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Vol. 5. Núm. 4.
Páginas 623-634 (Octubre 2007)
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Continuidad y cambio
Continuity and change
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Andreu Segura Benedictoa
a Profesor de Salud Pública de la Universidad de Barcelona.
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Tras las recientes elecciones autonómicas y locales el panorama político sanitario se renueva. Una razón, tan buena al menos como cualquier otra para considerar algunos aspectos de nuestro Sistema Nacional de Salud (SNS) que, por cierto, no dispone de muchas instancias desde las que articular políticas sanitarias de ámbito estatal, una de las cuales es el Consejo Interterritorial donde se reúnen, precisamente, los responsables autonómicos.

Algunas de estas consideraciones son mero recordatorio de la distancia que persiste entre lo que debía ser un sistema universal y único ­en el sentido que todos los ciudadanos tienen igual derecho de acceso a las mismas prestaciones y en el que todas las actividades sanitarias financiadas públicamente se proporcionan por proveedores integrados en un solo sistema­ y la realidad. Digamos que, tras más de 20 años de la promulgación de la Ley General de Sanidad, va siendo hora de culminar los cambios estructurales entonces iniciados, sobre todo al haber finalizado la transferencia de las responsabilidades asistenciales a todas las Comunidades Autónomas.

Otras, en cambio, se refieren a la conveniencia de una transformación más profunda de la sanidad, puesto que el extraordinario crecimiento que ha experimentado en los últimos lustros, gracias al éxito espectacular ­en buena parte real, pero también en parte aparente­ de una concepción marcadamente biológica de la asistencia médica, que goza por ahora de una amplia aceptación popular debido a las expectativas que genera, aunque algunas de ellas sean exageradas o simplemente irracionales.

Un sistema sanitario desequilibrado en detrimento de la faceta psicológica de los problemas y, sobre todo, de la dimensión comunitaria de la salud. Con una dinámica interna muy potente que le permite cierta autonomía de la realidad social. De ahí la necesidad de una reorientación que tenga como objeto, efectivamente, las necesidades de salud de la población susceptibles a las intervenciones sanitarias y que contribuya, junto con otros sectores de la sociedad, y particularmente con las entidades ciudadanas y otras asociaciones y organizaciones comunitarias, a la promoción y a la protección de la salud del conjunto de la población, sin limitar tampoco su participación en las actividades de restauración de la salud cuando venga a cuento.

Los sistemas sanitarios paralelos


Contra lo que establece formalmente la legislación vigente el SNS no engloba la totalidad de los dispositivos sanitarios públicos. Así, la atención a las personas afectadas por los accidentes de trabajo y las enfermedades profesionales corresponde a las mutuas, creadas a principios del siglo pasado. Un auténtico sistema asistencial paralelo que funciona de forma independiente, lo cual desde el punto de vista de la continuidad asistencial comporta interferencias, solapamientos y omisiones. Sin olvidar que la más reciente diferenciación de las funciones de protección de la salud encomendadas a los servicios de prevención de riesgos laborales, ajenos también al sistema nacional de salud, supone una nueva fragmentación de las responsabilidades globales de promoción, protección y restauración de la salud en el ámbito laboral.

Una cosa es la fuente de financiación de las actividades de salud laboral y otra su prestación, que podría perfectamente corresponder a las entidades proveedoras de los servicios sanitarios públicos, entendiendo como tales no sólo aquellos de titularidad pública, sino también los que son financiados mediante contrato por parte de los organismos compradores.

Una situación ésta de la provisión independiente que se viene dando desde hace muchos años, como ocurría en tiempos del Instituto Nacional de Previsión (INP) con los hospitales concertados por la Seguridad Social. Curiosamente, otra circunstancia que propicia la existencia de proveedores externos es la obligatoriedad del seguro escolar, lo que, desde el punto de vista de la atención sanitaria, tiene muy poco sentido.

El aseguramiento único y la igualdad de acceso


De otro lado, el supuesto aseguramiento público único que, si atendemos a la retórica habitual, caracteriza nuestro sistema sanitario tampoco es tal, puesto que determinados grupos de la población tienen acceso a distintos niveles de prestación, como ocurre con los afiliados y beneficiarios de la Mutualidad de Funcionarios del Estado, la famosa MUFACE, y otras mutualidades de funcionarios públicos que, contra viento y marea, siguen persistiendo por los años de los años. Lo que supone una flagrante transgresión de la equidad de acceso por la que han pasado de puntillas los sucesivos gobiernos de la democracia, algunos de los cuales se han preocupado mucho más de las potenciales desigualdades que implicaría la gestión autonómica de la sanidad.

