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Vol. 2013. Núm. 15.
Páginas 82-127 (Julio - Diciembre 2013)
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Poder y orden: la estrategia de la minoría consistente
Power and Order: the Strategy of a Consistent Minority
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Norbert Lechner1
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A la memoria de José Medina Echavarría

Agradezco a Jorge Chateau su generosa colaboración. Sin su aporte hubiera sido difícil estudiar las implicancias políticas de ciertos supuestos metodológicos. Aunque me favorecí de la discusión con Jorge Chateau a lo largo de todo el ensayo, la responsabilidad por lo escrito es, desde luego, mía. El texto no concierne ni compromete a la institución a la cual pertenezco. El trabajo es una versión abreviada del documento presentado al XII Congreso Latinoamericano de Sociología sobre “Estado y Clases Sociales en América Latina”, realizado en Quito del 21 al 25 de noviembre de 1977, en el marco del grupo de trabajo sobre el estado de clacso.

IIntroducción

El estudio intenta dar respuesta a un dicho común. En estos tiempos se suele escuchar, con diversos matices, que el tipo de Estado surgido en los últimos años en el cono sur del continente se mantiene por la pura fuerza. Se trataría de un poder ilegitimo que se derrumbaría sólo si no recurriese permanente y sistemáticamente a la violencia.

Tal afirmación podría ser consecuencia de la “ideología democrática”, o sea de la conciencia de que debe gobernar la voluntad mayoritaria, confrontada a la constatación empírica de que gobierna una minoría sin mandato expreso. La conclusión precoz es que una minoría sólo puede gobernar mediante el uso de la coacción física (de paso, la democracia es absuelta de tal pecado). De hecho, las denominadas “fuerzas de seguridad” juegan un papel predominante en estos regímenes. Pero la efectividad de la coacción física, por sí sola, no explica satisfactoriamente el silencio de la población.

Estimamos que la afirmación usual, por plausible que aparezca, es errónea. A la tesis política subyace un error teórico: concebir el Estado autoritario como mero instrumento de poder (buscando en la tradición del “capitalismo monopolista de Estado” una oscura conspiración entre régimen militar y capital multinacional). El Estado tiene un momento de coacción física, pero no se agota en él. Lo que distingue al Estado burgués (aun siendo un régimen militar) de otras formas de Estado es su forma de generalidad. En esta ocasión, queremos prescindir del análisis conceptual de la relación de capital y su desdoblamiento en sociedad civil y Estado.2 Nos interesa describir —por caminos bien heterodoxos— el proceso propiamente político y, más específicamente, la dinámica del poder. Abordando el poder invisible del orden cotidiano pretendemos entender la “tranquilidad” de estas sociedades a la vez que algunos problemas subyacentes a la construcción de la democracia.

Cabe reconocer desde ya, que tal enfoque contiene implícitamente un sesgo conservador, pues privilegia el punto de vista del que tiene poder. Ofrece en cambio la ventaja de destacar los elementos que contribuyen al desarrollo de una relación de poder, permitiendo vislumbrar oblicuamente las dificultades que enfrenta la resistencia de los dominados.

Al inicio de la investigación se encuentra la pregunta ingenua del porqué una minoría logra gobernar sobre y contra una mayoría. Suponemos que incluso el Estado autoritario no se afirma en la pura fuerza. Más allá de la violencia y del temor parecieran haber otros mecanismos por los cuales se acepta determinada estructura de dominación. Sospechamos que la fuerza se ejerce a través de ciertas mediaciones que hacen la trasmutación del poder en orden.

La relación de poder y orden suele ser discutida como el problema de la legitimidad. Para no anudar con el largo debate teórico sobre el tema —ya insinuamos que nuestro propósito es más bien descriptivo— recordemos solamente lo siguiente: por legitimidad entendemos el reconocimiento de un orden político. El reconocimiento se refiere al empleo del poder estatal para asegurar la integración social. Se basa en motivaciones y valores que permiten justificar el orden como bueno. ¿Qué es el buen orden? Es el tema de la doctrina de legitimación. En las primeras culturas, la dominación se legitima con base en mitos, que sacralizan la persona del jefe-rey. Posteriormente se hace necesario legitimar ya no sólo la persona imperial sino el orden político. Es la función de las grandes éticas, religiones y filosofías; se trata de cosmovisiones racionalizadas bajo la forma de un saber dogmatizado; la narración mitológica es reemplazada por la argumentación, que remite a “causas últimas”. Este recurso deviene problemático con el desarrollo del capitalismo. Surgen las doctrinas iusnaturalistas modernas que pretenden validez independientemente de las cosmologías y ontologías. Principios materiales como la naturaleza o dios son reemplazados por el principio formal de la razón. Descubriendo el orden como un producto social, su legitimación no puede ser sino producto de sujetos racionales: el contrato social. Dado que las “razones últimas” han dejado de ser plausibles, las condiciones formales de la justificación adquieren ellas mismas fuerza legitimadora. Las normas procesales del acuerdo racional pasan a ser el centro de la legitimidad: la legitimidad por procedimiento. La legitimidad ya no se refiere a algún contenido normativo sino a la forma del poder. Es lo que Max Weber tipificó como dominación legítima por legalidad.

En tanto que el tipo clásico de legitimidad se basaba en la tradición del saber de un mundo ordenado, la legitimidad moderna deviene reflexiva. Las mismas condiciones de la legitimación son el principio legitimador que fundamenta la validez de una legitimidad. El tipo moderno de legitimidad se basa en la idea del pacto entre libres e iguales; en el “contrato social” se funde la construcción ideal del consenso con su institucionalización práctica en el principio de mayoría. La confusión entre lo que marca el locus de la soberanía (la volonté générale) y el procedimiento organizativo (la volonté de tous) prevalece desde los tiempos de Rousseau. Aquí nos basta retener que la voluntad mayoritaria es un principio organizativo.3

La tradición burguesa enfatiza la legitimidad como una interpelación de la razón; el pacto ciudadano es entre sujetos racionales. Los ciudadanos parecen cernirse por encima de las estructuras sociales. No está presente la determinación histórica de la razón por la realidad social. Si tomamos la razón como una práctica social determinada, podemos suponer que el acuerdo ciudadano está impregnado de la “fuerza de las cosas”. El acuerdo sobre la organización del poder político está determinado por la realidad —una realidad producida por el poder—. El reconocimiento cognitivo-valórico del poder político está predeterminado por el poder de la realidad. Dicho en otras palabras: el poder genera una realidad que condiciona la legitimación del poder.4 Presumimos, por lo tanto, que el poder de una minoría radica en su capacidad de definir las condiciones sociales de manera tal que sus normas explícitas aparecen acorde a la realidad, o sea que las condiciones sociales hacen aparecer sus normas como buenas y racionales.

El impulso inicial de la reflexión proviene de la lectura de un artículo de Moscovici y Ricateau “conformidad, minoría e influencia social”.5 Un tema recurrente de la psicología social es la influencia, es decir, la capacidad de un individuo o grupo de modificar el comportamiento de otro individuo o grupo en la dirección deseada. El “emisor” obtiene del “’receptor” un comportamiento acorde a su voluntad sin que uno y otro perciban esta “adaptación” como una relación de poder-obediencia. Lo que sugieren Moscovici y Ricateau es analizar el proceso de influencia como una forma de conflicto entre mayoría y minoría. La influencia puede apuntar a resolver el conflicto (conformidad), a evitarlo (normalización) o a crearlo (innovación). Este último comportamiento nos Ileva a reformular la pregunta original: ¿cómo una minoría activa puede influir sobre una mayoría silenciosa?

Los experimentos de psicología social Ilaman la atención sobre la consistencia de la minoría. Con base en su comportamiento consistente, una minoría puede modificar la norma mayoritaria. El ejemplo clásico es —el caso de Galilei, que impone una nueva concepción del mundo contra la opinión común de su época. La consistencia del “e pur si muove” impone su interés. En la política contemporánea tenemos, por ejemplo, la campaña por los derechos humanos o el movimiento ecologista. Un pequeño grupo tematiza un problema social que la población descubre como suyo, como una cuestión colectiva. Tiene lugar una innovación, pero falta asegurar la vigencia de la nueva norma. ¿Cómo se obtiene la conformidad de la mayoría?

Moscovici y Ricateau invierten el paradigma de anteriores experimentos de laboratorio sobre la relación entre mayoría y minoría. Señalan que la norma expresada por el grupo mayoritario en el laboratorio correspondía de hecho a una norma minoritaria en la sociedad. A la inversa, lo que en el laboratorio actuó como minoría era en realidad la mayoría en la sociedad. Por consiguiente, se pueden reinterpretar los resultados experimentales afirmando que una minoría que actúa como mayoría puede exigir conformismo. En otras palabras, un grupo que logra presentarse como mayoría formal puede afirmar su voluntad, aunque sea numéricamente una minoría.

Los resultados de un experimento no son independientes de las condiciones de su puesta en marcha; una afirmación vale bajo determinados supuestos. Más importante que el contenido de la influencia pareciera ser el entorno social en que tiene lugar el proceso. La situación experimental del laboratorio es un recorte de la realidad de tal manera que la minoría aparece como mayoría. El posible éxito de una minoría consistente depende de su capacidad de construir una realidad social similar a una situación experimental. Mediante la construcción de tal situación experimental el poder de la minoría se transmuta en orden. El poder ya no es percibido como un atributo de determinado grupo sino que aparece de manera independizada como “la naturaleza de las cosas”, como una fuerza natural.6

Se puede intentar una “analogía” entre la situación experimental en el laboratorio y en un ambiente macrosocial. El intento se justifica por la misma lógica de control tanto en el experimento de laboratorio como en el quehacer político. En ambos casos, se busca obtener determinados resultados a partir de una supuesta causalidad entre estímulo y efecto. La relación causal será tanto más calculable, cuando más controlados estén los elementos en juego (cuanto menos interferencia haya). El éxito de la operación depende del control. En la política, la causalidad suele ser más difusa, dado que múltiples factores no son controlables (lo que Maquiavelo llamaba “fortuna”). Pero aún así, se trataría, en principio, de la misma lógica mecánica. No interesa aquí saber si la analogía es correcta o no. Suponemos que, de hecho, la concepción tecnocrática en boga asimila la política al experimento. De ser así, podemos interpretar al Estado autoritario,7 como un intento de maximizar el control de todos los factores con el fin de lograr los efectos deseados sin interferencia alguna. Lo ideal sería tratar el proceso social como una situación experimental “tipo laboratorio”, o sea como una relación causal bajo condiciones fijadas por el investigador (la autoridad).

