Este artículo estudia la conmemoración del 2 de abril durante la década final del gobierno de Porfirio Díaz (1900-1911). El objetivo de este estudio es doble: por una parte, conocer algunos aspectos de las prácticas rituales de la política durante aquellos años, y, por otra, analizar con mayor profundidad uno de los significados que de forma más clara se identificó con esta efeméride: la idea de república. Por eso, la conmemoración se estudia tanto desde el punto de vista de su escenificación como del de los discursos pronunciados, no solo de los oficiales, sino también de la respuesta que estos recibieron a través de las páginas de la prensa opuesta al gobierno de Díaz. El objetivo es proponer un acercamiento a las distintas nociones en torno a la idea de república en el México de inicios del sigloxx desde la historia cultural de la política.
This article studies the 2th of April commemoration during the last years of Porfirio Díaz government (1900-1911). The aim of this study is twofold: first, to understand and analyze some aspects of the ritual practices of politics during those years; and, second, to clarify the meanings identified with this historical event: the idea of Republic. To understand the meaning that was given officially to the concept, we study the commemoration ceremonies, both in its political ritual aspect and in its speech point of view; but the speeches has been analyzed not only the officers, but also the response that they received from the opposition newspaper of Díaz regimen. The aim is to propose an approach to the discussions on the idea of Republic in Mexico in the early twentieth century from the cultural history of politics.
Hace algunos años, con motivo de la celebración del Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución, Mauricio Tenorio Trillo publicó un sugerente libro en el que reflexionaba sobre las relaciones entre la historia y la memoria a partir del ejercicio político que se hace de esta última en las conmemoraciones oficiales. Entre los diferentes acercamientos al tema, Tenorio Trillo proponía una «teoría de los focos» con la que pretendía explicar las razones de la mayor o menor atención que los historiadores habían prestado al acontecer histórico de México durante los siglosxix y xx en función de sus circunstancias presentes. Según esta teoría, desde el inicio de la posrevolución, el periodo que sin lugar a dudas había brillado con una luz más fuerte había sido el de la Revolución de 1910, seguido del proceso de Independencia y dejando casi a oscuras los años de gobierno de Porfirio Díaz1. Aunque toda conmemoración —y más, si cabe, si se trata de un «aniversario redondo», como ocurrió en 2010— implica una relectura del pasado, las celebraciones de ese año, como auguraba asimismo este autor, siguieron una lógica similar a lo ocurrido en las décadas previas en cuanto a la preponderancia asignada a los periodos históricos2.
Sin embargo, un foco propio y de bastante intensidad alumbró el último año de gobierno de Porfirio Díaz, ya que entonces se habían llevado a cabo las celebraciones del Centenario de 1910, que fueron estudiadas a detalle y convertidas en la piedra angular sobre la que muchos académicos explicaron procesos históricos de la más diversa índole3. Esta atención por el «aniversario redondo» de la fiesta nacional por excelencia de México no supuso, sin embargo, que el resto de celebraciones que habían formado parte del calendario cívico de aquellos años y que habían servido para construir una narración simbólica y ritual en torno a la figura de su máximo mandatario salieran de la misma penumbra en la que habían estado durante décadas, apenas alumbradas por las luces prendidas del otro lado del Río Bravo4, como si la fastuosa escenificación de septiembre de 1910 hubiera surgido de forma espontánea y no como consecuencia de una dinámica de ritualización de la política que llevaba ya varios años cocinándose.
Con la intención de proporcionar un destello de luminosidad sobre este asunto —siguiendo con la metáfora de Tenorio Trillo— y a partir de la consideración de que el estudio de los rituales cívicos establecidos en las sociedades contemporáneas ayuda a comprender las culturas políticas presentes en ellas5, este trabajo reflexiona sobre la conmemoración del 2 de abril, en la medida en que en esta convergieron diversos aspectos que estuvieron presentes en el debate público mexicano durante la primera década del sigloxx. Por una parte, la conmemoración del 2 de abril resulta interesante porque lo rememorado en ese día constituyó en buena medida la legitimidad de origen de Díaz, ya que, aunque él había participado en otros eventos militares importantes —como la batalla del 5 de mayo—, fueron los sucesos del 2 de abril los que le brindaron la posibilidad de un protagonismo indiscutido. Esta legitimidad de origen, si bien había sido aceptada ampliamente durante algún tiempo, ya para finales del sigloxixcomenzó a ser seriamente cuestionada, pues había dejado de ser consistente para respaldar la constante reelección de Díaz, que impedía la necesaria alternancia en el poder que demandaba el supuesto parlamentarismo liberal bajo el que se gobernaba el país. Sin embargo, los seguidores del régimen porfirista continuaron recurriendo a la legitimidad que representaba este episodio, sobre todo durante los periodos electorales, convirtiéndolo en uno de los argumentos nodales sobre los que sustentar la reelección de Díaz. Quizás por eso, al estar tan vinculada esta efeméride con su protagonista, cuando este dejó la escena política, la celebración prácticamente desapareció, a pesar de las constantes exhortaciones de don Porfirio cada 2 de abril para que esa fecha, como el 5 y el 15 de mayo, fueran recordadas «durante muchos siglos», pues todas ellas habían sido claras manifestaciones de «prestigio, simpatía y respeto para la República Mexicana»6.
Por otra parte, la conmemoración del 2 de abril también resulta interesante porque, a medida que fue pasando el tiempo y los gobiernos de Díaz fueron apropiándose del mito liberal encarnado sobre todo en la figura de Juárez7, lo ocurrido en aquella jornada fue interpretado como el acto certero que había permitido la restauración de la república; y en este sentido, la definición de Juárez como el protagonista de la segunda independencia de México no tardó en pasar a ser una más de las atribuciones del general Díaz. Por tanto, tras la celebración de la victoria militar de aquel 2 de abril se vislumbraba la celebración de algo más trascendente, la celebración de la república, entendida no solo como el régimen de gobierno más apto para el ejercicio pleno de la soberanía, sino como el único compatible con la nación mexicana. Sin embargo, respecto a qué era y cómo debía gobernarse una república y de forma específica la República Mexicana existían planteamientos distintos, que fueron eventualmente expresados a través de la prensa por los representantes de los distintos segmentos del arco ideológico al hilo de las sucesivas celebraciones de la efeméride8.
El republicanismo, que nunca había respondido a un planteamiento unívoco desde su surgimiento y difusión en México a inicios del sigloxix, parecía presentar, para principios del xx, dos vertientes fundamentales9. Una de ellas—la que adoptó buena parte del aparato oficial del Estado—se identificaba claramente con las ideas del republicanismo conservador de Emilio Castelar, Adolf Thiers y Jules Simon; según esta postura, los elementos esenciales de la república debían ser el orden, el control sobre la representación, la existencia de una autoridad fuerte y una postura flexible y pactista con la Iglesia10. La otra vertiente, lo que por aquellos mismos años Luis Cabrera llamaba republicanismo «reformista» —y que para ese momento estaba fuera de los márgenes de la política oficial—, tenía como fundamentos una ampliación de la base social de la política, una mayor independencia de los poderes, la separación definitiva y tajante entre la Iglesia y el Estado y un ejercicio efectivo de la libertad11. A estas diferentes posturas habría que añadir que, como era —y sigue siendo— habitual en México, el término república se utilizó con frecuencia como sinónimo de nación, de modo que la inclinación por una u otra interpretación del concepto significaba también, en algún punto, un debate en torno a la nación.
Así pues, el estudio de la conmemoración del 2 de abril, tanto en su aspecto formal —mediante el análisis de sus sucesivas puestas en escena— como en su aspecto verbal —tanto el discurso oficial como la respuesta que este recibió por parte de los críticos—, nos ayuda a conocer mejor, por una parte, ciertos aspectos relacionados con la construcción simbólica del poder a través de ese potente mecanismo de socialización política que fueron los festejos oficiales, destinados a atraerse cada vez a un segmento mayor de la sociedad, y, por otra, nos permite acercarnos desde un ángulo muy concreto a las distintas nociones que en torno a la república y a la nación se desarrollaron en aquellos años y que —como muchas de las cosas que pasaron durante aquel periodo— tuvieron como piedra angular a don Porfirio Díaz.
