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Vol. 24. Núm. 4.
Páginas 104-116 (Abril 2005)
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La farmacia en el Quijote
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Juan Esteva de Sagreraa
a Facultad de Farmacia. Universidad de Barcelona.
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Cuarto centenario de un libro inmortal (1605-2005)

«El caballero andante ha de ser médico y principalmente herbolario, para conocer en mitad de los despoblados y desiertos en que se encuentren las hierbas que tienen virtud de sanar las heridas»

Don Quijote.

El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha es la obra cumbre de las letras hispánicas. Además de su enorme valor literario, la novela proporciona una amplia visión de las enfermedades de su tiempo y de los tratamientos ofrecidos por la farmacia renacentista. Por su riqueza en materiales médicos, el Quijote puede ser consultado o leído como un tratado de medicina y farmacia, que suministra una amplia información sobre todo tipo de enfermedades y remedios.

Uno de los mayores logros de Cervantes (1547-1616) es dar al lector la sensación de que cuanto está escrito en el Quijote es realidad, de que Alonso Quijano no es un personaje sino un ser de carne y hueso. La ficción se impone a la realidad y don Quijote reemplaza a Cervantes, como existen rutas cervantinas que evocan el itinerario de un personaje que no existió jamás. Este fenómeno sólo se produce en las novelas que consiguen convertir a sus personajes en arquetipos, en pautas de comportamiento en las que se ven reflejadas las personas. El mundo, gracias a Cervantes, está poblado de quijotes y sanchos y parece como si siempre hubiera sido así, como si esos personajes existieran más allá de la imaginación de quien los eligió como personajes de su novela.

Un colérico genial

Hacia 1600 circuló con profusión en España el libro de Juan Huarte de San Juan Examen de ingenios para las ciencias. La semblanza física y mental de don Quijote concuerda con los planteamientos expuestos en el Examen de ingenios, encuadrándose en el temperamento colérico, vinculado al aire y al hígado. Se consideraba que los coléricos tenían inclinación hacia la sabiduría y el ingenio. Huarte de San Juan opinaba que la constancia de ánimo de los dominados por la bilis era frágil y que tenían una gran capacidad de inventiva y propensión a las extravagancias, causadas por la destemplanza caliente y seca del cerebro. Don Quijote se aficionó a los libros de caballerías y «del poco dormir y el mucho leer se le resecó el cerebro». En el Examen de ingenios se lee: «La vigilia de todo el día deseca y endurece el cerebro, y el sueño lo humedece y fortifica». La ausencia de humedad debida a las lecturas nocturnas produce una inestabilidad de los humores y enajena a don Quijote, a quien los libros de caballerías le tenían tan conjurado que «se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio». A don Quijote la fantasía se le asentó en la imaginación «de tal modo que era verdad toda aquella máquina de aquellas sonadas soñadas invenciones que leía». La realidad es suplantada por la fantasía, cuanto observa resulta distorsionado por su imaginación y emite sobre todas las cosas opiniones extravagantes, entre la genialidad y la locura.

Es muy interesante el pasaje en el que el cura, refiriéndose a don Quijote, durante el expurgo de la librería del hidalgo manchego, dice: «Tiene necesidad de un poco de ruibarbo para purgar la demasiada cólera suya». El ruibarbo era uno de los purgantes más utilizados en la farmacopea renacentista. La raíz del Rheum officinale es amarga, tónica, purgante, colagoga y astringente. Contiene ácido crisofánico y ácido tánico.

Supuesto retrato de Cervantes, del ilustrador N. González Madrid en una edición del Quijote de Urbano Manini.

Comienzo del Quijote en la edición príncipe (1605) de Juan de la Cuesta. Biblioteca Nacional. Madrid.

Fuentes, lavativas, sangrías

En el Quijote abundan las referencias a enfermedades y los medicamentos. En sus páginas se pasa revista a la terapéutica de su tiempo. La nefasta costumbre de las «fuentes» se encuentra reflejada en las páginas del Quijote. Consistía en un método que evitaba la cicatrización de las heridas y causaba mucho dolor a los pacientes, por lo que algunos médicos eran contrarios a su abuso. Cristóbal Hoyo escribió una obra titulada Parecer del doctor Cristóbal Hoyo sobre el abuso de las fuentes, editado en 1635 en Salamanca, con una crítica severa de esta técnica, que consistía en realizar una incisión en las piernas, los brazos o nalgas, y practicar una sangría. A continuación se colocaba alguna sustancia entre los labios de la herida, como estopa hervida o un objeto metálico que impedía la cicatrización por tiempo indefinido, formándose una fístula que cada día producía cierta cantidad de secreción, por la que creían que se expulsaban los malos humores. En tiempos de Cervantes también se practicaban los sedales, que consistían en practicar heridas profundas en el tejido muscular para conseguir la expulsión del «humor pecante» responsable de la enfermedad.

