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Vol. 49.
Páginas 316-320 (Abril 2014)
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Breve tratado de sueños correctivo
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Benjamín Mayer Foulkes
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Estamos ante una novela desesperante. Estamos ante una novela de una inteligencia excepcional. El sueño correcto, de Aline Davidoff consta de 28 capítulos breves; a lo largo de 27 de ellos el lector se inquieta más y más, se rasca el cuerpo, se pregunta con impaciencia si es él o es el texto, alberga oscuros deseos de tirar a los personajes por la ventana, se exaspera al enfrentar la impotencia demostrada por estos para nombrar lo que les pasa, se angustia. A la postre, en la apenas media paginita que integra el último capítulo, comprende todo y experimenta un inmenso alivio. A lo largo de su sostenido y resbaloso trayecto, quien se aventura por los desfiladeros de esta novela es mirado por la autora con ironía, como dentro de un personal reality show del que permanece inadvertido hasta el final. La vivencia es significativa: lo que tiene lugar es una Bildung, una maduración íntima inherente a la experiencia literaria. El sueño correcto, es entonces, como una singular Bildungsroman contemporánea mexicana.

El relato es llano. En el frío del invierno inmediatamente anterior al año 2001, dos amantes cosmopolitas vuelan desde distintos puntos del planeta, la ciudad de México y otro bastante más remoto, para darse cita durante un largo fin de semana en una ciudad del hemisferio norte. Conocemos, desde el punto de vista de Laura, las vicisitudes de su relación y sus consuetudinarios desencuentros con Fénix, un caballero fino de nombre irritante, si los hay, quien sutil y continuamente la maltrata. Pertenecientes a cierto estrato ejecutivo poseedor de tarjetas de crédito internacionales, así como de la posibilidad de pagarlas mes con mes (sin ser tampoco cosa del otro mundo…), las personalidades de El sueño correcto se deslizan por entre asientos de aeronave, taxis amarillos, lujosos pasillos de departamentos prestados, habitaciones de hotel, mesas de restaurante, calles transitadas, tiendas de moda, salas de cine, autos rentados y alguna extraña morada de un amigo dentista. La presencia de los protagonistas halla complemento en la de otros: Eduardo y Mina, antiguos amantes de Laura y Fénix, más Jim, asiduo coleccionista de Kandinskys, cliente de un mediocre merendero local. Laura y Fénix hablan por teléfono, se reúnen para separarse inmediatamente después, conversan, compran, se distraen, hacen alguna visita, beben demasiado y duermen juntos durante solo una de las noches que podrían compartir. Si de cine se tratara, estaríamos ante un filme de bajísimo presupuesto en el que no sucede mayormente nada. El lector, impaciente, se enfrenta al imperio de lo banal mundializado (del que, por si fuera poco, tiene amplia referencia previa). Presiden esta escritura las “deidades del anonimato y de la simplicidad”, que figuran en alguna importante página de la novela.

Desprovisto de patines, el lector resbala y cae a lo largo de las páginas. Pero, al atender con más cuidado, constata la maestría meticulosa con la cual nuestra autora ha construido sus sigilosos surcos. Su eficacia interruptus es la de un tránsito de fragmentos, parcialidades, atascos, elipsis, distracciones, inacabamientos y desazones, en cuya última llamada asoma la posibilidad de pasar a otra cosa.

Los mojones están allí. Narro brevemente la evolución de mi propia lectura del rigor logrado por Davidoff. Lo primero que me sacudió fue la extraña belleza iterativa de su párrafo inaugural, que sugiere una estética de perspectivas parciales:

Es una tarde de invierno en el hemisferio norte. Es una tarde de invierno en los cielos del hemisferio norte. Una tarde con nubes suspendidas y quietas en el azul brillante de la atmósfera. Es una tarde junto a una ventanilla que no es redonda ni oval, una ventanilla como el ojo entreabierto de una ballena que recién asoma a la superficie. Es así sólo en un parpadeo. De la ventanilla escurre una lágrima de frío que se alarga como clave única de la velocidad. Es una ventanilla entre una hilera de ventanillas idénticas de un lado y otro del avión de línea.

A lo largo de las siguientes 45 páginas me pasmé. Mi primera impresión articulada fue que lo que tenía lugar en todo este acuoso cuerpo congelado bien podría asociarse con la voz inglesa asides: esas menciones o sucesos colaterales, de importancia supuestamente secundaria, cuya repetición, empero, hace la vida y entre cuyas variopintas manifestaciones puede contarse un evento tan arduo y trascendente como un embarazo no deseado. ¿Consistirá la vida de una sucesión de cicatrices causadas por tales asides?

Luego me detuve en la tensión que me pareció percibir entre el molde clásico de la novela y las potencias centrífugas de los pedazos que la (des)componen; pedazos cuya sobredeterminación atenta contra ese molde y termina por mancillarlo.

