva. Seguramente a la gran obra hidráulica antecedía la concepción original de cómo se transforma el paisaje y una idea preconcebida para especificar los pasos de acción. Las evidencias arqueológicas nos sugieren que nada fue fortuito, sino que, por el contrario, todo obedeció a un procedimiento planeado con antelación. Primero se definió el área a intervenir. Se priorizó así la zona cercana al sector cívico-religioso, conocido hoy día como La Campana-Tepozoco; es decir, la margen nororiental de Chignahuapan, quizá por razones logísticas de cercanía con el sector nuclear del sitio. Podría, también, pensarse que, por ser un área cercana a la ribera, representó un menor problema a resolver comparado con el que se enfrentaría en el interior de la ciénega.

Si bien no todos los islotes fueron construidos simultáneamente, sí pareciera haberse establecido previamente un plan de los lugares donde se comenzaría su edificación. Muy probablemente a la par de la construcción del espacio habitable, los lugareños modificaron el suelo pantanoso. Introdujeron pilotes de madera, en su gran mayoría de troncos de pinos y oyameles limpios de ramas para estabilizar una extensión considerable del terreno fangoso. Una vez preparado el terreno, se construyeron vías para conectar los islotes habitacionales con tierra firme. Si sabemos que, en ese tiempo, el valle de Toluca estaba rodeado por bosques densos y que la madera se obtenía con facilidad, se entiende el amplio uso de ésta no sólo en la vida cotidiana, sino también en esta gran obra hidráulica. El uso de troncos de madera fue concebido desde el inicio para cimentar la base de la construcción de caminos elevados para este propósito, pues en los contextos tempranos del sitio, se encontró in situ una serie de troncos colocados horizontalmente, los cuales sujetan, a su vez, a otros distribuidos verticalmente a manera de pilotes para impedir que éstos se movieran de su lugar. La dimensión y la orientación de estos hallazgos nos sugieren que se trataba de bases de caminos. Naturalmente para la construcción, se requería transportar de lugares cercanos otros materiales como rocas y tierra de ciertas características que no se encontraban en los suelos pantanosos. De esta manera, es posible inferir, a partir de las evidencias tanto de la posible existencia de caminos como de la mínima distancia entre algunos islotes, que la mayor parte de la comunicación no sólo entre los islotes, sino también entre dos sectores del sitio -uno ubicado en tierra firme y otro en la zona pantanosa- se realizaba a través de estos caminos y no mediante canoas como se suponía originalmente (Sugiura y Serra 1983).

La edificación de islotes habitacionales no fue una aventura fortuita, sino que formaba parte de la gran obra que transformó la zona pantanosa. Su construcción estaba planeada y dirigida por los responsables del proyecto, quienes pertenecían, muy probablemente, a las elites que vivían en el sector cívico-religioso, conocido como La Campana-Tepozoco. En el terreno previamente estabilizado, se seleccionaron los lugares precisos para iniciar la construcción. Sabemos que no todos los islotes fueron levantados ni habitados simultáneamente. Fueron al principio unos cuantos y de ahí se multiplicaron, formando una serie de unidades, tendencia que se observa en su patrón de distribución (figura 1) (Sugiura et al. 2010).

Figura 1.

Mapa topográfico del sitio arqueológico Santa Cruz Atizapán.

(0,18MB).

Si bien es cierto que la mayoría de los islotes tiene un tamaño reducido y que apenas pueden contener un par de casas habitación, una mirada acuciosa puede reconocer variaciones y complejidades en su historia ocupacional, manifiesta tanto en su dimensión como en su calidad constructiva (Covarrubias 2003; Sugiura 1998-c). Algunos islotes muestran testimonios de una ocupación larga e intensa, mientras que otros, una historia ocupacional corta. Algunos están levantados sobre una base más sólida que otros. En algunos de ellos, se preparaba la base colocando una capa gruesa de tules a manera de cama (Sugiura y Serra 1983), mientras que en otros, como los montículos 13 y 20, una gran cantidad de ramas y hojas de pino y oyamel. También construyeron muchos montículos sobre una base más endeble o, en ciertos casos, sin cimentación aparente. No sabemos a qué obedece esta variación, pero independientemente de ella, todos los islotes estaban calculados para soportar el peso de casas habitación durante siglos.

La presencia de numerosos islotes en Chignahuapan y de otras obras constructivas similares en Chimaliapan y Chicnahuapan es un fiel testimonio de que los antiguos habitantes del Alto Lerma ya disponían de un conocimiento técnico suficientemente complejo y eficiente para resolver los dos problemas particulares de la zona: los efectos de la fluctuación del nivel de agua, cuyo ascenso puede inundar los montículos y, el frecuente hundimiento, a veces de manera desigual, del islote por estar construido en un suelo con sedimentos heterogéneos.

