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Vol. 1. Núm. 2.
Páginas 91-99 (abril 1999)
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Trastornos de la personalidad y drogodependencias
Personality disorders and substance abuse disorders
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G. Cervera, F. Bolinches, J C. Valderrama
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CLÍNICA Y DIAGNÓSTICO


Trastornos de la personalidad y drogodependencias

Personality disorders and substance abuse disorders

CERVERA, G.*; BOLINCHES, F.**, y VALDERRAMA, J. C.***

* Unidad de Toxicomanías. Servicio de Psiquiatría. Hospital Clínico Universitario. Valencia.

** Unidad de Conductas Adictivas. Área 3. Sagunto (Valencia).

*** Unidad de Alcohología. Áreas 16 y 18. Alicante.

Correspondencia:

Dr. G. CERVERA.

Unidad de Toxicomanías.

Servicio de Psiquiatría.

Hospital Clínico Universitario.

Av. Blasco Ibáñez, 17.

46010 Valencia.

Valderra@setox.org


RESUMEN: Objetivo: intentar demostrar la necesidad del estudio, diagnóstico y tratamiento de los trastornos de la personalidad en pacientes con trastornos por uso de sustancias psicoactivas.

Material y métodos: se describen los diagnósticos de trastornos de la personalidad del cluster B, del manual diagnóstico y estadístico de enfermedades mentales en su cuarta revisión, que agrupa al trastorno antisocial, límite, histriónico y narcisista de la personalidad, así como su relevancia en las conductas adictivas.

Resultados: la prevalencia de trastornos de la personalidad en población drogodependiente es superior a la de la población general, siendo frecuente la existencia de más de un diagnóstico de dichos trastornos. Para ambos se han identificado tanto factores genéticos como psicosociales.

Conclusiones: ante las múltiples propuestas para relacionar la patología de la personalidad con los trastornos por uso de sustancias psicoactivas y la insuficiencia de los abordajes llevados a la práctica en el pasado es necesario pasar a una intervención clínica que combine el tratamiento psicoterapéutico y el psicofarmacológico para ambos trastornos.

PALABRAS CLAVE: Trastornos de la personalidad. Trastorno por uso de sustancias psicoactivas. Trastorno límite de la personalidad. Trastorno antisocial de la personalidad. Comorbilidad.

ABSTRACT: Objective: to show the importance of the study, diagnosis and treatment of personality disorders in psychoactive substance abusers.

Material and methods: description of personality disorders by the cluster B of the DSM-IV, wich includes the antisocial, the borderline, the histrionic and the narcisist personality disorders. The addictive behavior has been also esteemed.

Results: the personality disorders'' prevalence in psychoactive substance abusers exceed general population''s one and the existence of more than one disorder is frequent. Genetic and psychosocial factors have been related to both disorders.

Conclusions: faced with the multiple proposals that relate personality disorders to psychoactive substance abuse and the past approach insufficiency, is necessary to change to a clinic intervention that combine the psychotherapeutical and psychofarmacological treatment of both disorders.

KEY WORDS: Personality disorders. Substance abuse disorders. Borderline personality disorders. Antisocial personality disorder. Comorbidity.


Introducción

La personalidad se concibe actualmente como un patrón complejo de características psicológicas profundamente arraigadas que son en su mayor parte inconscientes y difíciles de cambiar y se expresan automáticamente en casi todas las áreas de funcionamiento del individuo. Estos rasgos intrínsecos y generales surgen de una complicada matriz de determinantes biológicos y de aprendizajes y en última instancia comprenden el patrón idiosincrásico de percibir, sentir, afrontar y comportarse de un individuo1.

Es evidente que está resurgiendo un marcado interés por los trastornos de la personalidad después de muchos años en que no fueron suficientemente valorados por los clínicos2. Por otra parte, si algo caracteriza al desarrollo histórico de los trastornos de la personalidad han sido las controversias sobre su naturaleza y lugar en la psiquiatría. En este sentido, Schneider (1950), citado por Millon1, consideraba tanto las personalidades anormales como las neurosis, trastornos psíquicos consecuencia de variaciones estadísticas. Este concepto era, y en gran parte sigue siendo, aplicable a las personalidades psicopáticas que son todavía definidas con un criterio valorativo más sociológico que psicológico1,2.

La personalidad puede definirse como la totalidad de los rasgos emocionales y conductuales que caracterizan a una persona en su vida diaria en condiciones normales, siendo relativamente estable y predecible. Un trastorno de la personalidad supone una variante de estos rasgos de carácter que van más allá de los que normalmente presentan la mayoría de las personas. Sólo cuando los rasgos de personalidad son inflexibles y desadaptativos y causan un deterioro funcional significativo, o bien un malestar subjetivo, constituyen un trastorno de la personalidad1.

