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Ideas económicas en torno al servicio de abastecimiento urbano de agua en la Gran Bretaña del siglo xix
Economic ideas regarding the urban water supply service in nineteenth century Britain
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José Luis Ramos Gorostiza
Autor para correspondencia
ramos@ccee.ucm.es

Autor para correspondencia.
, Ana Rosado Cubero
Departamento de Historia e Instituciones Económicas I, Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales, Universidad Complutense de Madrid, Campus de Somosaguas, 28223 Pozuelo de Alarcón (Madrid), España
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Tabla 1. Cambios en la mortalidad por tifus y fiebres tifoideas en algunas ciudades inglesas entre 1851 y 1880 (tasas de mortalidad por cada 100.000 habitantes)
Resumen

Hacia mediados del siglo xix, junto a otras infraestructuras en red propias de la segunda revolución industrial, empezó a configurarse el sistema moderno de abastecimiento de agua potable. El propósito de este trabajo es examinar las principales ideas económicas que rodearon los inicios de este novedoso servicio urbano en Gran Bretaña durante la segunda mitad del siglo xix, y que marcaron un punto de arranque para futuros desarrollos analíticos. Primero, la importancia socioeconómica de la mejora de la salubridad pública a través de un uso intensivo de agua corriente. Segundo, el surgimiento de la noción de monopolio natural. Y tercero, el debate en torno a la mejor forma de organizar la gestión del servicio. Lo interesante del caso es que nos ofrece la posibilidad de observar la interacción, en ambos sentidos, entre hechos e ideas económicas.

Palabras clave:
Abastecimiento urbano de agua
Gran Bretaña
Salud pública
Monopolio natural
Códigos JEL:
B00
B10
Abstract

By the mid-nineteenth century, along with other network infrastructures typical of the second industrial revolution, began to take shape the modern system of water supply. The purpose of this paper is to examine the major economic ideas surrounding the beginnings of this new urban service in Britain during the second half of the nineteenth century, which marked a starting point for future analytical developments. First, the socioeconomic importance of improvement of public health through an intensive use of running water. Second, the emergence of the concept of natural monopoly. And finally, the debate about the organization of service management. This interesting case gives us the opportunity to observe the interaction, in both directions, between facts and economic ideas.

Keywords:
Urban water supply
Great Britain
Public health
Natural monopoly
JEL classification:
B00
B10
Texto completo
1Introducción

Como ha mostrado en detalle Matés Barco (1999), hacia mediados del siglo xix, en buena medida respondiendo a nuevas exigencias higiénico-sanitarias, empezó a desarrollarse el sistema moderno de abastecimiento urbano de agua, que sustituyó progresivamente al tradicional sistema de fuentes públicas que había venido funcionando durante el Antiguo Régimen. Este novedoso servicio urbano –al igual que otros como el gas– tenía unas peculiares características desde el punto de vista económico que darían lugar al surgimiento del concepto de monopolio natural. Al mismo tiempo, se abría el debate sobre la mejor forma de organizar la gestión del citado servicio, ya fuera con gestión y propiedad privadas del abastecimiento y la infraestructura bajo distintas formas de regulación pública (respecto a tarifas, presión, calidad, etc.), ya con gestión y propiedad públicas, o con propiedad pública de la infraestructura y un sistema de concesión de la gestión a una empresa privada.

Fue en Gran Bretaña donde surgió el movimiento de salud pública más importante e influyente de la primera mitad del siglo xix, liderado por Edwin Chadwick, basado en un aprovisionamiento abundante de agua corriente y apoyado en sólidas razones de carácter socioeconómico, y fue también allí donde más tempranamente se desarrolló el sistema moderno de abastecimiento junto a otras infraestructuras en red propias de la segunda industrialización (gas, ferrocarril, etc.). No es extraño entonces que fuera asimismo en Gran Bretaña donde primero empezara a definirse –gracias a J. S. Mill– el nuevo concepto de monopolio natural, y donde antes se comenzara a debatir sobre el mejor modo de gestionar este servicio urbano, en paralelo a la propia evolución práctica de las formas de gestión.

Precisamente, el propósito de este trabajo es analizar conjuntamente las principales ideas económicas que rodearon los inicios del moderno sistema de abastecimiento urbano en Gran Bretaña entre mediados y finales del siglo xix, a saber: la importancia socioeconómica de la mejora de la salubridad pública a través de un uso intensivo de agua corriente, el surgimiento de la noción de monopolio natural, y el debate en torno a la mejor forma de organizar la gestión del servicio de abastecimiento. Aunque la conformación de este moderno servicio en Gran Bretaña es un tema que ha recibido bastante atención desde enfoques tales como la historia de la medicina, la historia de la tecnología o la demografía histórica, en la literatura de historia económica propiamente dicha no ha sido tratado más allá de algunos pocos estudios de autores como Millward o Hassan, o de análisis de caso de historia empresarial sobre compañías concretas de suministro (Matés Barco, 2001, pp. 139-145)1. En cuanto a los debates de ideas económicas estrictamente vinculados a la conformación de dicho servicio, aunque aludidos de forma pasajera o aislada en determinados contextos o al hilo de la discusión de otras cuestiones, no han recibido hasta ahora atención específica y de manera interrelacionada desde la perspectiva de la historia del pensamiento económico, y es ahí donde reside la modesta aportación de este trabajo. Por otra parte, para el historiador del pensamiento la conformación del moderno servicio de abastecimiento urbano reviste especial interés porque permite apreciar, con una claridad poco común y en referencia a un único caso, la mutua influencia entre hechos e ideas, algo que a pesar de ser evidente pasa demasiado a menudo inadvertido.

2El «sanitary movement» y el surgimiento del moderno sistema de abastecimiento urbano de agua

En el primer tercio del siglo xix las ciudades industriales inglesas, aquejadas por graves problemas de insalubridad, se convirtieron en focos de enfermedades epidémicas con altas tasas de mortalidad (Mumford, 1996, p. 114)2. Las condiciones generales eran malas: hacinamiento, humos, vertidos incontrolados, amontonamiento de basuras, etc. Pero había un problema especialmente grave con las aguas residuales: se utilizaban mayoritariamente pozos negros, que por un lado no eran vaciados con regularidad, y por otro no estaban diseñados para absorber el gran volumen de excrementos que se generaba en barrios densamente poblados; por ello eran habituales las filtraciones hacia capas freáticas y acuíferos próximos, dando lugar a su contaminación con materias fecales. A su vez, las alcantarillas solo estaban diseñadas para las aguas pluviales, por lo que eran incapaces de gestionar residuos sólidos y se producían habitualmente bloqueos (Glick, 1987; Wohl, 1984, pp. 89-91; Hunt, 2005, cap. I). En un contexto como este, hubo una gran epidemia de cólera en 1832 que trajo a primer plano los problemas de salud pública.

El abogado y economista utilitarista Edwin Chadwick (1800-1890), secretario de la Comisión de Pobres y autor junto a Nassau Senior del informe sobre la ley de pobres de 1834, empezó entonces a mostrar un creciente interés por las cuestiones de salud pública, y en 1842 publicó por fin su influyente Sanitary Report3. Este venía a generalizar para toda Gran Bretaña la «sanitary idea», que ya en 1838 habían apuntado –a instancias del propio Chadwick– 3 informes médicos, a cargo de N. Arnott, J. P. Kay y T. Southwood Smith, tras analizar un brote de tifus en el East End londinense. Según la citada «sanitary idea», la insalubridad era, por la vía miasmática4, el origen de enfermedades epidémicas como el tifus, las fiebre tifoideas o el cólera, y estas a su vez acababan haciendo caer a menudo a los individuos en la indigencia (Chadwick, 1842, p. 370; Lewis, 1952, pp. 33-38; Hamlin, 2008, pp. 85, 102-109, 112-119). En concreto, Chadwick intentaba respaldar esta afirmación a través de numerosos datos y testimonios directos, cuidadosamente seleccionados y referidos a todo el país (Hamlin, 2008, pp. 335-340).