Las construcciones habitacionales fincadas sobre los islotes eran, a simple vista, muy sencillas. Para su edificación, se recurría básicamente a los materiales obtenidos de lugares cercanos como tezontle, bloques y lajas de basalto, piedra pómez, diatomita y tierra de tepetate, así como diversas especies de madera. Esta última, además de su uso como pilotes para reforzamiento del terreno y base de los islotes, se empleaba para propósitos constructivos muy diversos: como postes para los muros de bajareque o como muros propiamente dichos, armados con varas y lodo; como vigas para dar mayor resistencia y estabilidad a la construcción; como parte de la armazón de los techos, por mencionar sólo algunos (Covarrubias 2003, 2009). Para algunas construcciones en que se requirió una mayor calidad de los materiales, como las Estructuras Centrales 6 y 7, se utilizaron bloques grandes de basalto para cimentar el muro.

De la misma manera, se aprecian variaciones en las técnicas para tender los pisos. En las edificaciones públicas, el piso se formó con varias capas superpuestas que funcionan como base: una capa de tierra ocre, muy probablemente de tepetate, otra de piedra pómez y tezontle, mezclado con tierra a manera de argamasa. Sobre ésta se extendió una capa delgada de lodo finamente cernido como acabado propiamente dicho. En algunas ocasiones, se prendió fuego para obtener una superficie dura e impermeable que resistiera eficientemente la humedad. En otros casos, se utilizaba una capa de fragmentos cerámicos como base del piso a la que se cubrió con otra capa de tierra apisonada.

En todo caso y de manera variada, los isleños trataron de encontrar respuestas adecuadas para aminorar el problema de la humedad, tan propio del medio cenagoso, que llega a agudizarse en tiempo de frío. El número inusual de tlecuiles y fogones o áreas con evidencias de haber sido sometidas al fuego en los islotes nos habla de la inclemencia despiadada de esos factores y las soluciones oportunas que encontraron. De esta manera, los antiguos ocupantes de los islotes buscaron múltiples respuestas para convivir exitosamente con un entorno no siempre benéfico.

Composición poblacional del actual sitio arqueológico de Santa Cruz Atizapán

Ciertamente, el grueso de la población que colonizó la ciénaga constituía la base de la sociedad que se fundó durante el Clásico tardío en los terrenos actualmente pertenecientes al municipio de Santa Cruz Atizapán y, como sector poblacional de sostén para dicho centro, estaba sujeto a las elites y el aparato político localizado en La Campana-Tepozoco. He de reiterar que el propósito de emprender una obra de envergadura tal que llegó a transformar parte del paisaje cenagoso, se atribuye a la necesidad de ampliar el espacio habitable con el fin de aprovechar mejor los recursos acuáticos y, de esa manera, canalizar el mayor volumen de éstos hacia el sector cívico-religioso, además del propio consumo doméstico de cada familia.

También es de esperarse que los antiguos habitantes de la ciénaga no fueran autosuficientes. Si bien el medio cenagoso les ofrecía una riqueza variada de recursos acuáticos, ellos necesitaban productos agrícolas básicos de sustento. Las evidencias en contextos arqueológicos de restos carbonizados de semillas como maíz, calabaza, frijol, tomate, amaranto, entre otras plantas cultivadas (Méndez T. 2002; Martínez y McClung 2009), nos advierten que existía una estrecha relación entre diversos sectores al interior del sitio de Santa Cruz Atizapán y que la parte central, La Campana-Tepozoco, regularía las interacciones entre dichos sectores poblacionales. Aunque también cabría la posibilidad de conjeturar que los de Chignahuapan tenían permitido cultivar en algunas parcelas de tierra firme para su propio sustento y también explotar recursos de bosque.

Si la población asentada en Chignahuapan estaba conformada básicamente por gente común, entonces, es comprensible que casi la totalidad de los montículos identificados en esta ciénaga, que suman alrededor de 100, correspondiera simplemente a casas habitación, pero naturalmente con ciertas diferencias, como lo es también el hecho de que no se hayan localizado residencias de elites en ellos. Además, como se mencionó anteriormente, ningún islote tenía suficiente superficie para disponer de áreas de cultivo.