Los trastornos de la personalidad (TP) se agrupan en la cuarta edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de Enfermedades Mentales3 en 3 grupos. En este artículo se estudian solamente los dos primeros del grupo B, que incluye los trastornos de la personalidad antisocial (TAP), límite (TLP), histriónico y narcisista.

Este grupo de trastornos de la personalidad del grupo B poseen una base genética. Muchos autores admiten el papel que desempeña la herencia en el desarrollo de los trastornos de la personalidad, pero insisten en que los factores ambientales modifican sustancialmente las disposiciones genéticas. Por otra parte, muchos genetistas adoptan una postura más inflexible, implicando a los factores genéticos en muchos tipos de psicopatologías. Pese a estar de acuerdo que la variabilidad de estos trastornos proviene de las condiciones ambientales, afirman que son influencias superfluas que no evitan que el individuo sucumba a su inclinación hereditaria. En una investigación reciente sobre la asociación entre genética y características de la personalidad se demostró que la conducta de «bús-

queda de sensaciones» (caracterizada por excitabilidad y alta impulsividad) se relaciona con una variante del receptor de la dopamina D4 (D4.7), aunque queda aún por identificar el mecanismo biológico que interviene en esta acción4.

Hay evidencia de que los factores genéticos desempeñan un papel disposicional que conforma el substrato morfológico y bioquímico de algunos rasgos y son el fundamento para que una persona sea susceptible a la disfunción, por ejemplo, bajo el estrés o para que tienda a aprender comportamientos socialmente inadecuados. La experiencia viene determinada inicialmente por la constitución biológica de la persona; por tanto, la estructura constitucional de un individuo reforzará la posibilidad de que aprenda ciertas formas de comportamiento. Los determinantes biológicos siempre preceden e influyen en el curso del aprendizaje y la experiencia. Por otra parte, las últimas investigaciones han demostrado que la madurez biológica es muy dependiente de la experiencia ambiental favorable, pudiendo alterar e incluso detener completamente el desarrollo del substrato biológico si el organismo en crecimiento se ve privado de estimulación durante los períodos críticos en los que se produce un crecimiento neurológico rápido.

Con respecto a los determinantes psicogénicos es en el TLP donde los estudios dan más correlación entre los traumas infantiles y el posterior desarrollo del mismo. Así en una revisión5 realizada sobre 11 trabajos efectuados en la década de los ochenta y noventa se encontró que la separación, pérdida, los malos tratos o el abuso sexual eran traumas infantiles frecuentes en los pacientes con trastorno límite.

Las referencias sobre el TLP tienen más de un siglo en la literatura científica y es uno de los TP que más interés y controversias suscitan entre los clínicos. Para algunos autores6 se trata de un trastorno subafectivo; para otros7, aunque estos pacientes presenten síntomas depresivos con gran anhedonia (que produce búsqueda de placer y facilita la adicción), presentan grandes diferencias cualitativas. En esta línea ciertos rasgos de estos pacientes (impulsividad y/o agresividad) parecen ir en el sentido de una posible disfunción serotoninérgica central, apuntando que lo primario sea una disregulación de los impulsos más que una disregulación afectiva, sin descartar que exista una relación inespecífica entre ambos trastornos.

Recientes estudios orientan a una alteración de los mecanismos de adaptación que sería secundaria a una vulnerabilidad biológica específica e incluye una inestabilidad afectiva y de la impulsividad-agresividad8. El cuadro incluye:

-- Rasgos biológicos que se cree son regulados por neurotransmisores: labilidad afectiva, sensibilidad al rechazo, oscilaciones del humor depresivo, angustia e impulsividad agresiva.

-- Rasgos psicológicos, ligados a la experiencia traumática en la infancia: baja autoestima, alteraciones de la identidad, mecanismos de defensa primitivos y relaciones interpersonales y sexuales caóticas.

Se apunta además la posibilidad de complejas relaciones entre los rasgos biológicos y psicológicos que incluyen posibles relaciones «causa-efecto».

También en el TAP se han descrito factores genéticos y psicosociales como el abandono o maltrato parental (incluyendo los castigos reiterados o arbitrarios).

Es conveniente para una mejor comprensión del problema de los TP hacer una revisión histórica al respecto. Aunque las primeras referencias sobre una tipología de la personalidad aparecen en la obra de Hipócrates y su teoría sobre los 4 humores corporales, no es hasta finales del siglo pasado cuando se consolida una estructura teórica sobre los TP al establecer la escuela francesa una tipología basada en la variación e intensidad de 2 rasgos, la sensibilidad y la actividad, proponiendo distintos caracteres como el «carácter humilde», de excesiva sensibilidad y poca energía; el «carácter contemplativo», marcado por una aguda sensibilidad y una conducta pasiva, y el «carácter emocional», de extrema impresionabilidad y de una activa disposición.