El calendario conmemorativo del porfiriatoEn 1875, pocos días después de las celebraciones del 16 de septiembre, un entonces joven Justo Sierra se preguntaba retóricamente «¿hay, acaso, elemento más poderoso de educación que las fiestas?». El intelectual campechano, plenamente convencido de que la mejora positiva de la sociedad y del país habría de producirse a través de la educación, y al mismo tiempo consciente de que el Estado había eludido su responsabilidad de proveérsela durante décadas, consideraba que, por el momento, a falta de buenas escuelas y buenos maestros, el espacio público constituido por plazas y calles podía convertirse en un espacio adecuado para la formación de la ciudadanía12. Y aunque Sierra no debió de escribir esto entonces pensando que sus palabras serían escuchadas por quien habría de convertirse en el máximo mandatario del país durante las siguientes tres décadas, sus deseos, en parte, se vieron satisfechos, pues el régimen de Porfirio Díaz estableció un ambicioso calendario festivo en el que se conjugaron tanto celebraciones cívicas cíclicas, como conmemoraciones de aniversarios redondos, que durante la primera década del sigloxx convivieron con cierta normalidad con el calendario celebrativo cristiano. Los festejos, que en opinión de Díaz formaban parte de la naturaleza del mexicano, pasaron a formar parte también de la naturaleza de su vida político-social13.
Sin embargo, los gobiernos porfiristas no crearon esta tradición cívica conmemorativa de la nada, sino que en buena medida parecieron seguir la pauta iniciada bajo las sucesivas presidencias de Antonio López de Santa Anna, militar, igual que don Porfirio, y asimismo promotor del régimen republicano en el país después de un breve periodo imperial. En torno a Santa Anna —que según Fowler llegó a ser más conocido en su Xalapa natal que el propio Iturbide—, se desplegaron desde fecha temprana toda una serie de celebraciones cívicas que se conjugaron sin dificultad con las incipientes celebraciones nacionales —sobre todo la del 16 de septiembre— y con las de tradición católica. En su puesta en escena, los rituales cívico-políticos de estos años remitían en gran medida a modelos de Antiguo Régimen, ya que se mantuvo el disparo de salvas de artillería y el repique de campanas como forma de anuncio de la festividad de la jornada; se conservó la celebración del Te Deum y el pasacalle de bandas de música, y en algunas ocasiones incluso se recuperó la ceremonia de besamano y la entrega de monedas por parte de Santa Anna a aquellos que habían acudido a aclamarlo; a esto se sumó, ya hacia mediados de la centuria, la realización de actividades populares como bailes y corridas de toros14. El ritual, por tanto, seguía estando dedicado mucho más al enaltecimiento de una figura mesiánica —en este caso su Alteza Serenísima, salvador de la patria y en quien se confiaba el futuro promisorio de la nación— que a la celebración de una suerte de idea de soberanía nacional que hiciera que ciertos festejos populares pasaran a integrar la nueva religión cívica del Estado, como venía ocurriendo desde hacía sesenta años —con sus altas y sus bajas— en Francia15.
Al iniciar su primer periodo de mandato en 1876, el gobierno de Porfirio Díaz contaba con tres fiestas nacionales anuales (el 5 de febrero, el 5 de mayo y el 16 de septiembre), a las que posteriormente se unirían varias más; entre ellas, y con gran significación, el 18 de julio y el 2 de abril. La conmemoración oficial decana para ese momento era la del 16 de septiembre, que rememoraba el día en que el cura Hidalgo había llamado a una insurrección que concluiría once años más tarde con la firma del acta de independencia de México. A pesar de sus más de seis décadas de existencia, esta conmemoración, como ocurrió en la mayor parte de los países de la región en el sigloxix con sus fechas fundacionales, se celebraba entre grupos reducidos, en espacios cerrados, mediante banquetes, brindis y discursos; sería precisamente Porfirio Díaz quien, hacia el final de la centuria, sacó la celebración a las calles y buscó involucrar a la ciudadanía en ella mediante diversos actos como manifestaciones cívicas, iluminaciones, bailes y verbenas populares16. La conmemoración del 5 de febrero, que remitía al día de la aprobación de la Constitución de 1857, aunque durante sus primeros años recibió el apoyo y la atención presidencial, en tanto que constituía en buena medida su respaldo legal, hacia el final de la centuria fue decayendo y su rememoración apenas se limitó a los discursos pronunciados en la Cámara; ya iniciado el sigloxx, a esto se unió la iluminación de los edificios públicos del centro, el disparo de salvas de artillería y las serenatas en el zócalo capitalino a cargo de la banda de música de la Guarnición del Ejército17. Finalmente, el 5 de mayo, que recordaba el día en que el general Ignacio Zaragoza había derrotado al ejército invasor francés en la batalla de Puebla en 1862 y que comenzó a conmemorarse desde el año siguiente a los sucesos, fue celebrado desde un principio con mucha solemnidad, con discursos de grandes personalidades de la cultura o de la política del momento y con ofrendas florales realizadas por el Presidente del gobierno en el cementerio de San Fernando, donde reposaban los restos de los héroes de aquella gesta; asimismo, igual que las demás celebraciones, al arrancar el sigloxx se popularizó mediante la inclusión de actividades como serenatas y quemas de fuegos de artificio, e incluyó de manera recurrente desfiles y demostraciones militares18.
De las dos conmemoraciones más importantes incluidas en el calendario cívico anual bajo los gobiernos de Porfirio Díaz, una de ellas fue el 18 de julio, día del aniversario luctuoso de Benito Juárez; esta efeméride, ya antes de que fuera establecido como festivo nacional en 1887, se había convertido en una de las más importantes celebraciones de la Ciudad de México, cuya ritualidad consistía en una multitudinaria procesión cívica que seguía el mismo recorrido que había hecho en 1872 la carroza fúnebre con los restos del Benemérito de las Américas19. Por su parte, el 2 de abril, que aunque fue celebrada como fiesta oficial en todo el país durante varias décadas solo fue sancionada como tal en 1913 bajo el gobierno de Victoriano Huerta20, recordaba el día en que Porfirio Díaz, al frente de la división del Oriente, había roto el sitio que el ejército imperial tenía sobre la ciudad Puebla en 1867, dando fin con ello al periodo de intervención francesa. Este episodio, que el general Díaz recordaría posteriormente como «uno de los más importantes que sostuve durante la guerra»21, se convirtió con el paso del tiempo, como señalábamos más arriba, en el sustento fundamental de su legitimación de origen, ya que en aquella ocasión —como repitieron hasta el hartazgo sus panegiristas— el general había salvado a la nación del invasor extranjero, aunque lo hubiera hecho, según apuntaría tiempo después el siempre hiperbólico Francisco Bulnes, «con traje de encargado de tlapalería, mostrando un tipo verdaderamente infeliz», debido al precario estado del Ejército en aquel tiempo22. Su celebración, aunque inicialmente fue discreta, limitándose en 1871 al envío de cartas de felicitación al General y unos años más tarde a la recepción de sencillas audiencias en su hacienda de Oaxaca23, fue adquiriendo mayor relevancia a medida que su protagonista, Porfirio Díaz, fue convirtiéndose en el personaje necesario para la buena marcha de la nación24.
Este calendario festivo nacional anual se complementaba en otras localidades, como en la Ciudad de México, con la celebración de varias efemérides más, como los natalicios u obituarios de Hidalgo, Morelos y Vicente Guerrero, o la festividad en honor del emperador Cuauhtémoc, que se celebraba todos los 21 de agosto. A esto habría que añadir que durante el porfiriato tuvieron lugar también varios aniversarios redondos, entre los que sin duda sobresalió el centenario del nacimiento de Juárez, festejado a lo largo del mes de marzo de 1906 y para el que no se escatimaron todo tipo de actividades, tanto en la capital como en el resto del país y sobre todo en la ciudad de Oaxaca, estado que había visto nacer tanto al Benemérito de las Américas como al entonces presidente de la República25. Junto a esto, celebraciones de funerales de Estado, viajes presidenciales, inauguraciones de obras públicas, festivales de diverso tipo y desfiles militares (además de las fechas pautadas del calendario cristiano) convirtieron a la Ciudad de México, así como a otras ciudades importantes del país —sobre todo en la primera década del sigloxx—, en el escenario permanente de una ritualidad en la que, si bien sus participantes tenían un lugar asignado bien establecido, se quiso involucrar cada vez a un número mayor de personas de acuerdo con las nuevas coordenadas que entonces comenzaban a imponerse en la vida política de las naciones26. Así como en España el rey AlfonsoXIII tomó parte como nunca antes lo había hecho la familia real en las conmemoraciones del centenario de la Guerra de la Independencia en 190827 y los presidentes de los Estados Unidos de América hicieron lo propio en las celebraciones del 4 de julio durante la primera década de la centuria, azuzados en parte por la victoria militar de 189828, Porfirio Díaz procuró, igual que se hizo en estos dos casos, reforzar la unidad del país, fomentar el nacionalismo y consolidar su posición al frente del Estado a través, entre otros medios, de este complejo mecanismo conmemorativo. La celebración del 2 de abril, con las peculiaridades que veremos a continuación, habría de aportar su granito de arena a este respecto.
