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Vol. 20. Núm. 3.
Páginas 113-115 (Junio 2008)
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Páginas 113-115 (Junio 2008)
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La proteína C reactiva. Policía, agresor o simple testigo
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Juan Antonio Gómez Gerique
Autor para correspondencia
jgomez@humv.es

Dr. J.A. Gómez Gerique. Servicio de Análisis Clínicos. Hospital Marqués de Valdecilla. Avda. Valdecilla, 25. 39008 Santander. Cantabria. España.
Servicio de Análisis Clínicos. Hospital Marqués de Valdecilla. Santander. Cantabria. España
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La proteína C reactiva (PCR) es una proteína plasmática filogenéticamente altamente conservada, que forma parte del sistema inmunitario innato y que participa en la respuesta sistémica a la inflamación, junto con un grupo de proteínas conocidas como reactantes de fase aguda. Su concentración se eleva en plasma de forma considerable durante los procesos de inflamación aguda, y ésta característica se ha utilizado ampliamente en la práctica clínica1. Por otra parte, en la última década, y tras el reconocimiento de que la inflamación desempeña un papel importante en el proceso de la arteriosclerosis, se han realizado importantes esfuerzos para identificar marcadores no invasivos que permitieran mejorar la estimación del riesgo cardiovascular. Dentro de este contexto es donde ha emergido la atención sobre la PCR, tanto en su papel como marcador, como en su posible participación activa en el desarrollo y la progresión de la arteriosclerosis2.

En los estudios epidemiológicos y de casos y controles, en su mayoría mediante análisis de tipo post hoc, se pudo observar una asociación estrecha entre la concentración plasmática de PCR y el riesgo de accidentes coronarios, que además era independiente de otros factores de riesgo. Además, en algunos estudios de intervención, también pudo demostrarse que el descenso de la PCR plasmática se acompañaba de una disminución del riesgo coronario, si bien en estos estudios el objetivo del tratamiento no era específicamente la PCR, sino otras dianas terapéuticas3.

Por otra parte, en algunos estudios experimentales se ha detectado la PCR en las lesiones ateroscleróticas y se han identificado posibles mecanismos proinflamatorios, a través de los cuales esta proteína puede participar activamente en el desarrollo de estas lesiones4–6. Por todo lo anterior, parecía claro que la evidencia era suficientemente clara como para implicar a la PCR (como marcador, por una parte, pero como implicado, por otra) en el conjunto de parámetros utilizados para estimar el riesgo de enfermedad cardiovascular. No obstante, la revisión crítica de las pruebas existentes nos hace pensar que la evidencia acerca de su causalidad no es tan clara, y que su valor como marcador (sin quitarle la importancia y el significado que arrastra) debería matizarse. Con frecuencia nos olvidamos de que su presencia en el “escenario del crimen” no implica que necesariamente sea “culpable” de éste2.

Lo que sí es cierto es que hay una gran cantidad de información y, por supuesto, una gran cantidad de incógnitas por resolver (suele ocurrir cuando algo o alguien llama demasiado la atención). El trabajo de Miguel Turu et al7, que aparece en este número de la revista, y que comentaremos enseguida, se inscribe en estos intentos de clarificar las cosas.

El gen de la PCR se localiza en el cromosoma 1 y contiene un solo intrón, que separa la región que codifica el péptido señal de la que codifica la proteína definitiva en sí misma. En los hepatocitos, la inducción de la PCR se realiza fundamentalmente en el ámbito transcripcional, y en ella participa la interleucina (IL) 6, si bien el efecto de esta citocina puede reforzarse con la intervención de la IL-1β. El efecto de estas citocinas se realiza fundamentalmente en el ámbito de diversos factores de transcripción (distintos para las diferentes proteínas de fase aguda), que en caso del gen de la PCR pertenecen a la familia C/EBP1. También parece producirse una síntesis extrahepática de la PCR, si bien por el momento no están claros los mecanismos que regulan este segundo proceso8–10. Tampoco está claro que, en el ámbito extrahepático, la inducción transcripcional se acompañe de un aumento en la secreción de la PCR por estos tejidos, y aunque existiera, no está claro que pueda contribuir de forma significativa a sus concentraciones plasmáticas1.