El artículo de Moscovici y Ricateau nos ha llevado a analizar el poder político como un proceso de ordenamiento de la realidad. La relación de poder se constituye a través de un proceso casi imperceptible de reconstrucción social de la realidad en que el interés de la minoría se objetiva y aparece encarnado en el conjunto de las condiciones sociales. Ello ayuda entender el relativo conformismo de la población respecto a unas estructuras cuya artificialidad/arbitrariedad no logra develar. La violencia se vuelve difusa y deviene omnipresente. Pareciera no tener autor sino residir en la vida cotidiana, en que las cosas son lo que son. La política se volatiza en el destino.

Por otra parte, tampoco la minoría en el poder está consciente de la “violencia estructural” que ejerce. También ella considera la realidad recortada como algo natural (no hay engaño). Ello ayuda entender la irracionalidad del Estado autoritario. Si la política se restringe a una lucha entre “duros” y “blandos” al interior del “establishment” (transformando al resto de la sociedad en factores estadísticos) es porque la realidad social se confunde con las condiciones del poder. Tampoco la minoría descubre la realidad como una situación experimental por ella creada. Eso provoca un bloqueo del aprendizaje. Por su misma consistencia interna, la minoría no aprende los problemas planteados por la sociedad y, por ende, no es capaz de encontrarle solución. Ella no recoge, e intenta resolver problemas sino dentro de su horizonte particular, sesgado por una realidad acotada. Su racionalidad le está prescrita por la dinámica del poder. Su irracionalidad se descubre solamente al confrontar esa realidad recortada con la realidad posible.

La pregunta por las bases de un gobierno de minoría nos condujo a la legitimación procesal del orden. En una época en que ningún principio sustantivo (bien común) tiene validez general, hay que acordar las formas en que se organiza el conflicto a través del cual la sociedad aprende y soluciona sus problemas. El principio de mayoría se inserta en esa legitimidad por procedimiento. La forma organizativa es primordial pues condiciona el surgimiento, la selección y la decisión de las “cuestiones sociales”; es el filtro que cristaliza las tareas de la sociedad. Estas “reglas de juego” no dependen solamente de un pacto racional entre ciudadanos libres e iguales. El dicho que “la Constitución es un papel si no se basa en la fuerza de la realidad” indica que el procedimiento está a su vez condicionado. La realidad social prefigura la legitimidad. La realidad es “formada” por una relación de poder mediante la cual el interés dominante se objetiva en orden. La fuerza del grupo gobernante no reside pues tanto en la coacción física como en su traducción en la “fuerza de las cosas”. El poder, al generar realidad, genera al mismo tiempo su propia legitimidad. El reconocimiento del orden político remite así al reconocimiento de la realidad “ordenada” por el poder.

IIPoder y orden

¿Cómo ocurre que pocos ganen poder sobre muchos? ¿Que la pequeña ventaja que alcanzan algunos pueda expandirse en poder sobre otros hombres? ¿Que algo de poder se transforme en más poder y más poder conduzca a mucho poder?

La interrogante no es nueva. “Nothing appears more surprising to those who consider human affairs with a philosophic eye than the easiness with which the many are governed by the few”. La invitación de David Hume es recogida por Heinrich Popitz.8 Aprovechamos un ejemplo de su ensayo para descubrir algunos elementos del proceso de formación del poder.

Un ejemplo9

Un buque cruza de puerto en puerto, teniendo a bordo pasajeros de todo tipo: turistas, mercaderes, peregrinos, obreros de temporada, refugiados. No hay socialización previa. A la libre disposición de los pasajeros el barco ofrece hamacas. Su número alcanza aproximadamente para un tercio de los pasajeros.

En los primeros días, las hamacas cambian permanentemente de propietario (legalmente correcto: poseedores). Cuando alguien se levanta de una hamaca, ésta queda libre y puede ser ocupada por otro pasajero. La situación no da lugar a disputas. Aunque sólo haya un número limitado de hamacas, no se nota escasez.

A la salida de un puerto en que bajaron y subieron pasajeros, este orden se quiebra de pronto. Los nuevos pasajeros han ocupado las hamacas, proclamando su posesión duradera. Incluso una hamaca no empleada vale como “ocupada”. Los “propietarios” concentran sus hamacas para facilitar la defensa. Si alguien se acerca a una hamaca vacía de manera sospechosa (i.e. deseando usarla), es rechazado y ahuyentado por parte de los otros propietarios. Las acciones de repulsa son tan impresionantes, que no llega a producirse un conflicto manifiesto.

La imposición de un poder de disposición exclusivo sobre un bien de uso general estructura al antes difuso conjunto de pasajeros. Hay ahora dos clases de pasajeros: propietarios y no propietarios. Lo realmente novedoso del nuevo orden, al menos en su primera fase, es el surgimiento de privilegios negativos. Un subgrupo ya no tiene acceso a un bien en tanto que el otro subgrupo puede disponer de él según sus necesidades, o sea al igual que antes todos. Suponiendo necesidades constantes, el subgrupo privilegiado no tiene aún ningún “plus”. El privilegio radica en no pertenecer a los otros, y sobre todo, en la posibilidad de expansión de su posición. Quienes poseen las hamacas pueden alquilarlas a los demás en trueque por otros bienes o servicios. Entre los servicios se trata primordialmente de cumplir con una función central que surge con todo derecho de propiedad: el cargo de guardián. La delegación de la tarea de vigilar no solamente es un alivio para el propietario; además y sobre todo introduce una mayor diferenciación social. De una relación dicotómica se pasa a una estratificación tripartita: propietarios, guardianes y no propietarios.

El proceso se desarrolla evidentemente contra la voluntad de la mayoría y su resultado es desfavorable para ella. No tiene por qué ser así. Sin embargo, la minoría tiene una oportunidad de imponer su orden. ¿Por qué? Interpretando el ejemplo, Popitz descubre algunos de los elementos que facilitan el propósito de la minoría por “conquistar el poder”.10

La superioridad organizativa

Quienes del hecho de la ocupación deducen un derecho exclusivo de disposición ya se encuentran privilegiados por su autointerpretación. Recurren a intereses constituidos.

Los privilegiados tienen mayor capacidad de organizarse rápido y efectivamente. Sus intereses comunes no son necesariamente más intensivos, pero sí más susceptibles de ser organizados. La ayuda mutua entre los propietarios se impone; ayudando al otro a conservar su hamaca, me ayudo también a mí mismo (pues él me ayudará en situación similar) y ayudo al principio, es decir, la cooperación es necesaria, pues ninguno puede defender su interés sin ayuda ajena, y la cooperación es ventajosa, pues los propietarios tienen algo queofrecerse recíprocamente (protección, confirmación, representación). La necesidad y la capacidad de cooperación tiene y suele ser percibida rápidamente por los nuevos privilegiados.

La situación de los no propietarios es mucho más compleja. También ellos tienen intereses comunes: se oponen a los nuevos propietarios. Pero qué hacer, si tal acción tuviera éxito. Los opositores no exigen un privilegio para sí sino que niegan el privilegio como tal. Sin embargo, tienen que plantear una alternativa sobre cómo ellos realizarían la distribución. El acuerdo de que el orden existente es injusto no implica un acuerdo según el cual el orden nuevo sería justo.

Para los no propietarios, la solución obvia pareciera ser la reconstitución del orden anterior. Pero lo obvio es lo más difícil. La reconquista de las hamacas no es condición suficiente para reponer el anterior principio si el grupo privilegiado sostiene sus demandas. Volverían siempre de nuevo a ocupar las hamacas. En la libre competencia de ambos proyectos, los partidarios de un puro derecho de uso tendrían que imponerse cada vez de nuevo contra los intereses de propiedad fijados en tanto que, a su vez, entregarían voluntariamente las hamacas que no emplean. El conflicto se haría pues manifiesto cada vez que ellos fuesen los no propietarios. O sea, “libre competencia” significa para ellos aparecer permanentemente en la posición de agresor y perturbador. La conclusión no es novedosa: los partidarios de un principio igualitario pueden imponerse solamente de manera radical o Heinrich —oprimiendo la idea de propiedad (reeducación del hombre nuevo) o excluyendo a los otros del derecho de uso—. Surge así el extra-no carácter coercitivo que pareciera ser intrínseco a cierta concepción del mundo, pero que de hecho proviene de la competencia de dos proyectos. Quien se opone al “tener” no puede competir libremente con quienes quieren tener.

La posesión de bienes escasos

Hemos visto que los privilegiados tienen ya una ventaja inicial por ser sus intereses más fácilmente organizables. El déficit organizativo de los no propietarios se agrava por el problema de la redistribución. Los usurpadores de las hamacas (al igual que quienes alambran la tierra) han resuelto el problema para sí mismos. Una acción de los no propietarios, en cambio, implica enfrentar la pregunta de cómo distribuir un bien que no alcanza para todos. La cooperación entre ellos no promete un premio inmediato para el individuo; lo que gana con una acción conjunta se decide después, es decir, la solidaridad entre los no propietarios depende de que todos ellos se orienten hacia una fase subsiguiente. Deben organizarse no respecto a una ventaja inmediata sino en miras a una meta lejana.