Las primeras celebraciones del sigloAl comenzar el sigloxx, como señalábamos más arriba, la celebración del 2 de abril ya tenía casi tres décadas de existencia. Sin embargo, su verdadera consolidación como fiesta con aspiraciones oficialistas se produjo en 1892, con motivo de las elecciones que tuvieron lugar ese año y a las que Díaz se presentaba para su tercera reelección. Los comicios, que tuvieron lugar en junio, fueron precedidos de una intensa campaña electoral en la que las fechas simbólicas jugaron un papel de primer orden. En aquella ocasión, mientras Díaz y sus seguidores conmemoraban a lo grande la efeméride del 2 de abril a fin de mostrar que su candidato era el más idóneo para ocupar la presidencia, como ya había demostrado a través de su sacrificio y heroísmo en los sucesos de 1867, los opositores a la reelección convocaron a una de sus manifestaciones más multitudinarias el 5 de mayo, para enfatizar que su propuesta respondía a intereses verdaderamente nacionales y no personalistas, como, en su opinión, lo hacían el héroe y lo conmemorado el 2 de abril29. A partir de esta fecha —y sobre todo durante los periodos electorales—, el mito de Díaz como «el héroe de la paz, de la libertad y del progreso»30 a causa de su actuación el 2 de abril de 1867 fue cargándose paulatinamente de peso simbólico, y la celebración de la efeméride, que durante un tiempo se usó con fines partidistas, acabó convirtiéndose en un evento de carácter oficial de gran relevancia.
Una vez elevada al rango de conmemoración nacional —aunque, insistimos, sin sanción legal—, la organización del festejo quedó a cargo de la Secretaría de Guerra, bajo el argumento de que si la victoria militar del 2 de abril había permitido la restauración de la república gracias a la actuación del ejército republicano, debía ser esta institución la encargada de protagonizar el festejo, pues este era —como apuntaba un editorialista de El Imparcial hacia mediados de la década— «un homenaje del ejército militar a su héroe»31, sin el cual no habría ni república ni quizás nación. Sin embargo, a pesar de esta atribución, debido a causas diversas, no siempre fue esta Secretaría la encargada de la orquestación de la conmemoración, y en esas ocasiones, quien se arrogó el derecho y la obligación de hacerlo fue el Círculo Nacional Porfirista, que había sido el principal impulsor de esta efeméride desde el sigloxix. En uno u otro caso, en su puesta en escena los organizadores contaron con el apoyo de los gobiernos locales, sobre todo de aquellos liderados por personas afines a Díaz, como ocurría en el Distrito Federal, que aportaban tanto recursos económicos como apoyo en la organización32.
Como todo acto ritual, la celebración del 2 de abril estuvo pautada por una serie de actividades que se repitieron con algunas variaciones a lo largo de esta primera década del sigloxx y cuya cadencia permitió darle sentido y continuidad al festejo. Entre estas actividades, las más significativas fueron el desfile militar, la recepción de Porfirio Díaz en Palacio Nacional a los distintos grupos que iban a felicitarlo, la serenata nocturna en el zócalo a cargo de las orquestas de la Guarnición militar y la quema de fuegos de artificio en este mismo emplazamiento, así como en otras plazas y calles principales. La mayor o menor intensidad en la puesta en escena de esta conmemoración estuvo marcada por diversas eventualidades, pero sobre todo por dos circunstancias que tuvieron especial incidencia en su ejecución. Por una parte, la coincidencia de esta fecha con el inicio de las campañas electorales, los años en que se celebraban elecciones nacionales, pues Porfirio Díaz no dudó en usarla en beneficio propio, como venía haciendo desde finales del sigloxix. Y por otra, la coincidencia del 2 de abril con la celebración de la Semana Santa cristiana o con algún otro evento relacionado con la Iglesia católica, que, al hilo de la política de conciliación iniciada por Díaz, hizo que en esas ocasiones el festejo se minimizase para no interferir con los rituales religiosos que se llevaban a cabo durante esos días.
La celebración con la que arrancó la centuria coincidió con la primera de estas circunstancias. En 1900 se llevaron a cabo los comicios que darían paso a la quinta reelección de Díaz; unos comicios que se celebraron con relativa calma, ya que todavía no había una oposición suficientemente estructurada que pusiera en cuestión la candidatura de Díaz. De todos modos, la coincidencia de esta fecha con el año electoral favoreció que tanto la efeméride como su protagonista fueran ampliamente festejados33. Así pues, a las 8:20 de la mañana de aquel 2 de abril, el general Díaz, a lomos de un caballo adecuadamente enjaezado «con mantilla roja con doble guarda de galán de oro y águilas bordadas en los ángulos», salió de su residencia oficial y comenzó a cabalgar por la calle de la Cadena, donde, al parecer, desde las 7, un nutrido número de capitalinos esperaba verlo salir. Ataviado con su uniforme de gala y algunas de sus más importantes condecoraciones militares colgadas en el pecho, Díaz, acompañado de su comitiva presidencial, recorrió algunas de las calles del centro hasta llegar, pasadas las 9, al campo de San Lázaro, donde lo esperaba el entonces Ministro de Guerra, Bernardo Reyes, y donde fue recibido con 21 salvas de artillería, así como con una gran ovación y aplausos «por todos los concurrentes y por el pueblo que se encontraba detrás de las tribunas». Posteriormente el general Díaz llevó a cabo el protocolario paso de revista a las tropas y, al concluirlo, tomó asiento en la tribuna presidencial, donde, junto a su esposa —que había llegado unos minutos antes— y otros invitados de honor presenció las maniobras ejecutadas por los diferentes cuerpos del ejército. Una vez finalizadas estas —y con Bernardo Reyes ya en la tribuna presidencial— dio inicio el desfile, que se extendió durante media hora y que todos presenciaron solemnemente de pie34.
Con este acto terminó la participación del Ejército en la celebración, que además era la primera vez que se producía en la historia de esta conmemoración, pues hasta entonces, como había sucedido en el resto de celebraciones oficiales, su intervención había sido escasa o nula. A continuación, el máximo mandatario, acompañado de algunos de sus invitados, se trasladó a un salón contiguo donde degustaron un «exquisito lunch». Ya por la tarde, en uno de los salones del Palacio Nacional, don Porfirio recibió a las distintas corporaciones y agrupaciones civiles que se acercaron a felicitarlo y ante las que no tuvo reparo en demostrar su habitual incontinencia emocional, que le llevó a derramar más de una lágrima35. Los primeros en pasar fueron los veteranos de la Guerra de Intervención, encabezados por el general Luis Pérez Figueroa; a continuación, los representantes del Circulo Nacional Porfirista, y tras ellos, y en estricto orden, la comisión de la Cámara de los Diputados, la del Senado, la de la Suprema Corte de Justicia y, finalmente, la del Ayuntamiento. Una vez concluida la sesión de felicitaciones, Díaz se retiró a descansar, así como también lo hicieron buena parte de los capitalinos, pues, debido a la lluvia que comenzó a caer por la tarde, se canceló tanto la serenata que normalmente se tocaba en el kiosco del zócalo, como la quema de fuegos de artificio.