Otra cuestión igualmente importante, es la referida a la modificación postraduccional de la PCR: hay diferentes formas de ésta con actividades antiaterogénicas (antiinflamatorias) y proaterogénicas (proinflamatorias), probablemente bastante diferenciadas. Las principales formas son: la PCRn (pentamero plegado, el conocido tradicionalmente como PCR), la mPCRm (forma parcialmente desplegada de la PCR que se forma tras su interacción con la membrana celular), la mPCRs (forma monomérica que se forma por disociación de la mPCRm, o que incluso puede ser la forma en que se secreta la PCR extrahepática) y la PCR agregada (sobre la que no hay evidencias suficientes acerca de su existencia in vivo). El problema es que, en función del anticuerpo que usemos para su detección, éste es incapaz de diferenciar entre estas formas11–13.

En este contexto es donde habría que analizar el significado de la PCR. Muy probablemente (y hay bastantes trabajos que apoyan esta hipótesis), la PCRn se comportaría como una proteína “defensiva”, sintetizada en el hígado como respuesta a la agresión (infección o inflamación) y ayudaría, tanto a neutralizar agentes externos como a “facilitar” la eliminación de restos celulares en los lugares afectados por el proceso inflamatorio. De hecho, se ha podido comprobar que la ausencia de PCR o la falta de su elevación puede favorecer determinados fenómenos autoinmunitarios al haber una presencia prolongada de proteínas alteradas, mientras que la PCR favorece la apoptosis o, incluso, la eliminación de células no viables14. También, en animales fuertemente hipercolesterolémicos, la presencia de elevaciones de PCR se ha acompañado de una progresión menor de la arteriosclerosis15. Además, la PCRn no parece tener afinidad por la lipoproteína de baja densidad (LDL) nativa (LDLn, nativa, normal o no modificada), pero sí por la LDL oxidada, y esto se ha interpretado como una defensa para evitar que esta última se acumule en lugares concretos de la pared vascular, además de estimular la síntesis de la IL-10 (antiinflamatoria). No obstante, no está tan clara su acción en la LDLE (modificada enzimáticamente y unida a la superficie celular)16. En cualquier caso, este papel de “policia” y protector podría perderse cuando se producen alteraciones metabólicas y fuertes elevaciones de la PCR.

Otra cuestión muy distinta es la relacionada con la mPCRm y, sobre todo, la mPCRs (monomérica), que sí parecen comportarse como fuertemente proinflamatorias y proaterogénicas.

Hay datos controvertidos acerca de si realmente existen una síntesis y una secreción de la PCRn extrahepática, e incluso algunos autores han llegado a postular que la PCR que se ha descrito como asociada a las lesiones ateroscleróticas podría tener su origen en la PCR plasmática17. El trabajo de Miguel Turu et al7 aporta una prueba importante de que las células asociadas a la placa de ateroma son capaces de expresar el ácido ribonucleico mensajero de la PCR, lo que apoya, por tanto, la hipótesis de su síntesis local. No obstante, el anticuerpo que utilizan (clon 8 PCR, Sigma) reconoce todas las formas de PCR, razón por la que no podemos saber si la síntesis que se detecta es de PCRn o de mPCRs. Este último punto es trascendental, porque si pudiera consolidarse la teoría de que existe una síntesis y una secreción de mPCRs extrahepática en lugares con una fuerte infiltración celular y un proceso inflamatorio agudo (como las lesiones arterioscleróticas avanzadas), no sólo tendríamos la confirmación de la perpetuación de un mecanismo patogénico local por parte de la PCR, sino que también podríamos hipotetizar que esta secreción extrahepática sí podría contribuir a las concentraciones plasmáticas sistémicas en el rango de concentraciones de la PCR que se consideran como significativas en su asociación con la enfermedad cardiovascular (entre 1 y 10mg/l). Eso sí, asumiendo que la cifra de PCR que medimos es la suma de PCRn y mPCRs. De hecho, esta última “hipótesis” ya se ha aventurado, aunque de forma indirecta, en los trabajos en los que se mide la concentración de PCR en arterias coronarias en zonas previas y posteriores a lesiones significativas18 (la concentración en la zona distal a la lesión era superior a la de la zona previa). Evidentemente, hay mucho trabajo por hacer y muchas pistas que seguir para poder probar (o descartar) algunas de las hipótesis que se han manejado en este comentario, pero poco a poco se van decubriendo algunos de los aspectos contenidos en el título de este editorial. Probablemente, las diferentes formas de PCR puedan comportarse como protectoras (policias), lesivas (agresores) o, en ausencia de otras alteraciones, como simples testigos de lo que está ocurriendo.

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