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Vol. 45.
Páginas 169-173 (Enero - Junio 2013)
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Reseña del libro
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Dante Salgado
Universidad Autónoma de Baja California Sur
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Otra mirada al 68

La fotografía y la construcción de un imaginario. Ensayo sobre el movimiento estudiantil de 1968 de Alberto del Castillo Troncoso es un libro intenso. Ningún lector, medianamente atento, queda igual después de su lectura; no sólo por el tema, el movimiento estudiantil de 1968, desde entonces dolorosamente actual, sino por el enfoque que el autor propone para mirar desde nuestro presente tanto el hecho histórico incontrovertible de la masacre como la manera en que la prensa, el fotoperiodismo y fotógrafos independientes y al servicio de agencias de seguridad nacional registraron los acontecimientos que han producido, y producen, lecturas que las posteriores generaciones hemos heredado de aquella noche del 2 de octubre en Tlatelolco.

Alberto del Castillo ha hecho un inteligente y exhaustivo análisis de uno de los episodios más complejos de nuestra historia reciente; su método es el uso de imágenes para la construcción del discurso, es decir, invierte lo que tradicionalmente han hecho otros escritores. Utiliza fotografías publicadas por periódicos y revistas, antes, durante y después del 2 de octubre, así como material fotográfico que, por diversas razones, no publicaron los diarios y quedaron en sus archivos, al igual que fotos que durante lustros se mantuvieron clasificadas en archivos secretos o anónimas por sus autores para darle sentido a una historia que marcó irremediablemente a este país y sin la cual no se entiende el presente.

El autor llama la atención sobre la poca importancia que se ha dado a las imágenes como soporte para forjar explicaciones históricas. Es cierto, aunque la tendencia, me parece, tendría que ser contraria; de ahí la importancia de este libro, justamente en momentos en los que las nuevas generaciones, adictas a la tecnología, acusan una necesidad imperiosa de ver imágenes. De pronto me imagino este mismo libro en formato electrónico, en el cual podamos agrandar detalles del riquísimo acervo fotográfico que contienen las 332 páginas. Ojalá.

Quince capítulos estructuran el libro y ninguno tiene desperdicio. Son el reflejo de un trabajo acucioso que se va tejiendo como una novela, pues el recurso de subdividirlos en breves subcapítulos hace imperceptible el avance de las páginas y mantiene despierto el interés. Aunque el eje temático es muy claro —el movimiento estudiantil— la necesidad de explicarlo lleva al autor a repasar temas por demás trascendentes.

Inicio con la relación entre la prensa y el poder político. Con fotos en mano, para decirlo de manera coloquial, Alberto del Castillo corrobora que el control que ejercía el Estado abstracto, a través de sus esbirros concretos, sobre la prensa, en los años sesentas, era férreo. El número de fotografías publicadas en proporción a la magnitud de la noticia, el contenido de las mismas y sus respectivos pies, reflejan la prepotencia y la inseguridad de un gobierno que se sabe absoluto, pero que cree en los complots. A la distancia todavía se huele el miedo y el servilismo de dueños y directores de medios que tanto en las páginas de sus diarios, como en cartas privadas manifiestan su lealtad al jefe supremo de la nación. La enorme contradicción que encierran esos años es que se vivió, simultáneamente, una cierta prosperidad económica y un terrible autoritarismo político. Del Castillo consigna, además, la pugna que desde esos años incuba Excélsior y que a la postre llevaría al golpe asestado, desde oficinas gubernamentales, a Julio Scherer y su equipo.

La investigación detallada le permite al autor advertir que, curiosamente, la censura a la fotografía es menos rígida en medios que explotan la nota roja como La Prensa, Alarma o Por Qué? Lo explica aduciendo que se permitió con fines sutilmente intimidatorios, pues llegaban a un amplísimo público presentando las protestas estudiantiles con una deliberada carga criminal. Los grandes diarios como El Universal -casi en la quiebra en esos momentos-, El Heraldo, El Día y Excélsior, creo entender, no estuvieron a la altura de los acontecimientos. Fueron intimidados con la siempre real posibilidad de desaparecer como El Diario de México que, por la magia de una errata, al invertir pies de fotos, convirtió a Díaz Ordaz en chimpancé y a los chimpancés en presidente y secretarios de Estado. Hijos que fuimos, y somos, de la Inquisición, hemos mamado la censura desde los primeros años de la Colonia. No puedo dejar de mencionar que la primera novela hispanoamericana fue escrita cuando José Joaquín Fernández de Lizardi entendió, desde la cárcel, que la libertad de prensa que consignaba la Constitución de Cádiz era letra muerta.