Las hilas, muy utilizadas para curar heridas, consistían en hebras que se sacaban de un trozo de lienzo usado con las que, una vez embebidas en diversos líquidos cicatrizantes, se cubrían las heridas

Las hilas, muy utilizadas para curar heridas, consistían en hebras que se sacaban de un trozo de lienzo usado con las que, una vez embebidas en diversos líquidos cicatrizantes, se cubrían las heridas. El ventero aconseja a don Quijote que consiga un escudero que lleve siempre consigo «hilas y ungüentos para curarse».

Las melecinas, clisteres o lavativas eran muy utilizadas para conseguir un efecto purgante y la expulsión de los humores. En el capítulo XV de la primera parte del Quijote, Cervantes narra la aventura que le aconteció al Caballero del Febo, que cayó al hundirse el suelo: «Al caer, se halló en una honda sima debajo de tierra, atado de pies y manos, y allí le echaron una destas que llaman melecinas de agua de nieve y arena, de lo que llegó muy al cabo; y si no fuera socorrido en aquella gran cuita, de un sabio grande amigo suyo, lo pasara mal el pobre caballero».

Sancho Panza escribe una carta a don Quijote, desde su ínsula: «Quiero enviar a vuestra merced alguna cosa; pero no sé qué envíe, si no es algunos cañutos de jeringa, que para con vejigas los hacen en esta ínsula muy curiosos». Los cañutos solían ser de plata y servían para la aplicación de la lavativa.

Las sangrías las realizaban los barberos sangradores, que las practicaban habitualmente por indicación médica. Había personas que, sin padecer ninguna enfermedad, se sangraban en primavera todos los años como medida preventiva. Solía practicarse una sección de una vena superficial y también se aplicaban sanguijuelas o ventosas a la parte inflamada para descongestionarla. Cervantes hace mención de una sangría que costaba medio real, en opinión de Juan Haldudo, vecino de Quintanar. Don Quijote ve cómo azota a su criado Andrés atado a un árbol y Haldudo le asegura: «Había de descontar de la paga un real de dos sangrías que le habían hecho estando enfermo»

También comenta las sangrías que practicaba el barbero, que acudió con el yelmo de Mambrino para sangrar a un enfermo y para afeitar a otro cliente.

Farmacopea quijotesca

Cervantes conocía las virtudes de las plantas utilizadas por los herbolarios de su siglo para curar de forma económica las enfermedades sin necesidad de acudir al médico y a la botica. Conocía las propiedades cicatrizantes del romero, las emolientes de la hierba cana, las venenosas del eléboro, las estomacales y vulnerarias del corazoncillo o hierba de Santa María, las astringentes de la hierba de la doncella, las vermífugas y estomacales de la hierba lombriguera y las calmantes de la hierba mora.

Las propiedades cicatrizantes del romero quedan reflejadas en el texto cervantino cuando uno de los cabreros cura una herida en la oreja de don Quijote: «Tomando algunas hojas de romero del mucho que por allí había, las mascó y las mezcló con un poco de sal, y aplicándoselas en la oreja se la vendó muy bien asegurándole que no había menester otra medicina».

En su obra, Cervantes se refiere a las «misturas» que «suelen hacer algunas mujercillas simples y algunos embusteros bellacos, algunas misturas y venenos con que vuelven locos a los hombres». Con varios ingredientes preparaban filtros de amor o mixturas para recuperar la juventud.

Sancho se refiere a las recetas médicas con cierta sorna: «Pues hay físicos que con matar al enfermo que curan quieren ser pagados de su trabajo, que no es otro, sino firmar una cedulilla de algunas medicinas, que no las hace él sino el boticario». Las recetas renacentistas contenían tres partes: los nombres y las dosis de los ingredientes, el modo de preparación abreviado con varias letras, y la instrucción, en la que se indicaba al enfermo el modo de empleo. La receta se encabezaba con el signo R./, abreviatura de Récipe, terminado con la firma del médico. En la época en que se escribió el Quijote, las recetas se escribían en papel de pergamino, en «cédulas», por lo que Sancho habla despectivamente de la «cedulilla».