Una discriminación que durante muchos años ha afectado a las personas sin derecho a pensión contributiva de la Seguridad Social, las clasificadas como "cincuenta y seis barra", cuyas prestaciones sanitarias han estado limitadas en relación con las de los antiguos beneficiarios del régimen general.

Desigualdades de carácter político estructural que conviven con otras, según la residencia geográfica, la edad, la etnia, el género, el nivel educativo y, desde luego, la clase social, y que se manifiestan también en el seno de cada una de las Comunidades Autónomas, de manera que está por ver si las desigualdades entre las autonomías son más relevantes que las que se producen en cada una de ellas, una situación que debería analizarse adecuadamente y que, en teoría al menos, interesa al conjunto de los responsables de la política sanitaria de todas las administraciones afectadas.

Las mejoras internas


Nuestro sistema sanitario público, que sin duda ha supuesto una estimable aportación a la cohesión social ­en ausencia de otros elementos capitales del estado del bienestar de carácter universal hasta la promulgación de la Ley de Dependencia, como son los servicios sociales­ no puede, por sí solo, evitar las discriminaciones que limitan la equidad efectiva en términos de promoción, protección y restauración de la salud de las personas. Aprovechando la referencia a los servicios sociales bueno será tener en cuenta cómo se coordinan adecuadamente las actividades de ambas instituciones, ya que se imbrican de forma muy intensa en las circunstancias personales y sociales que afectan a los ciudadanos.

Una coordinación que, desde luego, debe empezar por el propio Sistema Sanitario regular, en el que la fragmentación de niveles y componentes sigue siendo una asignatura pendiente que la innovación tecnológica no acaba de superar, seguramente porque las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (TIC) se usan sobre todo en la dimensión de la información, pero mucho menos en la de la comunicación entre profesionales y niveles. Claro está que para ello se requiere un cambio de perspectiva de los agentes implicados y una modificación sustancial de la forma de trabajar de los profesionales.

Esto es particularmente urgente, puesto que la atomización se ha acentuado al aparecer un conjunto de nuevos dispositivos asistenciales específicamente dedicados a la atención de problemas mentales, a los provocados por la adicción a las drogas, etc.

La mal llamada historia clínica compartida ­mal llamada compartida porque la historia clínica ha sido desde su creación un instrumento desarrollado para facilitar la tarea de los clínicos­ cuya utilidad es sobre todo consecuencia de que el profesional la sienta como una herramienta propia, construida a su manera para ayudarle a tomar las decisiones de las que se hace responsable y a conocer los principales elementos del contexto del paciente. No es, pues, una mera recopilación de datos objetivos que significan lo mismo para cualquiera. Otra cosa es, naturalmente, compartir documentación clínica relevante por parte de los profesionales que integran los equipos asistenciales y los que, en un momento u otro, deben atender al paciente derivado por su propio médico; algo imprescindible. Como lo es también el uso de información clínica para evaluar y mejorar la gestión sanitaria. Aplicaciones ambas que requieren adaptaciones de la información creada, pero sobre todo que cada uno asuma los distintos papeles que debe representar en el sistema sanitario.

Precisamente la utilización de información sobre la distribución y la evolución de los determinantes de salud y acerca del impacto de las intervenciones sanitarias sobre la salud y la enfermedad, en las distintas unidades territoriales y en el conjunto del Estado, facilitaría la elaboración de políticas sanitarias y de salud de ámbito global. Políticas que se beneficiarían probablemente de la economía de escala y que permitirían un enriquecimiento mutuo.

Claro que la realidad muestra las dificultades de construir políticas comunes dado que la distribución del poder no es homogénea, afortunadamente. Aunque es de lamentar que no sean las discrepancias genuinamente políticas las que impiden hacerlo, porque es bueno que la ciudadanía disponga de alternativas entre las que elegir, basadas en concepciones diversas y en prioridades diferentes. Sin embargo, los desencuentros son normalmente más pedestres y tienen más que ver con intereses partidarios o incluso personales de muy cortos vuelos. Se echan en falta los debates políticos en el sentido más amplio, porque lo que está en juego es, ni más ni menos, la supervivencia del sistema.