Posteriormente se formuló la existencia de 9 tipos normales de caracteres que aparecen de la combinación de 3 disposiciones (la emocionalidad, la actividad y la meditación). Cuando una o más de las 3 tendencias funcionan irregular o erráticamente aparecen los caracteres mórbidos, que son el tipo «inestable», el «indeciso» y el «contradictorio».

Desde la escuela alemana se postularon tres criterios fundamentales a la hora de evaluar el carácter: el nivel de actividad, la emocionalidad y la susceptibilidad a la estimulación externa frente a la interna. Estos criterios representan en la clínica variables de actividad-pasividad, placer-dolor y subjetividad-objetividad. Esta línea de pensamiento psicopatológico se mantiene en las primeras décadas del actual siglo y se llega a proponer 8 temperamentos, basándose en las diferentes combinaciones de 3 dimensiones fundamentales: la intensidad, la persistencia y la afectividad.

Una cuestión fundamental en el estudio de la personalidad es la división entre los estudios sobre personalidad normal frente a los de la personalidad anormal. Entre los primeros están aquellos que intentan relacionar la forma corporal y las características básicas de la personalidad9. Entre los autores que se centran en la búsqueda de los síntomas y síndromes psicopatológicos destaca la obra de Schneider, que plantea la existencia de 10 tipos de personalidad.

En la década de los cuarenta se plantea un cambio en la orientación teórica de los trastornos de la personalidad, apareciendo una perspectiva más social, considerándose estas patologías como consecuencia de trastornos en el proceso de socialización más que como error estructural o fallo en el desarrollo de la función biológica del individuo.

En la actualidad el acercamiento al estudio de los trastornos de la personalidad puede englobarse en 6 grandes grupos: el psicodinámico, el neurobiológico, el cognitivo, la perspectiva interpersonal, la perspectiva estadística y por último el modelo de aprendizaje biosocial, que luego evolucionó a un modelo de integración. Este modelo, también conocido como el modelo evolutivo de Millon1, plantea que los principios y procesos de la evolución son esencialmente universales y se expresan a distintos niveles (química, física, biología, psicología, etc.). Para este autor la personalidad se concebiría como la presentación de estilos más o menos diferentes de funcionamiento adaptativo que un individuo utilizaría en un entorno particular. Los trastornos de la personalidad representarían los estilos particulares de funcionamiento desadaptativo al enfrentarse a distintos entornos10.

La relación entre los trastornos de la personalidad y las drogodependencias es más antigua de lo que en principio cabría suponer. Así, en el primer cuarto de este siglo se define a los morfinómanos como «individuos a quienes les faltan las condiciones internas satisfactorias que tiene el normal; no se precisan grandes calamidades externas para que se produzcan de un modo duradero malestar y sentimientos de displacer. Por otra parte, carecen de resistencia a las molestias corporales, sienten los dolores más intensamente y a menudo les falta también la capacidad para reparar su cerebro, fácilmente fatigable, por medio del sueño natural suficientemente prolongado y profundo»9. Unos años después se describen para establecer el pronóstico del morfinismo 4 constelaciones de factores: los endógenos, como la constitución, herencia, sexo, raza, edad actual y edad de comienzo en el consumo; los exógenos, como la clase y combinación de los alcaloides, dosis, duración y número de curas; los patogénicos, como las heridas de guerra, enfermedades dolorosas y motivos psíquicos, y por último los constelativos, que eran la profesión y el medio.

En la misma línea9, la importancia del factor constitucional se pone en evidencia en el estudio de los antecedentes hereditarios y distingue un grupo de drogodependientes heterotropos (morfinismo más alcoholismo) que son más graves, también tienden al cocainismo y presentan más antecedentes familiares que los monotropos (preferentemente alcohólicos).

En nuestro país fue Valenciano9 quien describió en esos años que «de forma general se admite que el factor causal fundamental de las toxicomanías reside en la personalidad del toxicómano» y que «solamente teniendo en cuenta condiciones generales e individuales, internas y externas, esenciales y accidentales, puede comprenderse el proceso total de la toxicomanía». Para terminar, este autor continúa haciendo una clara aproximación a lo psicobiológico cuando en este mismo trabajo, centrándose en los morfinómanos, dice: «El problema del habituamiento corporal es, en lo fundamental, un problema fisiopatológico, el afán lo es psicológico....; ambas esferas habrán de ponerse en estrecha relación. Sólo con esta síntesis se logrará conocer en toda su complejidad el problema del morfinismo.»