Arribado a la página 60 me surgió una pregunta concerniente a la física del amor: ¿cómo es que en el planeta Tierra nos esmeramos tanto por formar parejas cuando el universo se halla en continua expansión? En este punto recordé aquella máxima de Goethe citada por Borges en su conferencia sobre la ceguera: “todo lo cercano se aleja”. ¿Será posible concebir una descripción comparativa de la diferencia sexual en términos espacio-temporales? Mientras que ella querría “que estuvieran juntos todo el tiempo”, él, como el Ave cuyo nombre porta, no deja de volver porque no cesa de irse. Estamos ante un relato sobre los seres y el tiempo.

En la página 82 me percibí confrontado por una escritura de ese desgarramiento padecido una y otra vez por Laura, merced a los violentos y constantes cortones que le propina Fénix. Unas páginas después me pareció claro el motivo central de esta elaboración:

Fénix y ella lo mantienen todo en secreto. Todo en suspenso. Prefiere la versión del suspenso a la de la espera sin fin. Y entonces se acuerda de que está esperando. Que debería estar esperando.

A saber, interruptus:

Lo que [Laura] tiene enfrente es un presente que se precipita al futuro que se consume, o ¿es el presente el que se consume sin dejar traza?

Espera eternizada. Un presente que desaparece sin residuo. Y, sin embargo, eso que a lo largo de tantas páginas da la impresión de consistir en una estructura existencial inamovible termina revelando su historicidad, para dar finalmente de sí. Laura logrará sobreponerse al efecto tóxico de Fénix:

Ese borrarse, esa ausencia de sí en lo sexual pero también en la sensación de sus pies en la tierra, de sus brazos en el aire, del cuello frágil capaz de cargar con fuerza su cabeza, su sensación, en resumen, de ocupar el espacio específico que le corresponde se podría prolongar peligrosa, indefinidamente […] Antes de perderse, Laura se levanta.

De esto va El sueño correcto. Lo establecen contundentemente solo cuatro líneas del volumen; el tema es clásico, aunque no por ello menos esencial: el sinuoso pasaje de la alienación en uno mismo al enfrentamiento con la finitud y, por ende, con la posibilidad de ejercer el deseo. De la impotencia a la (im)posibilidad: la relación entre los antihéroes con los que Davidoff azuza nuestro hastío bien podría remitirnos a la dialéctica del amo y del esclavo, como también a la extranjería tematizada por Albert Camus… en versión revista de aerolínea. Tal es la fineza del zurcido irónico de este libro sorprendente: bajo una sonrisita mustia e imperceptible, en un setting vacuo y consabido, Davidoff nos regala una elaboración cuidadosísima de ese desafío esencial de toda vida humana que consiste en la asunción de la propia existencia y el propio destino. Empero, la emancipación de Laura no arroja un final feliz, pues no implica el acceso último a un ideal. Por el contrario, supone la puesta en marcha de un “sueño de sí misma […] sin certezas”.

Así, El sueño correcto pendula entre dos acepciones del singular sintagma que lleva por título. ¿Qué es un sueño correcto? ¿Existe tal cosa? Un sueño correcto, un sueño del deber, un sueño del deber ser, no sería propiamente un sueño, sino una pesadilla. En este primer sentido, el sueño correcto es una figura de la angustia. Formación inauténtica, tal acepción da lugar a otra, la segunda, que es la del sueño auténticamente correcto, correcto por incorrecto, verdadera realización del deseo que en el inconsciente del soñador burla la represión y conlleva “un empujón que […] dice que sí, que ésa es la buena veta para encaminar al sueño hasta la frontera”.

Bendita frontera.

Mi afirmación de las dos acepciones del sueño correcto no es especulativa. La novela remite abiertamente a ese pasaje de La odisea en el que Penélope dice a su amado:

Hay dos puertas para los sueños: una, construida de cuerno; otra, de marfil. Los que vienen por la de marfil nos engañan; los que vienen por la de cuerno nos anuncian verdades.

El sentido de estas páginas es el del peregrinar de Laura que va de la pírrica puerta de marfil a la modesta, pero vital, puerta de cuerno. Todos somos Laura. De ahí que sea ella el personaje principal de la pieza. Sin embargo, el foco último de esta literatura es Fénix, en la medida en que cada uno de nosotros encara el asedio de nuestros personales Fénix. De ahí nuestra brega continua: ¿somos, seremos capaces de llamar una y otra vez a la existencia la singularidad de nuestro deseo, aliento de nuestra existencia, a cambio de la imposible y contrafáustica admisión en cada nueva coyuntura de nuestra propia, frágil, finitud?

Aline Davidoff, 2003, El sueño correcto, Ítaca, México.

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