A pesar de la mala jugada de la lluvia, la conmemoración de aquel año, «sin temor a exagerar —consideraba uno de los cronistas de El Imparcial—, [había] sido una de las más grandes demostraciones de cariño que [había] recibido el héroe del 2 de abril», no solo por la pericia demostrada por el ejército en las maniobras militares y por las felicitaciones oficiales, sino por el perfecto orden en el que se habían ejecutado los distintos actos y que para el autor de este texto parecía ser la demostración más clara del total acoplamiento existente entre el máximo mandatario y su pueblo. Claro que este orden no había sido del todo espontáneo, sino que se había logrado gracias a la actuación de la policía local, que impidió que la «muchedumbre» entrara en el campo de San Lázaro36; algo que no pasó desapercibido para los críticos del régimen, que no dudaron en interpretar la actuación policial como las verdaderas «maniobras» militares y el real «simulacro de guerra», y no lo que estaban viendo los espectadores al otro lado de la tribuna37. Sin embargo, salvo en este punto, por esta vez los representantes de los distintos segmentos del arco ideológico coincidieron en señalar la importancia de la efeméride —«el 2 de abril fue una de las más elocuentes pruebas del entusiasmo patriótico», apuntaba un editorial de El Diario del Hogar38— y en destacar la actuación del ejército, cuyas demostraciones colocaban a México al mismo nivel que las naciones civilizadas39.
La celebración del año siguiente resultó mucho menos vistosa, pues al caer el 2 de abril en plena Semana Santa y coincidiendo con una supuesta convalecencia de Porfirio Díaz, que le había llevado desde unos meses antes a retirarse a su finca de Cuernavaca a reposar, los actos efectuados en aquella jornada se limitaron a las felicitaciones privadas en Palacio Nacional, al engalanamiento de la ciudad, a las iluminaciones nocturnas —que incluyeron «farolillos de cristal con los colores de la bandera nacional»— y a una breve serenata de dos horas en el kiosco de la plaza de la Constitución40. Sin embargo, esta exigua puesta en escena no impidió la reflexión en torno a lo conmemorado y sus implicaciones, fundamentalmente por parte de los opositores «reformistas», pues los católicos se dedicaron a glosar su propia celebración, y el discurso oficial pronunciado por Porfirio Díaz con motivo de las felicitaciones fue breve y se centró en la importancia de mantener la paz «tal vez para prevenir la guerra»41. La oposición de izquierda, sin embargo, fue mucho más incisiva en sus comentarios con motivo de la efeméride. Así, para uno de los redactores de El Hijo del Ahuizote, la actitud taimada de Porfirio Díaz ante la celebración del 2 de abril solo podía ser interpretada como un claro sometimiento de este «al clero revoltoso y traidor, eterno enemigo de la patria», contra el que paradójicamente él mismo había combatido en décadas anteriores, pero que «hoy lo tiene en el candelero»42. Por su parte, Juan Coronel, desde las páginas de El Diario del Hogar, dedicaba un extenso artículo a demostrar cómo la república, en tanto que régimen de gobierno, había fracasado, no solo en México, sino en toda América Latina, en donde nunca había existido «en la genuina acepción de la palabra». Y ese fracaso se habría producido —según este autor— debido, por una parte, a «la falta de una educación, por la notoria incompetencia de las masas populares para el ejercicio consciente de los deberes y los derechos adscritos a ese sistema de administración pública [el de la república]»; por otra, a la falta de voluntad política para la inclusión de «todos los segmentos de la sociedad que ahora están excluidos» y sin los cuales ninguna república podía «funcionar en toda su debida plenitud»; y, finalmente, a la falta de «alterabilidad de los mandatarios», sin la cual «el país más sabiamente gobernado podrá parecerse a la Utopía de Tomás Moro, pero no será nunca República». Por ello, concluía este articulista, en México quedaba todavía mucho por hacer a favor del verdadero establecimiento de este régimen de gobierno, para evitar que la república «en el porvenir [fuera] lo que hoy: una grande y sonora mentira»43.
En 1902 hubo algo más de actividad, aunque sin demasiadas alharacas. En aquella ocasión el desfile militar, que apenas duró diez minutos, se produjo en la plancha del zócalo y don Porfirio lo presenció desde Palacio Nacional, acompañado de Bernardo Reyes y otros miembros de su gabinete. Una vez concluido este, comenzó la ronda de felicitaciones, encabezada este año por la comisión del Senado y los Magistrados de la Suprema Corte de Justicia, seguidos de los Secretarios de Estado, los representantes del Círculo Nacional Porfirista y, finalmente, los veteranos de la Guerra de Intervención. Por la noche, a diferencia de los años anteriores, no hubo música, fuegos de artificio ni iluminaciones44. Los comentarios respecto a la conmemoración fueron asimismo muy escasos y se limitaron únicamente a la visión complaciente de la prensa oficialista; mientras que respecto al hecho conmemorado, salvo los católicos, todos los demás coincidieron en subrayar la importancia de los sucesos de aquel 2 de abril de 1867, que había sido testigo —según apuntaba un editorial del Diario del Hogar— «del golpe de muerte dado a los traidores»45. Esta coincidencia en la valoración de los sucesos de aquella jornada no significó, sin embargo, que se ponderase de igual forma a sus protagonistas, y así, mientras El Hijo del Ahuizote dedicaba un soneto «A los héroes anónimos del 2 de abril», cuyos versos finales decían «Mártires son sin premio ni adulados / pero el oro no manda su memoria / ¡Dormid en paz, gloriosos y olvidados!»46, en su discurso de felicitación el general Pérez Figueroa, representante de los veteranos de la guerra, describió la labor de Díaz durante aquel episodio como de «un patriotismo de espanto», pues no cesó «hasta colocar la bandera tricolor sobre este palacio», y por ello le deseaba «que se prolongue vuestra existencia para el bien de la República, por la que hemos luchado y en la que fijamos siempre nuestras miradas de hijos amantes»47.
La cadencia celebrativa —con sus altas y sus bajas— de estos primeros años de la centuria se vio, sin embargo, interrumpida en 1903 debido a diversos factores. El aparentemente menos trascendente fue que, a nivel nacional, la Secretaría de Guerra, de la que recientemente acababa de salir Bernardo Reyes, no participó ni en la organización ni en la ejecución del festejo. Este quedó, entonces, a cargo del Círculo Nacional Porfirista, que decidió convocar a una manifestación cívica a diversas corporaciones, entre ellas a la comisión del profesorado del Distrito, a la del Comercio y a la de los trabajadores obreros de algunos sectores fabriles de la Ciudad de México. Dicha manifestación recorrió el trayecto entre el inicio del Paseo de la Reforma y Palacio Nacional, acompañada de diversas bandas de música y con un carro alegórico al final que portaba una litografía del general Díaz48. La «barbifestación», como con toda ironía la llamó uno de los colaboradores de El Hijo del Ahuizote y como elocuentemente la representó otro de ellos (fig. 1), se desarrolló de forma pacífica, a pesar de que a la mitad de su recorrido se encontró con otra manifestación, esta encabezada por representantes del recién salido periódico de oposición Excelsior, que llevaban carteles antirreeleccionistas y que, de forma incruenta, intentó boicotear la manifestación seudooficial49.
Sin embargo, el hecho trascendente de la jornada no fue este, sino el que tuvo lugar en la ciudad de Monterrey, donde la manifestación cívica organizada por la Convención Electoral Neoleonesa para conmemorar la efeméride y como acto político electoral para promover a su candidato Francisco E. Reyes fue brutalmente reprimida por Bernardo Reyes, quien mandó a su ejército a disolverla, dejando un saldo de más de 10 personas muertas50. Los sucesos ocurridos en la capital neoleonesa fueron rápidamente conocidos en el resto del país y provocaron opiniones y reacciones de muy diverso tipo. Si la prensa oficialista consideraba que «todo mexicano patriota y sensato» debía aborrecer «los escándalos provocados en Monterrey», tanto más «cuanto que ocurrieron en los momentos en que en el resto de la República se celebraba con desbordamiento de entusiasmo la apoteosis de la paz, del trabajo y de la tranquilidad política» en el homenaje anual al «salvador de la República»51, los redactores de El Hijo del Ahuizote no dudaron en valorar los sucesos como un ataque de Bernardo Reyes —y por extensión del régimen de Díaz— contra el pueblo, fruto del odio que este le tenía y de su necesidad de vengarse de él, por «el desaire de no asistir a su manifestación»52. Durante los días e incluso las semanas siguientes, buena parte de los editoriales de la prensa —sobre todo de la de oposición— se dedicaron a reflexionar sobre la naturaleza y las prácticas del gobierno a partir de lo ocurrido en aquellos episodios sangrientos; el precio de la paz —escribiría el abogado Duclós poco tiempo después desde su exilio estadounidense— resultaba ya impagable53.