Por un lado, la «sanitary idea» –con su énfasis en los condicionantes ambientales– se alejaba de la opinión más generalizada entre los médicos británicos, para quienes la pobreza extrema (asociada a la debilidad corporal por mala alimentación y a la exposición a los rigores del clima) era también un motivo básico de enfermedad, incluso mucho más relevante que las propias condiciones físicas o ambientales (Hamlin, 2008, pp. 57, 63, 71-74, 123-127)5. Chadwick, sin embargo, consideraba que el cólera o las fiebres tifoideas no entendían de niveles de ingresos: afectaban tanto a los suburbios más pobres como a los barrios más acomodados (Chadwick, 1842, pp. 144-147)6. Y si la esperanza media de vida entre las clases trabajadoras de ingresos bajos era menor que entre las clases más pudientes, ello se debía precisamente a las malas condiciones ambientales en las que aquellos vivían, con problemas de hacinamiento, exceso de humedad, suministros inadecuados de agua fresca, o graves deficiencias en la eliminación de desechos (Chadwick, 1842, pp. 114-119; Ekelund y Price, 2012, p.189).

Por otro lado, el determinismo ambiental de Chadwick iba hasta el punto de considerar que las malas condiciones físico-higiénicas llevaban asimismo a la degradación moral y a la inestabilidad social (Chadwick, 1842, p. 370)7. De hecho, su «reforma sanitaria» urbana –que pretendía mejorar la situación de la clase trabajadora a través de un sistema comprehensivo de alcantarillado y distribución de agua potable a domicilio8– fue planteada no solo como un simple medio de reducir la incidencia de epidemias y la alta mortalidad urbana, sino sobre todo como un medio de neutralizar la peligrosa radicalización obrera y la creciente agitación social sin necesidad de alterar el statu quo sociopolítico ni entrar en el controvertido terreno de la reforma social y la lucha directa contra pobreza (Ringen, 1979, p. 118; Hamlin, 2008, pp. 157-158, 185-187).

Fue precisamente este hecho el que contribuyó a su rápida aceptación y puesta en práctica, junto a los claros beneficios económicos –asociados a la prevención de la enfermedad– subrayados en el Sanitary Report: por ejemplo, evitar los costes derivados del debilitamiento de la mano de obra o del mantenimiento de viudas y huérfanos (Chadwick, 1842, pp. 186-195); poder reutilizar las aguas residuales urbanas para fertilizar tierras agrícolas (Chadwick, 1842, pp. 48-57); o eliminar la pérdida de tiempo de trabajo productivo que suponían las largas colas ante las fuentes públicas, una vez que se llevase directamente el agua corriente a las casas (Chadwick, 1842, pp. 70-71). Es decir, Chadwick llamaba la atención sobre el coste de oportunidad del tiempo que se empleaba en conseguir agua para uso doméstico. Así, el coste total del agua era la suma de su eventual precio de compra más el salario de oportunidad por hora multiplicado por el número de horas necesario para obtener agua y acarrearla hasta casa. Solo si se reducía sustancialmente este coste total –mediante el suministro directo a los propios hogares– aumentaría el incentivo económico para mejorar la higiene personal, y ello incidiría a su vez en una mejora de la salubridad general9. Por otra parte, Chadwick (1842, pp. 206-211, 222-226) intentó dejar claro que era factible hacer una comparación entre los posibles costes de prevención y los costes asociados a una mayor incidencia de la enfermedad y la mortalidad, y que ello pondría de manifiesto que –antes que la implementación de medidas correctivas a posteriori– la prevención debía ser el principio básico, pues una población más sana tendría una vida laboral más prolongada, trabajaría más productivamente y sería menos costosa de mantener (Chadwick, 1842, pp. 104-105, 148-149).

El movimiento británico de salud pública, basado en las citadas ideas de Chadwick, se institucionalizó en la década de 184010, convirtiéndose en el más importante e influyente de Europa en la primera mitad del siglo xix11. Apoyado en la errónea teoría miasmática y enfrentado a diversas limitaciones conceptuales y obstáculos políticos, no significó la erradicación definitiva a corto plazo de los graves problemas de salubridad de las ciudades británicas (de hecho, aún se producirían nuevos brotes de cólera en 1848, 1853-1854 y 1867, o el gran hedor londinense de 1858). Pero sí fue el punto de inflexión que marcó el camino hacia su resolución para finales del siglo xix, tal como se observa en la tabla 1, contribuyendo además –junto a otros factores– a la significativa mejora de la esperanza de vida en las áreas urbanas12.

Tabla 1.

Cambios en la mortalidad por tifus y fiebres tifoideas en algunas ciudades inglesas entre 1851 y 1880 (tasas de mortalidad por cada 100.000 habitantes)

Ciudades  1851-1860  1861-1870  Porcentaje de cambio  1871-1880  Porcentaje aproximado de cambio 
Birmingham  107  79  −26  −97 
Blackburn  157  110  −30  −98 
Bolton  107  95  −7  −98 
Bristol  99  93  −6  −98 
Leeds  109  141  +29  11  −92 
Leicester  137  80  −42  −99 
Liverpool  154  222  +44  58  −73 
Londres  87  89  +2  −94 
Manchester  124  170  +37  18  −78 
Newcastle  99  128  +29  14  −78 
Nottingham  105  85  −19  −98 
Preston  109  84  −23  –  −98 
Sheffield  132  139  +5  −88 

En todo caso, lo relevante aquí es destacar que el «sanitary movement» se basaba fundamentalmente en un uso generoso e intensivo del agua como base de la higiene pública y privada (Novo, 2002, pp. 295-300)13; así, por ejemplo, prestó gran atención al aprovisionamiento regular y a domicilio de agua a presión constante, a las posibilidades de reciclaje de aguas residuales urbanas, o al modo de construcción de colectores y redes de alcantarillado –en cuanto a dimensiones, formas, pendientes y materiales– para lograr un rápido drenaje y una efectiva eliminación de desechos sólidos urbanos mediante corrientes regulares de agua, evitado en lo posible roturas, filtraciones, desbordamientos y bloqueos14.

Por lo tanto, cabe concluir que el influyente «sanitarismo» de Chadwick, en el que iban de la mano los aprovisionamientos abundantes de agua potable y las redes de alcantarillado, tuvo sin duda un papel destacado a la hora de impulsar la conformación y la progresiva implantación del sistema moderno de abastecimiento urbano. Este, como ha señalado Matés Barco (1999, p. 42), se caracteriza por un elevado consumo per cápita –superando a veces los 250-300l por habitante y día–, un predominio casi completo de las redes de uso colectivo, unos poderosos y novedosos recursos técnicos de naturaleza industrial (tales como redes de agua, servicios generalizados a la totalidad del término municipal, calidad controlada, o agua a presión constante), una definida estructura organizativa y una tendencia a una creciente especialización en el suministro. Las diferencias con el sistema clásico de agua potable radicaban básicamente en los niveles considerablemente mayores de demanda, las nuevas exigencias de calidad (potabilidad), las nuevas prestaciones (servicio regular a domicilio y a presión), las extensas redes de distribución y las nuevas técnicas de captación y depuración15.