Redoma es una palabra de origen árabe. Designa a las vasijas de vidrio o de barro, anchas en el fondo y que se angostan progresivamente hasta la boca. Se empleaban para conservar los medicamentos en las boticas y en las casas particulares. Algunas llevaban inscrito el nombre del producto que debía guardarse en su interior. Sancho Panza pregunta: «¿Qué redoma y bálsamo es ése?», refiriéndose al bálsamo de Fierabrás.

Cervantes menciona los ungüentos, que se aplicaban sobre los órganos enfermos o las lesiones de la piel. Es una forma farmacéutica de uso tópico con ceras, resinas o grasas, de consistencia parecida a la de la manteca, que se licua por el calor de la piel. En tiempos de Cervantes se utilizaban muchos ungüentos, como el de altea, compuesto de malvavisco, cera amarilla, resina y trementina; el ungüento de basilicón, con pez negra, resina de pino, cera amarilla y aceite de oliva, y el ungüento blanco, al que hace mención Sancho cuando dice: «Aquí traigo hilas y un poco de ungüento blanco en las alforjas»; este ungüento se componía de manteca y carbonato de plomo porfirizado que se empleaba como secante y cicatrizante. Otros ungüentos muy utilizados en el Renacimiento español eran el de diaquilón, mezcla de aceite de olivas y emplasto de litargirio; el ungüento egipciaco, con acetato de cobre, vinagre y miel; el ungüento de la madre Tecla, compuesto de litargirio, manteca, sebo, cera y pez, y el ungüento populeón, un calmante compuesto de yemas de álamo, hojas de adormidera, belladona y manteca.

En aquellos tiempos el vino se utilizaba como bebida y como medicina. Las heridas abiertas se lavaban con vino, costumbre recogida en el texto cervantino. Además, era uno de los ingredientes del bálsamo de Fierabrás.

Hambre y nutrición

El Quijote abunda en sabrosas descripciones sobre la comida, la bebida, el hambre y la sed. En la novela son frecuentes los detalles sobre la alimentación de la época, las pobres comidas de cebolla, el queso duro como la piedra, y las comidas abundantes de los nobles en los banquetes. Sancho, como hombre del pueblo, tiene un excelente apetito. Don Quijote, muchas veces hambriento, tiene preocupaciones de índole espiritual, que lo alejan de las inquietudes, más simples, de Sancho Panza. Le dice a su escudero: «Hágote saber Sancho, que es hora de caballeros andantes no comer en un mes». Don Quijote prefería sustentarse de «sabrosas memorias», aseguraba que los caballeros andantes se pasaban la mayor parte de los días «en flores», pasando «sed y hambre», lo que no evita que harto de pasar hambre, afirme: «Tomara yo ahora más un cuartel de pan o una hogaza y dos cabezas de sardinas arenques, que cuantas hierbas describe Dioscorides». Cervantes se refiere así a sus personajes: «La noche oscura, el escudero hambriento y el amo con gana de comer».

La sed agobia al caballero: «Ya toparemos donde mitigar esta terrible sed que nos fatiga, que sin duda causa mayor pena que la hambre». Molido a palos por los mercaderes, sólo «quiso comer y que le dejasen dormir». Su apetito se despierta y olvida su melancolía al ver a Sancho engullir conejos y perdices: «Y diciendo esto, comenzó de nuevo a dar asalto al caldero, con tan buenos alientos que despertó los de Don Quijote». Otras veces, sus desgracias lo deprimen y pierde el apetito: «Me he visto esta mañana pisado y acoceado y molido de los pies de animales inmundos y soeces. Esta consideración me embota los dientes, entorpece las muelas y entumece las manos y quita de todo en todo las ganas de comer». Quizá la frase que mejor resuma las relaciones entre la espiritualidad y el hambre de don Quijote sea ésta: «El mayor contrario que el amor tiene es la hambre y la continua necesidad».

Don quijote es un leptosomático o asténico, Sancho es pícnico, pletórico, obeso, y sus actitudes ante la comida, como ante la vida en general, corresponden a dos modelos temperamentales opuestos.

Los consejos que don Quijote da a Sancho cuando éste parte para gobernar su ínsula son más alimentarios que otra cosa: «Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado, ni guarda secreto ni cumple palabra» y «come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago.»

El hambre castiga a Alonso Quijano, cada vez más desnutrido, delgado y etéreo, menos material y más espiritual, libre de ataduras terrenas, salvo su obsesión por deshacer tuertos y liberar doncellas de las garras de malandrines y gigantes. Cervantes describe a don Quijote después de su primera salida, «flaco, amarillo, los ojos hundidos en los últimos camaranchones del cerebro».