Una de las múltiples consecuencias de los hechos dramáticos de aquel 2 de abril de 1903 fue que la conmemoración de esta efeméride del año siguiente —que además volvía a coincidir con un año electoral— se hiciera con todo lujo de recursos y creatividad para honrar al Primer Magistrado de la nación y demostrar su papel crucial en la existencia de la república presente. Aquel año, el ritual celebrativo comenzó a las 5 de la mañana54. A esa hora, todas las bandas y guarniciones que se encontraban en la Plaza de la Constitución perfectamente formadas esperaban el toque de diana para dirigirse al Paseo de la Reforma y a los campos de Anzures, donde horas más tarde tendrían lugar el desfile y las maniobras militares, respectivamente, estas últimas con la atractiva innovación de la formación del ejército en vivac. Poco antes de las 10 de la mañana el protagonista de la jornada, Porfirio Díaz, abandonaba Palacio Nacional en un coche abierto acompañado de la comitiva presidencial, que en esta ocasión no estaba compuesta únicamente por militares, sino por civiles en su mayoría, ya que se trataba de los jefes de todas las Secretarías de Estado, entre ellos y en un lugar destacado Limantour y Corral, que iban en el primer coche. Una vez concluidas las actividades castrenses dio inicio la ronda de felicitaciones, que esta vez tuvo lugar en la «Tienda de Honor» levantada en el mismo campo de Anzures y que, pese a su provisionalidad, fue cuidadosamente adornada con flores, banderas, emblemas militares y hasta un retrato de Díaz, que colgaba en la pared del fondo (fig. 2).
Al terminar las felicitaciones, en ese mismo recinto, se llevó a cabo un «lunch», en el que Díaz y sus invitados de honor degustaron un menú «conformado por platillos a la mexicana». Con este acto terminaron las actividades oficiales diurnas; las nocturnas dieron inicio unas horas más tarde, a las 21:15, cuando la «procesión de las antorchas» salió del Paseo de la Reforma en dirección al zócalo, pasando por Plateros y otras de las principales calles del centro de la ciudad. Esta procesión, que había sido idea del Subsecretario de Guerra, el general Martínez, estuvo protagonizada también por miembros del ejército que, en una formación de cuatro en fondo y llevando cada uno su antorcha, marchaba al ritmo de las bandas de los distintos regimientos que la iban acompañando55. El elemento estrella de la «procesión» lo constituyó, al parecer, el «carro de la Victoria», que representaba un campo de batalla, en donde, en primer plano, «se veía un cañón desmontado y a sus lados un soldado muerto y otro herido»; en un plano intermedio, «sobre una columna, el busto del señor General Díaz [coronado por] la Victoria, representada por la hermosa señorita Sara Sosa», vestida con «una amplia túnica de blanca piel y con alas entreabiertas»; y al fondo «el sol de la libertad alumbrando el campo de la Victoria» (fig. 3). Según los medios oficialistas, miles de personas acudieron a contemplar esta procesión, que también fue presenciada, desde los balcones de Palacio Nacional, por familias «de nuestra alta sociedad y del Cuerpo Diplomático», que habían sido invitadas por doña Carmelita Romero Rubio de Díaz y a las que, al finalizar el evento, se les agasajó con un exclusivo «lunch-champagne»56. Junto a estos actos, en el Distrito Federal, el gobierno local organizó y financió multitud de actividades de entretenimiento gratuitas, como funciones de acróbatas, circo, música en diversas plazuelas y quema de fuegos de artificio, además de un concurso floral que habría de celebrarse el siguiente domingo en Tacubaya57.
Esta vistosa puesta en escena tuvo un correlato verbal, expresado sobre todo en el momento de las felicitaciones y que fue dado a conocer por la prensa oficialista al día siguiente. Así, por ejemplo, el General Mena, que en ese momento ocupaba la Secretaría de Guerra, concluía su intervención afirmando que «esa hábil combinación de estrategia y arrojo militar [de Díaz] […] [restauró] las instituciones republicanas y revindic[ó] por completo los derechos de nuestra nacionalidad ultrajada»; a lo que Díaz respondió, como era habitual, con un emocionado agradecimiento, provocando —según la prensa oficialista— «un aplauso unánime, prolongado, frenético» por parte de todos los asistentes58. Frente a este grandilocuente discurso oficial —tanto ritual como verbal— la oposición permaneció silente, limitándose únicamente a rememorar lo conmemorado o a hacer alguna crónica de la conmemoración, sin añadir valoraciones significativas59.
Las últimas conmemoraciones del porfiriatoEl despliegue de medios hecho en 1904 no volvería a repetirse sino hasta 1910, al hilo de los grandes fastos del Centenario, y entonces tuvo ya una forma y un cariz distinto. En 1905 todavía hubo desfile y maniobras militares, que aquel año se desarrollaron en el antiguo Hipódromo de Peralvillo, lo que permitió, debido a la amplitud del lugar, la asistencia de una numerosa concurrencia de «todas las clases sociales». Junto a esto, las consabidas felicitaciones, así como la serenata en el kiosco del zócalo, las iluminaciones y los fuegos de artificio nocturnos marcaron el sentido festivo de la jornada60. Durante los siguientes cuatro años, el desfile militar se suspendió y la ceremonia conmemorativa oficial quedó reducida a la ronda de felicitaciones efectuada a puerta cerrada en Palacio Nacional; en 1908, esta incluso quedó cancelada debido a que la celebración del 2 de abril coincidió con los funerales del Arzobispo Alarcón, así que el único acto oficial consistió en la suspensión de la sesión por parte de la Cámara de Diputados «en honor del C. General Porfirio Díaz, Jefe del Ejército de Oriente, vencedor de la gloriosa jornada del 2 de abril de 1867»61. Las actividades populares recreativas, sin embargo, mantuvieron la misma dinámica que en años precedentes —salvo en 1908—, de modo que no faltaron la música, las acrobacias y los fuegos de artificio para recordar a los habitantes de la Ciudad de México que aquel día se conmemoraba la fecha histórica del 2 de abril y se rendía tributo a su héroe indiscutible, Porfirio Díaz. De ello daban cuenta los periódicos y los engalanamientos de los edificios, pero también las figuras pirotécnicas que se quemaban por las noches, como en 1907, cuando, al parecer, «el triunfo de la fiesta fue una gran pieza pirotécnica que tenía el retrato del señor General Díaz formado con luces blancas» y que, según el cronista de El Imparcial, fue «el castillo más celebrado y aplaudido»62.
Esta parquedad en la celebración se vio compensada, sin embargo, con el tono políticamente más enfático que fueron adquiriendo año con año los discursos rememorativos, con los que se contribuyó a acabar de perfilar la imagen «principesca» o «cesárea» —como la definiría posteriormente Francisco Bulnes63— de Porfirio Díaz. Dichos discursos generalmente eran pronunciados durante las sesiones de felicitaciones y transcritos y publicados al día siguiente por la prensa afecta al régimen. Ya en 1905, el enfático coronel Antonio Tovar64, en su calidad de representante del Círculo Nacional Porfirista, agradecía en nombre de su partido al general por los actos que protagonizó aquella jornada, ya que, antes del 2 de abril, «la patria encadenada ped[ía] a usted su libertad», pero gracias a su oportuna intervención «triunfó el patriotismo y la República enriqueció su historia». Por eso —continuaba el panegirista— «los que constituimos el partido nacionalista, [que] amamos a nuestra patria con su historia, su idioma, sus costumbres e instituciones […], venimos a felicitar a la Nación ante usted, a conmemorar la glorificación del denodado Ejército del Oriente y a decirle a su caudillo: gracias por aquel triunfo heroico; el pueblo está orgulloso de usted»65.