Más de medio siglo después otro autor español11 establece la existencia de un patrón de automedicación en pacientes adictos afectados de un trastorno de personalidad, especialmente un diagnóstico mixto antisocial y límite.

Epidemiología

Pese a la importancia de los trastornos de la personalidad, no hace mucho más de una década que se realizaron los primeros estudios epidemiológicos exhaustivos, pues ha sido tradicional un distanciamiento entre la psicología de la personalidad y la psicopatología clínica2. De hecho, dada la propia naturaleza de los trastornos de la personalidad (comienzo en la infancia, tendencia a la cronicidad, descompensación en situaciones de estrés, etc.) es muy difícil realizar estudios de incidencia.

En lo que respecta a los estudios de prevalencia, los trastornos de personalidad en muestras de la comunidad o en parientes de enfermos psiquiátricos (esquizofrenia o depresión) oscilan entre el 10,3 y el 13,5%. En estos estudios se determina que la prevalencia es superior en las poblaciones urbanas y en grupos sociales más bajos. Hay un ligero descenso en los grupos de mayor edad, aunque la proporción de sexos es diferente para los diversos trastornos. Estas diferencias tienden a anularse en el grupo total, siendo igual los porcentajes totales para los 2 sexos2.

El TLP ha sido uno de los trastornos de la personalidad más estudiados. Las prevalencias encontradas, con diversos instrumentos oscilan del 1,3 al 1,8%, siendo significativamente más común entre las mujeres, entre los más jóvenes, de áreas urbanas y nivel social más bajo

Con respecto al TAP, la prevalencia durante toda la vida para los varones es significativamente más elevada (4,5%) que para las mujeres (0,8%) con independencia de la edad. La duración media del trastorno es de 19 años y su momento de aparición es a los 8 años, con una diversidad de problemas en casa y en la escuela. Además el 84% de los pacientes con este trastorno han padecido alguna adicción.

Con respecto a los trastornos de la personalidad histriónico y narcisista, la prevalencia en población general es de un 2,2 y 0,4%, respectivamente.

Pocos estudios proporcionan información sobre las tendencias temporales de los trastornos de la personalidad. La principal información procede de 2 estu- dios de población general realizados en Asia y en Europa. Mientras que en el primero no existió aumento de la prevalencia de los TP durante un período de 15 años, en Alemania se observó un incremento significativo durante el período del estudio. Sin embargo, ninguno de estos estudios tenía como objetivo evaluar la prevalencia de los TP2.

Aproximadamente el 50% de los pacientes con trastornos por uso de sustancias tienen al menos algún diagnóstico de trastorno de la personalidad12, oscilando entre un 46% de los alcohólicos y un 65-68% de los dependientes a opiáceos, dándose cifras de comorbilidad elevadas del trastorno antisocial y el límite2,12.

Trastornos de la personalidad relacionados con las drogodependencias: el problema de la comorbilidad

Se han propuesto múltiples modelos para relacionar la patología de la personalidad (eje II del DSM IV) con los trastornos de estado (eje I). En primer lugar está el modelo de vulnerabilidad, en que los trastornos de la personalidad predisponen al individuo al desarrollo de un trastorno del eje I. En el sentido inverso a éste, el modelo de la complicación, para el que la causalidad del modelo de la vulnerabilidad se invierte y son los trastornos del eje I los que una vez iniciados crean una predisposición a los cambios de la personalidad. Un modelo integrador es el modelo del espectro, el cual sostiene que los trastornos en eje I y II pueden entenderse como desarrollos que parten del mismo substrato constitucional y, por tanto, existe una continuidad. Por último tenemos el modelo de la patoplastia, para el que la personalidad influye en el curso de un trastornos del eje I, pero que por sí misma no predispone al desarrollo de éste.

Todos estos modelos son factibles y es probable que se den en diferentes individuos. De hecho no es imposible que todos sean aplicables a una misma persona en diferentes grados1.

Esta estrecha relación entre el trastorno de la personalidad y el trastorno por uso de sustancias ha llevado a algunos autores a pensar que el trastorno de la personalidad es el que frecuentemente lleva al consumo de sustancias11.