Las situaciones vividas por Sancho en su ínsula carecen de desperdicio. Cree que quedarán atrás sus penurias gastronómicas, pero el doctor Pedro Recio Agüero no le deja abrir la boca y Sancho exclama: «Más quiero hartarme de gazpacho que estar sujeto a la miseria de un médico impertinente que me mate de hambre». Sancho no aguanta la implacable dieta y cree que lo que aquel médico desea es que muera de hambre. El escudero tiene olfato de sabueso y más de una vez «se fue tras el olor que despedían de sí ciertos tasajos de cabra que hirviendo al fuego en un caldero estaban». El castigo del glotón es ver su apetito satisfecho antes de lo que él quisiera, sumido a continuación en el sopor y la torpeza.

Sancho come «apriesa y a dos carrillos» para saciar rápidamente su hambre. El desayuno prescrito por el doctor Pedro Recio, con «un poco de conserva y cuatro tragos de agua fría» le parece pensado para quitarle la vida. Acostumbrado a pasar hambre, se refina en su ínsula y adopta buenas maneras en la mesa: «Aprendió a comer a lo melindroso tanto, que comía con tenedor las uvas y aún los granos de la granada».

Don quijote es un leptosomático o asténico, Sancho es pícnico, pletórico, obeso, y sus actitudes ante la comida, como ante la vida en general, corresponden a dos modelos temperamentales opuestos.

Otros personajes de la novela opinan sobre la comida, como Teresa Panza: «Que la mejor salsa del mundo es la hambre, y como no falta a los pobres, siempre comen a gusto». El canónigo recomienda para templar la cólera «tomar un bocado y beber una vez». También los animales tienen hambre, como sus dueños. Rocinante sufre grandes padecimientos porque su amo le exige grandes esfuerzos sin suministrarle el alimento necesario para ello. Para Rocinante y Rucio, toda ocasión es buena para ir a pacer juntos y alimentarse por su cuenta.

Cervantes cita 88 alimentos en el Quijote, entre ellos pescados como el bacalao, el caviar negro, el curadillo, los peces de la laguna de Ruidera, las truchas, truchuelas, sardinas y arenques; carnes como el cabrito, carnero, conejo, gallinas, gallipavo, ganso, gullerías, lechones, jamón, liebre, novillo palomino, perdices, pichones, pollo, ternera, tocino, torreznos asados y vaca; vegetales como aceitunas, ajos, cebolla, hierbas, nabos y zanahorias; legumbres como algarrobas, garbanzos, lentejas, cebada y trigo; frutas como avellanas, bellotas, granada, nísperos, nueces, pasas y uvas; guisos como albondiguillas, canutillos, cecina, duelos y quebrantos, además de empanadas, ensaladas, fruta sazonada, manjar blanco, matalotaje, carne de membrillo, migas con torreznos, olla podrida, salpicón, tasajo de cabra, torreznos asados y tortilla de huevos. No olvida los quesos manchego, de Tronchón, requesón y la leche, así como el vino añejo, generoso y de Ciudad Real. Evidentemente, también aparecen el pan, la sal, la pimienta, los ajos y el aceite. Todo un completo inventario de la alimentación de los hombres del Renacimiento español.

Terapia literaria

La riqueza inagotable del Quijote se ve reflejada en una anécdota atribuida al neohipocrático Thomas Sydenham (1624-1689), un médico británico muy crítico con la medicina de su tiempo, a la que censuraba sus teorías erróneas y su tendencia al sistematicismo. Sydenham afirmaba que no debían consultarse los textos de medicina porque estaban plagados de falsedades. Un colega le preguntó entonces qué libro debían leer los estudiantes de Medicina. Sydenham contestó: «Que lean el Quijote».

Consideraciones terapéuticas aparte, el Quijote es una novela escrita por un autor que parece tocado por la gracia y conducido por los ángeles al escribir cada frase. Es difícil reunir en un solo texto tal cantidad de logros y aciertos, de aportaciones que sirvieron para consolidar la novela moderna. Es una novela inmortal e insuperable, con hallazgos que siguen sorprendiendo a sus lectores, estudiosos y críticos. A sus muchos méritos une el de haber puesto en escena dos personajes arquetípicos, el idealista hidalgo y el rústico socarrón, unidos ambos por las locas aventuras a que les conducen las fantasías de don Quijote. Como interés adicional, cabe citar el contenido relacionado con la salud, las noticias sobre las enfermedades y sus remedios, sus observaciones sobre la comida, el sueño, las costumbres sexuales y sus desviaciones, las heridas, los locos y gigantes, los enanos y los médicos. El resultado es, además de una novela irrepetible, un fresco único sobre la España de su tiempo.