Se exige una solidaridad especulativa —una exigencia mucho mayor que la que cumplen los privilegiados—. Los no propietarios requieren impulsos mucho más fuertes para alcanzar el nivel organizativo que los propietarios adquieren “de por sí”. No basta la mera voluntad de acción. Se necesitan esperanzas desproporcionadas. En este sentido, la utopía sería el método realista que corresponde al carácter especulativo de la confianza exigida.11

Es más difícil que surja la solidaridad entre los no propietarios por la capacidad manipuladora de los privilegiados. Los no propietarios siempre pueden competir con la esperanza en ventajas futuras, ofreciendo ventajas inmediatas. A la esperanza de una vida mejor oponen la expectativa del ascenso individual. La posesión de bienes escasos permite impulsar la diferenciación social. Regulando un uso discriminado del bien, los propietarios pueden establecer niveles diferentes de escasez. Los excluidos, los que no son guardianes, aparecen entonces “marginados” por culpa propia. El antagonismo entre propietarios y no propietarios se diluye en un orden socialmente jerarquizado y la minoría ya no es más que la punta relativa de una pirámide. Se rearticula la heterogeneidad social sin que la minoría pierda su homogeneidad. En resumen, la minoría suele gobernar sobre los muchos, porque los pocos son los propietarios y porque la propiedad (la defensa de la propiedad, el problema resuelto de la distribución y, por ende, el consenso de orden) provoca una superioridad organizativa. Lo importante de este fenómeno es que se reproduce a escala. Podemos tomar la superioridad organizativa y la posesión de bienes escasos por “recur-sos de poder” que pueden ser transformados en poder en tanto que el poder ganado puede ser retransferido en mayor capacidad organizativa y mayor disposición sobre bienes escasos. Dicho en otras palabras: la asimetría implícita a toda relación social (no hay fenómeno social vacío de poder) se ha condensado cuando capacidad organizativa y posesión pueden ser empleados como “recursos de poder”. De ahí que la formación de poder sea identificada con esos procesos de condensación, sea como surgimiento de la propiedad privada, o como desarrollo de la división del trabajo.

Mecanismos de legitimidad

Un orden adquiere legitimidad (en el sentido de Max Weber) cuando es reconocido como “en sí” obligatorio. Se trata de un reconocimiento básico que más allá de la mera costumbre y del oportunismo crea una motivación adicional para actuar de acuerdo al sentido de este orden. Max Weber considera esta legitimidad siempre como una vertical social: relación de abajo hacia arriba, de arriba hacia abajo. Volviendo al ejemplo de Popitz, podemos preguntar, ¿para quién, en primer lugar, fue legítimo el nuevo orden? Indudablemente para los mismos privilegiados. No solamente que cada uno de ellos crea en lo bien fundado de sus demandas y de sus intereses adquiridos. El reconocimiento se realiza según un principio de reciprocidad por un proceso de intercambio entre los privilegiados. Yo no reconozco solamente mi interés sino también el interés de aquel que reconoce mi interés. Por reconocer al otro, tengo derecho; porque el otro me reconoce, él tiene derecho. Por reconocerme el otro tal como yo a él y reconocer yo a él tal como él a mí, nuestros intereses se fundamentan en nuestro derecho.

Popitz descubre así una legitimidad previa en la horizontal social. Se trata de la confirmación recíproca entre iguales, del consenso de los privilegios sobre la validez del orden que los privilegia. Ya en la situación inicial, de facto se desarrolla un proceso de legitimación interno al grupo directamente interesado. Antes de que la legitimidad alcance su validez propiamente tal (en la relación vertical) ya existe en una forma desarrollada. Este proceso es singularmente relevante en relaciones de poder coactivo. Por su conciencia interna, la minoría ofrece motivos para someterse que van más allá de la costumbre y del interés. El acuerdo interno tiene una fuerza sugestiva hacia afuera del grupo. Basta que el reconocimiento recíproco interno sea visible y observable desde afuera; la legitimidad horizontal irradia por su escenificación (por ejemplo, simbolizar la posesión de una hamaca mediante un periódico, etcétera). La sugestión paraliza concepciones contrarias, dificulta formarse una opinión a la vez que contribuye a fomentar disposiciones latentes al consentimiento y a la sumisión.

La legitimidad horizontal entre los privilegiados puede darse de manera análoga también entre los dominados, especialmente en un orden autoritario. Quienes son reprimidos de manera extrema pueden comenzar a reconocer la legitimidad del orden, justamente porque se reconocen a sí mismos. Puede suponerse que una voluntad permanentemente doblegada no se mantiene. Una resistencia contra una coerción siempre predominante termina por cuestionarse a sí misma. En este caso es posible un tipo de inversión: el permanentemente humillado justifica su sumisión reinterpretándola en voluntaria, y justifica su “espontaneidad” por el carácter obligatorio del orden. Para ello se le ofrecen varios esquemas de interpretación: dominantes y dominados son sustancialmente diferentes (leyenda de la inferioridad intrínseca); cada uno sirve al orden en su puesto (leyenda de la igualdad funcional); cada uno hace su fortuna comenzando de abajo (leyenda de las oportunidades iguales). En todos los casos hay una justificación inmanente al orden. Así como los dominantes deben hacer lo que quieren, así los sometidos quieren lo que deben hacer. Se ha desarrollado entonces un auto-reconocimiento de los dominados: quien se somete, no es sometido permanentemente. También en esta situación de opresión, la confirmación recíproca dentro del grupo de los dominados ayuda a crear certidumbre y puede Ilegar a tener una fuerza sugestiva que refuerce, a su vez, la auto-percepción de los privilegiados.

Vemos en un orden autoritario que los dominados no solamente se someten, sino que sirven; que no solamente temen a las normas sino que las internalizan. ¿Cómo ocurre este reconocimiento interior del orden, un nuevo proceso de poder, un proceso de profundización que se realiza contra la voluntad y los intereses de la mayoría? Una de las condiciones necesarias para imponer legitimidad pareciera ser lo que Popitz denomina valor de orden. Se trataría de una “legitimidad básica” que va más allá de lo que Weber entiende por conformidad de intereses y costumbres, pero sin alcanzar la determinación de sus tipos de legitimidad.

Una relación de poder conseguirá ser reconocida cuando durante un tiempo mantenga un orden, o sea cuando orden y duración adquieran significación en la formación de la conciencia. Mantener el orden significa ante todo ofrecer una seguridad de orden. Tal seguridad existe cuando los participantes tienen una certeza de lo que ellos pueden y deben hacer, certeza de que todos cumplirán con las “reglas del juego” y de que se sancionaran las infracciones, y cuando pueden prever, lo que tienen que hacer para obtener una gratificación, es decir, existe una seguridad de orden cuando el proceso social es calculable y predecible. Alcanzado ese grado de certeza, los individuos, incluso los más reprimidos, comienzan por invertir intereses en el orden establecido. O sea, intentaran obtener una capacitación adecuada para un buen lugar de trabajo, que les asegure cierto ingreso, buscaran una vivienda y la confianza de sus superiores y, por lo demás, evitaran comprometerse. Todo eso exige innumerables pequeñas acciones cotidianas que los vinculan al orden establecido. Tales acciones no suponen un apoyo activo al orden, ni siquiera algún oportunismo, sino solamente aquel conformismo indispensable para evitar el heroísmo. Las consecuencias, sin embargo, son grandes: como nadie gusta perder sus inversiones, todos estarán interesados en mantener un orden en el cual invirtieron esas acciones. Es lo que Popitz llama el valor de inversión del orden vigente. Que la inversión sea grande o pequeña nada dice sobre su valor subjetivo. Lo decisivo es que las pequeñas inversiones cotidianas se compenetren con las condiciones establecidas. De ahí que los proyectos de nuevos órdenes mejores convenzan tan difícilmente. Todo proyecto de cambio radical es un llamado a poner en juego el valor de inversión del orden vigente. Frente a tal exigencia incluso los más desposeídos descubren de pronto “nuestro orden” y quieren defender “nuestro Estado”.

El valor de orden —en cuanto seguridad de orden y valor de inversión— es un fenómeno subjetivo, pero que exige desde luego ciertos supuestos materiales. En primer lugar, el núcleo de poder debe sistematizar la opresión, o sea hacerla previsible. La arbitrariedad no es nociva, siempre que quede reducida a un grupo determinado o, al menos, permita esperar cierta delimitación. En segundo lugar, la minoría dominante debe otorgar cierto valor también a las inversiones de los dominados. No debe llegar al extremo de que una clase no tenga nada que perder salvo sus cadenas. Finalmente, el bloque de poder tiene que tener éxito en su intento de mantener el orden establecido. Lo decisivo es que el orden perdure.

Notamos que el valor de orden es muy compatible con un orden autoritario. El régimen despótico se justifica justamente por “restablecer el orden” y por “mantener el orden”. La opresión y la explotación no excluyen el “valor de orden” de un orden. También en un orden impuesto mediante la violencia los individuos harán lo que tienen que hacer para sobrevivir y su quehacer cotidiano los ira enredando en el orden impuesto. Reconociendo el valor de orden es probable que se termine reconociendo el sistema de poder en su conjunto. Ello no supone inicialmente un consentimiento activo: el reconocimiento puede surgir al margen y a pesar de las convicciones políticas.

IIIEl poder normativo de lo fácticoLa máquina de poder

Popitz retoma en cierta manera el discurso de Rousseau sobre las causas de la desigualdad entre los hombres, preguntando por el origen del Estado en confrontación con un “estado de naturaleza”. Pero a diferencia de Rousseau y de la tradición iusnaturalista no pregunta por el origen lógico del Estado, por su principio constitutivo, sino por los “recursos de poder”. El análisis de Popitz nos mostró que existen elementos que facilitan a una minoría crear poder y consolidarlo. El proceso de poder no tiene por qué surgir de manos de una minoría ni reproducirse a escala ampliada a partir de ella. El ejemplo no quiere señalar un desarrollo “necesario” o “natural”. Solamente indica las dificultades que encuentra la mayoría desde el inicio y de manera creciente para impedir o parar un proceso contrario a su voluntad y sus intereses.

La mayoría no es pasiva; se opone a la toma de posesión de las hamacas por parte de la minoría. ¿Por qué la resistencia no es eficiente? La resistencia no fue derrotada “militarmente” ni siquiera hubo enfrentamiento violento. Hubo desde luego una invocación de la violencia por ambas partes, pero no llego a hacerse efectiva. ¿Por qué la mayoría no recurrió a la violencia, al menos en la primera fase en que tenía una clara superioridad numérica frente a un adversario con cohesión reciente? Ante la pregunta notamos que Popitz hace jugar implícitamente determinado comportamiento social. Los no propietarios no usan la violencia para desalojar a los usurpadores porque les falta una disposición previa a resistir y no conocen métodos para oponerse al poder. Predominan pautas de actitud convencionales; prevalecen los mecanismos sociales por evitar, desviar o disminuir conflictos. La mayoría no había aprendido estrategias para llevar a cabo conflictos; no había interiorizado una disposición de resistencia en cuanto reacción socialmente aceptada. El ejemplo tiene un sesgo cultural; no es una parábola ahistórica. Se desarrolla en el contexto de una sociedad (burguesa) de clases en que existe una predisposición a reconocer un orden jerárquico.

