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Vol. 19. Núm. 6.
Páginas 22-25 (Junio 2005)
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Aprender a delegar
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JOSEP MARIA GALÍa
a Socio de Axis Consulting. Profesor titular de ESADE.
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En el entorno de la pequeña y mediana empresa, como la farmacia, el hecho de delegar topa con importantes dificultades y es un auténtico signo de valentía, dado que con lo que se juega no es sólo con el «beneficio» de la empresa, sino también con el «sueldo» del farmacéutico propietario. Delegar en determinados aspectos del negocio (compras, etc.) parece un tanto inviable, pero, no nos engañemos, el farmacéutico empresario no puede estar en todo. Este artículo nos ayuda a valorar los pros y los contras de ceder el poder a nuestros colaboradores.

 

¿Recuerda a los delegados de curso de su época de estudiante? ¡Pobres! Los esfuerzos que hacían para poner orden en el aula-gallinero! Yo recuerdo que siempre había alguien con vocación de delegado. Con ganas de asumir responsabilidades que iban más allá de lo estrictamente personal.

Se delegaba en el delegado y, si era bueno, tomaba decisiones, aunque siempre por votación. No le dejábamos tomar una sola decisión, más allá de quedarse sin voz intentando poner orden en el aula. Aquello no era delegar. Delegar es otra cosa. Según el Diccionario Ideológico de la Lengua Española, significa «dar una persona (a otra) la facultad o poder que aquella tiene para hacer sus veces».

Dar

Delegar significa dar. Dar, no prestar ni cambiar. Es un acto de transmisión incondicional (en principio), que supone simétricamente «dejar de tener algo» puesto que este algo se transfiere completamente. Cuando delegamos, damos, y cuando damos dejamos de tener. Permitimos que el otro «tenga» y, más importante, que haga uso de lo que tiene. Nos liberamos de algo y lo transferimos para que otro haga uso de ese algo. Si no permitimos que el otro haga uso de este bien (una competencia, una autoridad, etc.) no estamos delegando de verdad. Estamos prestando algo temporalmente, con una cláusula de uso condicionado. Cuando prestamos, lo hacemos en el bien entendido de que los que prestamos se nos devolverá, en la manera y el estado previstos. Prestar está muy bien, pero no es delegar. El que delega pierde algo a favor de la persona en quien delega, que lo gana. Si no hay pérdida no hay delegación, y si no hay riesgo, tampoco. Empezamos a ver aquí por qué a muchos directivos les cuesta tanto delegar.

Personalizar

El segundo aspecto de la definición es que la delegación se hace en otra persona. No en un «equipo» ni en una entelequia. Se delega en alguien de carne y hueso, alguien que recoge el poder o la competencia delegada y se responsabiliza de su uso. Hemos escuchado muchas veces afirmaciones como «lo delego en mi equipo». En equipo no se delega; se delega en las personas que lo forman, en todo caso. No es un matiz insignificante: cuando hablamos de personas nos obligamos a reflexionar en el qué y para quién. Las delegaciones colectivas confusas son una fuente inagotable de conflictos entre los subordinados. «Esto es cosa mía», «No, esto me toca a mí» o «Yo ahí ni entro ni salgo», discusiones clásicas de patio de colegio o entre hermanos. A cada uno lo suyo, y las competencias, delegadas, claras y personalizadas. Si se hace de esta manera no hay excusa para no delegar.

 

Ceder poder

Tercer aspecto importante: el que se delega es un bien muy preciado, un arma poderosa que, bien utilizada, puede arrojar buenos resultados pero mal utilizada, puede tener consecuencias funestas para el que la delega. Permítame el lector una digresión breve. Siempre he pensado que la profesión de político en funciones de gobierno debe de ser tremendamente estresante: hay que repartir una cantidad de poder inmensa, y es imposible conocer de antemano el uso que van a dar a este poder todas las personas en las que se delega. Lo mismo ocurre en las organizaciones. Existen maneras de reducir el riesgo de mala utilización, por ejemplo, haciendo un buen proceso de selección (véase artículo publicado en esta misma sección en el número de febrero de 2004), pero siempre quedan dudas y riesgos.

Delegar poder significa delegar capacidad de proponer acciones y de llevarlas a la práctica. Por tanto, se delega verdaderamente cuando se transfiere capacidad ejecutiva. Si no se delega esta capacidad, el delegado no esta investido de poder. Es un mero consultor, alguien a quien, en el mejor de los casos, se escucha, pero al que no se deja decidir.