Los montículos, incluso considerando las variaciones en sus dimensiones, podrían albergar apenas un par de casas, salvo el montículo más grande, denominado el islote 20. En él se han identificado, por lo menos, seis estructuras arquitectónicas con características propias de una construcción pública. Estas edificaciones superpuestas comprenden desde el Clásico tardío, tiempo en que se inició la colonización de lugar, hasta el momento de abandono de la zona en el Epiclásico. A pesar de que el último edificio ya ha sido arrasado por completo por las actividades agrícolas, todo parece indicar que este montículo, durante poco más de tres siglos, siguió utilizándose como lugar público, sin perder la función originalmente concebida. Si bien las estructuras presentan cambios morfológicos, desde una planta rectangular a una circular, las dimensiones, la calidad de materia prima seleccionada para su construcción y el esmero con el que se construyeron, las distinguen del resto de las viviendas identificadas en el sitio (Sugiura 2005b y c; Sugiura et al. 2010; Covarrubias 2003, 2009). Naturalmente la técnica de construcción difiere totalmente de la empleada en las casas habitación, pues tenían requerimientos específicos. Sin duda la inversión de energía para construir, primero, la base del montículo y, posteriormente, desplantar sobre ella edificios públicos de grandes dimensiones fue mucho mayor que en los casos de otros islotes habitacionales.

Aunque existe cierto desplazamiento a lo largo del eje este-oeste, las seis estructuras se construyeron en el mismo lugar con una orientación similar. Estas evidencias arqueológicas parecerían señalar que en el plan general ya estaba definido el lugar preciso donde habría de construirse este montículo público. Su presencia pareciera insinuar que las familias que constituían el grupo de la ciénaga tenían la necesidad de contar con un espacio común para discutir y tomar acuerdos acerca de los asuntos directamente relacionados con ellas (Sugiura et al. 2010). Los materiales arqueológicos, tan fragmentarios, no nos dicen sobre quiénes recaía la responsabilidad de discernir dichos asuntos, ni exactamente cuáles actividades se realizaban en ese lugar público, pero podemos inferir que se celebraban algunas ceremonias y ritos. La presencia de tlecuiles de diversos tamaños, incluso uno rectangular de gran tamaño con un aplanado interior de excelente calidad (Sugiura 2001), entierros con ofrendas, algunas con implicaciones rituales, un número considerable de infantes enterrados, localizados en el área adyacente a las estructuras centrales (Sugiura, et. al. 2003), un depósito en donde se encontró una gran cantidad de materiales de uso no doméstico (Rodríguez 2005), para mencionar tan sólo algunos elementos, son testimonios de los actos rituales celebrados en este espacio, muy probablemente dedicados al dios Tláloc. Estas estructuras superpuestas, las centrales, con innegables característica públicas, se encontraban asociadas, además, con otros elementos arquitectónicos. Si bien éstos no están construidos con materiales selectos como las centrales, podría considerarse como el espacio directamente relacionado con ellas, como por ejemplo las estructuras no. 9, 12, 17 y 20 (Sugiura 2001), ubicadas al noreste. Éstas se identificaron por cuatro pisos respectivamente, superpuestos en un mismo lugar, los cuales tienen la misma orientación, aunque la dimensión y la manera de levantar los muros variaban ligeramente (Covarrubias 2003, 2009; Sugiura 2001). El espacio relativamente reducido, los muros hechos de varas, más de un tlecuil y fogón registrados en el mismo lugar, pero sobre diferentes pisos, sugieren que la función no fue de uso doméstico, sino que ahí se realizaban actividades correlacionadas con las estructuras centrales. Algunos análisis de residuos químicos efectuados en los pisos parecen confirmar la hipótesis anterior, ya que no presentan características que suelen corresponder a las actividades domésticas (Elena Serrano, comunicación personal).

Aunado a lo anterior, las evidencias de entierros múltiples de infantes, uno de cánido y otro de ave, así como el de una joven muerta en parto con ofrendas de piezas cerámicas y un cráneo de cánido debajo de su cabeza (Sugiura et al. 2003) refuerzan la idea de que el lugar, incluyendo tanto las estructuras centrales como sus áreas adyacentes, debe considerarse como una unidad destinada a las actividades cívico-religiosas, mediante las cuales se mantenían unidos los habitantes de ciénaga.