La viabilidad del sistema


La viabilidad del sistema sanitario tiene grandes retos planteados, que no se limitan a la suficiencia financiera, que más parece un arma arrojadiza que un argumento consistente. Puesto que la proporción de la riqueza generada que se dedique a la sanidad pública debería ser la que la población misma decidiera, naturalmente asumiendo las consecuencias en términos de competencia de recursos, porque lo que se gasta no se puede volver a gastar de nuevo, aunque se aduzca que el sistema sanitario público, como cualquier otra actividad económica pública, genera riqueza económica directa, un planteamiento keynesiano que parece abandonado por los entendidos.

Pero más allá de este reto hay otros de más enjundia, porque no hay razón para descartar que la sociedad esté dispuesta a aumentar su esfuerzo económico, siempre que confíe en que las intervenciones del sistema sanitario público redundan en la mejora, mantenimiento o recuperación de su salud; que los esfuerzos invertidos se traducen en calidad de vida tangible.

Hasta ahora la impresión general es que el saldo neto es positivo, pero la percepción puede cambiar. Algunos signos, como el incremento de la doble cobertura sanitaria mediante aseguradoras y proveedores privados, reflejan carencias de la atención pública, algunas prestaciones como la odontológica o la podológica, o la valoración de mayor confort, sobre todo de la atención obstétrica, pero también de las comodidades en las visitas o en los ingresos; otros, como el frecuente recurso a las mal llamadas medicinas naturales ­la medicina convencional se considera precisamente heredera de la medicina natural, que inventaron los antiguos helenos en contraposición a sobrenatural­ indican, más allá del desconocimiento sobre la naturaleza y el tratamiento de algunas dolencias y malestares por parte de la medicina convencional, el deseo de los pacientes a ser escuchados y consolados, una insuficiencia de la medicina pública que a menudo se justifica por la excesiva carga de trabajo, aunque no sea esta la única explicación, ni tal vez la más importante. Porque el paradigma científico de la medicina acentúa la dimensión biológica de la salud y la enfermedad, a expensas de las dimensiones psicológicas y sociales. De manera que no sólo es cuestión de tiempo, sino sobre todo de enfoque y, por ello, de competencias y destrezas que no se adquieren durante la formación universitaria y que no son objeto de evaluación en la práctica profesional, de manera que hay pocos estímulos externos para aprenderlas.

Una deficiencia es la del trato personalizado, que seguramente influye en el preocupante aumento de las agresiones de las que son objeto los profesionales sanitarios por parte de impacientes usuarios crispados, aunque la agresividad sea resultado de la confluencia de muchas otras causas. Al haberse convertido la asistencia médica en una vía de escape para los conflictos y las tensiones familiares, laborales y sociales, resulta que las intervenciones sanitarias operan más como anestésico que como bálsamo, lo que no contribuye a la solución de tales problemas, de manera que, al metabolizarse el psicoléptico, se torna más descarnada la demanda, sin el freno de la urbanidad ni del respeto al prójimo.

Tampoco la expropiación, muchas veces consentida de las propias responsabilidades personales en cuanto a la salud y la enfermedad, es útil para acrecentar la autonomía con la que enfrentarse a los infortunios y calamidades que, mal que nos pese, son inseparables compañeras de la vida cotidiana. Esta alienación generalizada afecta también al desencanto de los profesionales clínicos, frustrados por unas demandas y unos problemas frente a los que se sienten impotentes y poco motivados. Claro que han sido formados en la idea de que su misión es básicamente detectar las causas materiales y orgánicas ­incluso celulares o moleculares­ de la patología para poder aplicar una terapéutica específica, lo que contrasta dramáticamente con buena parte de las demandas de los pacientes.

Es verdad que muchas enfermedades y dolencias frente a las que existen intervenciones de probada eficacia no son tratadas oportunamente, de manera que el hiato entre las posibilidades y la realidad es considerable, algo que una mejora en el funcionamiento del sistema sanitario actual ­sin necesidad de transformaciones radicales­solucionaría.

Pero también es cierto que se llevan a cabo muchas actividades sanitarias impertinentes, entre las que destacan las exploraciones complementarias de carácter rutinario, pruebas que deberían ser prescritas con una indicación explícita, obedeciendo a hipótesis diagnósticas razonables y que, a menudo, se ordenan sin suficiente justificación médica.

Otro de los aspectos del desarrollo del sistema sanitario que conviene analizar críticamente es la prevención clínica. Buena parte de las actividades asistenciales que se llevan a cabo en la actualidad, sobre todo desde los dispositivos de Atención Primaria, tienen el propósito de prevenir enfermedades y hasta de disminuir la exposición a factores de riesgo de enfermar, básicamente, aquellos que tienen que ver con las conductas personales relacionadas con la salud, los denominados estilos de vida.