Al año siguiente de nuevo el discurso más exaltado estuvo a cargo del representante del Círculo Nacional Porfirista, que en esta ocasión exploró la vertiente de las comparaciones históricas. Así pues, el panegirista de turno no dudó en asemejar la trascendencia de los sucesos del 2 de abril de 1867 de Puebla con la Revolución Francesa o con la actuación de Simón Bolívar durante el proceso de independencia de la Gran Colombia. Es más, la estrategia y el heroísmo del General Díaz habían superado incluso los de otros destacados militares y estadistas que lo habían precedido en otras latitudes, pues careciendo «de los elementos de NicolásI cuando asaltó la plaza de Plowna […], ni los que tenía Ulises Grant cuando atacó la plaza de Richmond» había logrado levantar el sitio de la ciudad de Puebla y «con un movimiento como el de Mac Mahon en la batalla de Magenta» había acabado destruyendo al ejército invasor extranjero. De tal destreza había sido la estrategia militar desplegada por Díaz aquel 2 de abril que esta solo podía ser comparada —concluía el discurso— con la Morelos en Cuautla, pues ambos episodios constituían claramente «las páginas más brillantes de la historia de México», protagonizadas por dos de los más grandes patriotas que había dado el país66.
En 1907, después de la llamada de atención que habían supuesto para el régimen las huelgas de Cananea y Río Blanco, Antonio Tovar, de nuevo en representación del Círculo Nacional Porfirista, subrayaba su alegría por acudir puntualmente a la cita del 2 de abril «para felicitar a la nación»; una felicitación que solo podía hacerse en la figura de su presidente porque en él «esta[ba] precisamente la nación, por eso en usted la felicitamos». Una nación que estaba constituida sobre la riqueza de sus tierras y sobre la grandeza de su historia, pero sobre todo gracias a la existencia de unos «hijos abnegados que, haciendo abstracción de sus intereses, sus familias y sus vidas […] hicieron triunfar a la democracia contra la autocracia, a la libertad contra la opresión, a la igualdad contra los fueros; en síntesis, a la República Democrática Liberal Representativa contra el Imperio»; de modo que el gobierno de Díaz aparecía como la mejor —si no es que la única— opción para una convivencia pacífica y ordenada de todos los miembros de la nación67.
Un año más tarde, y a falta de felicitaciones oficiales debido a los funerales del Arzobispo Alarcón, los editorialistas de El Imparcial retomaron el tono del discurso por donde lo había dejado Antonio Tovar el año anterior e intentaron demostrar que la actuación de Porfirio Díaz en aquella jornada histórica no debía ser interpretada únicamente como «un glorioso hecho de armas», sino como «el triunfo de un programa de respeto a los intereses sociales», como ponía de manifiesto la amnistía que él mismo había decretado para los traidores y la prohibición a los leales para que cometieran cualquier tipo de acto de saqueo o bandidaje. Por eso, concluía el editorial, «hoy, el imperecedero hecho de armas […] viene a desgranarse como un rocío de gratitud nacional sobre la recia y noble figura del victorioso soldado de la República»68.
Para 1909, este nuevo discurso que pretendía combinar la supuesta preocupación social del régimen con la presentación de una imagen totémica de su máximo mandatario y que comenzó a hacerse presente también en algunas escenificaciones de la celebración, como la que tuvo lugar aquel 2 de abril en Puebla69, fue el predominante en las felicitaciones y en los artículos publicados en la prensa oficialista. Así, por ejemplo, mientras en el número especial que preparó para la ocasión El Porfirista se felicitaba a Porfirio Díaz por ser «el hombre de la ley, del derecho y de la democracia», cuyo gobierno permitía las mejores condiciones de convivencia para toda la ciudadanía, el licenciado M. de Zamacona, por su parte, apuntaba en un escrito que la gesta militar de 1867 había convertido a Díaz no en un héroe, sino en un «semidiós», en «un Morelos», que lo situaba «más arriba del soberbio lujo de Júpiter»70. Este discurso oficial tuvo asimismo un correlato en la publicidad comercial de algunas empresas cuyos dueños eran próximos al régimen de Díaz, y así, ese mismo año, la tabacalera El Buen Tono ofrecía a sus compradores la posibilidad de conseguir una medalla conmemorativa del 2 de abril a través de la compra de alguno de sus productos71.
Frente a este discurso oficial de tono cada vez más exaltado, la oposición de izquierda optó por el silencio, apenas interrumpido por escuetas rememoraciones del hecho histórico —cuya relevancia nunca se puso en duda—, pero sin convertirlo en la justificación de la forma en la que se llevaba a cabo la política en el presente. Solo en 1908, cuando la conmemoración fue cancelada debido a los funerales del Arzobispo Alarcón, apareció publicado en la primera plana de El Diario del Hogar un editorial que, aunque no hacía mención explícita al 2 de abril, estaba muy vinculado a la efeméride del día, pues reflexionaba sobre la necesidad de crear «una república amplia, nacional, donde quepan todos»; algo que solo podía lograrse —en opinión del editorialista— a través de «la educación y la instrucción popular, que más tarde forma la base sobre la que descansan las instituciones constitucionales»; sin este requisito, las repúblicas en América Latina estaban abocadas a quedarse únicamente con el nombre —y no con el fundamento— de «este avanzado régimen de gobierno»72.
Salvo en estas ocasiones puntuales —como señalamos—, este diario ignoró la conmemoración y sobre todo a su protagonista. En su lugar, decidió dedicar buena parte de su contenido durante los días próximos a la efeméride —aunque estas informaciones también aparecieron a lo largo de otros momentos del año— a dar cuenta de las acciones de los republicanos en España. Pero no del republicanismo conservador de Castelar, sino del nuevo republicanismo surgido en torno al partido Unión Republicana, partido que, sin ser realmente rupturista, sí buscaba ampliar la base social de la política mediante el acercamiento con las agrupaciones obreras y el Partido Socialista, así como aumentar el ejercicio de las libertades; una visión del republicanismo con la que probablemente debían de sentirse más identificados los editores y lectores de este periódico mexicano73. Por su parte, la oposición católica, a pesar de las simpatías que de forma explícita manifestó hacia el general Díaz, en tanto que garante de un orden que ponía freno al jacobinismo y en tanto que artífice del proyecto nacional, tampoco mostró especial interés hacia la efeméride, a la que apenas dedicó algunas crónicas de los festejos oficiales, pero sin entrar en valoraciones de mayor profundidad; la conmemoración del 2 de abril y lo que representaba no parecía ser, en realidad, asunto suyo74.
Para 1910, la actitud timorata oficial con la que en los años anteriores se había celebrado el 2 de abril desapareció, no solo porque ese año era el del Centenario y todas las celebraciones oficiales fueron reforzadas simbólicamente, sino porque también era año de elecciones y, como venía ocurriendo desde 1892, esta conmemoración debía servir para legitimar la candidatura de Díaz; algo que se hizo a tal grado en esta ocasión, que la fecha histórica quedó prácticamente solapada por el mensaje político reeleccionista que impregnó los actos de aquella jornada. Fue precisamente el Club Reeleccionista quien se encargó aquel año de organizar la manifestación cívica que debía recorrer el trayecto entre el Paseo de la Reforma y el zócalo, donde Porfirio Díaz, asomado al balcón de Palacio Nacional y acompañado de los Secretarios y Subsecretarios de Estado, la recibiría y contemplaría su paso. La innovación en esta procesión cívica respecto a la celebrada en 1902 no la constituyó tanto el número de participantes —visiblemente superior— o los estandartes empleados, sino el lugar protagónico que se asignó a los contingentes formados por obreros, que hasta entonces, salvo en Puebla el año anterior, habían estado prácticamente ausentes en la puesta en escena del festejo. Así pues, además de las delegaciones de los clubes reeleccionistas «irreprochablemente vestidos de levita cruzada y sombrero alto», los trabajadores, tanto urbanos como rurales —algunos «con sus garrochas y demás utensilios de trabajo, otros vestidos con trajes de manta iguales y en el sombrero una cinta con nuestros colores nacionales»—, fueron el grupo «más numeroso» y el que fue aplaudido de forma más entusiasta «a su paso por las calles, en donde su sencillo y humilde aspecto se ganaba todas las simpatías»; unos trabajadores que, como años atrás lo había hecho el ejército y dado el incremento del descontento social, debían de aparecer ahora simbólicamente convertidos en uno de los principales respaldos en los que se apoyaba Porfirio Díaz y su gobierno. Junto a esta manifestación, las felicitaciones oficiales recibidas en los salones de Palacio Nacional y las actividades recreativas nocturnas devolvieron a la celebración del 2 de abril el brillo que había perdido en los años precedentes75. Los comentarios al respecto, salvo los elogiosos de la prensa oficialista, que repitieron hasta el hartazgo —en prosa, en verso y en imágenes— la dicha que para ellos suponía tener como presidente de la nación a un héroe histórico (fig. 4), fueron escasos. Los católicos no hicieron ninguna mención, quizás porque tenían otras cosas más interesantes sobre las que hablar, y la oposición de izquierda se vio más limitada para poder hacerla, porque le habían suspendido temporalmente la publicación de su principal órgano de difusión, El Diario del Hogar.