Por el número de montículos identificados en campo, es posible pensar que en esta zona habitaban de manera simultánea cerca de 100 familias. Más allá de esta conjetura, los datos arqueológicos provenientes de las excavaciones en Santa Cruz Atizapán no nos permiten tener una idea precisa acerca de cómo estaba organizada al interior esta población. La poca variación en el tamaño, forma y la elemental técnica de construcción de las casas habitación, así como las características de la cultura material manifiestas en la cerámica, predominantemente monocroma de uso doméstico, comparada con la registrada en los contextos públicos, insinúan que los habitantes de Chignahuapan habían desarrollado una sociedad bastante homogénea. Por lo menos, a partir de las evidencias arqueológicas es difícil identificar una desigualdad notable tanto en el menaje doméstico como en la calidad constructiva.

Con respecto a la población que habitaba en los islotes, los estudios genéticos nos ofrecen un primer acercamiento (Buentello et al. 2009). Desde el inicio de la construcción de los montículos, durante el Clásico tardío, posterior a 500 dC., y hasta su abandono a fines del Epiclásico, hacia 900 dC., la población que habitó en los islotes podría definirse básicamente como otomiana. Si los grupos étnicolingüísticos que habitaban en el valle de Toluca antes de la conquista mexica pertenecían al grupo otomiano, es de imaginarse que la población isleña formaba parte, también, de este mismo sustrato poblacional.

Así mismo, el estudio genético a punta a una fuerte tendencia a la endogamia como característica de la historia de los isleños a lo largo de estos siglos.

Vida cotidiana en la ciénaga de Chignahuapan

Para la fundación del centro regional de Santa Cruz Atizapán, hacia el Clásico tardío, el paisaje que lo rodeaba, cargado de implicaciones simbólicas, tuvo una importancia primordial: desde el lugar, se divisan de frente varios volcanes que han estado profundamente arraigados en la memoria y la vivencia colectiva de la región, sobre todo el majestuoso volcán sagrado, el Nevado de Toluca (Montero 2004), el cerro de Putla, ubicado al este del volcán, y el de Tres Cruces hacia el suroeste, por mencionar algunos. Como cuentan los peregrinos de hoy día, todos ellos han tenido una relevancia particular manifiesta en las celebraciones dedicadas al dios de la lluvia (Schumann 1997; Albores 1997). Al oeste, y al frente inmediato, se extiende la ciénaga, en donde crecen variadas especies de tules y otras plantas semiacuáticas. Es el lugar donde se obtienen valiosos productos lacustres para la vida humana. En medio de la ciénaga, fluía el agua cristalina del gran río Lerma con dirección hacia el norte. Esta simbiosis con la naturaleza circundante la comparten también los habitantes de los islotes hace más de 1000 años. La orientación de las seis estructuras centrales hacia el oeste nos sugiere de manera patente la importancia de esa región, en donde sobresale el Nevado de Toluca, además de Putla y Tlacotepec.

La vida en estos montículos se caracterizó siempre por un vínculo estrecho con su entorno cenagoso, el cual forjó toda una idiosincrasia. Al estar inmersos en un ambiente particular como éste durante siglos, los antiguos pobladores de Chignahuapan tenían conocimientos precisos acerca de todos los cambios ambientales, hasta de lo más mínimo perceptible: cuándo caerían heladas traídas por el crudo frío, cuándo soplarían vientos dañinos, cuándo se acercaba la lluvia, cuándo, por fin, llegaría un poco de calor. También contaban con conocimientos puntuales sobre los recursos acuáticos tanto vegetales como animales: los lugares donde habitaban, cuáles eran sus ciclos de reproducción, cómo y cuándo era conveniente su obtención.

Si ellos no disponían de espacios para el cultivo, por lo que no fue posible que se dedicaran a la agricultura, entonces era preciso manejar todo aquel conocimiento alterno. De esta manera podrían contar con lo que requerían para su consumo doméstico, y apropiarse de lo necesario para destinar parte de lo obtenido por la caza, pesca y recolección a adquirir otros productos indispensables provenientes de tierra firme. Los materiales arqueológicos tales como las semillas carbonizadas, restos óseos de aves migratorias, venados, perros, conejos y otras especies, podrían considerarse como una evidencia de que los intercambios entre diferentes sectores poblacionales al interior del centro arqueológico Santa Cruz Atizapán fueron intensos (Méndez 2002; Martínez 2007; Martínez y McClung, 2009; Valadéz y Rodríguez 2009). Dadas las características, monumentalidad y complejidad arquitectónicas del sector cívico-administrativo, denominado como La Campana-Tepozoco, podría conjeturarse que los gobernantes que residían en dicho sector se encargaban de que los intercambios entre las diversas partes que conformaban el sitio arqueológico de Santa Cruz Atizapán marcharan correctamente.