3El suministro de agua y la conformación inicial del concepto de «monopolio natural»

El moderno servicio de abastecimiento urbano de agua potable tiene unas características singulares que, entre otras cosas, hacen inviable la libre competencia empresarial en el sentido tradicional y aconsejan algún tipo de control público (Millward, 2004, p. 3; Millward, 1991, pp. 97-99). Existen economías de escala en el almacenamiento y la distribución de agua, con unos costes fijos iniciales elevados y muy superiores a los variables, siendo los costes marginales bajos y los costes medios decrecientes a medida que aumenta la producción. Ello hace que lo más eficiente técnicamente sea contar con un único provisor del servicio y una única red básica de distribución. Esta red es generalmente extensa y compleja, exige fuertes inversiones para la construcción de las infraestructuras (que se consideran en buena media costes hundidos), y plantea un problema de indivisibilidad del capital. Por otra parte, el servicio no tiene sustitutivos y se generan importantes externalidades positivas –relacionadas básicamente con la salubridad pública– por el mero hecho de poder contar con un suministro amplio y regular de agua corriente. Finalmente, hay que hacer referencia a la coexistencia de usos públicos del agua (extinción de incendios, baldeo de calles, riego de jardines, etc.) con usos privados en los hogares.

El primer economista que utilizó la expresión «monopolio natural» fue Malthus, y lo hizo para referirse a ciertas producciones de la tierra de oferta muy restringida debido a peculiaridades de suelo y situación, como el vino producido en determinados viñedos franceses (Malthus, 1969, pp. 13-14). Pero el economista que acuñó la idea de «monopolio natural» en su sentido moderno fue John Stuart Mill, identificando el suministro urbano de agua como uno de sus casos típicos debido a ciertas singularidades16. En sus Principios de 1848 indicó que un «monopolio natural» era aquel creado por las circunstancias y no por la ley (Mill 1985[1848], p. 364); es decir, el monopolio se originaba como resultado del propio proceso de producción, debido a los condicionantes tecnológicos, en sectores tales como la provisión de agua o gas (Mill 1985[1848], pp. 145-146). Pero Mill también aludía a los altos requerimientos de capital como otra barrera de entrada que forzaba a que solo unos pocos pudieran desarrollar dichas actividades, los cuales –a su vez– tenderían a llegar a acuerdos entre ellos para no competir (Mill 1985[1848], p. 364)17.

De cualquier modo, según Mill, en sectores como la provisión de agua o gas la producción a gran escala era siempre preferible a la producción en pequeña escala, y los posibles inconvenientes del paso de la pequeña a la gran escala –que Adam Smith había puesto de manifiesto– no eran aplicables al cambio desde la gran escala a una escala de producción aún mayor (Mill 1985[1848], p. 145)18. De hecho, una amplia escala de producción en sectores tales como el abastecimiento de agua o el correo postal permitía notables ahorros en costes fijos, pues los gastos del negocio no se incrementaban proporcionalmente al aumento del volumen de operaciones (Mill 1985[1848], p. 137). Por tanto, en estos casos la existencia de numerosos competidores era un despilfarro inútil –por ejemplo, en forma de solapamientos y duplicidades de tuberías– que simplemente conllevaba una multiplicación de costes, por lo que finalmente, en el largo plazo, solo sobreviviría una única empresa:

«Es obvio, por ejemplo, que si el abastecimiento de gas y agua a Londres lo realizara una sola compañía en lugar de las muchas que ahora existen, se lograría una gran economía de trabajo. Incluso cuando no existen más de dos compañías, esto supone una duplicidad de establecimientos de todas clases […] Cuando un negocio de gran importancia pública no puede realizarse más que en una escala tan grande que haga casi ilusoria la libertad de competencia, el mantenimiento de varias instalaciones distintas para prestar un solo servicio a la comunidad no es otra cosa que un derroche» (Mill 1985[1848], p. 146)19.

En definitiva, Mill fue el primer autor que identificó y caracterizó ciertas situaciones novedosas y singulares que calificó de «monopolio natural», concretándolas básicamente en los casos del abastecimiento de agua y gas, aunque aludiendo también de pasada a otros ejemplos como el de las redes ferroviarias (Mill 1985[1848], p. 146). Es decir, se puede afirmar que en Mill encontramos ya planteadas las bases doctrinales del «monopolio natural». Luego otros economistas de la segunda mitad del siglo xix y principios del xx, como Dupuit, Walras o Edgeworth, simplemente discutirían, precisarían y consolidarían el uso del concepto, lo desarrollarían con las herramientas propias del análisis marginal, y le darían una representación gráfica, pero fijando siempre el foco de interés en el caso específico del ferrocarril.

Por ejemplo, la postura de Dupuit fue ambigua (Poinsot, 2012, pp. 2-3). Por un lado, pareció reconocer en el ferrocarril los argumentos del «monopolio natural». Pero por otro, cuestionó que este surgiese necesariamente en razón de la existencia de altos requerimientos de inversión inicial, como sucedía en el ferrocarril. En principio, Dupuit prefería medios de transporte abiertos a una idea dinámica de competencia, en un contexto de continuo cambio técnico y en el que entraban en liza, en una determinada área geográfica, los canales, las carreteras y los propios ferrocarriles (Ekelund y Price, 2012, pp. 90-91). En cualquier caso, ante una situación dada de monopolio ferroviario gestionado por el gobierno, Dupuit se esforzó en demostrar analítica y gráficamente que era posible aumentar el excedente de los consumidores, y por tanto el bienestar social, mediante una adecuada política tarifaria de discriminación de precios. El punto de partida para tales desarrollos fue su pionero planteamiento de la teoría de la utilidad marginal de 1849 (Diemer, 2001, p. 142). Walras, por su parte, consideró que tanto el ferrocarril como los servicios públicos urbanos eran casos claros de «monopolio natural» por razones esencialmente tecnológicas, y recogiendo en buena medida los argumentos ya señalados por Mill, intentó precisarlos centrando la atención en el ferrocarril, pero sin emplear un tratamiento matemático. En concreto, defendió un monopolio estatal ferroviario sobre la base de la posibilidad de ofrecer precios de transporte más bajos que en un monopolio de explotación privada (Walras, 1898[1875], p. 223). Por último, Edgeworth también se centró en el ferrocarril (Edgeworth, 1913, p. 206): realizó la primera representación gráfica del «monopolio natural», estudió a fondo el asunto de los rendimientos y los costes, y se ocupó ampliamente de la cuestión tarifaria, ahondando en la idea de discriminación de precios de Dupuit (Edgeworth, 1963[1894], p. 806)20.

De cualquier modo –como indica Mosca (2008, p. 346)– lo relevante es que la idea de «monopolio natural» es el típico caso de pensamiento económico conformado por la realidad: la expresión «monopolio natural» en su sentido actual, así como la teoría que la acompaña, se fue configurando justo en el periodo en el que, con la segunda industrialización, se estaba iniciando el gran desarrollo de los servicios públicos urbanos y de las infraestructuras en red21.