Los destellos de la celebración de este año del Centenario —como los del resto de las que formaban parte del calendario porfirista— se vieron apagados unos meses más tarde tras el inicio del movimiento revolucionario y la rápida caída de Porfirio Díaz. A pesar de ello, todavía quedó tiempo para una última puesta en escena, que tuvo lugar pocas semanas antes de la renuncia de Díaz, en un momento en el que, como señala Allan Knight, surgían revolucionarios de última hora por todas partes76. Aquel 2 de abril de 1911, siguiendo con la ritualidad acostumbrada, el todavía presidente de la nación recibió en el salón amarillo de Palacio Nacional a los representantes de las distintas corporaciones que fueron a felicitarlo y a agradecerle su labor invaluable de cuarenta y cuatro años atrás. Entre los grupos que asistieron figuraron, como siempre, los miembros de su gabinete de gobierno, así como del Círculo Porfirista y de la Sociedad Fraternal Oaxaqueña, pero además no se quiso renunciar al importante activo simbólico que habían supuesto el año anterior los representantes de la clase trabajadora y, para ello, el empresario Guillermo de Landa y Escandón envió una delegación de la Sociedad Mutualista y Moralizadora de Obreros que él había creado a felicitar al héroe de la jornada, aunque con un resultado evidentemente menos vistoso que entonces77. Con estos actos concluyó la última celebración del 2 de abril en tiempos de don Porfirio; sin embargo, esta conmemoración tuvo un epílogo dos años después, ya durante la dictadura de Victoriano Huerta, que fue además cuando —como señalábamos más arriba— se aprobó el decreto que la convertía en fiesta nacional. En 1913, en la Ciudad de México, en Zacatecas y en algunas otras localidades importantes del país controladas por el ejército federal, el 2 de abril se festejó con paradas militares y manifestaciones cívicas, para fortalecer en la ciudadanía el espíritu republicano que había animado la gesta de 1867 y luchar contra la amenaza extranjera, ahora representada por los Estados Unidos78.
ConclusionesEn cuanto a su puesta en escena, la celebración del 2 de abril resultó, como acabamos de ver, una fiesta que combinó elementos simbólicos de diversa naturaleza, pues incluyó desde recursos alegóricos, propios de representaciones políticas de Antiguo Régimen, como estatuas y figuras aladas o castillos de fuegos pirotécnicos, hasta otros propios de las modernas sociedades de masas, como fueron los contingentes de obreros y campesinos, que si bien no iban uniformados como lo harían más de una década después los trabajadores de la Italia de Mussolini, sí seguían un orden y formaban parte del cortejo. Por otra parte, aunque la celebración comenzó siendo eminentemente militar y socialmente elitista durante el primer lustro del sigloxx—como, por lo demás era habitual en los festejos nacionales de aquellos años79—, de forma paulatina fue adquiriendo una morfología más civilista, lo que permitió eliminar ciertas rigideces y hacer de ella un acto ritual más moderno. Sin embargo, independientemente de la forma en la que se llevaron a cabo las escenificaciones, en lo que no cabían dudas era en que el elemento central del festejo lo constituía el último héroe vivo de la nación, el general Porfirio Díaz, con todas las connotaciones semánticas atribuidas a su persona —como héroe de la república, de la paz, del progreso, etc.—, que además quedaban reforzadas a través de toda la parafernalia simbólica, tanto visual como auditiva, que era exhibida cada año con motivo del aniversario del 2 de abril. En cuanto a su escenificación, por tanto, a pesar de las altas y las bajas que experimentó a lo largo de la década, esta celebración pareció brindar un continuum simbólico de aquello que era representado.
Respecto a las sucesivas lecturas en torno a la idea de república que se pueden vislumbrar a través de esta conmemoración, frente a la interpretación «reformista» —que en sus eventuales manifestaciones remitió a un concepto de republicanismo cívico, en el que la participación ciudadana, la educación y la alternancia en el poder aparecían como piedras angulares de lo que significaba ese régimen de gobierno—, la lectura oficial estuvo más bien caracterizada por lo que José Antonio Aguilar denominó hace algunos años como «republicanismo epidérmico»80, es decir, aquel cuya definición se constituía a partir de su oposición a las ideas de monarquía y de pérdida de la soberanía nacional, pero sin brindar mayor construcción teórica al respecto. Paradójicamente, esa definición de república como ausencia de monarquía se producía justo en los años en los que se terminaba de construir la imagen de Porfirio Díaz como príncipe, como rey sin corona —como con frecuencia se refirieron a él sus opositores—, de modo que ella misma entrañaba una contradicción, que para los afectos al régimen parecía poder ser salvada fácilmente recurriendo al carácter salvífico del Primer Magistrado. Así pues, como hemos podido ver, tanto en los discursos verbales como en los visuales, la definición de república expuesta de manera tácita o explícita en estas conmemoraciones, más allá de aludir vagamente a conceptos propios del republicanismo conservador, como la idea de orden, se centró en identificar a don Porfirio Díaz con la república y a esta con la nación, de modo que la mejor —si es que no la única— forma de festejar y exaltar las virtudes de este régimen de gobierno —sin necesidad de definirlas— pasaba necesariamente por festejar al máximo mandatario de la nación, pues él era, en última instancia, la república personificada.
FuentesArchivosAHCM, Archivo Histórico de la Ciudad de México; fondo: Ayuntamiento y gobierno del Distrito; sección: Festividades.
APD-UIA, Archivo Porfirio Díaz, Universidad Iberoamericana.
SHCP-BLT, Secretaría de Hacienda y Crédito Público, Hemeroteca Lerdo de Tejada.
Publicaciones periódicasEl Diario del Hogar
El Hijo del Ahuizote
El Imparcial
El Mundo Ilustrado
El País
Lara Campos Pérez. Doctora en Historia de la Comunicación Social por la Universidad Complutense de Madrid. Entre abril de 2009 y septiembre de 2011 realizó una estancia posdoctoral en el Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, con el apoyo económico de una beca de la Agencia Española de Cooperación Internacional. Actualmente es profesora titular de Historia en la Escuela Nacional de Biblioteconomía y Archivonomía en la Ciudad de México y miembro del Sistema Nacional de Investigadores en nivel 1 desde septiembre de 2013. Su línea principal de investigación es la historia cultural, con especial atención al estudio de la historia social y política de las imágenes. Sobre esta temática ha impartido varios cursos de especialización en distintas universidades y ha publicado un libro y diversos artículos en revistas nacionales e internacionales, entre los que se encuentra «Seducción de nación. Conmemoraciones y publicidad en la prensa mexicana (1910, 1921, 1935, 1960)», Secuencia, n.° 88, enero-abril 2014, pp. 153-191.
La revisión por pares es responsabilidad de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Los diez tomos del ambicioso proyecto editorial 20/10 Memoria de las revoluciones de México son quizás un lugar adecuado desde el que observar la aplicación de esa teoría de los focos en el último «aniversario redondo» celebrado.