A partir, también, de los materiales recuperados, podemos conocer algunas técnicas utilizadas para la pesca y la caza. De los pequeños objetos piriformes y fragmentos de vasijas cerámicas retocados en forma circular con muescas laterales (Silis 2005; Sugiura y Silis 2009), similares a los identificados en otras regiones mesoamericanas como la cuenca de México (Vaillant 1930, 1931 y 1935) y la de Pátzcuaro, se infiere que se practicaba la pesca con redes o matla, y con anzuelos. Por falta de evidencias arqueológicas, no podemos afirmarlo con certeza, pero seguramente se conocían, también, otras formas de pesca como con la fisga, como sucedía hasta hace muy poco.

La caza constituía otra de las actividades subsistenciales importantes para los isleños. Se han identificado pequeñas esferas de apenas un centímetro de diámetro, hechas de barro (Sugiura et. al. 1998; Sugiura 2001; Silis 2005; Sugiura y Silis 2009), que se encuentran ilustradas como bolas de cerbatana en algunas vasijas mayas, así como en la información etnográfica. Aunado a lo anterior, los restos de aves migratorias provenientes de los contextos arqueológicos insinúan que para la caza de éstas se utilizaban, por lo menos, la cerbatana. Salvo lo mencionado, no tenemos evidencias arqueológicas de otras formas de captura. Sin embargo, a partir de los datos etnoarqueológicos (Albores 1995; Sugiura y Serra 1983; Sugiura 1998-b) podemos señalar que muy probablemente disponían de otras técnicas como la trampa conocida con el nombre de chinhuastle entre los habitantes del valle de Toluca, la red, fisga o aun, las manos. También, podrían haberse construido amanales para atraer a las aves y luego capturarlas.

Los tules de diversas especies que crecen en el terreno húmedo fueron uno de los recursos fundamentales para estos habitantes. Durante la temporada de lluvias, cuando se cortaban, debían tener una altura específica. Con ellos, se tejía un sinnúmero de objetos artesanales como petates, lazos, canastas y muchos otros, para cuya elaboración no se requiere de un espacio diferenciado (Sugiura y Serra 1983; Sugiura 1998-b). Si bien no contamos con ninguna evidencia contextual, sabemos por los datos actuales que las actividades relacionadas con el tejido del tule podrían haberse realizado en cualquier espacio temporalmente disponible. Además, podrían haber sido utilizados para cercar el espacio habitable.

El menaje de cada familia consistía básicamente en un conjunto de utensilios cerámicos como vasijas, ollas, cazuelas y comales (figura 2), además de los elaborados con material orgánico, cuya evidencia no se ha identificado en los contextos prehispánicos. Algunas de estas piezas, como las ollas de almacenaje, son de tamaño sumamente grande, mientras que otras, utilizadas con fines culinarios son de tamaño mediano y cierta apariencia de estandarización. En comparación con la gran cantidad de ollas recuperadas de las excavaciones, el número de cazuelas es mucho menor. Quizá esto se deba a que, a diferencia de las ollas, que tienen diversas funciones además de la cocción, las cazuelas fueron utilizadas básicamente para cocinar.

Figura 2.

Menaje de utensilios cerámicos.

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Curiosamente, el uso de comal en esos tiempos fue muy restringido. Al contrario de lo que se ha manejado, el comal no constituía una herramienta fundamental en el inventario culinario en Santa Cruz Atizapán, pues sólo ocupaba un mínimo lugar dentro de las cuatro formas básicas mencionadas anteriormente. Además, la morfología que presentan algunos comales nos indica que no todos ellos fueron utilizados para calentar las tortillas, sino para tostar y asar diversos materiales alimenticios como semillas y otros vegetales. Esto, a su vez, podría incitar a pensar que el uso del nixtamal en forma de tortilla no era ampliamente difundido como práctica culinaria entre los antiguos pobladores, ni del Clásico ni del Epiclásico. También podría pensarse que la tortilla se calentaba de otra forma, sin usar el comal, tal como lo hacen algunas poblaciones actuales. Independientemente de cuáles fueran sus razones, el uso común de comales en la cocina mesoamericana llega en tiempos posteriores (Sugiura 1996).

Una vez cocinados los alimentos, se servían en vasijas de diversas formas. Algunas son cuencos, con o sin soporte anular (figura 3) mientras otras son cajetes más abiertos (figura 4), frecuentemente con soportes trípodes. Algunas son lisas, mientras que otras están cuidadosamente decoradas (figura 5). Por el espacio tan reducido de los montículos, se suponía que no se contaba con un área específica para el trabajo de la alfarería. Efectivamente no hemos identificado ningún contexto que pudiera definirse como horno ni como áreas destinadas al proceso de manufactura. Esto implica que los objetos cerámicos indispensables para la vida cotidiana se tuvieron que traer de otros lugares.