El abastecimiento urbano de agua quedó pues definido como un ejemplo clásico de «monopolio natural», un «fallo de mercado» que parecía requerir algún tipo de intervención. Esta podría ir desde la regulación de la actuación de un posible operador privado para evitar el abuso de su posición de privilegio, a la gestión pública directa, ya fuera estatal o municipal. Es decir, había distintas posibilidades y por tanto se abría un terreno para la discusión.

4El debate en torno a la gestión del servicio de abastecimiento urbano4.1Chadwick y Mill

Fueron precisamente Mill y su amigo Chadwick los que inauguraron el debate en torno al mejor modo de organizar la gestión del abastecimiento. Chadwick, en su Sanitary Report (1842), entendía que los problemas de abastecimiento y saneamiento debían resolverse conjuntamente y tenían que ser abordados directamente desde instancias públicas. La razón fundamental para ello eran los significativos efectos positivos para el conjunto de la economía asociados a la mejora en la salubridad, a los que ya se hizo alusión en el segundo apartado. Es decir, implícitamente Chadwick estaba enfatizando como motivo básico lo que hoy llamamos externalidades positivas. Y dentro del terreno de la administración pública mostraba su desconfianza frente a la capacidad gestora municipal y abogaba por un modelo centralizador. Para Chadwick (1885, p. 84) el gobierno municipal tendía a caer en manos de personas poco apropiadas: ignorantes, con intereses oscuros, o para las que el tiempo tenía escaso valor. Ello se debía a una decisión racional de buena parte del electorado local, que no se informaba y se mostraba remiso a participar en el proceso político, dado que los costes de hacerlo superaban a los posibles beneficios disfrutables a título individual como ciudadano. Es decir, según Chadwick la apatía del votante hacía que los gobiernos locales fueran generalmente ineficientes (Price, 1984, pp. 981-982; Ekelund y Price, 2012, p. 197).

Por su parte, Mill había señalado en los Principios (1848) que la intervención pública era indiscutible, bien mediante la provisión directa del servicio bien a través de la regulación de una única empresa privada:

«Es preferible considerar de una vez ese servicio como una función pública; y si es de tal naturaleza que el gobierno mismo no puede emprenderlo con provecho, debe entregarse todo él a una compañía o sociedad que pueda realizarlo en las mejores condiciones para el público» (Mill, 1985[1848], p. 146)22.

No obstante, para Mill la gestión pública estatal directa debía ser generalmente considerada como última opción: «La gestión gubernamental es el menos aceptable de todos los recursos para la conducción de operaciones industriales, mientras haya algún otro disponible», salvo en aquellos países en los que «la cooperación está aún en sus primeras etapas» (Mill, 1985[1848], p. 140). De hecho, en su artículo de madurez Centralisation, Mill (1977[1862], pp. 607-609) alertaba frente a la posibilidad de otorgar excesivos poderes administrativos (o facultativos) al Estado por el peligro que ello representaba para la libertad individual.

Por tanto, parecía que –en principio– Mill se inclinaba más bien por la alternativa de una empresa privada regulada, que sin duda habría de ser una gran sociedad anónima, dados los elevados requerimientos de inversión inicial (Mill, 1985[1848], p. 768). Y es que –según Mill– las sociedades anónimas no solo permitían acceder a cuantiosas cantidades de capital y aprovechar economías de escala, sino que además podían atraer a administradores bien cualificados (Mill, 1985[1848], pp. 140, 143-144). Por otra parte, la obligatoriedad de publicar cuentas periódicamente favorecía la transparencia en su gestión (Mill, 1985[1848], p.141).

Sin embargo, y pese a todo lo anterior, Mill mostraba importantes recelos hacia las empresas por acciones con separación de propiedad y control. Su gestión tendía a ser «embrollada, descuidada e ineficaz», pues los gerentes asalariados carecían del incentivo del interés, del mismo modo que ocurría en la administración pública: «ni en el caso de los directores (asalariados) ni en el de los gobernantes, es su parte proporcional en los beneficios que pueda aportar la buena dirección igual al interés que tal vez puedan tener en la mala gestión» (Mill, 1985[1848], p. 821)23. Además, otro problema de las grandes sociedades por acciones era «el menosprecio de las pequeñas ganancias y de las pequeñas economías» (Mill, 1985[1848], p. 142). Por eso, Mill concluía: «no me parece que los defectos de la dirección gubernamental tengan que ser por necesidad mucho mayores, si acaso lo son, que los de la dirección de las sociedades anónimas» (Mill, 1985[1848], p. 821)24.

En realidad, el modelo ideal de empresa era para Mill la sociedad cooperativa, y su generalización acabaría siendo un indicador más del progreso humano moral, pues el cooperativismo significaba la «combinación sin dependencia» y representaba «la unidad de intereses en lugar de la hostilidad organizada», sin la división entre «los que pagan salarios» y «quienes los reciben» (Mill 1985[1848], p. 768)25. Pero en el caso concreto del abastecimiento urbano de agua, con sus peculiares características económicas, Mill –contrariamente a Chadwick– se inclinaba decididamente por la descentralización a nivel municipal de la provisión del servicio, bajo propiedad pública y con una junta gestora elegida localmente:

«En el caso de estos servicios especiales (como el agua, el gas, la pavimentación y la limpieza de las calles) hay razones preponderantes para que los lleven a cabo, […] no las autoridades del gobierno central, sino las autoridades municipales de la ciudad, y se sufraguen los gastos, como en realidad se hace ya, por medio de una tasa local» (Mill, 1985[1848], p. 822)26.

Era cierto que la gestión municipal era criticada por caer frecuentemente en la ineptitud y el caciquismo, pero en opinión de Mill (1977[1862], pp. 606-607) eran defectos subsanables si se hacía responsables a los gobiernos locales ante la ciudadanía, si se establecían mecanismos de inspección y control por parte de la administración central, y si se aumentaba el tamaño de algunos entes administrativos locales para poder hacer frente adecuadamente a sus obligaciones.

En la práctica, la Ley de Salud Pública de 1848 respondió parcialmente a las aspiraciones de Chadwick: aunque dio a las ciudades poder para llevar a cabo amplias mejoras del saneamiento urbano, atribuía al General Board of Health –vigente hasta 1858– la función de supervisar y facilitar dichas mejoras. No obstante, el alcantarillado y el suministro de agua seguían sin resolverse al mismo tiempo, y el abastecimiento continuaba en manos de empresas privadas, a veces varias por cada ciudad (9, por ejemplo, en el caso de Londres hacia 1850 [Schwartz, 1966, p. 78]). Esto último era algo que Mill (1985[1848], p. 822) criticaba abiertamente: primero, porque estas empresas tendían a llegar a acuerdos entre ellas para restringir la competencia, y resultaban «más irresponsables e inabordables a las reclamaciones individuales que el gobierno mismo»; segundo, porque era económicamente ineficiente, pues existía «una pluralidad de gastos sin ventajas en el servicio que la [compensasen]»; y tercero, porque lo que se cargaba por servicios de los cuales no se podía prescindir era, en sustancia, un impuesto tan obligatorio como si lo impusiera la ley: «pocas amas de casa distinguirán la «tasa del agua» de cualquier impuesto local».