Quizás la apatía ante el tema por parte de los historiadores mexicanos proceda de la aseveración hecha por Moisés González Navarro hacia mediados del siglo pasado de que los rituales públicos durante el porfiriato eran aburridos y repetitivos (González Navarro, 1973, pp. 693-709); la conmemoración del 15 de septiembre, a la que se le han dedicado algunos trabajos monográficos en México, como el de Moreno (2011, pp. 59-88), sería la excepción; entre la bibliografía más destacada sobre el tema producida en Estados Unidos: Beezley, Martin y French (1994); Beezley y Lorey (2000); Beezley (2008); Esposito (2010).
Entendemos el concepto de «cultura/s política/s» como el entramado de valores, principios ideológicos, expectativas, reglas y prácticas simbólicas propias de una determinada sociedad que los actores políticos usan de manera consciente y creativa para fomentar en la sociedad la acción política, sea esta de la índole que sea. Dicho concepto ha generado una amplia literatura en los últimos años, desde diversas disciplinas, como las Ciencias Políticas o la Historia; en este trabajo se emplea según las definiciones propuestas por Cabrera (2010, pp. 19-86) y Diego Romero (2006, pp. 233-266).
Fragmento del discurso pronunciado con motivo de la efeméride en 1902, El Imparcial, 03-04-1902; afirmaciones semejantes aparecieron en casi todos sus discursos a lo largo de la década.
Un acercamiento a la distinción entre republicanismo y liberalismo y la confusión terminológica que con frecuencia se ha presentado entre ambos conceptos políticos puede encontrarse en los trabajos recogidos en Aguilar y Rojas (2002).
Cabrera (1921, pp. 15-28 y 44-53); Hale (2002, pp. 195-196); Bastian (1991, pp. 29-46); buena parte del socialismo de finales del sigloxix también abogó por una república de estas características (Illades, 2008, pp. 205-230 y 231-267).
La cita en Sierra, 1984, p. 37); sobre el espacio público como un ámbito estratégico de intervención del Estado para la formación de la sociedad civil, a partir de la consolidación del positivismo en México, Palti (2005, pp. 67-95, y sobre todo pp. 85-92).
Según Bulnes, en una cena, Díaz había afirmado que «los mexicanos están contentos con […] no faltar a las corridas de toros, divertirse sin parar, tener la decoración de las instituciones mejor que las instituciones sin decoración […] y endrogarse con los usureros para hacer posadas y fiestas onomásticas». Díaz, citado en Bulnes (2013, p. 40-41).
Sobre los rituales cívicos en tiempo de Santa Anna: Fowler (2002, pp. 391-447), también Connaugthon (1995, pp. 281-316); sobre la ritualidad de Antiguo Régimen en el mundo hispano: Bonet Correa (1990).
Sobre la historia de las conmemoraciones del 16 de septiembre en el sigloxix, véase, entre otros: Beezley y Lorey (2000) y Beezley (2008, pp. 73-125); Hernández Márquez (2002); sobre las conmemoraciones nacionales en el sigloxix en perspectiva comparada, véase Gillis (1994, pp. 3-24).
Esposito (2010, pp. 106-109). Algunas de las disposiciones del Gobierno del Distrito para la ejecución de este festejo a principios del sigloxx, en AHCM, vol. 1608, exp. 89; vol. 1609, exp. 110 y 168.
El Diario del Hogar, en su edición del 3 de abril de 1906, reproducía la primera carta de felicitación enviada a Porfirio Díaz en 1871 con motivo de la efeméride, firmada entre otros por Ignacio Ramírez e Ireneo Paz; algunos aspectos de la celebración en las décadas finales del siglo en Esposito (2010, pp. 103-106).
Probablemente la mejor historia política general del porfiriato sigue siendo la de Cosío Villegas (1973, t. 1, vols. 1 y 2); una biografía del protagonista del periodo en Garner (2003).
Sobre la organización de los individuos dentro de los rituales cívicos: Kartzer (1988); para el caso de México en la primera década del sigloxx: Abrassart (1999, pp. 51-63); sobre los rituales cívicos en el inicio de la era de la política y la sociedad de masas: Mosse (1971, pp. 167-182).
Véase, por ejemplo, la edición del 2 de abril de 1896 del periódico yucateco La sombra de O’Horan. Órgano del Partido Liberal, APD, legajo 40, caja 5, doc. 000448.
El presupuesto asignado para este festejo por el gobierno del Distrito osciló entre los 212 pesos de 1900 y los 600 pesos de los 1907, 1908, 1909 y 1910; la mayor parte del presupuesto se destinaba al pago de los fuegos de artificio y a la electricidad. Este presupuesto resultaba intermedio entre el destinado de forma promedio a las festividades del 15 de septiembre (sin contar con el asignado para la celebración del Centenario en 1910), que osciló entre los 1000 y 1500 pesos, y los 150 o 200 pesos que se destinaban para la celebración del 5 de febrero. Las partidas presupuestales del 2 de abril pueden consultarse en: AHCM, vol. 1059, exp. 45; vol. 1609, exp. 146; vol. 1610, exp. 173, vol. 1611, exp. 209.
El programa de actividades para conmemorar el 2 de abril aparecía eventualmente publicado en las páginas de la prensa diaria uno o dos días antes; asimismo, las crónicas de los festejos eran recogidas en este mismo medio al día siguiente. Aquí seguimos sobre todo las publicadas en El Imparcial, ya que, además de que era el periódico oficialista (y, por tanto, el que daba una cobertura más amplia a estos actos), era el que contaba con más medios materiales para hacerlo.
En un libro crítico con el régimen, el abogado Adolfo Duclós afirmaba que, tras su llegada a la presidencia del gobierno, «lo primero que del caudillo vencedor se supo, y lo que más fuertemente llamó la atención, fue que lloraba». Duclós (1904, p. 3).
La información de la ejecución de los festejos en El País, 03-04-1903; El Imparcial no se publicó durante los días 2 y 3 de abril de 1903.
Las versiones de lo ocurrido el 2 de abril en Monterrey fueron muy variadas, tanto en el momento de los hechos como en su rememoración pocos años más tarde: para Adolfo Duclós, participante activo en esta manifestación de protesta, la represión fue una muestra más del autoritarismo del régimen (Duclós, 1904); para Bulnes, una actuación pésima del discípulo preclaro de Díaz (Bulnes, 2013, pp. …); para López Portillo y Rojas, una treta de Porfirio Díaz para desprestigiar a Reyes (López Portillo y Rojas, 1975, pp. 236-237).
Según Beezley, el uso de las antorchas, que había sido relativamente frecuente en los festejos cívicos de las últimas décadas del sigloxix, remitían a la libertad y al patriotismo y, por ende, a los valores que habían impulsado la independencia en 1810 (Beezley, 2008, p. 100).
Todas las citas en El Imparcial, 03-04-1904. Según la crónica de este periódico, el cañón que se empleó en el «carro de la Victoria» había sido «una de las bocas de fuego tomadas por los liberales a los imperialistas en la ciudad de Querétaro».
El programa de la comisión de fiestas del Distrito Federal para la jornada en AHCM, vol. 1608, exp. 68.
El Diario del Hogar, 02-04-1904; El País, 03-04-1904, El Hijo del Ahuizote había dejado de publicarse para ese momento.
Según López Portillo y Rojas, «el valiente y pundonoroso coronel Antonio Tovar era el alma del Círculo [… y] sostenía la agrupación con sumo empeño y generosidad» (López Portillo y Rojas, 1975, pp. 216-217).
La nota sobre el desfile de los obreros poblanos frente a la estatua del héroe del 2 de abril en El Imparcial, 05-04-1909; sobre la participación de asociaciones obreras en rituales cívicos oficiales, sobre todo relacionados con gobiernos locales: Illades (2008, pp. 212-215); Knight señala que, durante sus últimos años, el gobierno de Porfirio Díaz incluyó cada vez con mayor frecuencia a este segmento social en los actos públicos (Knigth, 1996, vol. 1, pp. 164-174).
Ambos textos se encuentran recogidos en la compilación de Ponce de León (1913, pp. 12-15 y 35-36), en APD, legajo 40, caja 15, doc. 000778.
Algunas crónicas breves de los festejos fueron publicadas en El País en las ediciones del 3 de abril de 1905, 1906 y 1907; después de eso no volvieron a incluirse hasta 1911. Sobre la postura de la oposición católica durante el porfiriato: Dumas (1989, pp. 243-256).