Figura 3.

Vasijas de servicio con o sin soporte anular

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Figura 4.

Vasijas de servicio curvo divergentes.

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Figura 5.

Vasijas con motivos decorativos.

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De una gran cantidad de materiales cerámicos, incluso las ollas y cazuelas, seguramente traídos de otros lugares, tenemos una excepción, que es el caso de la elaboración de algunos adornos de braseros, también llamados aditamentos. Se trata de un elemento con apariencia un tanto burda y consistente en placas vagamente circulares, delgadas y otro círculo más pequeño en el centro, las cuales provienen de un mismo contexto Epiclásico sin otras características particulares. El examen cuidadoso de estos elementos nos hizo ver que se trataba de piezas elaboradas de un mismo molde con la misma pasta burda. Si el número de braseros usados a lo largo de unos tres siglos de ocupación es notablemente menor que el de otras formas cerámicas de uso diario, bien podría pensarse que la cantidad de incensarios y braseros requeridos para un tiempo determinado era, también, muy limitada. Esto, a su vez, hace factible suponer que todo el proceso técnico de producción no sólo de los adornos, sino también de algunos braseros se realizara en cualquier área disponible en los islotes. Los datos etnográficos de la región recuentan que, hasta hace varias décadas, era común aprovechar el calor de los fogones o tlecuiles para cocer canicas de barro y otros objetos pequeños. De igual manera, podemos pensar que los antiguos cenagueños aprovecharon los fogones para quemar estos adornos y, probablemente, hasta los braseros mismos.

Además, es de común conocimiento que los braseros e incensarios son piezas íntimamente relacionadas con el mundo ideológico y simbólico, ya que forman parte de la parafernalia de ritos y ceremonias que establecen vínculos entre el mundo humano y el de los dioses. Se trata, entonces, de cultura material relacionada con la parte más profunda e íntima del grupo social que habitaba en la ciénaga. Esto, a su vez, nos hace pensar que la manufactura de estas piezas formaba parte una actividad ritual importante que debía de realizarse, preferiblemente, no sólo por los mismos habitantes, sino también en el mismo islote.

Estrechamente relacionado con el significado inferido por la presencia de los braseros e incensarios, se encuentra la vida espiritual, parte medular de la cotidianidad, estructurada alrededor de su cosmovisión. Sin la protección de los dioses, no hubiera existido la vida en los islotes. Se sabía que si fallaban en el mantenimiento de los acuerdos con el mundo sobrenatural, surgirían problemas en la vida. Para la población que vivía inmersa en un universo prehispánico, donde se llevaban a cabo constantes diálogos y negociaciones con el mundo sobrenatural, el lugar donde se habita, la orientación que guardan las casas habitación y la relación física que se establece con el paisaje sagrado circundante eran los primeros aspectos a resolver (Tilley 1994; Cosgrove 1984; Cosgrove y Daniels 1988).

Una serie de elementos y testimonios arqueológicos nos da cuenta de ello como el caso de las estructuras centrales. Uno podría imaginar que éstas, siendo el espacio público al cual acudían los representantes de los habitantes isleños que conformaban el sector de sostenimiento del centro regional, estarían ubicadas y edificadas en relación con el sector central, La Campana-Tepozoco, donde residían los gobernantes y la elite del centro. De ser correcto, sería más lógico que estas estructuras tuvieran la entrada principal orientada hacia La Campana-Tepozoco. Sin embargo, las evidencias arqueológicas parecen indicar lo contrario, pues desde la primera estructura central, durante el Clásico tardío, ya estaba definida la ubicación de la entrada en el lado opuesto a la Campana. Esto implica que el factor decisivo para la edificación de las mismas fue la orientación hacia el occidente; es decir, hacia el lugar donde el sol moría para nacer de nuevo a la mañana siguiente, siendo también el rumbo al Nevado de Toluca y sus alrededores, morada del dios de lluvia. Antes que nada, se debió cumplir con lo que dictaba el paisaje sagrado.

La presencia preponderante de los entierros de infantes es otro testimonio de que el mundo sobrenatural incidía en la vida cotidiana. Comparado con otros contextos prehispánicos en México Central, salta a la vista el número de infantes enterrados en este espacio reducido, sobre todo en el montículo 20, que alberga las estructuras centrales. Algunos de estos son múltiples, con infantes de edades similares. Si el estudio osteológico (Torres et al. 2009) nos revela que las condiciones de salud son, en términos generales, buenas y que los restos esqueléticos no manifiestan problemas de nutrición, entonces las razones por las cuales están enterrados tantos niños en este islote principal no las encontraríamos en la muerte derivada de condiciones de miseria extrema en la vida propiamente dicha.