En 1851 –tal como ha mostrado Schwartz (1966, pp. 78-83) –la Asociación Sanitaria Metropolitana, creada para aplicar a Londres las conclusiones del informe sanitario de Chadwick, pidió a Mill que, como principal autoridad del momento en materia económica, se pronunciase sobre 2 cuestiones: primero, si el suministro de agua debía dejarse o no en manos de empresas privadas; y segundo, en caso de optar por la administración pública, si el servicio debía centralizarse bajo una junta de salud, o repartirse entre las distintas parroquias, como pretendía el partido de la administración local o de las juntas parroquiales. En realidad, como se ha visto, Mill ya se había pronunciado sobre ambos aspectos en ciertos pasajes sueltos de sus Principios, pero ahora se le pedía que lo hiciera de un modo más explícito y directo para responder a la revista The Economist, en la que se había planteado que defender el carácter público del abastecimiento urbano llevaba necesariamente a defender que la comunidad se hiciese también cargo del suministro de alimentos y otros bienes de primera necesidad, con lo que la tierra ya no podría ser de propiedad privada y habría de convertirse en propiedad pública27.

En su respuesta, Mill (1967[1851], pp. 433-434) afirmó que la comparación con el suministro de alimentos era absolutamente falaz, y reiteró que las peculiares características técnico-económicas del suministro de agua hacían inviable la competencia y conducían a la necesidad indiscutible de intervención pública. Según el economista clásico cabían 3 opciones. La primera era la fusión de las empresas de agua bajo aquella que garantizase un mejor servicio a menor precio, con estricto control público; pero Mill la rechazó debido a su ya aludida desconfianza hacia las sociedades anónimas. La segunda alternativa era entregar el abastecimiento a las autoridades municipales; esta era para Mill –como se ha visto– la mejor opción sobre el papel, pero la descartó también en aquel momento para el caso concreto del Gran Londres, pues consideraba que aún no había una organización administrativa preparada (Mill, 1967[1851], p. 435). Por último, la tercera alternativa, que fue la elegida por Mill (1967[1851], p. 437), era encargar la tarea a un comisario nombrado por el gobierno estatal y responsable ante el parlamento, al menos hasta que se constituyese una autoridad municipal londinense verdaderamente operativa.

A la vista de los anteriores planteamientos, la Asociación Sanitaria Metropolitana, que representaba las tesis de Chadwick, consideró que Mill había respaldado de facto su posición centralizadora, pero dejando la puerta abierta a una eventual municipalización del servicio. Por eso, cuando la Asociación hizo pública la carta-respuesta del economista inglés, añadió un comentario propio recalcando 3 cosas: por un lado, que el problema del suministro era urgente y no se podía esperar a que se resolviese la cuestión de la organización administrativa londinense; por otro, que la administración parroquial con relación al auxilio a los pobres –vigente hasta la centralización de 1834– había funcionado de modo deficiente, y por tanto no parecía lógico confiar en ella en materia de abastecimiento urbano; y por último, que convenía poner en duda las posibilidades de la administración municipal incluso tras su eventual reforma, entendiendo que los funcionarios profesionales eran más dignos de confianza que unos aficionados designados por elección popular (Schwartz, 1968, p. 214).

Pasado este episodio de la Asociación Metropolitana, y ya desde fuera del organigrama nacional de salud pública, Chadwick (1859, pp. 384-386) planteó un modo alternativo de abordar la intervención del gobierno ante un monopolio natural como el suministro de agua: el principio de administración de contratos. Se trataba de aplicar la competencia para conceder la provisión de servicios públicos o la explotación de monopolios naturales; es decir, fomentar de la rivalidad entre varios postores para conseguir el derecho exclusivo a suministrar a todo el mercado bajo determinadas condiciones contractuales de cantidad, calidad, precio, etc. («competition for the field»). La idea no era nueva y ya había sido apuntada en relación con las obras públicas por el ingeniero francés Bernard de Belidor en 1729 (Ekelund y Price, 2012, p. 54), pero Chadwick la desarrolló y propuso su aplicación a casos de monopolio natural como el abastecimiento urbano de agua (Chadwick, 1859, pp. 386-388). No obstante, en el caso concreto de Londres la idea fue finalmente rechazada por el parlamento y su aplicación tampoco se consideró en otras ciudades.

Según Chadwick, el principio de administración de contratos implicaba una nacionalización previa de aquellas industrias caracterizadas por economías de escala, como el suministro de agua o gas, con objeto de transferir la propiedad desde los empresarios privados al gobierno local o nacional. Una vez hecho esto, el gobierno no operaría directamente los servicios, sino que simplemente diseñaría y adjudicaría los contratos (que daban derecho a proveer a todo el mercado) buscando favorecer a los consumidores, con el menor precio posible y la mayor eficiencia. Dichos contratos habrían de revisarse periódicamente en función de los cambios de demanda y coste, pero con la ventaja –de acuerdo con Chadwick– de que la política no tendría por qué desempeñar ningún papel en el diseño y garantía de los mismos.

Aunque el principio de administración de contratos es intuitivo y resulta atractivo, su aplicación práctica es difícil, como puso de manifiesto Demsetz retomando la idea de Chadwick (Crain y Ekelund, 1976). No es nada sencillo definir las condiciones contractuales que permitan lograr resultados económicamente eficientes, y seguramente Chadwick no fue plenamente consciente de ello. Así, por ejemplo, la duración específica de los contratos o la regulación que conlleva la supervisión y modificación periódica de los mismos son cuestiones clave de compleja concreción. Por otra parte, Chadwick estaba pensando en administradores públicos inteligentes y de elevada moral que operaban al margen de la actuación de grupos de interés, lo que está muy lejos de la realidad.

4.2Marshall

El siguiente hito destacado en el debate sobre la mejor forma de plantear la gestión del abastecimiento urbano lo encontramos en Marshall, sucesor de Mill como principal figura de la economía británica e iniciador de la escuela neoclásica. Para Marshall el problema del saneamiento, que Chadwick había ligado estrechamente al suministro de agua potable a comienzos de la década de 1840, ya estaba prácticamente resuelto hacia finales del siglo xix: aunque era cierto que en algunas ciudades aún existían barrios insalubres, se iban imponiendo definitivamente los suburbios con «excelentes sistemas de desagüe» (Marshall, 1954[1890], p. 170). En cuanto al suministro de agua potable, Marshall identificaba entre los economistas norteamericanos del momento –como H. C. Adams o R. T. Ely– una clara tendencia a proponer la participación activa del Estado en la gestión directa de aquellas industrias que obedecían a la ley de rendimientos crecientes (Marshall, 1954[1890], p. 392)28; frente a ellos, Marshall se inclinaba más bien porque fueran empresas privadas las que se encargasen de la gestión, aunque manteniendo siempre el control público e incluso a veces la propiedad pública de las infraestructuras (Marshall, 1964[1890], p. 106). Y es que Marshall defendía ante todo la iniciativa privada y creía que la administración pública estaba muy lejos de ser «infinitamente sabia»: los gobiernos, ya fueran los gobiernos locales o el gobierno central, no eran adecuados para la dirección de negocios, cualesquiera que estos fueran. De hecho, aunque admitió puntualmente algunas intervenciones estatales en la economía, consideró que la empresa privada era fundamental para la promoción del bienestar social.