Se han realizado diferentes valoraciones sobre trastornos de la personalidad comórbidos en adictos. Los pacientes toxicómanos (la mayoría heroinómanos y cocainómanos) con un TLP en un seguimiento de 2 años padecen depresión y alcoholismo con mayor frecuencia13. Con respecto a pacientes drogodependientes con TAP el porcentaje de recuperación al año, definido como el porcentaje de personas que han satisfecho en alguna ocasión los criterios DSM-III-R para el trastorno y que no han experimentado síntomas fundamentales relevantes para ese trastorno en el último año, es del 51,6%. Sin embargo, es posible que haya una distorsión de los efectos del estado (consumo de sustancias) sobre el rasgo (trastorno de la personalidad) y que muchos de los diagnósticos fueran adictos a las drogas que dejaron de mostrar síntomas de TAP después de un período de abstinencia. En este sentido se han descrito 2 subgrupos, unos psicópatas «verdaderos» y unos psicópatas «sintomáticos» con menos rasgos psicopáticos, más síntomas psiconeuróticos y una respuesta más favorable al tratamiento14.

Esta importante comorbilidad ha dado lugar a una problemática15 todavía abierta sobre el significado de la distinción entre el diagnóstico de estado (eje I) y el de rasgo (eje II) según los criterios diagnósticos introducidos a partir del DSM-III. Al mismo tiempo, el sistema DSM, mediante la adopción del sistema multiaxial y la formulación de diagnósticos múltiples entre eje I y II, ha favorecido el fenómeno de la comorbilidad entre síntomas clínicos y trastornos de la personalidad, reactivando el problema de la relación entre rasgo y estado, desde siempre el centro de la reflexión psicopatológica. En este sentido es capital hacer este diagnóstico diferencial, pues el tratamiento (en el caso del trastorno límite) y el pronóstico (sobre todo del antisocial) nos obliga a ello13.

La comorbilidad tiende a separar en el plano categorial, un poco artificialmente en ocasiones, entidades psicopatológicas que están ampliamente integradas en el plano funcional y que representan estados fronterizos que de hecho pueden interferir tanto en el diagnóstico como en la terapia. Sí se acepta, en cambio, la separación diagnóstica y el concepto de comorbilidad; queda el interrogante de si la personalidad y los trastornos de personalidad constituyen un factor de vulnerabilidad o en cambio son un factor patoplástico. Solamente podría encontrarse una respuesta a este problema en estudios de seguimiento prolongados con la intención de discriminar la interferencia recíproca entre los trastornos coexistentes10.

Además de la comorbilidad entre el eje I y II, también plantea problemas la existencia de varios diagnósticos en el eje II, pues parece haber una elevada comorbilidad entre ciertos TP, sobre todo entre el límite, antisocial, esquizotípico y por evitación. Por tanto, será importante aclarar mediante estudios longitudinales los límites entre los diversos trastornos, tanto en el eje I como en el II y sus respectivas interrelaciones.

En los estudios clínicos se utiliza el término comorbilidad cuando en un mismo paciente se puede diagnosticar más de un trastorno al mismo tiempo13. De cualquier forma se han introducido diferentes tipos de comorbilidad (patogénica, diagnóstica y pronóstica), aunque en este capítulo se ha utilizado el término comorbilidad para referirse a la existencia de trastornos sintomáticos y trastornos de la personalidad en un mismo tiempo o en momentos sucesivos.

Aunque ya se citó en el punto anterior, existe una controversia sobre la existencia o no de diferencias reales entre algunas entidades o síndromes pertenecientes al eje I y ciertos trastornos de la personalidad. La sistematización de esta relación entre los 2 ejes nos llevará a diferenciar 4 apartados. En primer lugar, que la coexistencia de trastornos pueda ser simplemente un artefacto del sistema de clasificación; en segundo término, que el trastorno de la personalidad predisponga al desarrollo de un trastorno sintomático concreto; en tercer lugar, que el trastorno sintomático lleve al desarrollo de una personalidad patológica, y por último, que los trastornos no estén relacionados y la comorbilidad sea casual13.

La complejidad de la relación entre el eje I y II aumenta cuando se dan, en el caso de los trastornos por uso de sustancias, varios diagnósticos en eje II. Las conclusiones a las que lleva este hecho es que los múltiples diagnósticos en el eje II resaltan la gravedad de la alteración psicopatológicamente hablando, pero complica la interpretación de los estudios sobre personalidad. De cualquier forma, el 70% de los pacientes con diagnósticos de trastorno de la personalidad tienen más de 1 (de 2 a 3 diagnósticos por término medio), siendo de mayor interés en los pacientes con trastornos adictivos, los narcisistas con el antisocial y el límite con el histriónico16.

Tratamiento

Clásicamente, la indicación terapéutica de los trastornos de la personalidad era la psicoterapéutica según las técnicas de la escuela que seguía cada profesional. La insuficiencia de estos tratamientos llevó a una intervención psicoterapéutica clínica (con técnicas de distinta procedencia) y a combinar este abordaje con un tratamiento psicofarmacológico más o menos sintomático.