Es ampliamente sabido que el dios de la lluvia, Tláloc, tiene una importancia profundamente arraigada en la conducción de la vida mesoamericana. Así mismo, tanto las evidencias arqueológicas (Broda et. al. 2001) como los documentos históricos escritos por algunos cronistas de los siglos xvi y xvii como Sahagún (1985), Fray Toribio de Benavente, Motolinía (1941), Fray Juan de Torquemada (1976), entre otros, nos hablan del sacrifico de los niños como parte de las prácticas rituales al dios Tláloc entre los antiguos mexicanos. Naturalmente, la historia del valle de Toluca no fue una excepción (Sahagún 1985; Velásquez 1973:51-53; de la Serna 1987).

En el caso del montículo 20, puede presumirse que, por lo menos, algunos de los niños fueron ofrendados al dios Tláloc. Mediante las ofrendas, los antiguos habitantes de Chignahuapan lograron establecer comunicación con la divinidad y ésta, al recibir los obsequios respondía a las peticiones de los seres humanos. De esta manera, las ofrendas desempeñaban la función de vehículos que negocian la interacción entre dos niveles cósmicos; es decir, entre los seres humanos y los dioses (López Austin 1997:211). Se pensaba que ofrendas tales como las de “los niños muertos jugaban un papel activo en el proceso de la maduración de las mazorcas, y […] regresaban a la tierra en el momento de la cosecha; al término de la estación de lluvia, cuando el maíz ya estaba maduro” (Broda 2001:299, citado por Montero 2001:33).

De esta manera, para los habitantes de la ciénaga de Chignahuapan, los actos de ofrendar a los niños al dios de la lluvia, ya sea en montañas o en los islotes mismos, constituían parte ineludible de su existencia.

Otras evidencias apoyan la misma conjetura. Quizá el testimonio más simbólico de ella es el entierro de una joven de entre 18 y 20 años, muerta en proceso de parto (Sugiura et al. 2003) y colocada en una fosa. Este entierro, el número 5, presenta una posición decúbito dorsal y semiflexionada, con dirección cráneo-pie hacia el occidente, apuntando al Nevado de Toluca. Se trata del único entierro que tiene esta posición en el sitio y se distingue de los restos de enterramientos con posición predominantemente lateral flexionada. Su región abdominal aún contenía parte del producto. La muerte misma de la joven en una circunstancia particular como ésta tiene fuertes cargas simbólicas en la cosmovisión mesoamericana (López Austin 1990 y 1994; Soustelle 1961 y 1996; Bray 1968; Dahlgren 1976; Viesca 1984; Barba de Piña Chan 1993; Rodríguez de Shadow 2000). Los documentos cuentan que en la sociedad mexica se consideraba la muerte en el parto como la mayor gloria para las mujeres, ya que se equiparaba con los guerreros muertos en la batalla. Las mujeres así muertas llegaban a ser cihuapipiltin (mujer noble) e iban al templo de las cihuapipiltin. Las almas de las mujeres muertas en su primer parto iban a la parte occidental, cihuatlampa (lugar de las mujeres), el lugar donde el astro moría para volver a nacer a la mañana siguiente (Dahlgren 1976:718; Soustelle 1996: 139-140). De esta manera, la muerte de esta joven tiene una correspondencia con el occidente, región donde se evocaba la relación luna-agua-tierra-fertilidad-mujer/hombre. Así en torno a esta muerte confluyen los referentes de cihuapipilli, el sol alunado, la luna y Tláloc (Aramoni 1998:158).

Por su parte, las ofrendas refuerzan el vínculo con los seres divinos. En este caso concreto, la joven muerta en parto tiene una serie de ofrendas con implicaciones simbólicas como son: una serie de vasijas sobrepuestas con pigmento rojo en su interior, sahumadores e incensarios colocados a la altura de la pelvis, así como cuatro guijarros y una navajilla prismática de obsidiana verde, depositados entre el brazo izquierdo y las costillas. De todas las ofrendas, quizá la más significativo es un cráneo de cánido común, macho en edad adulta, el cual está colocado debajo del cráneo de la joven, apuntando hacia el Nevado de Toluca (Sugiura et al. 2003). En el contexto mesoamericano, se ha reconocido ampliamente el papel del perro como acompañante del muerto en el viaje hacia el otro mundo (Sahagún 2000; Soustelle 1996:142). Estas ofrendas asociadas fueron, mediante los ritos y las prácticas mortuorios, transformadas en algo deseable para los dioses.