4.3Los fabianos

Por último, y también a finales del siglo xix, debe reseñarse la influyente postura de los socialistas fabianos, firmes defensores de la municipalización de los servicios públicos, por lo que se les llegó a conocer como «gas and water socialists»29. Los fabianos eran pragmáticos y representaban un socialismo democrático, no marxista ni revolucionario, que sería la base del futuro laborismo británico. Pretendían un cambio gradual hacia una sociedad más justa e igualitaria, impulsada desde «dentro» del propio sistema capitalista a través de las reformas, la educación y la propaganda (Gutiérrez y Jiménez, 1985). Pero en cualquier caso, consideraban que la progresión hacia el socialismo era natural e inevitable en un contexto democrático y ya se estaba produciendo30. Su principal defecto es que carecían de fundamentos económicos sólidos y se mostraron muy eclécticos en sus ideas, por lo que no desarrollaron un planteamiento teórico propio, sistemático y coherente (Durbin, 1988, p. 67; Stigler, 1979).

Para los fabianos uno de los principales defectos del capitalismo era su carácter crecientemente monopolístico, que daba lugar a ingresos económicamente innecesarios y éticamente injustificables. En concreto, la primera y principal justificación de la propiedad pública de la industria –según Clarke (1985[1889])– derivaba del hecho de que el gran crecimiento de las sociedades anónimas y la formación de trust hacían que la propiedad estuviera cada vez más divorciada de la función empresarial, con lo que el capitalismo se convertía en algo cada vez menos acorde con la democracia y el interés público. Pero la irrefrenable propensión hacia la concentración empresarial allanaba a su vez el avance hacia el socialismo: por un lado, se iba conformando una base organizativa e institucional que facilitaba una eventual sustitución del mercado por el control y la planificación colectivos bajo los auspicios de un sistema democrático parlamentario; y por otro, la tendencia a la separación entre propiedad y control en las sociedades por acciones implicaba que la posible expropiación de las empresas por parte del Estado no tenía por qué suponer un trastorno en su funcionamiento, pues los gestores eran ya asalariados profesionales. En este sentido hay que señalar que los fabianos siempre defendieron la eficacia: la gestión pública debía igualar en eficacia a la privada, por lo que rechazaban la democracia obrera en la dirección de las empresas públicas; el parlamento –y no la empresa– era el lugar de representación ciudadana.

La segunda razón de los fabianos para defender la propiedad pública empresarial era su falta de confianza en el mecanismo espontáneo de la «mano invisible»: el mercado generaba anarquía, pues las decisiones económicas atomísticas partían de una ignorancia total o relativa, y ello derivaba en descoordinación y mala organización de los medios de producción (con duplicación de plantas y equipos, y deficiente utilización de tierra y capital) y en despilfarro en el ámbito de la distribución (con una innecesaria multiplicación de intermediarios y una enorme cantidad de dinero malgastada en dar publicidad a productos rivales) (Thompson, 1994, p. 205). Por lo tanto, era precisa la gradual sustitución de la anarquía de la lucha competitiva por la cooperación organizada, y con tal fin la extensión de la propiedad colectiva permitiría una producción ordenada y racional.

No obstante, cuando los fabianos hablaban de avanzar hacia la propiedad pública de las empresas se referían primordialmente a su «municipalización» más que a su «nacionalización», que reservaban solo para unos pocos sectores como el ferrocarril (Wallas, 1985[1889]). De hecho, el foco de atención de los fabianos se fijó como primer paso en lograr la municipalización de servicios públicos urbanos tales como el abastecimiento de agua o el gas, pues eran los casos más claros (Macrosty, 1899): a las 2 razones genéricas esgrimidas anteriormente para defender la propiedad pública empresarial, se unían las singulares características económicas de estos servicios, que de hecho hacían inviable la libre competencia. Por otra parte, dado que las empresas públicas no tendrían que soportar gastos ni de rentas ni de intereses, podrían ofrecer mejores salarios y condiciones de trabajo que las privadas.

4.4La gestión en la práctica

En paralelo al debate de ideas al que se acaba de hacer alusión, donde convivieron posturas diversas, en la práctica se dio una evolución muy concreta de las formas de gestión en el sector del abastecimiento urbano. Durante la primera mitad del siglo xix fue habitual la existencia de varias empresas privadas de suministro compitiendo en una misma ciudad, como Liverpool o Nottingham. Desde mediados del siglo xix hasta la década de 1870 –periodo de gran expansión de los sistemas de abastecimiento– lo que predominó en Gran Bretaña fue que cada ciudad estuviera servida por una única compañía privada por acciones, propietaria de la infraestructura y operando bajo una permisiva regulación pública, que se refería básicamente al control de los precios y –en mucha menor medida– de las condiciones de abastecimiento (Millward, 1991, pp. 111-112)31. Luego, a partir de la década de 1870 y hasta finales de siglo, se fue imponiendo progresivamente la tendencia hacia la municipalización (Millward, 2001, pp. 317-318, 322-324)32.

Inicialmente, a comienzos del siglo xix, eran muchos los recelos frente a todo lo que pudiera significar cualquier limitación del laissez-faire y el agua tendía a considerarse como un bien más. Pero ya por entonces, algunos informes –como el del Select Committee de 1821 o el informe sobre el abastecimiento de Nottingham– apuntaron hacia la posible existencia de costes unitarios decrecientes en el sector del abastecimiento urbano con el aumento del output. Y con el tiempo la propia experiencia fue mostrando lo que Mill afirmaba: que en dicho sector la competencia entre varias compañías llevaba a duplicación innecesaria de infraestructuras, altos costes, bajos beneficios y una pobre calidad de servicio, o bien a acuerdos entre empresas que suponían de hecho una situación de monopolio (Millward, 1991, pp. 99-100).

Una vez generalmente asumida hacia mediados de siglo la inviabilidad de la competencia en el sector del suministro de agua, y ya con oferentes exclusivos en la gran mayoría de las ciudades, lo que impulsó de hecho la progresiva municipalización frente a la opción de compañías privadas reguladas o compañías concesionarias no fueron principalmente los planteamientos teóricos de Mill o de los fabianos, sino una combinación de factores prácticos de muy diversa índole. Sobre todo había una clara insatisfacción con los resultados de la opción seguida entre 1845 y 1870, la regulación pública, que se había mostrado completamente ineficaz (ya fuera por problemas de mala definición, dificultades de implementación, laxitud en su aplicación, falta de supervisión, etc.), dando lugar a frecuentes quejas sobre la cantidad y la calidad de la oferta de agua (Millward, 1991, pp. 102, 111-115). Pero asimismo –según Millward (2001, pp. 328-332)– hubo otros factores: por ejemplo, los intereses económicos de ciertos hombres de negocios cuyas fábricas precisaban la garantía de un buen abastecimiento a precios razonables, que muchos asociaban a la gestión municipal33; el hecho de que los pagos por el consumo doméstico de agua pudieran ser fácilmente percibidos como una tasa (un impuesto sobre el valor catastral de la propiedad, como el resto de impuestos locales); o el hecho de que en muchos casos las crecientes demandas de agua derivadas del rápido incremento de la población urbana y la industrialización llevaran a agotar pronto las fuentes de aprovisionamiento más accesibles de ámbito local y obligaran a buscar recursos más allá, con lo que los costes reales de obtención de agua aumentaban (en tanto que a las empresas de aguas no se les permitía subir las tarifas en la misma proporción).