¿Y por qué nos cuesta tanto dejar que los demás decidan por nosotros? Entramos, finalmente, en la última parte de la definición.

Hacer las veces de...

«Hacer sus veces», «hacer las veces de»; bonita expresión. Significa asumir el riesgo de que sean consideradas como propias las decisiones ajenas. O lo que es lo mismo, asumir la responsabilidad de los actos de los demás. Es decir, que si los demás se equivocan, somos nosotros quienes nos hemos equivocado. Y si los demás hacen un buen uso del poder transferido, evidentemente es mérito suyo, puesto que son ellos los responsables de las acciones.

Paternalismo y omnipresencia: peligros en el camino

El enemigo número uno de la delegación son las tendencias al paternalismo y la omnipresencia del jefe.

La omnipresencia

La tendencia a la omnipresencia está muy arraigada entre empresarios, directivos y profesionales. Una presencia constante da una impresión subjetiva de mayor control, completamente falsa. El jefe omnipresente necesita estar en todas partes y en todo momento. La necesidad de estar siempre presente puede obedecer a distintas causas, pero el resultado es siempre el mismo: un jefe que siempre quiere estar en todos lados a la vez. Un jefe que quiere controlar hasta los mínimos detalles de lo que pasa en la empresa. Que se reserva el derecho de entrometerse en cualquier asunto, controlar cualquier comunicación, interrumpir cualquier reunión, tomar la palabra cuando quiera, etc. No es necesario decir que esta obsesión por la omnipresencia lleva aparejado un desgaste enorme, tanto para el jefe como para sus subordinados. El desgaste del jefe es menos evidente: es increíble la cantidad de energía que se puede llegar a generar para compensar una demanda compulsiva interna. El desgaste de los subordinados es mucho más evidente: es difícil soportar a un jefe así.

Las causas de la necesidad de omnipresencia son variopintas. En la base de todas ellas solemos encontrar un malestar interno inconsciente de orígenes diversos. El que tiene necesidad de omnipresencia no sabe estar solo, no sabe estar a gusto consigo mismo. En general, este tipo de personalidad responde a un perfil caracterizado por:

 

Ansia de control. El jefe omnipresente se pasa el día colgado al teléfono. Él mismo provoca un flujo de llamadas constante. Obliga a sus subordinados a llamarle diez veces cada día para informar. El teléfono móvil es la salvación del omnipresente y la desgracia del subordinado. Parece que desde que existe el teléfono móvil todo el mundo tenga la «obligación» de estar disponible a cualquier hora y en cualquier situación. Si no se asume esta «obligación» se expone uno a recibir del jefe omnipresente un mensaje de insatisfacción (¿es que ya no tenemos derecho ni siquiera a desconectarnos una hora a mediodía, durante el almuerzo?). El jefe omnipresente se irrita cuando su interlocutor no está disponible, y le dice a su secretaria: «No me ha dicho nada, haz el favor de localizarlo». Localizarlo, no hablar con él de tal o cual tema.

 

Inseguridad. El jefe omnipresente tiene una enorme, inmensa inseguridad interna. Además, no suele conocer su inseguridad, que le maneja y conduce con piloto automático sin que pueda hacer nada para evitarlo. Tiene un motor neurótico basado en la falta de confianza en sí mismo, que proyecta de forma incluso brutal hacia los demás. «Debe» estar informado al minuto de todo: tiene una auténtica obsesión por la información. Monta sistemas de información de los que no enseñan en las escuelas de negocios ni en las facultades de informática. Se rodea de «chivatos» a los que recompensa con prebendas emocionales (y a veces pecuniarias). Crea un sistema de favoritos de carne y hueso, de los que no espera nada que no sea una información puntual y detallada sobre todo lo que puede afectar a su posición (de inseguridad). Cree que con la información se puede controlar el desarrollo de los acontecimientos (algo manifiestamente falso). Cuando evalúa a sus subordinados suelen utilizar como regla la fidelidad incondicional, que debe reflejarse en un flujo de información constante y detallada. Nada le hace más feliz que tener cincuenta llamadas telefónicas urgentes por responder. Que suelen ser de chivatos pendientes de informe o de subordinados temerosos obligados a reportar.

 

Tendencia exagerada a la acción. El omnipresente no sabe esperar. No ha aprendido a esperar, lo que es equivalente a esperar algo malo. Nuestra constitución biológica y psicológica primaria nos impide esperar algo malo. Tendemos automáticamente a la acción para evitar el daño.