De esta manera, la muerte de esta joven durante su primer parto fue aprovechada para entablar comunicación con lo sobrenatural y pedir su protección. En el caso concreto del universo de Chignahuapan, lo acuático a través del sol alunado, la luna y Tláloc ocupa una importancia preponderante dentro del mundo divino.

La importancia del mundo acuático se expresa, también, patentemente en los aditamentos utilizados para decorar los incensarios y braseros rituales. Entre los motivos, predominan notablemente aquellos que representan simbólicamente al mundo acuático, como la concha, el caracol, el caracol cortado o estrella de Venus, la estrella de mar, volutas, agua y nubes.

Ciertamente todo aquello referente a la lluvia tiene una importancia esencial para la supervivencia de los habitantes de Chignahuapan, puesto que el espacio habitado y los recursos aprovechables, en una palabra, la vida misma de estos grupos, pendía de un delgado hilo. Si llovía más de lo necesario y aumentaba el nivel del agua, podía peligrar la vida en los montículos, pero si faltaba la lluvia y se desecaba la zona, también se tendrían dificultades para sobrevivir porque disminuiría la riqueza biótica. De ahí, se entiende lo indispensable que era el equilibrio entre la lluvia y la sequía. La presencia tan fuerte de las evidencias arqueológicas relacionadas no sólo con el dios de la lluvia, sino también con el paisaje acuático en general, nos hace ver que la vida cotidiana de los antiguos moradores de Chignahuapan giraba alrededor de lo acuático. Se establecían constantes diálogos con las fuerzas divinas, invocando cotidianamente su bondad mediante ritos y ceremonias.

La vida espiritual de los grupos consiste no sólo en las prácticas rituales dirigidas al dios Tláloc, sino también en aquello relacionado con las actividades subsistenciales, como la pesca y la caza. Se entiende que estas actividades formaban parte fundamental de la supervivencia del grupo y que precisamente por ello era necesario realizar ritos dedicados a las mismas. Las evidencias de un número considerable de pesas de red —pequeños discos con muescas laterales—, hechos de fragmentos de cerámica que imita al Anaranjado Delgado y de bolas de cerbatana son testimonios de ello, pues ambos elementos se encuentran depositados de manera expresa como ofrendas que forman parte de algunos ritos para pedir la buena pesca y caza.

…Y llegó el abandono

De acuerdo con los estudios paleoambientales (Caballero et al 2002; Lozano et al 2005; Valadéz C. 2005), hacia fines del Epiclásico, alrededor de 900 dC., se registraron cambios climatológicos, cuyas consecuencias se manifestaron en diversos aspectos. El nivel del agua aumentó, restableciéndose las condiciones lacustres en Chignahuapan, lo cual afectó la vida de los habitantes de la zona. Hasta entonces, la relación entre ambas partes había tejido, mediante diálogos y negociaciones constantes, tramas complejas, las cuales habían permitido establecer una mutua, aunque frágil, dependencia.

Bajo las nuevas condiciones climáticas, los montículos fueron probablemente sepultados bajo el agua y no fue posible continuar con la construcción de los nuevos islotes. Para seguir con la vida que se había venido desarrollando durante siglos en Chignahuapan, no fue suficiente agregar nuevos pisos, como se acostumbraba hasta entonces, pues el crecimiento del nivel de agua fue, quizás, mayor de lo que podría remediarse con ese tipo de modificaciones. Sin llegar a un determinismo ambiental, los cambios climáticos y sus consecuencias concomitantes rebasaron la capacidad de acoplamiento de aquellos pobladores de la ciénaga de Chignahuapan. Quizás, las plegarias y los ritos dedicados a los seres sobrenaturales ya no lograron su cometido.

La vida lacustre, fruto de una coordinación oportuna de la población humana y la ciénaga de Chignahuapan, fue forzadamente abandonada. Se truncó, así, el modo de vida que dio un significado tan particular a los isleños. Los habitantes que habían mostrado una gran capacidad, tanto técnica como organizativa, resultante en el florecimiento de una particular cultura lacustre, se replegaron a tierra firme para sobrevivir como el sector de sostenimiento del centro arqueológico de Santa Cruz Atizapán. Las evidencias arqueológicas nos muestran claramente que el sector administrativo de La Campana-Tepozoco siguió funcionando como el centro de dicho asentamiento hasta el Posclásico.

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