5Conclusión

A lo largo de la historia del pensamiento económico ciertas ideas han surgido claramente como respuesta directa a problemas reales novedosos que han planteado retos intelectuales. Esto es precisamente lo que sucedió con algunas de las ideas económicas analizadas en el presente trabajo. Al igual que en el caso de otras infraestructuras en red propias de la segunda revolución industrial, como el gas, el nacimiento del sistema moderno de abastecimiento urbano de agua potable supuso que se configurase un sector de características económicas muy peculiares (fuertes exigencias de capital, presencia de economías de escala, efectos externos relacionados con la salud pública, etc.), donde la noción tradicional de libre competencia era inviable y donde –por tanto– quedaba sujeta a revisión la forma que debía adoptar la gestión del servicio. De este modo, en Gran Bretaña, pionera de los principales cambios socioeconómicos ocurridos durante buena parte del siglo xix, empezó a tomar forma el concepto de monopolio natural y se pusieron las bases del debate sobre las distintas posibilidades de organizar su gestión, con 2 autores de la escuela clásica como principales –aunque no únicos– actores: J.S. Mill y E. Chadwick. En cualquier caso, lo cierto es que ni los argumentos de Mill ni los de los fabianos a favor de la municipalización del servicio de agua tuvieron un peso importante en la tendencia en esta dirección que de hecho se dio en Gran Bretaña desde 1870, y que sin duda no debió gustar a Marshall, que abogaba por la gestión directa de empresas privadas bajo control público.

Por otra parte, también se puede afirmar, en sentido inverso, que las ideas económicas influyeron de forma importante –junto a otra serie de factores– a la hora de impulsar actuaciones públicas concretas que irían dando lugar a la conformación del moderno sistema de abastecimiento urbano. Este es el caso de los planteamientos recogidos por Chadwick en su Sanitary Report, inspiradores del vigoroso movimiento británico de salud pública, y que a su vez nacieron para dar solución al peligroso deterioro que habían experimentado las condiciones de vida en ciudades industriales, convertidas en lugares prácticamente inhabitables. Como se ha mostrado en este artículo, Chadwick intentó argumentar la conveniencia de llevar a cabo su «sanitary reform» –basada en un uso intensivo de agua corriente como base de la higiene pública y privada– subrayando los significativos efectos positivos que tendría para el conjunto de la economía.

En definitiva, el desarrollo en Gran Bretaña del sistema de abastecimiento urbano de agua potable durante la segunda mitad del siglo xix permite observar con claridad la interesante interacción, en ambos sentidos, entre hechos e ideas económicas. Se trata de ideas que iban a tener luego un largo recorrido, pues tanto el concepto de «monopolio natural» como las posibilidades existentes en cuanto a su regulación y gestión han sido objeto de revisión y discusión hasta la actualidad (véase, por ejemplo, Mosca, 2008, pp. 317-322; Cowan, 1994); del mismo modo, el estudio de los aspectos económicos relacionados con la salud pública ha llegado a convertirse en una especialidad con entidad propia.

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Urban Disease and Mortality in Nineteenth-Century England, pp. 19-36

Desde la economía ecológica, con un enfoque transdiciplinar y especial referencia a EE. UU., también se ha empezado a tratar este tema de historia ambiental: véase como ejemplo Paavola (2011) y su bibliografía.

El crecimiento demográfico de muchas ciudades industriales entre 1801 y 1841 fue espectacular: así, Birmingham pasó de 70.670 a 182.922 habitantes, Liverpool de 82.295 a 286.487 y Manchester de 94.876 a 311.269 (Langton, 2008, p. 474). Entre 1831 y 1844, la tasa de mortalidad por cada 1.000 habitantes se elevó en estas 3 ciudades, respectivamente de 16,9 a 31, de 21 a 34,8, y de 30,2 a 33,8. Por otra parte, la esperanza de vida al nacer, hacia 1840 mostraba diferencias extremas entre clases sociales en muchas áreas industriales, en concreto entre profesionales de la alta burguesía, comerciantes de clase media y clase trabajadora. Por ejemplo, las cifras para el área de Derby eran, respectivamente de 49, 38 y 21 años; para Bolton de 34, 23 y 18 años; para Manchester 38, 20 y 17; para Leeds de 44, 27 y 19 años; y para Bethnal Greene de 45, 26 y 16 años. Es decir, la esperanza de vida de las élites era a menudo más del doble que la de la clase trabajadora: Ringen (1979, p. 114), y Woods y Woodward (1984, p. 27).

En realidad Chadwick ya se había interesado algo por la salud pública a finales de la década de 1820, y mantendría su interés por esta cuestión durante toda su vida, como ha mostrado Gladstone (1997) y como queda patente en Richardson (1887). Pero la epidemia de 1832 atrajo toda su atención hacia esta temática.

Según la teoría miasmática (o anticontagionista), la putrefacción y descomposición de materia orgánica daba lugar a partículas malignas o sustancias imperceptibles disueltas en la atmósfera, los miasmas. Por tanto, el problema residía en las emanaciones fétidas o exhalaciones nocivas transportadas por el aire y derivadas –por ejemplo– de basuras, cloacas, aguas estancadas o cadáveres en descomposición. Hasta la aparición de la bacteriología, en el último tercio del siglo xix, esta teoría fue dominante. De hecho, los trabajos de John Snow realizados entre 1849 y 1855, que demostraban el vínculo entre el cólera y el agua contaminada por materias fecales, no fueron tomados en consideración en su momento. Véase Alcabes (2010, caps. 3 y 4). Y es que durante buena parte del siglo xix, la confusión en torno a cómo entender la causación de enfermedades epidémicas hizo que la interpretación de la información proporcionada por el análisis del agua resultara oscura y compleja (Hamlin, 1990, p. 11).

Tampoco la «sanitary idea» era acorde a la postura de los principales higienistas franceses: La Berge (1992, pp. 292, 296). En cualquier caso, es importante matizar que la «sanitary idea» no implicaba negar la dimensión social de la enfermedad, sino que enfatizaba la etiología ambiental por encima del origen económico (pobreza, malnutrición, etc.) de las epidemias y de la alta mortalidad en general de los barrios pobres y las ciudades industriales (Pelling, 1978, p. 73).

Chadwick consideraba que en general las clases trabajadoras recibían un salario suficiente para alimentarse adecuadamente; el problema residía en la mala gestión de los ingresos. Por otra parte, siempre se mostró antimaltusiano (Chadwick, 1842, pp. 176-177, 180-188).

Curiosamente, bajo la apariencia de empirismo y aséptica objetividad de las cifras y estadísticas, en el Sanitary Report se hacían continuas referencias a aspectos morales, omnipresentes en el informe: por ejemplo, Chadwick (1842, pp. 122-137, 202-203, 236-237, 246-255, 260-261, 362-363).

Mejorar el ambiente físico urbano equivalía a mejorar sustancialmente las condiciones de vida del proletariado industrial (Chadwick, 1842, pp. 80-87, 198-199, 211-221, 256-259, 370).

Sobre toda la cuestión del ahorro de gastos sociales y de los beneficios esperados gracias a la aplicación de las mejoras en el saneamiento urbano, Ekelund y Price (2012, pp. 193-196).

En mayo de 1843, se creó la Health of Towns Commission, con la que Chadwick no tuvo vinculación formal oficial, aunque en la práctica la supervisó (Lewis, 1952, pp. 83-105). La Comisión contribuyó a lanzar definitivamente el movimiento de salud pública y elaboró 2 importantes informes de carácter técnico, en 1844 y 1845, que significaron una extensión y desarrollo del Sanitary Report de 1842. Entre las recomendaciones básicas de la Comisión estaba que el gobierno central asegurase la uniformidad de las prácticas de saneamiento, dejando la ejecución y gestión de las obras en manos de las autoridades locales. En 1844 se creó la Health of Towns Association, representativa de los intereses de la burguesía urbana, que presionó para el logro de una legislación comprehensiva de salud pública. Finalmente, la Public Health Act se aprobó en 1848.