Al no repeler la mayoría inmediatamente la ocupación, la invocación de la coacción física pasa a ser un privilegio de la minoría. ¿Cómo es posible que —descartando una superioridad técnica (armas) de uno u otro grupo— la minoría pueda invocar la violencia frente a la mayoría? Debe haber tenido lugar una transformación de la relación de poder de manera que la inicial proporción numérica haya perdido importancia. El ejemplo de Popitz señala ese momento con la aparición de los guardianes. La minoría encuentra entre la misma oposición mayoritaria quienes se ofrecen a proteger su posición. Más exacto: la minoría es capaz de “comprar” esos servicios de protección y defensa. Y puede solicitarlos porque tiene algo que ofrecer. El “bloque de poder” controla el “tomar” y el “dar”. A unos prohíbe el acceso a las hamacas para poder ofrecerlo a otros; a éstos ofrece el uso de hamacas en intercambio por impedir el acceso de aquellos. A quienes da (arrienda) las hamacas, de ellos recibe los medios para perpetuar la expropiación de los otros. A quienes toma (excluye de) las hamacas, de ellos recibe las fuerzas de apoyo para reemplazar eventualmente a los guardianes. Uno y otro grupo contribuye, al someterse, a someter al otro. Popitz habla de una reproducción del poder por medio de un sistema de redistribución. El poder de la minoría radica en su capacidad de transformar y redistribuir los recursos de poder que recibe de uno y otro grupo. La mayoría está ahora dividida en dos grupos y la minoría pueden aumentar la presión sobre uno de ellos compensándolo mediante una gratificación al otro. Un control más estricto del acceso a las hamacas es compensado por un mejor sueldo a los guardianes; una reducción del sueldo de los guardianes es equilibrada por una “liberalización” en el consumo. El centro de poder evita así una alianza entre ambos grupos que restablezca la anterior mayoría.

Cabe preguntarse acerca de la pasividad de los guardianes. ¿Por qué los guardianes, portadores de la coacción física, no se rebelan, haciendo valer su fuerza? Los guardianes son débiles porque son sustituibles. El servicio de defensa como tal es imprescindible para el ejercicio del poder, pero no el guardián individual. Cada uno de los guardianes puede ser reemplazado —justamente por la existencia del grupo de los no propietarios—. En ellos el cargo de guardián nutre las expectativas de ascenso individual sin costo alguno para la minoría en el poder. El dilema del guardián es que si, por una parte, su tarea consiste en incrementar el desnivel entre privilegiados y marginados, por otra parte, todo incremento del desnivel lo debilita a su vez frente al núcleo central. Su posición es relativamente privilegiada solamente en la medida en que excluye efectivamente a los no propietarios, pero eso mismo le impide rebelarse contra la situación.

Popitz compara este tipo de proceso con máquinas de poder, máquinas cuya energía motriz es proporcionada por los mismos dominados. Tales máquinas no podrían ser destruidas “espontáneamente” y “desde dentro”. Solamente pueden ser paradas o desde afuera o mediante cambio de su base económica.12El potencial revolucionario de los grupos subprivilegiados es escaso, pues su déficit organizativo se consolida sistemáticamente, mientras que la minoría en el poder tiene la capacidad de trasmutar su ventaja propietal en ventaja organizativa y traducir la ventaja organizativa en un incremento de bienes escasos. Intentos de alianzas en contra de la misma pueden ser fácilmente desbordados, agudizando las contradicciones entre los intereses de los grupos intermedios y bajos. La compatibilidad de los intereses de unos y otros deviene abstracta y las condiciones de “mayoría” pierden relevancia. Entonces ya no es necesario proteger el orden establecido con medidas directamente coactivas. Basta la mera amenaza e incluso ésta como que se subentiende. No hay recurso a la violencia sino para oponerse a interferencias. Puede Ilegar a decirse que la violencia no es una característica del orden sino un indicador de sus defectos.

La dinámica de la facticidad

Volvamos al comienzo de nuestra historia. La formación de poder se inicia por un acto revolucionario que crea una nueva situación. La ocupación de las hamacas quiebra al antiguo orden e impone uno nuevo. Significa un corte por el cual se redefinen las relaciones sociales. En el momento de la usurpación, los ocupantes de las hamacas determinan las condiciones en que se desarrollará la formación del poder. A través de ese acto definen las hamacas como bienes escasos, plantean la necesidad de la organización, crean la coerción/protección como institución especial. Estas condiciones son tan poco naturales o inevitables como lo son las relaciones capitalistas de producción. Pero una vez instaladas ponen en marcha una dinámica en que la ventaja inicial de la minoría se consolida y amplia con la misma “lógica” con que se afianza y profundiza la subordinación estructural de los dominados. Una vez apropiadas las hamacas, la mayoría no puede sino someterse y la recompensa diferencial-jerarquizada a la sumisión crea una nueva estructura de intereses que fragmenta la “unidad lógica” de la resistencia.

La relación de poder no surge de un “contrato social”; ni siquiera aparece como el resultado de una actividad planificada de los usurpadores.

La división entre gobernantes y gobernados se establece sin recurrir ni a la violencia ni al consenso. Aparece como un “fait accompli”; algo tan simple y complejo como “un hecho”. Lo decisivo es que a través de este proceso de facto la relación de poder se desarrolla como orden. Es lo que se conoce como “el poder normativo de lo fáctico”. La determinación fáctica de la realidad es a la vez una determinación normativa. El poder se realiza qua orden.

La realidad no es una naturaleza muerta sino una producción social. La realidad se construye (también) a la fuerza y esa fuerza se objetiva en el poder de la realidad. Queremos enfatizar esta “fuerza de las cosas”. Se trata de una coerción estructural que no suplanta la coacciónfísica directa (siempre presente como última ratio); la complementa como una “violencia institucionalizada”. El poder no es solamente la coacción física; es también y sobre todo el poder de la estructura social. En esa cosificación y rutinización del poder como “fuerza de las cosas” radica el orden —y es en ese orden cotidiano donde se origina el reconocimiento del poder estatal.

El gran logro del poder es el orden. El poder no convence racionalmente de que sea orden; no hay diálogo. Se trata de una persuasión fáctica (lo que no significa manipulación consciente; la manipulación refuerza una estructura, impidiendo su transparencia). El fenómeno se insinúa en el doble significado de la palabra “orden”: mandamiento y norma. El poder “ordena”. El orden no es un “hecho” posterior al surgimiento del poder. El poder determina la realidad; la realidad del poder es la realidad del orden. El poder transpira orden. El orden es la forma de aparición del poder.

Lo anterior sugiere que el poder se instala y se desarrolla de manera subcutánea. Trabaja sobre el comportamiento cotidiano (en caso extremo, sobre el cuerpo.13 La fuerza normativa de lo fáctico radica en eso: un ordenamiento de la realidad sin interpelación de la conciencia. El reconocimiento de la realidad y, por ende, del orden aparece inducido por la misma realidad. La realidad social condiciona pautas de comportamiento cuya racionalización y socialización da lugar a la cohesión ideológica del grupo. El condicionamiento de la razón por el ser social no debe hacer olvidar, empero, que el ser a su vez es un producto social.

En este contexto interesa la acción psicológica sobre el comportamiento como un mecanismo de control social. Notamos la ausencia de una legitimación formal de origen como de un consentimiento activo al ejercicio del poder. Quizás pueda hablarse de una lealtad pasiva de los dominados, una lealtad inducida y afianzada por los mismos mecanismos de poder. Suponemos que un Estado autoritario puede obtener un consentimiento tácito —y que lo puede provocar mediante el acondicionamiento social.

Pensamos que la lealtad pasiva es más bien “amor propio” que “amor por el otro”. Se vincularía al egoísmo y su manipulación a través de una situación de miseria. La miseria incrementa el “valor de orden” arriba mencionado. La sobrevivencia física exige “inversiones” en el orden político, independientemente de que ésta corresponda o no a los intereses del individuo. Es cierto que nadie invierte en algo en que no confía; según la racionalidad capitalista-liberal (basada en el “libre cálculo”) ello no debiera perjudicarlo. De hecho, participamos en múltiples órdenes (suborden) sin tener que invertir en ellos, sin que sea cuestión de confianza ni compromiso social. Diferente si nos referimos al origen global. No se puede vivir a contrapelo con la sociedad, al margen del orden. Se invierte en el orden establecido, aunque sea pidiendo limosnas, es decir, se puede fomentar el “valor de inversión” de un orden, restringiendo las condiciones de vida. Un hambriento está obligado a invertir, un acaudalado puede hibernar. La sobrevivencia física impulsa al desamparado a participar en el orden, a consentir. El manejo de las condiciones de vida aparece así como un importante mecanismo de manipulación de lealtad. El hambre (semantizada como “economía de guerra”, “reconstrucción nacional”, etcétera) ayuda a disciplinar.

Ello alivia la estrategia de redistribución de recursos que realizan los propietarios respecto a los guardianes y los “excluidos”. Si el empleo de las hamacas se encuentra en su “mínimo de subsistencia” cualquier medida redistributiva marca una diferencia cualitativa (en otras palabras, es diferente quitarle un pan al que tiene uno que al que tiene dos). La igualdad deviene formal. Puede existir conciencia de ello, pero en condiciones de miseria difícilmente se transforma en acciónpolítica. Pareciera haber cierto corte entre vivir y sobrevivir, se decide, primero, sobrevivir y posteriormente la forma de vida. Podemos resumir la hipótesis afirmando que los hombres piden antes pan que libertad, o sea que el potencial revolucionario está ligado a una solución previa de la subsistencia biológica. De ser así, podría interpretarse el consentimiento pasivo de los dominados por el divorcio entre “existencia” y “proyecto”. El estar-aquí no implica un deber-ser; lo normativo es posterior a lo fáctico. A la unidad de poder y orden se confronta una dualidad de sobrevivencia y alternativa. La fuerza normativa de lo fáctico “juega” pues con un sesgo autoritario; afirma el hecho del poder.14

La lealtad pasiva no es un simple “fact”. Es un juicio de realidad, una forma de racionalizar una realidad producida inconscientemente. Dicho de otro modo: la legitimación del orden es una interpretación/explicación de la realidad. Se trata de una reconstrucción es-post de la praxis en miras de sus productos efectivos y posibles. Lo que cabe enfatizar es que tal reconstrucción no trae sus criterios desde fuera. No recurre a normas a priori que aplica a la realidad. La razón no es algo previo o autónomo a la praxis sino una disminución (como tiempo y espacio) en que se realiza la praxis humana.

