En un documento recientemente publicado sobre la evaluación del desempeño del Sistema Nacional de Salud frente a la COVID-19, tan solo aparece la palabra ética una vez y lo hace en el contexto de la necesidad de «incorporar una mirada ética a todas las medidas para afrontar de la mejor forma posible una futura pandemia»1. Dicha recomendación alude al hecho de que los efectos de una pandemia no deben acrecentar aún más las desigualdades en salud ya existentes, por lo que, en un futuro, se podría debatir, o mejor aún, deliberar sobre si se deberían priorizar a grupos socialmente menos favorecidos (y no solo a los clínicamente más vulnerables) en el orden establecido para recibir las vacunas con el fin de minimizar sus efectos.
En nuestro país, el sistema de cobertura establecido a través de los dispositivos de seguimiento y control de vacunación en los centros de atención primaria permite mejorar el acceso a esta y realizar programas específicos destinados a aumentarla. Sobre ello existen numerosas iniciativas a nivel comunitario que muestran que intervenciones como la vacunación domiciliaria incrementa notablemente la cobertura2. Por tanto, una opción para hacer el sistema más equitativo podría ser priorizar intervenciones sobre colectivos específicos en riesgo de inequidad a través de la identificación de barreras y el aumento de la accesibilidad a servicios como la vacunación. Para ello, sería fundamental, extender el derecho a la asistencia sanitaria a toda la población, tal y como se viene demandando desde que se proclamara acabar con la exclusión sanitaria3.
Sin embargo, ya se sabe que el acceso a las vacunas no es condición suficiente para que las personas se vacunen y hay personas que, teniendo disponibilidad de las mismas, deciden no hacerlo. En una reciente revisión4 sobre el papel de la Atención Primaria de Salud en los aspectos que influyeron en la vacunación COVID en diferentes países, entre los que se encontraba España, concluían que es fundamental tener en cuenta un enfoque sobre políticas de vacunación que, además de basarse en la equidad, tuviera en cuenta también la reticencia vacunal.
En 2019 la OMS introdujo la reticencia vacunal entre las 10 amenazas para la salud global y la definió como la duda, retraso o rechazo a vacunarse, de una o de todas las vacunas recomendadas en el calendario vacunal, a pesar de su disponibilidad5. Por esta razón, es importante diferenciar la falta de accesibilidad que, desde una perspectiva de salud global puede explicar la falta de cobertura en determinadas zonas geográficas, de la reticencia. Ambos son problemas fundamentales que precisan abordarse de forma diferente, aunque sin eludir que ambas, tanto equidad como reticencia, precisan de cierta reflexión ética.
En la reticencia a la vacunación intervienen diferentes factores y su abordaje resulta intrincado al tratarse de motivos de carácter social e ideológico y, aunque puede resultar atractivo agruparlos en un genérico «antivacunas», los perfiles son muy diversos. No obstante, se pueden identificar los siguientes argumentos como los más influyentes en la reticencia a la vacunación: 1) los efectos secundarios de las vacunas, 2) la exaltación de lo natural (creer que cualquier cosa natural siempre es mejor), 3) la influencia e intereses comerciales que hay tras la industria farmacéutica, 4) la consulta a fuentes de información no científicas, 5) la difusión de la misma mediante redes sociales, 6) la percepción de autocontrol y no gravedad de la enfermedad, 7) el estigma sanitario hacia quién no se vacuna (lo que aleja a la persona con dudas de la consulta), 8) la ausencia de percepción de la dimensión colectiva que conlleva la vacunación y 9) el énfasis en la autonomía y libertad para elegir en los asuntos que conciernen a la salud6.
Pese a esta ingente cantidad de determinantes de la reticencia a la vacunación, todavía hay quién está convencido de que se trata de personas que simplemente son irracionales y/o están mal informados. Sin embargo, un análisis crítico y pormenorizado de algunos de estos elementos, puede ayudarnos a entender mejor estos perfiles. De un lado, es probable que el énfasis que se ha puesto en los derechos y responsabilidades individuales de la salud han podido alentar a un creciente número de padres y madres a expresar sus preferencias, ya sea por un tipo de alimentación más saludable, por un parto natural y, por qué no, también a preguntarse por qué deben proteger a sus hijos con un, cada vez mayor, número de vacunas. En este sentido, lo que se produce es un conflicto ideológico en el corazón mismo de la salud pública, en el que se han promovido, de una parte, la responsabilidad y los derechos individuales y, por otra, el consenso experto basado en la inmunidad de grupo, el bien común y la colectividad. Presentadas así las dos partes del conflicto parecerían contrapuestas7. Además, dada la complejidad de todo el proceso de fabricación y comercialización de las vacunas contra la COVID, los sucesivos cambios en las pautas de su dispensación y los límites, debido a la incertidumbre del contexto, en la información que se proporcionó tanto a los propios profesionales sanitarios como a la ciudadanía, es fácil que se haya acrecentado la desconfianza hacia las vacunas en particular, y a la ciencia en general.
Las vacunas y otros avances biomédicos perderán utilidad frente a futuras enfermedades potencialmente catastróficas si abordamos la reticencia vacunal como irracional y nos limitamos a contrarrestarla con una especie de superioridad de la razón científica que se ha de imponer por sí misma. Por el contrario, hemos de considerar las estructuras sociales y los contextos culturales en qué las reticencias se crean y difunden. Necesitamos una ciencia más compasiva que centre la atención de las investigaciones en los individuos y sus creencias, y qué les impele, no ya a alejarse de la ciencia, sino a círculos conspirativos8.
Desde una perspectiva ética cercana a la democracia deliberativa, se podrían realizar foros deliberativos, no apoyados exclusivamente en la evidencia científica sino en la promoción de un diálogo que permita «un intercambio con respeto mutuo entre puntos de vista tan diferentes»9. Tal postura implicaría integrar los discursos de las personas reticentes y diseñar programas de vacunación que tengan en cuenta su perspectiva, los principios de un diálogo respetuoso e informado se puede utilizar para reducir las posiciones polarizadas y contradictorias que caracterizan actualmente las discusiones sobre la vacunación infantil.
Abordar la resistencia a la vacunación es complejo porque no existe consenso sobre el origen del problema ni sobre los medios más eficaces para resolverlo. Sin embargo, comunicar información sobre la seguridad y la eficacia de las vacunas a quienes tienen dudas es claramente insuficiente. Las personas que se vacunan no lo hacen por sus conocimientos de inmunología, sino por el acceso y confianza en los sistemas sanitarios y en esos aspectos es donde hay que incidir para implicar a las personas reticentes.
Si las personas pueden cambiar de opinión sobre su predisposición a vacunarse10 entre otras cuestiones, lo harán, por el papel que tienen los profesionales sanitarios de atención primaria como vehículos de transmisión de confianza, por lo que tener una adecuada formación en este tema y sus implicaciones éticas será fundamental. Reforzar la accesibilidad y la equidad, crear espacios de deliberación pública e instaurar la confianza son imperativos que trascienden lo técnico hacia un deber ético y político.