Esta tendencia exagerada hacia la acción tiene en ocasiones resultados positivos: existen muchos problemas en las organizaciones que requieren acciones rápidas y contundentes. Esto es especialmente cierto en empresas que compiten en entornos muy dinámicos, inestables o con grandes riesgos asociados al tipo de mercado al que sirven (por ejemplo, las firmas de servicios dirigidos al público). El jefe omnipresente suele ser especialmente eficaz en estos contextos, y esta eficacia le hace especialmente atractivo como perfil de gestor ante terceros, consultores incluidos. «Esta informado de todo», «Es increíble como controla la empresa» son expresiones al uso en estas muestras de admiración. No tardará el jefe en atribuirse la autoría de todos los éxitos. «Menos mal que está en todo, que si no...». «Sin su intervención, la catástrofe está asegurada». Este es el mensaje que lanza continuamente, de forma más o menos encubierta, a la organización y a su entorno.

¿Qué ocurre cuando es evidente que una mala decisión suya ha causado un perjuicio claro a la empresa? El jefe omnipresente es especialista en cambiar la valoración de los hechos a su conveniencia. «Tampoco era algo fundamental», nos dirá. Si además la humildad no se cuenta entre sus virtudes, lo que por cierto es bastante común, atribuirá el fracaso a algún colaborador o a algún tercero que no estuvo a la altura. No hemos visto nunca a un jefe omnipresente haciendo autocrítica, ni en público ni en privado. Ni esbozando un «Tal vez teníais razón...». Nunca.

El paternalismo

«Dios me libre de su protección», nos decía un director comercial que reportaba a un jefe «protector». «Yo, padre ya tuve uno», nos comentaba un colaborador. El jefe protector tiene un perfil desconcertante, que a menudo cuesta detectar y diagnosticar. Cuando el consultor habla con sus subordinados, el jefe recibe mayoritariamente alabanzas. «Es muy buen tío», dicen los más jóvenes. Los de más edad son menos expresivos en sus valoraciones, pero en cualquier caso reconocen que «a pesar de todo, tenemos suerte con el jefe». Los recién incorporados a la empresa consideran, sin ningún género de dudas, que han tenido una gran suerte que «les tocara este jefe». Y razones tienen para sentirse bien.

Relación de sustitución. En nuestra opinión, la percepción que se tiene del jefe en el inicio de la carrera laboral es inseparable de la vivencia del padre en la vida familiar. El joven que ha terminado la enseñanza secundaria atraviesa un período «feliz» en el que teóricamente ha salido de la órbita paterna. Se supone que es un adulto joven y muy a menudo, durante cuatro o cinco años, vive con (y de) los padres, sin sufrir el peso de la autoridad paterna, sin estar condicionado en sus conductas.

El problema empieza cuando la sustitución de una relación entre adultos por una relación padre-hijo se convierte en un impedimento para el desarrollo profesional del subordinado e impide, además, la adopción de actitudes y conductas propias de un adulto. Se suele crear en estas situaciones un sistema que a medio plazo se equilibra y compensa. Donde hay padres aparecen hijos, y donde hay hijos aparecerán padres. ¿Quién cabe en este sistema? Padres simbólicos y subordinados con fidelidad filial. O bien hijos-padres que reproducen, a su vez, el patrón de conducta con sus subordinados. ¿Quiénes no caben en este sistema? Adultos fuertes. O simplemente, adultos. Estos ecosistemas acaban siendo como las familias dominadas por un pater omnipotens, un referente simbólico y tangible que se acaba convirtiendo en alguien fundamental en las vidas personales de los empleados.

 

¿Balsas de aceite? El lector puede pensar que estamos describiendo el ecosistema de la empresa familiar, pero no es el caso exclusivo. Encontramos jefes protectores en multinacionales, en empresas familiares, en organizaciones no lucrativas, en fin, en todo tipo de empresas.

Si en un sistema de relación no caben adultos, como es el caso que nos ocupa, y sólo caben padres e hijos, la ineficacia de las tareas y la falta de competitividad están garantizadas. Hemos observado este fenómeno en muchas empresas: balsas de aceite donde no se mueve nada, donde ningún oleaje es posible, y donde todo es denso e inmutable. Cuando estos sistemas alcanzan el equilibrio son desiertos de creatividad, innovación, iniciativa y competitividad. Y son vulnerables. Muy vulnerables en entornos agitados. Y vulnerables a medio plazo en cualquier entorno. *

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