La praxis secreta razón

La reflexión sobre la praxis y su objetivación está condicionada por éstas, es decir, una vez que la praxis social ha creado una relación de poder, la explicación ya está permeada por la realidad del poder. La realidad del poder penetra, cruza, moldea la razón. La razón no es aséptica. La lógica del razonamiento es formada por la lógica de la praxis. Absorbe las condiciones fácticas de la praxis social bajo forma de normas. Reflexiona la praxis, la aprende: aprendizaje de conocimientos y métodos y también de intereses (traducción de los intereses generados por la praxis en intereses de conocimiento). De esta manera la praxis produce la realidad y como autorreflexión su legitimación.

La fascinación del orden

¿Qué fascinación ejerce el orden que no podemos concebir el mundo (a semejanza del cosmos) sino como orden? “Lo absurdo” nos permite interpretar la existencia individual, pero no admite una explicación del proceso social. La explicación de causalidades remite al orden. El orden es el objeto de la política. La política es la lucha entre diferentes “sentidos de orden”; a través de estos se constituye la mediación entre las prácticas individuales. El “sentido de orden” traduce los intereses implícitos a determinada praxis social en tarea colectiva. Pero trasciende lo que es un programa político, “universalizando” determinado interés de clase hacia una concepción del mundo. La transformación del mundo se refiere pues al sentido que se otorgue al orden.

¿Por qué un hambriento no roba? ¿Por qué un obrero se deja explotar aun sabiendo que su salario no le permite mantener la vida de su familia? Pareciera que incluso el instinto de sobrevivencia puede ser reprimido/ manipulado. Ello nos lleva a matizar una observación anterior: la situación de miseria puede ayudar a incrementar el “valor de orden” y, por ende, el consentimiento pasivo del dominado. Sin embargo, el orden pareciera tener —más allá de la sobrevivencia física— un atractivo propio.

El orden es la encarnación de la vida. Es el Ser. El Ser se presenta bajo forma de orden y no podemos concebirlo sino como forma ordenada.

El orden es la vida enfrentada a la muerte. La muerte no es algo externo; es un momento constitutivo de la vida. Vida y muerte se ponen recíprocamente. El orden es la contradicción y unidad de vida y muerte. Ser y/o no-ser es la pregunta de Hamlet por el orden.

El orden es la positividad. Como tal incluye la negación: el no-orden. La positividad no existe “en sí”. El orden pone el desorden y se afirma como orden contra el caos. La estructuración del orden es siempre también una desestructuración.

El orden es precario como la vida. El orden es un orden de finitud. El desorden es infinito, pero de falsa infinitud, porque es sólo negación (la muerte es infinita, pero sólo como una no-vida). En la precariedad radica lo precioso.

La presencia latente, pero permanente de la muerte: la amenaza. Por el horror al abismo, el orden se llena de esperanzas. Fuera del orden no hay salvación; los cambios se hacen dentro del orden.

El miedo a la muerte: miedo al no-ser, a lo desconocido. Habría que asumir la finitud de la vida para que la sobrevivencia deje de ser el fin último. Sólo quien acepta la muerte puede oponerse al orden. Pero no puede construir un orden a partir de la muerte. Falta construir un orden sin miedo a la muerte: la aspiración anarquista.

El orden es seguridad: la vida es no-muerte, el orden es no-caos. La seguridad es lo dado, lo finito, lo presente. La seguridad gana al miedo. Para tener seguridad hay que desterrar al miedo. Para tener orden hay que destruir al desorden. La vida mata a la muerte. A través de la muerte ganamos la vida. El orden tiene que matar para vivir, para sobrevivir.

La seguridad es rutina. Se opone a la aventura, a la innovación constante, a lo siempre nuevo. El desorden cansa, el orden es un descanso. Es una repetición de fácil comunicación.

La seguridad es calculabilidad. Se opone al azar. El desorden es arbitrario, sin leyes ni normas, imprevisible. El caos es fluido. El orden afirma, clasifica, regula y disciplina. El orden es sólido. El orden controla. El orden es estético. Mide y pondera, establece equivalentes. Es equilibrado y constante. Tiene la armonía de lo que descansa en sí mismo. El desorden es la irregularidad, una fuerza discontinua y ciega. No respeta límites. Es desmedido.

El placer del orden: el orden tiene sex-appeal. Ofrece placer aunque sea a través de sacrificios. El orden es la sublimación del poder. Gozamos el orden no por lo que ofrece sino por lo que promete. Es bueno que todo esté en orden. El orden es bueno porque es un hecho y como tal suceso es un éxito. Tiene la virtud del éxito (del gorrión en la mano). Bueno, también porque reproduce el cosmos; mimesis con el orden divino. La omnipresencia de la naturaleza es asumida en el poder del orden.

El orden es lo múltiple en el uno. Es la identidad mediante la distinción. Impone la ley de las proporciones justas. Del orden nos habla el discurso/recurso del método.

IVLas dificultades de la mayoríaAcerca del número en política

El número expresa una relación política. Desde las primeras votaciones en la antigüedad hay una contabilidad política. Pero la significación moderna está vinculada al surgimiento del capitalismo. De él proviene un impulso vigoroso al desarrollo de las matemáticas aplicadas a la mecánica y la astronomía, a la expansión marítima, al comercio y los créditos bancarios, llegando incluso a redefinir los cánones estéticos. Podría decirse que los estudios anatómicos de Durero y Da Vinci son el inicio de aquel proceso en que el control del espacio termina por tomar posesión del mismo cuerpo humano.

La cuantificación es el camino de la cuantificación, de la concepción del mundo. Se percibe la realidad a la imagen de las relaciones numéricas. El proceso social no sólo es pensado “more geométrico” sino que aparece gobernable según cálculos aritméticos.

Hay una antigua y hoy renovada crítica a la “aritméticapolítica”, aduciendo que los hombres más capaces de una sociedad son siempre unos pocos. Incluso el sentido común (reforzado por la meritocracia profesional y los records deportivos) toma “lo mejor” como atributo de un genio o de una élite. También en política, serían pocos los “elegidos” (por vocación y virtud).15

La crítica elitista no percibe que la “ley del número” es un proceso de medición. La consiga de “un hombre, un voto” apunta a la medición de la concordancia entre las tareas propuestas y la conciencia colectiva. La numeración de los votos cuantifica la hegemonía que de hecho ejerce la minoría que pretende representar a la totalidad de la sociedad. Como dice Gramsci, “se mide precisamente la eficacia y la capacidad de expansión y persuasión de las opiniones de los pocos, de las minorías activas, de las élites, de las vanguardias, etcétera, o sea, su racionalidad o historicidad funcional concreta”.16El número tiene pues el valor instrumental de una medida.17 Pero además legitima la medición de la voluntad colectiva.

La medición numérica de la hegemonía se basa en ciertos supuestos: la igualdad de todos los hombres, el principio de representatividad, el derecho de la voluntad mayoritaria. La ley del número remite así a la ley de la proporción. El orden radica en la justa proporción.

La regla de las justas proporciones con que se puede representar el ideal del cuerpo humano puede ser aplicada también al cuerno político. Una tipología del orden según sea el gobierno ejercido por uno, por pocos o por muchos estudia el poder como una proporción. Para Aristóteles, por ejemplo, las proporciones de la relación de poder no implican una definición de la verdad; la vida buena no se identifica con determinada proporcionalidad. Posteriormente, el orden justo radica en la proporción misma; el niñero garantiza la legitimidad. A partir de la doctrina de la soberanía popular la relación mayoría-minoría deviene la “regla de oro” de la política moderna. Como dijimos a propósito de la “legitimidad por procedimiento”, las mismas condiciones formales del proceso de decisión devienen normas de legitimación del ejercicio del poder. En ese momento, podemos decir que la mayoría es la traducción de la cantidad en calidad.

El número apareció en la política moderna como una prolongación de la calculabilidad del proceso económico. El proceso de medición se refiere a factores conmensurables. Se basa en un concepto de equivalentes. ¿Qué significa eso en las relaciones políticas? Surge la pregunta, si el proceso de medición no está ligado al proceso de mediación. En un trabajo anterior habíamos estudiado la forma de Estado como la esfera de mediación de la praxis social. Enfatizábamos entonces el momento hegemónico por sobre el momento coercitivo. Faltaba insistir que la hegemonía no es consenso. La unidad y distinción de fuerza viva/física y fuerza muerta/objetivada (presentada en el capítulo anterior) puede ayudar a entender cómo el poder deviene realidad bajo una forma de generalidad, es decir, cómo la relación de poder se impone mediante una relación de equivalentes. En esa perspectiva, parece sugerente proseguir el análisis que hace Marx de la forma de valor y su forma equivalencial para precisar la forma de generalidad del Estado burgués. Pero ese no es nuestro tema, aunque sospechamos una relación por investigar en otra ocasión.

Primera variante

En el ejemplo que tomamos de Popitz no se puede hablar en términos estrictos de mayoría y minoría. Los usurpadores de las hamacas son más bien un “grupo pequeño” que una minoría. La constitución de una minoría no es en términos de significación social, un asunto puramente numérico. La relación numérica (ser menos) puede ser una condición necesaria. Pero la minoría propiamente tal, se constituye cuando aparece la mayoría. Una minoría es minoría en relación con un todo que incluye una mayoría que se le opone. Se trata de una proporción.

El ejemplo tampoco plantea la constitución de una mayoría, salvo para señalar sus dificultades. El “grupo pequeño” actúa de manera tal que el resto tarda en darse cuenta de lo sucedido. El no encontrar hamacas disponibles puede aparecer, en cada caso individual, como una “mala suerte” del momento, que acontece en forma individual. Faltan tiempo y condiciones de comunicación para que los excluidos tomen conciencia de que no se trata de un problema personal. Cuando comentan y comparten la experiencia de la exclusión y perciben que hay siempre un grupo pequeño en posesión de las hamacas, sólo entonces surge la conciencia de la usurpación como una “cuestión social”. Probablemente en ese momento, los propietarios de las hamacas comienzan a necesitar guardianes. La conciencia de la ocupación/exclusión como una situación permanente y compartida da significado al “hecho” numérico (por lo demás, quizás no percibido anteriormente). Mayoría y minoría devienen nociones socialmente relevantes.