Una psicoterapia pretende establecer una relación profesional empática y genuina entre el paciente y el clínico que permita el desarrollo de una alianza terapéutica para conseguir entrevistas regulares con el paciente que proporcionen apoyo y soluciones a los problemas derivados del trastorno.

Este enfoque clínico requiere amplia experiencia, habilidades específicas y el querer llegar al paciente. En todo caso, el clínico ha de ser capaz de mantener un papel activo frente a los problemas del paciente, ser persuasivo en sus consejos, permitir la expresión emocional controlada y corregirla, dar explicaciones e instrucciones y manipular elementos ambientales cuando sea necesario y posible.

La duración de la entrevista es variable, así como la frecuencia. Las sesiones no suelen ser estructuradas y se trata el presente y el futuro inmediato más que el pasado. Hay que hacer frecuentemente entrevistas con los familiares en un clima de comunicación lo más libre y auténtico posible en el que la contención de la angustia y la identificación y el manejo de los factores desadaptativos son tareas primordiales.

Antes de entrar en técnicas psicoterapéuticas específicas hay que hacer unas consideraciones generales. Con respecto al trastorno límite, el tratamiento psicoterapéutico tiene necesariamente que abordar los puntos expuestos por Waldinger (1986), citado por Bernardo y Roca13, que son:

-- El clínico tiene que construir y conservar un marco terapéutico estable y un papel activo en la identificación, confrontación y dirección de los problemas psicopatológicos.

-- Hay que conectar y relacionar las acciones y los sentimientos del paciente, con especial dedicación a las conductas autodestructivas.

-- Es importante efectuar el control de la contratransferencia.

Estos puntos deben de ser asumidos independientemente de la orientación o escuela en la que se base la formación teórica del clínico.

Como en las familias de estos pacientes hay, cuanto menos, problemas de relación interpersonal es conveniente un abordaje específico que por interactuación mejora el pronóstico del paciente.

Los pacientes drogodependientes con trastorno antisocial de la personalidad no suelen en general estar interesados en el tratamiento, salvo en momentos concretos como, por ejemplo, cuando presentan clínica depresiva o pueden obtener beneficios secundarios. Si el paciente entra en tratamiento el objetivo terapéutico principal es mostrarle la relación entre las conductas y los estados internos. Es fundamental mantener una actitud terapéutica activa y confrontativa frente a la minimización y negación que el paciente hace de su conducta antisocial.

En el tratamiento biológico del trastorno límite de la personalidad se han demostrado como eficaces tanto los neurolépticos como los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS), IMAOS y la carbamacepina. Así, estos fármacos serán en mayor o menor medida eficaces en controlar el estado de ánimo (sobre todo los ISRS); las conductas autolíticas (autoagresivas y suicidas) que responden tanto a ISRS como a IMAOS, neurolépticos y carbamacepina, y la impulsividad que responde sobre todo a ISRS y a carbamacepina

Una posible pauta13 en pacientes con trastorno límite sería:

-- En el caso de que el trastorno de la personalidad se presente comórbidamente con episodios de depresión, manía o trastorno bipolar, el fármaco electivo sería el litio.

-- De asociarse el trastorno con anomalías en el EEG, el fármaco de elección sería la carbamacepina.

-- En aquellos casos que cursen con trastornos depresivos los IMAO serían la primera opción.

-- Si predominase el descontrol de impulsos se indicarían neurolépticos a dosis bajas.

También se han utilizado con éxito, tal y como ya hemos dicho, los ISRS como la fluoxetina, sertralina, paroxetina, citalopran o la fluvoxamina, pues en este sentido ya no hay dudas que la serotonina tiene un papel activo en una variedad muy extensa de comportamientos instintivos y trastornos comportamentales específicos. Aunque el sistema serotoninérgico en lo

que respecta a un mecanismo patogénico de los trastornos de la personalidad es necesario para la comprensión del cuadro, no es por sí sólo suficiente10. Por otra parte, esta pauta está dirigida a pacientes con un TLP no adictos. La experiencia no aconseja el uso del litio ni de los IMAOS en la población con TLP y una patología adictiva. El litio se cambiaría por carbamacepina o ácido valproico y los IMAOS por ISRS.

En el caso del TAP el tratamiento biológico es menos efectivo y preferentemente sintomático, orientándose a mitigar síntomas que pueden llegar a ser discapacitantes como la ira y la ansiedad y pueden contribuir a desarrollar un estilo de vida más social13.

Existen experiencias favorables con ISRS para el control de la impulsividad y la agresividad que permiten al paciente el acceso a las técnicas psicoterapéuticas. Si el TAP se acompaña de alteraciones EEG (actividad de ondas lentas) se deben de ensayar fármacos anticomiciales como la carbamacepina o el valproato13.