Intervenciones que consisten, inicialmente, en la detección de la presencia de factores de riesgo como entre otros la hipertensión arterial, las dislipidemias, la osteoporosis, el sedentarismo o el exceso de peso, y posteriormente, en la prescripción de consejos higiénicos que, a menudo, tienen poco impacto, de forma que son seguidos, cuando no precedidos, por la prescripción de medicamentos. Lo que tal vez podría ser más útil si se acompañara de intervenciones comunitarias que facilitaran la adopción de comportamientos saludables por parte de las personas, conductas que no dependen exclusivamente de disponer de información, sino que se ven influenciadas poderosamente por los condicionantes sociales, la estructura familiar, la organización del trabajo, el urbanismo, etc. Pero que sin esos apoyos devienen en un consumismo ineficiente e inicuo. Sin olvidar las consecuencias de la medicalización, en tanto que merma de la autonomía, ni tampoco los efectos adversos de los fármacos. Y, desde luego, sin despreciar la enorme carga de trabajo asistencial que comportan, que interfiere en la capacidad de resolución de buena parte de los problemas de salud susceptibles de beneficiarse de una atención sanitaria próxima e inmediata.

Cambio de rumbo


Advertir la importancia creciente de los efectos adversos de las intervenciones médicas que son, en muchos casos, consecuencia de un consumismo indiscriminado; constatar que algunos grupos de la población se ven sistemáticamente relegados a la hora de recibir determinadas intervenciones pertinentes y adecuadas, o reconocer que muchas de las expectativas generadas al alimón por los medios de comunicación, los profesionales, las industrias sanitarias y los políticos sanitarios son espejismos y quimeras podría generar una auténtica crisis del Sistema Sanitario.

Una crisis que difícilmente desembocará en un acontecimiento de catarsis colectiva, como la que, en la ficción literaria, se produce cuando el niño grita que el emperador está desnudo y se desvanece para todos la ilusión. Algo improbable en una sociedad ahíta como la nuestra. Pero lo que no es inverosímil es que la situación se vaya paulatinamente degradando a medida que la yatrogenia aumenta, persisten las desigualdades sociales y se frustran esperanzas razonables junto a anhelos disparatados, como el de la eterna juventud, la inmortalidad o la superación definitiva de las enfermedades, los infortunios y las molestias; anhelos que se cultivan con esmero por los partidarios de las soluciones inmediatas, los beneficios a corto plazo o simplemente por quienes no saben pasar el rato de otro modo.

La olvidada crisis de civilización de la que se hablaba en los años setenta y que el fin de la historia parece haber amordazado. Crisis en el sentido de una situación que se transforma irremediablemente, más allá de valoraciones morales, y de la que no se puede salir retrocediendo. El retorno al pasado es algo imposible. Los cambios en la urbanización de la humanidad, en la estructura y la función familiar, en la organización del trabajo, en las expectativas vitales de las personas, en las formas que adoptan las comunidades humanas, mucho más dinámicas e inestables que nunca, requieren una recreación de los criterios y de los valores con los que mantenerlas. Algo que, desde luego, supera con mucho las posibilidades de actuación de la sanidad, pero que no impide que desde la sanidad se intente contribuir a configurarlas.

Para ello, el programa sanitario no puede basarse en una concepción de la salud como un valor en sí mismo, que puede incrementarse y protegerse básicamente mediante intervenciones de los servicios sanitarios, dado que muchos determinantes de la salud quedan fuera de sus posibilidades. La salud no es sino un medio para mejorar la calidad de vida. Por eso tampoco debe limitarse a combatir las enfermedades sin atender sus causas y conviene que se busquen explicaciones al porqué de su presencia, tanto en la naturaleza social como en la esfera biológica, sin olvidar explorar el impacto de la muerte y de la enfermedad en la evolución de la vida en general y de la humanidad en particular. Un planteamiento este que no se propone con el objetivo de encontrar soluciones aplicables directamente, como parece que se hace desde la genética clínica, sino más bien para entenderlas y tal vez así evitar adaptaciones espurias y erróneas.