En resumen, mayoría y minoría expresan la relación de poder como una proporción. Los dos polos de la contradicción (el poder) se determinan recíprocamente a través de una proporción. La proporción determina al dominado. Más exacto: dominante y dominado se constituyen en actores políticos por medio de una relación de proporción. De manera análoga a la burguesía que “pone” al proletariado, la minoría “pone” a la mayoría por la determinación de las condiciones sociales. Para describir este proceso introducimos una segunda fase.

Supongamos que el ejemplo inicial se desarrolla de la siguiente manera. Cuando ocurre Ia ocupación de las hamacas, los pasajeros se oponen no sólo simbólicamente sino que pasan al contra-ataque. Repelen a los usurpadores, recuperan las hamacas y establecen un nuevo orden de distribución, es decir, la mayoría impone sus intereses y su voluntad.

La variante introduce un nuevo “hecho social”: la constitución de relaciones mayoría-minoría. En el ejemplo original, el conjunto de los pasajeros se dividió en propietarios y no propietarios. La definición grande-pequeño apareció como una categorización externa basada en la relación de propiedad. Los no propietarios eran mayoría, pero la superioridad numérica se mostró irrelevante frente a los mecanismos de poder de los propietarios. En nuestra variante, la superioridad numérica se traduce en una supremacía política. ¿A qué se debe?

La constitución de la mayoría

Intentaremos describir cómo los no propietarios pueden hacer una “revolución”. ¿Por qué tiene éxito Ia mayoría? La causa más obvia pareciera ser la superioridad militar. Su potencial de coerción física, su violencia es mayor. Gana por la fuerza. Sin embargo, el argumento es menos obvio, si consideramos que la distribución de la fuerza física no es igual “per cápita” (al margen de una posible desigualdad en la técnica armamentista). La historia griega nos enseña que el liderazgo (al menos su conquista) está vinculado a la fuerza física y la destreza individuales —recursos pronto monopolizados por una minoría que podía costear la preparación y dedicación exclusiva al oficio de las armas—. Nos enseña igualmente que, tanto en los duelos individuales como en la guerra entre ejércitos, más importante que la fuerza física puede ser la astucia.18 La violencia es un instrumento cuya eficiencia depende del círculo: la táctica.

Podemos distinguir la táctica como círculo de la táctica operacional. El cálculo táctico reside en una evaluación de los objetivos y recursos propios en relación con (anticipando) los probables objetivos y recursos del adversario. Se trata de prever las acciones y reacciones recíprocas de manera que el desarrollo del conflicto en su conjunto sea favorable a los intereses propios. La táctica analiza una racionalidad general a partir de un interés particular. El cálculo se hace a partir y en favor de una posición, o sea supone un sujeto. El sujeto no sólo determina sus objetivos y los medios, determina también a través de ellos al adversario.

La táctica operacional pone en juego los diversos elementos del conflicto, de los cuales retendremos solamente uno: la cohesión. La cohesión se refiere tanto a la consistencia intraindividual como a la inter-individual. Sea el sujeto un individuo o un grupo, el éxito de su cálculo táctico depende de la coherencia con que lo ejecuta. Ello implica que las discusiones y dudas surgidas en el momento de la evaluación no deben interferir en la realización de la decisión tomada. Este requisito suele servinculado a la presencia de un liderazgo. La cohesión de un grupo, sobre todo si es numéricamente grande, puede requerir una línea de mando jerarquizada, pero ello no es indispensable. Lo decisivo pareciera ser más bien el acuerdo sobre el plan, es decir, la cohesión se refiere principalmente a la constancia del grupo o individuo respecto al objetivo planteado.

Podemos formular lo anterior como hipótesis: un contraataque exitoso de los pasajeros contra los usurpadores de las hamacas supondría 1) que los no propietarios se hayan constituido en sujeto y 2) que su actividad adquiera una racionalidad interna, una organización.

Para aclarar lo dicho, recordemos dos significaciones del acto de ocupación. En primer lugar, el acto redefine la realidad (ya nada es como antes) y ésta plantea un tema nuevo: la distribución de las hamacas. Los problemas anteriores devienen anacrónicos; la tarea actual es resolver el empleo de un bien escaso. Los propietarios tienen la iniciativa, ellos pusieron el problema, ellos ofrecen una solución. En segundo lugar, los propietarios han realizado, mediante el acto de ocupación, una ventaja organizativa. Al plantear la cuestión del poder han planteado su unidad. A través y en su orden se unifican. En el orden radica tanto la unidad delos propietarios como la disgregación del no propietario.

Los no propietarios enfrentan pues una doble tarea: 1) conseguir la autonomía respecto a los propietarios. Deben tomar conciencia de sus propios intereses para elaborar un proyecto alter-nativo. Para ello deben 2) lograr la adhesión y el apoyo de todos o gran parte de los excluidos. Ello implica una labor de convencimiento de que el orden alternativo es mejor para cada uno de ellos y, en definitiva, para todos. Y una labor de dirección destinada a crear una voluntad colectiva que vaya construyendo el orden nuevo. La conquista de la autonomía ideológica y de la unidad organizativa son un solo movimiento, aunque los distingamos analíticamente.

El primer elemento es la autonomía del sujeto. Los pasajeros determinados hasta entonces sólo de manera negativa (no propietarios) deben definirse positivamente por un principio propio. Sólo a partir de un interés propio pueden desplegar un cálculo de poder. Para poder cuestionar el orden de los propietarios es necesario que la masa dispersa y atomizada de los pasajeros se constituya como grupo. La unificación se gesta en torno a un interés común, que distingue y opone el grupo a otros. Ello exige una toma de conciencia de los intereses individuales y de su coincidencia. La conciencia de que las diversas prácticas individuales contienen un interés común marca el paso de un “grupo en sí” a un “grupo en y para sí”.

La dificultad que enfrentan los pasajeros no propietarios para constituirse como grupo radica en la determinación de un objetivo propio. El ejemplo de Popitz nos mostró cómo el poder genera realidad y por ende intereses. Los no propietarios se sitúan dentro de las condiciones planteadas por la relación de poder. Por la misma formación de poderlos excluidos del poder se encuentran en desventaja no respecto a una u otra medida sino “históricamente” y “estructuralmente” por las relaciones sociales predeterminadas. Vimos las dificultades de los no propietarios a la vez de competir con “los que tienen” y de sustraerse al planteamiento del problema de la distribución. El poder define los temas y —a través de ellos— a los opositores como “anti”. Los no propietarios pueden oponerse a la propiedad privada, pero deben reconocerla como realidad y ese reconocimiento empuja su crítica hacia una especulación hipotética. Tienen que definirse frente a una realidad fáctica que les está impuesta. En resumen, los pasajeros excluidos de las hamacas no pueden definir un interés común sino por referencia a la realidad de poder, al orden establecido, y esa determinación externa del objetivo propio disminuye su capacidad táctica. La autonomía de los no propietarios es reactiva al movimiento del adversario; el cuestionamiento de la propiedad sigue al desarrollo de las formas de propiedad.

Para escapar a esta situación defensiva, los no propietarios pueden recurrir a la utopía. Es un intento de negar la realidad producida qua poder. Para que la utopía no sea una negación abstracta, ella no puede hacer caso omiso de la realidad; aun la utopía tiene que referirse a los temas planteados por el poder. Sin embargo, relativiza los intereses establecidos. Al proclamar la abolición de la propiedad privada y de un orden basado en clases, los pasajeros excluidos realizan una doble operación: proyectan al futuro un interés solidario que establece su identidad colectiva, utopía que, a su vez, muestra la historicidad y finitud de la realidad establecida.

Volveremos sobre la dificultad de construir un interés común por parte de los dominados. Por ahora, complementemos lo anterior vinculando el interés común a la pregunta por la mayoría. Pareciera que el carácter de mayoría puede ser una importante determinación del interés común de los no propietarios. Hasta aquí hablamos de la constitución de un grupo. Los pasajeros sin derecho a hamaca tenían que constituirse como grupo para hacerse presentes e imponer sus demandas. De hecho, se constituyen como mayoría. Su conciencia de ser grupo es una conciencia de mayoría.

Podemos darle a nuestro ejemplo dos interpretaciones. En una primera subvariante, los pasajeros constituyen un grupo de no propietarios que como tal descubre que es mayoría. En la segunda subvariante, los pasajeros toman conciencia de que ellos son mayoría y como tal se constituyen como grupo. En ambos casos, los pasajeros excluidos del uso de las hamacas atacan a los usurpadores a nombre de la mayoría. Porque la situación de no propietarios es contraria a la voluntad mayoritaria, los pasajeros exigen un cambio del orden, es decir, los pasajeros se oponen al orden impuesto en cuanto representan la mayoría (y sólo secundariamente qua no propietarios).

La mayoría adquiere fuerza política a raíz de su superioridad numérica. El número neutraliza la individualidad. Ello supone una cosmovisión antropológica que define a los hombres como esencialmente iguales. La desigualdad natural entre los hombres es suspendida en una mención general del individuo. El individuo concreto se diluye en favor de un individuo abstracto. Ello es la consecuencia de una formalización de las relaciones sociales. La formalización implica una mediación que establezca equivalentes.

El segundo elemento a estudiar es que la mayoría adquiera una cohesión interna. Hablamos de la constancia del grupo en organización. Ya vimos el déficit organizativo que sufren los no propietarios por el hecho de que sus intereses sean menos organizables y que no dispongan de bienes cuya posesión sea fácilmente trasmutable en ventajas organizativas. El déficit inicial se transforma en una desventaja estructural. En esta situación se ofrecen dos posibilidades.