Nota

Las ilustraciones de escenas del Quijote incluidas en este artículo son del dibujante y grafista español Ramón Puiggari (1820-1903).

Medicamentos renacentistas

En la época de Cervantes coexisten diferentes tipos de remedios. Por una parte, los de la farmacia popular, las plantas de los herbolarios, baratas y poco eficaces pero seguras y al alcance de todos los bolsillos. La mayoría de la población era pobre y se curaba con los remedios proporcionados por esta farmacopea popular y doméstica. El segundo nivel estaba constituido por los remedios procedentes del galenismo, los fármacos descritos por Dioscórides, que se usaban según la teoría de los cuatro humores, las cuatro cualidades y los cuatro grados de los medicamentos. Era la denominada «farmacia racional», defendida entre otros muchos autores por Monardes, partidario de que los medicamentos se eligiesen según la doctrina humoral, sin dejarse guiar por el simple empirismo. Estos medicamentos eran los mismos de la Edad Media y constituían la base de la terapéutica del galenismo arabizado que se enseñaba en las universidades. Los médicos, que eran quienes realizaban los diagnósticos y las prescripciones, habían elaborado una compleja farmacología que se basaba en cálculos matemáticos sobre los grados y la virtud de los fármacos. Los boticarios, por su parte, eran los expertos en la recolección, el comercio, la conservación, la confección y el despacho de los medicamentos. Carecían de estudios teóricos, se formaban por aprendizaje y se examinaban ante las autoridades colegiales para ser aceptados en el gremio.

Grabado que muestra la elaboración de medicamentos en el Renacimiento.

Un tercer grupo de medicamentos renacentistas era de origen americano. Los viajes colombinos condujeron a un gran intercambio de medicamentos, especias y productos alimenticios entre ambos lados de un océano que sirvió de autopista para que por ella circulasen, en ambas direcciones, los productos europeos y los americanos. Entre esos medicamentos destacó en el Renacimiento el guayaco, sudorífico empleado contra la sífilis o mal de bubas, un medicamento que dio lugar al monopolio de los banqueros Fugger y al pago de importantes cantidades a los médicos que favorecían su empleo.

El cuarto grupo de medicamentos renacentistas eran los metales y minerales aportados por los paracelsistas, partidarios de la metaloterapia y del abandono de los remedios vegetales, inadecuados para curar unas enfermedades que según los paracelsistas eran azufradas, salinas o mercuriales. Los principales medicamentos de este grupo eran el mercurio y el antimonio; el primero empleado contra la sífilis con grave perjuicio de los enfermos, que padecían «azoguismo» o intoxicación mercurial, y el segundo como emético.

Primeras farmacopeas

En el Renacimiento se pone término al inmovilismo farmacéutico de la Edad Media y se introducen nuevos remedios (guayaco, sasafrás, mercurio, antimonio), pero sobre todo se incorpora la tecnología alquímica y el arte destilatorio a la farmacia. Nace la espagiria, el arte de separar lo inerte y de aislar los arcanos responsables de la acción medicinal. Los nuevos medicamentos renacentistas no eran mejores que los medievales, pero la nueva tecnología, procedente de la alquimia, permitió obtener destilados de las plantas, los animales y los minerales, lo que supuso una revolución en el mundo de la farmacia.

El reconocimiento de las drogas, en un grabado renacentista de 1497.

Junto con la incorporación de nuevos medicamentos y técnicas operatorias, el Renacimiento vio nacer la homologación de las fórmulas magistrales, hasta entonces recopiladas en los recetarios. En cada uno de ellos la fórmula y el modo de composición eran distintos y cada boticario confeccionaba la fórmula según sus preferencias, por lo que ésta variaba según se elaborase en una u otra botica. Las autoridades ponen término a esta situación y redactan y aprueban las farmacopeas, recetarios oficiales y obligatorios en un determinado territorio. El resultado es la codificación de las fórmulas, que a partir de la redacción de las farmacopeas se elaborarán igual en todas las boticas de un mismo territorio. La primera farmacopea impresa en Europa se publica en Florencia en 1498. La segunda es la célebre Concordia barcelonesa de 1511, la primera farmacopea peninsular.

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