Reorientar el sistema sanitario para que contribuya efectivamente a la mejora, mantenimiento y restauración de la salud de la población en su conjunto supone vertebrar los dispositivos asistenciales de manera que proporcionen una atención integrada, implica también replantear el componente de servicios sanitarios colectivos de manera que no sólo no actúe independientemente de la asistencia, sino que se convierta en una especie de bisagra entre la sanidad y la sociedad. Una empresa particularmente difícil, debido a la precariedad cuantitativa y, sobre todo, cualitativa de los actuales servicios de salud pública.

Precisamente la reciente decisión del Ministerio de Sanidad de autorizar la comercialización de la vacuna tetravalente frente a cuatro tipos del virus del papiloma humano, tal vez con la pretensión de ayudar a conservar un cierto consenso amenazado por las manifestaciones unilaterales de algunas Comunidades Autónomas, no ha contado, parece ser, más que con el documento de la ponencia de vacunas de la Comisión de Salud Pública del Consejo Interterritorial, una instancia acostumbrada a valorar medidas específicas poco comparables a la finalidad última de la decisión, ni más ni menos que un programa de prevención del cáncer de cuello uterino. Un documento que después de considerar los criterios preestablecidos para autorizar nuevas vacunas y de poner de manifiesto algunas de las incertidumbres todavía presentes, opta por recomendar la inclusión de la vacuna en el calendario oficial, sin que el contenido de la recomendación se siga de la aplicación de los criterios ni de la inocuidad de las incertidumbres, aunque limitada, eso sí, a una generación de niñas a escoger entre las 6 que componen el intervalo de edad entre 9 y 14 años.

Recomendación más prudente o acaso más tímida que las propuestas en el autodenominado documento de consenso entre 8 sociedades profesionales médicas, entre las que no se incluyen la Sociedad Española de Salud Pública y Administración Sanitaria (SESPAS) ni ninguna de las sociedades a ella adheridas o tampoco la Sociedad Española de Medicina Familiar y Comunitaria (SEMFyC).

Tal vez sería bueno que el Sistema Sanitario dispusiera de organismos a los que solicitar valoraciones técnicamente competentes y políticamente independientes a las que recurrir para valorar recomendaciones de promoción y protección de la salud, como el prometido Comité Científico español para la promoción de la salud y la prevención de la enfermedad que el Ministerio de Sanidad se comprometió públicamente a apoyar en la primera conferencia de prevención (sic) y promoción de la salud en la práctica clínica, celebrada en Madrid a mediados de junio.

Instancias que ayuden a valorar las eventuales consecuencias de las intervenciones sanitarias en términos de efectividad, eficiencia y equidad y no meramente respecto de la eficacia. Que contribuyan a superar las soluciones de café para todos que empobrecen el conjunto, olvidando que las necesidades no se reparten homogéneamente. Así, por ejemplo, incluir la vacuna del papiloma en el calendario oficial y sufragarla con financiación pública, con la justificación de que así se reduce la inequidad que supondría que sólo la recibieran quienes pueden pagarla, significa en la práctica que los que no la necesitan y, entre ellos, muchos de los que pueden pagársela, reciban una subvención de todos. Tal vez, pues, vale la pena abordar medidas de discriminación positiva, a pesar de la impopularidad inmediata que pueden generar.

Lo que lleva a una última consideración, a saber, que el populismo puede dar al traste con cualquier propuesta sensata de política sanitaria. Es terreno abonado para las expectativas irreales y para el consumismo desenfrenado. Lo que no impide que desde el Sistema Sanitario se facilite o, por lo menos, no se impidan las iniciativas de las Comunidades, en el caso que existan ­tanto las mismas Comunidades como sus iniciativas, que no son las derivadas de una manipulación interesada de las industrias de la salud o de los propios estamentos sanitarios­ para construir una vida personal y colectiva que valga la pena.

BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA


Freire JM. La cobertura poblacional del sistema nacional de salud: importancia y retos de la universalización y la equidad en el aseguramiento. En: Repullo JR, Oteo LA, editores. Un nuevo contrato social para un sistema nacional de salud sostenible. Barcelona: Ariel; 2005. p. 61-99.

Gervás J. Screening for serious illness. Limits to the power of medicine. Eur J Gen Pract. 2002;8:47-9.

Segura A. Salud y sociedad. El papel de la medicina y la salud pública. En: Repullo JR, Oteo LA, editores. Un nuevo contrato social para un sistema nacional de salud sostenible. Barcelona: Ariel; 2005. p. 359-74.


*Agradezco las sugerencias de Amando Martín Zurro a una versión inicial del original. Procede la prescripción de la eximente.

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