El abordaje psicoterapéutico específico en el trastorno antisocial de la personalidad se debe basar en que el clínico tiene que comportarse de un modo que promueva el rapport y que no haga que el paciente se aleje de él. Es preciso que éste le vea como a un profesional inteligente y amistoso y no como a una figura punitiva de autoridad. Las siguientes características ayudan al clínico a tener la influencia deseada sobre la relación terapéutica:

-- Confianza en sí mismo.

-- Objetividad fiable pero no infalible.

-- Un estilo interpersonal distendido y no defensivo.

-- Un claro sentido de los límites personales.

-- Un gran sentido del humor.

Estas características son herramientas importantes para lograr un buen rapport con un paciente antisocial y conviene cultivarlas.

El clínico puede experimentar algunas fuertes reacciones emocionales en el trabajo con pacientes antisociales, a menudo denominadas «reacciones de contratrasferencia». Entre ellas se destacan la desconfianza y la cólera, así como la desesperanza y la frustración respecto de los propios esfuerzos para intervenir con éxito. El primer error sería participar en «luchas de poder» que ponen al clínico en guardia para no ser engañado o embaucado. Luchar con un paciente y tratar de sorprenderle cuando miente hace que el clínico

termine encolerizado con ese paciente. Este sentimiento también puede indicar que el clínico ha activado su propio moralismo y su deseo de «castigar» al paciente por su mala conducta. El clínico debe de evitar este rol, puesto que si él es crítico y controlador el paciente se vuelve resistente y defensivo. En lugar de ello el clínico debe de ayudar al paciente a aprender a realizar mejores elecciones. La desesperanza respecto del efecto del tratamiento se puede atemperar centrándose en metas limitadas que se refieren a la reducción de la conducta peligrosa para el propio paciente y para otros.

Desde una orientación clínica el proceso de una intervención psicoterapéutica para los TAP se conceptualizaria en términos de una jerarquía de operaciones cognitivas en las que el clínico intenta orientar al paciente hacia un proceso de pensamiento más elevado, más abstracto, por medio de discusiones guiadas y experimentos conductuales. Los pasos específicos se graduarán según los modos de pensamiento y acción problemáticos del paciente. En el nivel inferior de la jerarquía, éste piensa sólo en términos de su propio interés; sus elecciones apuntan a obtener recompensas o a evitar castigos inmediatos, sin tener en cuenta a otros. Antes del tratamiento el paciente antisocial funciona en ese nivel la mayor parte del tiempo, haciendo lo que le gusta, creyendo con firmeza que siempre actúa de acuerdo con sus intereses y permaneciendo impermeable a la retroalimentación correctiva.

En el nivel superior siguiente el paciente reconoce las consecuencias de su conducta y tiene alguna comprensión del modo como afecta a los demás; también presta atención a su propio interés a largo plazo. Ya no está tan convencido de «tener razón» y puede absorber alguna información nueva y modificar su conducta en consecuencia.

El tercero de los niveles importantes de la jerarquía del funcionamiento es más difícil de definir, puesto que los teóricos no se han puesto de acuerdo sobre lo que constituye el plano más alto del desarrollo moral. En general, el individuo demuestra tener sentido de la responsabilidad o un interés por los otros que incluye el respeto a las necesidades y a los deseos de éstos o se basa en las leyes como principios guía. El sujeto respeta las reglas de orden o el compromiso con los demás porque le importa su bienestar o ve a las relaciones como una parte importante de su vida11,17.

Junto con el TAP pueden manisfestarse varios trastornos del eje I del DSM IV, complicando tanto el diagnóstico como el tratamiento. Los más frecuentes son el abuso de alcohol o sustancias tóxicas, complicación que es la base de este trabajo, trastorno por somatización17 y el trastorno afectivo mayor17. Cada uno de estos trastornos asociados se aborda con un programa de tratamiento específico basado en los métodos típicos para ese problema. Los métodos de la psicoterapia destinados al TAP se aplican después de lograda la mejoría en el trastorno del eje I, mejoría que precisa una estabilización del trastorno adictivo (con desintoxicación o en el caso de algunos dependientes a opiáceos tratamientos de mantenimiento con agonistas) y frecuentemente el uso de psicofármacos ya descritos.

Aunque parezca que las consecuencias de sus acciones no les importan, los pacientes con TAP sufren con intensidad las pérdidas, las relaciones frustradas o el ser explotados, problemas que en algunos casos dan lugar a depresiones clínicas.