Hasta la década de 1830 el pensamiento higienista francés estuvo a la cabeza, y Chadwick leyó y citó a autores como Parent-Duchâtelet, Villermé, d’Arcet o Patissier. Sin embargo, a partir de esa fecha el «sanitary movement» pasó a ser el referente en Europa, incluida la propia Francia (La Berge, 1992, pp. 292-294).

Entre los periodos 1851-1860 y 1891-1901, la esperanza de vida al nacer pasó por ejemplo en Londres de 38 a 44 años, en Manchester de 32 a 36, en Liverpool de 31 a 38, en Birmingham de 37 a 42, en Bristol de 39 a 47, en Bradford de 37 a 44, en Leeds de 36 a 41, en Sheffield de 36 a 42, y en Newcastle de 35 a 43 (Szreter y Mooney, 1998, p. 88).

No obstante, Chadwick (1842, pp. 298-299, 307) también aludió colateralmente a la necesidad de mejoras en las condiciones de la vivienda obrera o de trabajo en las fábricas. Apelando siempre al motivo del beneficio, señaló que ello traería a medio plazo grandes ventajas para los empresarios capitalistas en términos de mayor productividad laboral.

Esto último, según Chadwick (1842, p. 422), podría reducir hasta a una vigésima parte el coste que suponía la retirada manual de desechos en descomposición.

Sobre el abastecimiento urbano en la época preindustrial existe abundante bibliografía referida a distintos países europeos y en especial a Francia. Como ejemplo, véase la bibliografía citada en Guillerme (1983).

Este concepto de monopolio natural sigue siendo generalmente empleado en Economía, aunque –como señala Mosca (2008, pp. 318-320)– ha sido objeto de diversas críticas desde 1977. Así, por ejemplo, para los economistas austriacos los mercados son competitivos por definición, y para los de la escuela de Chicago las situaciones de poder de mercado son tan solo temporales. Por otra parte, algunos economistas como Baumol han defendido que las economías de escala no contribuyen a definir adecuadamente los monopolios naturales, pues para que estas actúen efectivamente como una barrera de entrada deben ir asociadas a la existencia de costes hundidos o no recuperables.

«Si un negocio solo puede conducirse provechosamente con un gran capital, esto limita de tal forma, en casi todos los países, la clase de personas que pueden ejercerlo que les permite mantener una tasa de ganancia por encima del nivel general. Puede suceder también que, por la naturaleza misma del negocio, este quede entre pocas manos y en este caso las ganancias puedan mantenerse elevadas por la unión de los que se dedican al negocio en cuestión […] Ya he mencionado antes el caso de las compañías de agua y gas».

Smith había señalado que la expansión de los negocios, a través de la fórmula de las sociedades por acciones con separación de propiedad y control, conllevaba problemas de gestión. Pero reconocía que había ámbitos en los que las empresas de gran tamaño, con forma de sociedades anónimas, podían funcionar mejor que las pequeñas, como en el caso del abastecimiento de agua a una gran ciudad (Smith, 1988[1776], pp. 787-788).

Esto también era aplicable al ferrocarril: «En el caso de los ferrocarriles, por ejemplo, nadie puede desear que se realice el enorme despilfarro de capital y tierra (sin contar el aumento de molestias) que supondría la construcción de un segundo ferrocarril entre dos poblaciones que estuvieran ya unidas por otro existente, ya que el servicio no lo realizarían los dos mejor que uno, y después de algún tiempo ambas empresas se fusionarían».

Al margen del debate teórico en torno a la propiedad y gestión de los ferrocarriles, lo cierto es que en el Reino Unido, durante el siglo xix y hasta la Gran Guerra, los ferrocarriles fueron planificados, promovidos, construidos y explotados por empresas privadas, aunque estuvieran muy regulados (en cuanto a fijación de tarifas, alteraciones de los trazados, provisión de determinados servicios, etc.).

Sobre dicho desarrollo véase Tarr y Dupuy (1988).

. Del mismo modo, para el caso de las líneas de ferrocarril, Mill señalaba que el Estado nunca debería ceder el control de las mismas, «salvo en el caso de una concesión temporal, como en Francia».

En el fondo, lo que subyacía a la desconfianza de Mill hacia las sociedades anónimas era la vieja idea smithiana del propio interés. La experiencia enseñaba que un servidor asalariado que dirigía un negocio para otro nunca mostraría el mismo celo que un propietario (Mill, 1985[1848], p. 142). Con todo, Mill reconocía que podía haber maneras de estimular el interés de los empleados asalariados en el éxito pecuniario de la empresa (pp. 143-144).

Para Mill, entonces, las verdaderas razones a favor de que se dejase finalmente a cargo de empresas privadas por acciones todo aquello que se pudiera realizar con competencia eran 3: «el daño que se deriva de sobrecargar a los principales funcionarios del gobierno», «el peligro de engrosar sin necesidad el poder directo y la influencia indirecta del gobierno» y «la inconveniencia de concentrar en una burocracia dominante toda la habilidad y la experiencia en la dirección de grandes intereses» (p. 821).

Sobre el cooperativismo en Mill véase Santos Redondo (1997, pp. 57-58).

Únicamente en el caso del ferrocarril consideraba Mill que era mejor la concesión a una sociedad anónima, pero siempre por un periodo limitado, asegurándose el Estado el derecho de reversión de las infraestructuras y la capacidad de fijar el precio del servicio, variándolo en el tiempo según las circunstancias (pp. 822-823).

The Economist, 19 de enero de 1850, pp. 61-62.

Ely (1900, p. 39), sin embargo, en el caso concreto de los ferrocarriles prefería la regulación a la gestión estatal directa. Entendía que los ferrocarriles debían considerarse como monopolios mixtos de carácter cuasipúblico. Eran un sector de vital importancia para la sociedad, y por ello esta, a través de sus gobernantes, debía reservarse especiales derechos para su regulación.

No obstante, como ha mostrado Kellett (1978), el mayor auge del llamado «socialismo municipal» se produjo a principios del siglo xx y especialmente en relación con el caso de Londres.

Webb (1985[1889], pp. 59-60) detallaba una larga lista de actividades económicas que el Estado y los municipios realizaban ya directamente –o bien fiscalizaban– en la Gran Bretaña de finales del siglo xix, poniendo así en cuarentena la idea de un país genuinamente liberal.

Según señala Falkus (1977, pp. 152-153), a mediados del siglo xix existía ya en Gran Bretaña una clara conciencia de la necesidad de regulación para evitar los abusos de precios a los que podía conducir el poder de monopolio en los sectores del gas y el agua.

En 1845 había 10 corporaciones municipales en Inglaterra y Gales que operaban directamente los servicios de abastecimiento urbano de agua, frente a unas 67 sociedades anónimas. En 1865, los municipios gestores eran 61 mientras las sociedades anónimas ascendían a 147. A partir de la década de 1870, cuando ya unos 250 sistemas de suministro eran operados por gobiernos locales, la municipalización iría cobrando cada vez más fuerza, y para 1914 la cifra ascendía ya a 326.

Hassan (1985, pp. 357-358) apunta asimismo esta idea. La lucha contra incendios y la salubridad pública también fueron argüidas para reclamar la gestión municipal directa del abastecimiento de agua.

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