Por una parte, los pasajeros desposeídos pueden crear una solidaridad especulativa en torno de un interés común futuro (abolición de la propiedad). Una solidaridad basada en la esperanza y confianza es precaria, pues no tienen posibilidades de gratificación y sanción. A manera de compensación, la organización será altamente burocratizada y centralizada. La organización formal tendera a suplantarse al interés material, identificando la realización del futuro objetivo con el desarrollo de la organización. La lejanía e incertidumbre del interés común de los no propietarios es compensada por la omnipresencia y omnisciencia de la organización. La organización garantiza la posibilidad de un orden alternativo como su encarnación presente. Cuanto más plausible sea esta representación (ello depende del eco en el poder) tanto más autónoma será la organización, pudiendo prescindir de la mediación con el objetivo futuro. La racionalidad organizativa deviene un fin en sí. El “partido revolucionario” se suplanta a la revolución.

Por otra parte, los pasajeros no propietarios pueden organizarse en torno al principio de mayoría. Haciendo de la voluntad mayoritaria el objetivo propio recurren a la democracia como forma organizativa. Ello presenta dos dificultades. En primer lugar, los no propietarios pueden organizarse como democracia pero no pueden obligar a los propietarios a participar en ella. Sin embargo, ello es indispensable para que la voluntad mayoritaria de los no propietarios tenga validez para los propietarios, es decir, los no propietarios debieran organizarse junto con los propietarios para poder hacer valer su superioridad numérica. ¿Pero en ese caso, no se perpetúa la ventaja de la minoría? Es esta la segunda dificultad. Al concebir la democracia como una forma de organización (autodeterminación) sin otro principio sustantivo que las “reglas de juego”, cabe recordar que el “funcionamiento” de esas reglas está condicionado por la “fuerza de las cosas”, es decir, el principio de mayoría no significa que los no propietarios puedan hacer valer “naturalmente” sus intereses “objetivos”. Al contrario, cabe sospechar que la minoría —produciendo la realidad social— determina la voluntad mayoritaria. En resumen: ¿cómo obligar a una minoría en el poder a organizar democráticamente el orden político? Una vez instaurada la democracia, ¿cómo neutralizar el acondicionamiento social de la voluntad colectiva?

La ruptura del orden

Mediante la invocación del principio de mayoría los no propietarios se constituyen en sujeto político. Mencionamos la voluntad colectiva y la organización como condiciones necesarias para romper el orden establecido, pero pareciera no ser suficiente. Bien podría la mayoría acomodarse al orden impuesto por la minoría, negociando el precio de su sumisión. ¿A qué se debe el conflicto y el intento de construir un nuevo orden?

La respuesta depende de un análisis empírico. En nuestro ejemplo, la “revolución” de los pasajeros puede ser resultado de un sentimiento generalizado de haber sido agredidos y privados de un derecho (o sea, la actualización de una representación latente de orden), de la imposibilidad física de sobrevivir la travesía sin hamacas, de una indignación moral acerca de la injusticia de privar a niños y mujeres de un reposo indispensable, etc. Probablemente la insurrección de los no propietarios sea ante todo una reacción, desencadenada “espontáneamente” por la ocupación de las hamacas y “racionalizada” en alguna de estas explicaciones. Siguiendo con nuestra forma puntual-parcial de interpretación, nos limitamos a lIamar la atención sobre tal “explicación”. En ella se anuncia el nuevo orden.

La anticipación del orden deseado no tiene que ser un proyecto elaborado. Probablemente no lo sea. La revolución puede fundarse en motivaciones simples, suele explicarse a sí misma con la fuerza de las “evidencias”. Es la detonación de un largo proceso previo de reinterpretación de la realidad que conduce a estas “evidencias”. Tras la deslegitimación del orden establecido se esconde una nueva “construcción social de la realidad”. Se ha gestado un nuevo “sentido de orden” transformando en “sentido común”. Una nueva interpretación de lo que es y de lo que debe ser, se ha hecho evidente. La revolución moviliza estas evidencias de determinado grupo social.

Sin indagar aquí sobre el “sentido de orden”, lo entendemos como la interpretación de la realidad a través de la cual se constituye un grupo social. Se trata de una síntesis social que tiene que rendir cuentas no sólo de las contradicciones del orden existente sino también de las aspiraciones de lo que debiera ser el orden. Ya vimos la ventaja de las clases dominantes: sus condiciones de poder son las condiciones de la realidad. Sus aspiraciones se realizan en el desarrollo inmanente del orden establecido. La dificultad de las clases dominadas radica en tener que referirse a una realidad hipotética para expresar sus aspiraciones. Más aún: tienen que explicitar la mediación del orden posible con el orden existente. Su “sentido de orden” tiene que trascender la actividad mostrando la factibilidad de la posibilidad.

Eso es la gran realización de los pasajeros no propietarios. Su mérito es medir lo existente con lo posible: comparación entre lo fáctico y lo factible.

Se trata de una doble comparación. Por un lado, se equiparan las necesidades sociales y su modo de satisfacción dentro del orden establecido. Por el otro, se compara esta relación vigente con la posibilidad de un orden alternativo. Vemos en este juicio sobre la viabilidad del orden existente y la factibilidad de un orden diferente un elemento decisivo de la revolución. La revolución es ante todo acción —y como tal sometida a la contingencia—. Pero el riesgo no le viene solamente de la suerte de batalla; su carácter de apuesta le viene igualmente por lo que está en juego: la factibilidad de una realidad hipotética.

La comparación decide sobre la factibilidad. Implica decidir sobre la necesidad social que ha de ser el eje del conflicto. Implica además proponer un modo alternativo de satisfacción. Esta doble selección es decisiva. En nuestro ejemplo, los pasajeros decidieron que la necesidad colectiva es el descanso adecuado de todos y que ello podía lograrse mediante una distribución igual del uso de las hamacas. Ello es factible suprimiendo todo poder de distribución privada sobre esos bienes. También hubieran podido decidir que la necesidad básica fuese el reposo absoluto en las hamacas o que la manera de obtener algún descanso sería que todos fueran propietarios de una hamaca. En estos casos (y siendo constante el número de hamacas) su objetivo no hubiese sido factible, fracasando su intento de establecer un nuevo orden.

Las dificultades en descubrir y seleccionar las alternativas posibles radican en el mencionado poder normativo de lo fáctico. Lo existente, aun siendo una realidad contradictoria, predomina sobre lo posible y lo condiciona. Es el orden establecido el que crea las necesidades y las crea a partir de cierto potencial de satisfacción. En las palabras de Marx: la humanidad se propone siempre únicamente los objetivos para los cuales se dan o se están gestando las bases materiales para su realización. Pareciera que esta determinación del futuro por el presente no admitiera una ruptura. Los intereses son un producto de la praxis y, por consiguiente, condicionados por lo que hay de alienación en la praxis en la sociedad capitalista. Una ruptura supondría, por lo tanto, que la praxis social no fuera totalmente alienada, que el orden en su proceso contradictorio “Iibere” momentos que permita trascenderlos. Es este el problema de fondo de toda “teoría de la revolución” que falta resolver.

Para enfatizar la importancia del problema basta indicar algunas dificultades políticas. ¿Qué necesidades sociales invoca la estrategia revolucionaria como contenido de su “sentido de orden”? Hay necesidades falsas. En la época de la llamada “economía del despilfarro” sobra mostrar la artificialidad de muchas necesidades. Estas, sin embargo, son interiorizadas llegando a hacer parte de la estructura de la personalidad. Viene el momento en que los hombres no pueden cuestionar estas necesidades sin cuestionarse a sí mismos. ¿Significa ello que a nombre de las “necesidades verdaderas” la revolución tenga que imponerse contra los intereses y la voluntad de la mayoría?

En el extremo opuesto de la opulencia también hay una manipulación de las necesidades en una situación de “economía de guerra”. Aduciendo un estado de emergencia, los propietarios de las hamacas podrían reducir las necesidades sociales al nivel de la sobrevivencia física. A menor nivel de necesidades más fácil es su satisfacción. La minoría podría responder a las expectativas así reducidas de la mayoría. De hecho se trata de una pseudo-satisfacción, pues se logra mediante la exclusión/restricción drástica de las necesidades. Más exacto: se satisfacen pocas necesidades de todos y muchas necesidades de algunos. La igualdad (sectorial) en la satisfacción se logra a través de una mayor desigualdad en las necesidades. La mayoría puede estar muy consciente de esta contradicción. De hecho, empero, se modifica su comparación de lo existente con lo posible. El cálculo de factibilidad se reduce a la satisfacción de las necesidades mínimas de sobrevivencia, o sea a una posibilidad realizable dentro del orden existente. En otras palabras: restringiendo las necesidades a la capacidad existente de satisfacción, aumenta el “valor de orden”.

Otra dificultad de la mayoría radica en el carácter igualitario de sus demandas. Un proyecto de redistribución no es factible cuando se refiere a bienes cuyo consumo es excluyente. Sería el caso, en nuestro ejemplo, si algunas hamacas tuvieran una ubicación privilegiada por el panorama, la calma, etc. Ocupar estas hamacas implica excluir a otros, porque su atractivo radica justamente en la exclusividad. Dicho de manera más general: hay bienes de consumo no compartible, como por ejemplo, la velocidad o la información, cuyo valor reside en el consumo desigual. El auto pierde valor si no es más rápido que la movilización colectiva; una noticia pierde valor si es conocida por todos. El desarrollo capitalista se basa cada vez más en la producción de ese tipo de bienes, limitando posibles políticas de redistribución. Un proyecto de distribución igualitaria que no se refiera a bienes de uso común no es factible.19

Finalmente cabe señalar la dificultad que significa la regulación de la distribución. Una vez descubierta la escasez de las hamacas, no es posible que su uso se regule de manera “espontanea”. Los antes excluidos querrán usufructuar al máximo un bien, que antes les era poco accesible, creando una fuerte presión. Para evitar el surgimiento de un “mercado negro” se hace necesaria una reglamentación. La programación del uso de las hamacas requiere algún sistema de planificación, así como algún grupo encargado de él. El problema de los guardianes es sustituido por el de la burocracia, o sea el surgimiento de una nueva minoría que monopoliza el poder. Para impedir que la revolución desemboque en un simple reemplazo de una “élite” por otra, los pasajeros deben encontrar un adecuado control de la burocracia por lo menos hasta que el orden autogestionario haya sido internalizado en un “hombre nuevo”. En tanto no se resuelve “educar al educador” no puede hablarse de una “revolución social”.