Hay que tener especialmente en cuenta la manifestación simultánea del TAP con un trastorno por abuso de sustancias tóxicas y un trastorno afectivo mayor, porque esta combinación supone un alto riesgo de suicidio17. En este caso los 2 trastornos del eje I requieren tratamiento inmediato. Como los pacientes con TAP se caracterizan por el control pobre de los impulsos, la indiferencia por las consecuencias de sus acciones y la pérdida de perspectivas de futuro, es necesario controlar continuamente el potencial de suicidio. Lo típico es que la depresión y el abuso de sustancias tóxicas exijan esfuerzos más intensos al principio del tratamiento, pero el TAP se va situando en el centro de atención a medida que progresa la terapia. No obstante, las principales distorsiones del TAP se identifican y abordan a lo largo de todo el tratamiento.

En lo que respecta al trastorno límite, ya dijimos que reúne una serie de condiciones que lo hacen complejo y a la vez interesante para el clínico. Millon (1981, 1987b), citado por Beck17, atribuye un papel central a la falta de sentido coherente de la propia identidad que padece el individuo límite. Sostiene que esta falta resulta de factores biológicos, psicológicos y sociológicos que se combinan para dañar el desarrollo logrado de un sentido de la identidad.

Para Linehan (1981, 1987), citado por Beck17, la característica nuclear del TLP es una «disfunción de la regulación emocional» de base probablemente fisiológica. Esta disfunción sería la responsable de las dramáticas reacciones y los actos impulsivos exagerados del individuo límite. Estos pacientes tienen la combinación de respuestas emocionales intensas, capacidad inadecuada para la regulación emocional, conducta impulsiva y actitud despectiva respecto de las propias emociones, generando una serie de crisis inexorables y situaciones frecuentes que el sujeto no logra controlar con eficacia a pesar de sus esfuerzos.

Como plantea Beck, los seres humanos suelen cometer errores de pensamiento que él denomina «distorsiones cognitivas» y que a menudo provocan una percepción carente de realismo de las situaciones. Los individuos límites pueden experimentar toda la gama de distorsiones cognitivas, pero una en particular, que Beck llama «pensamiento dicotómico», es muy común en ellos y especialmente problemática. El pensamiento dicotómico tiende a evaluar las experiencias en términos de categorías mutuamente excluyentes y a no verlas distribuidas en continuos.

Para poder abordar con eficacia los supuestos planteados anteriormente es necesario que se establezca una relación terapéutica cooperativa con una comprensión compartida del problema suficiente como para que el paciente le encuentre «sentido» al cuestionamiento de su pensamiento. La relación entre clínico y paciente desempeña en la terapia del TLP un papel mucho más importante que lo habitual. Muchos de los problemas del paciente límite conciernen a las relaciones personales y se despliegan tanto en la relación terapéutica como fuera de ella. Si bien esto complica mucho la terapia, también le proporciona al clínico la oportunidad de observar los problemas tal como se producen.

En la relación de trabajo se debe de considerar y conseguir que clínico y paciente acuerden metas específicas y mantengan centrado el objetivo de su intervención en cada sesión; además este trabajo debe de ser cooperativo.

Es importante cuidar más que de costumbre la comunicación clara, asertiva y franca para evitar los equívocos, así como mantener la coherencia entre lo que se dice y las claves no verbales

También es importante manejar las crisis, las llamadas telefónicas de emergencia y el pedido de trato especial, comunes durante las primeras etapas de la terapia con muchos pacientes límite. El clínico debe ponderar hasta dónde está dispuesto a llegar en su respuesta al paciente y establecer límites claros y coherentes. Es útil evitar el contacto físico, la familiaridad o la franqueza del clínico sobre todo al principio del tratamiento. Cuando se producen respuestas emocionales fuertes es esencial abordarlas de modo rápido y directo para obtener primero una comprensión clara de lo que el paciente piensa y siente y después despejar los errores de concepto y juicio en términos francos y explícitos. Es importante que el clínico se esfuerce por lograr un enfoque tranquilo y metódico a lo largo de toda la terapia para que se resista a la tendencia de responder a cada nuevo síntoma o crisis como si fuera una emergencia. Por último, el clínico que trabaje con pacientes límites descubrirá que algunas veces las interacciones con ellos suscitan intensas reacciones emocionales en él mismo. Es importante que tome conciencia de ellas y las considere en forma crítica para que no influyan indebidamente en sus respuestas.

Es evidente que ya no se puede trabajar con criterios científicos en pacientes drogodependientes sin tener en cuenta la comorbilidad que hay entre los trastornos por uso de sustancias y los trastornos de la personalidad, los cuales tenemos que saber diagnosticar y tratar, pues a pesar de las limitaciones terapéuticas no pueden dejar de ser tenidos en cuenta.


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