La lectura de este libro obliga, inevitablemente, a preguntar por la situación actual de las relaciones entre los medios masivos de comunicación y el poder. La fuerza de la obra de Alberto del Castillo descansa en la posibilidad, cuando no necesidad, de los contrastes. Cualquier revisión del pasado tiene repercusiones en el presente, y sólo recuperando la memoria, iluminando con honestidad los pasajes oscuros, podremos aspirar a un futuro mejor.

Otro tema muy interesante y trabajado por Del Castillo es el de los símbolos y la lucha por ellos. Cualquier mito para preservarse necesita de un rito y éste, sin símbolos, es inconcebible. México, a partir de su independencia, pero de manera especial desde la Revolución, forjó mitos, ritos y símbolos.

Síntesis, sin duda, de la herencia prehispánica y de la hispanoárabe, nuestro sistema político termina siendo más que sui géneris cuyo epicentro se advierte en el presidente-tlatoani, pero con una amplia fauna que incluye caudillos mesiánicos, tropicales o no, y una vasta burocracia que desde la Colonia mantiene la misma aspiración: ganar mucho y trabajar poco o nada. Por eso el ejercicio del poder incluye el usufructo de los símbolos, tanto civiles como religiosos: la bandera e himno nacionales, el grito y su espacio natural el Zócalo, pero también la catedral y la virgen de Guadalupe. Es decir, aspectos culturales que, más allá de nuestras diferencias, nos unen. Quizá por ello Díaz Ordaz se empeñó en enfatizar que los jóvenes estudiantes habían agraviado símbolos tan caros a nuestro nacionalismo como la bandera y la catedral metropolitana. Por ello, el acto de desagravio es cubierto por todos los periódicos y El Heraldo, dice Del Castillo, dedicó 39 fotografías al evento. El simple acto presidencial hablaba ya de una sensibilidad patológica a la crítica; la amplia cobertura de El Heraldo refleja la magnitud de la renuncia al ejercicio de la libertad de opinión.

La ocupación por el ejército de Ciudad Universitaria y del Politécnico marcó un antes y un después al movimiento, a la historia reciente del país y con ello al funcionamiento de las universidades autónomas. La marcha del silencio estableció una pauta que, desafortunadamente, no supo o no quiso interpretar el gobierno. Y aquí se abren todas las interrogantes en torno al papel del entonces secretario de Gobernación, Luis Echeverría, y al contexto internacional de la Guerra Fría. Y otra vez los símbolos, a decir de Alberto del Castillo, pues la marcha parte del Museo Nacional de Antropología, depositario de ricos iconos de la cultura prehispánica, hacia el Zócalo y sus edificios emblemáticos.

En el penúltimo capítulo, titulado “Crónica de una conjura anunciada”, hay un subcapítulo –“La inauguración de las Olimpiadas”– en el que se cita el poema que Octavio Paz envió a los organizadores de la competencia deportiva y que fechó el 3 de octubre, un día después de la matanza. Insisto, apenas un día después, sin internet ni Facebook, en el que reprobaba lo ocurrido y exhibía el artero homicidio. Ese breve poema de apenas 22 versos, sin ser estéticamente exquisito, desenmascaraba otra de nuestras debilidades históricas: la simulación. Detrás de la Olimpiada quería esconderse un anquilosado y monolítico sistema, reacio al debate y a la crítica. La Olimpiada, decían, nos daría el anhelado lugar en la mesa de los civilizados, pero los dioses nativos estaban sedientos y exigían el sacrificio, su cuota de sangre que garantizara su subsistencia. Y en las ruinas de Tlatelolco, flanqueadas por un templo católico y por los entonces modernos multifamiliares se cumpliría el rito que nos recordaba que hay un México profundo que sigue vivo, latente, que a los pocos años despertó a la guerrilla urbana y que en los últimos seis ha quebrado familias enteras.

Alberto del Castillo deja constancia de su apasionada entrega al hacer este libro y nos obliga a plantearnos la pregunta ¿qué clase de mexicanos somos? La fotografía y la construcción de un imaginario. Ensayo sobre el movimiento estudiantil de 1968 es mucho más que una tentativa por explicar un hecho histórico. Es un homenaje a la memoria y un tributo a la inteligencia: para que el pasado, por más doloroso que parezca, se convierta en la razón de forjar un mejor presente.

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