VLa construcción de la voluntad mayoritaria mediante representaciónSegunda variante

Supongamos que los pasajeros no propietarios en su contraataque no hayan hecho tabula rasa echando las hamacas al mar. Veían en las hamacas un medio importante para satisfacer una necesidad básica. Las consideraban un bien en sí neutral, que había que sustraer al mal uso que de él hacían los propietarios, devolviéndolo a la comunidad. Supongamos, igualmente, que tal “socialización” fracasa. Recordemos al respecto un argumento mencionado en el ejemplo inicial. Para los partidarios del “’no tener” es difícil competir con los partidarios del “tener” —aunque los defensores de la propiedad privada se encuentren en la defensiva—. Los propietarios tienen una ventaja de eficiencia: para ser eficientes les basta hacer cumplir las normas implícitas al orden fáctico. El “partido del orden” puede limitarse a mantener el orden.20

Introducimos una segunda variante de nuestro ejemplo, planteando una nueva usurpación de las hamacas por parte de la minoría desplazada. La minoría intenta reconquistar sus privilegios, pero la situación es bastante más compleja que en el ejemplo inicial. Tanto la mayoría como la minoría han experimentado la reversibilidad del orden (i.e. la precariedad del poder). Ahora el objetivo de la minoría no es solamente ocupar las hamacas en forma exclusiva sino, a la vez, asegurar la persistencia de su orden.

Presumimos que la ocupación se realizará a la fuerza, ya que el grueso de los pasajeros no permitirá ser nuevamente despojado sin ofrecer resistencia. La minoría debe realizar un “golpe” cuyo éxito exige ciertas condiciones:

  • a.

    la cohesión de la minoría. Debe tener un planteamiento impermeable a las dudas y un comportamiento consistente que impresione a los vacilantes;

  • b.

    alianza con un grupo de choque (guardianes) que ejecute la usurpación;

  • c.

    una lucha ideológica destinada a desprestigiar el orden vigente. Tendría que afirmar la ineficiencia de una distribución igualitaria, los altos costos de administración, los privilegios de los burócratas, el deterioro de las hamacas, etcétera;

  • d.

    provocar conflictos de distinta índole que obstaculicen la administración del empleo de las hamacas y lo hagan parecer ineficiente;

  • e.

    preparar y ejecutar el “golpe” de manera rápida y eficiente, para que no deje al grueso de los pasajeros tiempo ni recursos para defender el orden. Ello implica eventualmente una acción violenta;

  • f.

    establecer algún tipo de “estado de emergencia” que disperse a los pasajeros y los impida unirse, i.e. expresarse como mayoría.

Supongamos que el “golpe” tiene éxito y que los antiguos propietarios recuperan la posesión de las hamacas. Con la dinámica aparentemente irresistible que habíamos analizado en el ejemplo de Popitz vuelve a formarse una relación de poder en que la minoría domina sobre (y contra) la mayoría. Hay, sin embargo, una diferencia que queremos estudiar. El ejemplo original se basa en la ausencia de una socialización previa. Ahora, en cambio, existe la experiencia colectiva de un orden diferente. Supongamos que, de manera similar al principio de la propiedad privada y de la distribución desigual, ahora “se ha impuesto” el principio de la igualdad de los individuos y de la voluntad mayoritaria. El principio de igualdad y de mayoría se ha transformado en un “standard” que tiene que ser considerado por todos los “sentidos de orden” en competencia. Ningún grupo puede interpretar la realidad al margen de estos valores sociales (culturales). El orden “debe” corresponder a estos principios del sentido común. El paradigma del “buen orden”, sin embargo, se encuentra en contradicción con las condiciones del ejercicio del poder. El orden ya no puede ser la mera “encarnación” del poder. Mejor dicho: la instalación del poder ya no puede ser una simple “usurpación”; deviene acción histórica, es decir, la realidad del poder se articula en una sociedad antagónica.

Para mantener la nueva situación, la minoría debe lograr fundamentalmente dos cosas:

  • a.

    evitar la reconstitución de la mayoría. Lo ideal sería renovar las condiciones del ejemplo inicial. Pero ya que se constituyeron “mayoría” y “minoría” es necesario redefinir la relación. Un mecanismo posible sería recrear “artificialmente” las condiciones de nocomunicación y no-percepción de la situación original;

  • b.

    justificar el nuevo estado de cosas. No basta reprimir a los defensores del orden anterior. Se requiere algún tipo de legitimación del nuevo orden, que “explique” su necesidad.

Una línea de argumentación sería, por ejemplo, la necesidad de reparar las hamacas y — cumplida esa meta en un plazo no fijado— crear una nueva institucionalidad que evite el deterioro provocado por el sistema anterior. Se intenta mostrar que (pese a las apariencias) se exigen sacrificios a todos y que ellos redundan en beneficios para todos. Otra línea de argumentación sería la eficacia. Se trataría de mostrar que las hamacas están en mejores condiciones, (para ello se pueden usar indicadores abstractos y poco entendibles como, por ejemplo, un índice de resistencia de las telas de las hamacas), que han bajado los costos de administración y que ha disminuido la burocracia, o sea una rebaja de impuestos, entendida como tiempo de uso de las hamacas para pagar los gastos administrativos (rebaja ilusoria pues sólo beneficia a los que tienen algo que rebajar, es decir, a quienes emplean las hamacas).

La minoría y el principio de mayoría

El problema de los propietarios es compatibilizar la distribución desigual de las hamacas con la voluntad mayoritaria. El “partido del orden”, siendo una minoría, debe legitimar su poder por referencia a una mayoría. ¿Cómo puede una minoría gobernar en beneficio de sus intereses sin reprimir abiertamente los intereses adversos de la mayoría?

La represión violenta y frontal de la mayoría no es recomendable pues provoca dos peligros. Aunque la minoría tenga una superioridad técnico-militar, los guardianes podrían ser más sensibles al principio de mayoría que, en caso de prolongarse la situación represiva y, por ende, intensificarse su percepción, los puede inducir a la deserción. Existe además el peligro del “back lash”, o sea del contragolpe de la mayoría. El acoso, la cercanía de la muerte pueden provocar una hermandad del “todo o nada” muy difícil de controlar. Por lo tanto, presumimos que tiene lugar una reinterpretación de la noción de mayoría.

Una posible “recuperación” del principio de mayoría sería limitar su validez a determinado grupo social, o sea restringir el universo de la igualdad. Por ejemplo, podría proclamarse una diferencia esencial entre propietarios y no propietarios (o entre blancos y negros o entre patriotas y enemigos). De esta manera los “diferentes” pueden ser marginados completamente del proceso de toma de decisiones (prescripción de los derechos políticos) o, al menos, su voto es calificado (elección censitaria según propiedad o nivel educativo). De hecho, existe una larga tradición político-filosófica que reserva el poder a una minoría iluminada. Los límites de tal orden jerárquico-estamental provienen del modo de producción capitalista; las relaciones capitalistas de producción suponen individuos libres e iguales. La noción de contrato que rige el intercambio de mercancías permea el orden político. Las restricciones políticas significan una interferencia en la libertad económica (calculabilidad); por lo tanto, son impracticables a menos que estén destinadas a defender el orden económico amenazado.21

Puede restringirse la ciudadanía, siempre que no afecte a la productividad. Esta restricción protectora se expresa metafóricamente en el lema “hay que defender la democracia contra sus enemigos”. Lo que podría traducirse en: participan en el orden sólo quienes lo apoyan.

Los propietarios asientan su dominación en la existencia de los no propietarios. El poder no radica solo en “tener”. Tener hamacas tiene valor mientras otros, la mayoría, no tengan. Es la demanda por un bien escaso, la que permite realizar su valor. Es decir, los propietarios requieren la participación de los no propietarios en el “orden de las hamacas”. La participación, empero, no debe ser colectiva, pues toda organización facilitaría a los no propietarios hacer valer su número (contratos colectivos, boicot). Hay que atomizar la participación. Los propietarios trataran pues de dividir a la mayoría. El mismo sistema de distribución de las hamacas les permite estratificarla en diferentes grupos con intereses contrarios. Se establece entonces una compleja y sutil red de intercambio, extremadamente diferenciada, que ya se vislumbró en el ejemplo inicial. Se diversifica no solamente a los no propietarios; desde luego, también puede haber una diferenciación de las formas de propiedad. El orden adquiere así, como vimos arriba, un valor de orden. El orden “funciona”: ofrece no sólo duración sino un desarrollo calculable, crea expectativas, ofrece seguridades, recompensa inversiones, en fin, devuelve al individuo aislado lo que le había quitado, su dimensión social.

Establecido/estabilizado el orden, la minoría puede formalizar el principio de mayoría. El poder, el orden in actu, ha generado una realidad en la cual la relación mayoría-minoría se ha modificado. La relación definida por la posesión/exclusión de las hamacas deviene una relación definida por el “consenso de orden”. A la mayoría qua no propietarios se sobrepone la mayoría de quienes defienden el orden; la minoría en el poder queda oculta tras la minoría de los extremistas anti-orden. El “partido de la propiedad” se ha trasmutado en el “partido del orden” y en nombre del orden y dentro del orden establecido se instaura el principio de mayoría. Una vez funcionando el orden, se puede formalizar la voluntad mayoritaria llamando a elecciones así como discriminar el interés minoritario criminalizando su acción. Elección y segregación son mecanismos complementarios a través de los cuales se reproduce el orden existente.22La construcción del ejemplo no debiera inducir a pensar la modificación de lo que es mayoría y minoría como una relación de antes-después.

No se trata de una secuencia.23En efecto, el principio de la propiedad privada sigue vigente. Pero se le sobrepone el principio del orden. Más exacto: el orden es la forma en que se expresa el poder de la propiedad. Ambos principios son constitutivos de la realidad. La distribución desigual de las hamacas no puede realizarse sin violencia sino reconociendo la igualdad de los individuos (todos pueden ser propietarios). La igualdad abstracta de los ciudadanos es la que permite la desigualdad concreta entre propietarios y no propietarios.

Ese proceso podría ser analizado en términos de “intereses objetivos” e “ideología”. La propiedad privada y la no propiedad constituirían los intereses objetivos en torno a los cuales se forman las “clases”. Para ejercer el poder (políticamente y no por la fuerza) los propietarios no pueden limitarse a su interés económico-corporativo; tienen que transformar su interés de clase en un interés general. Tenderían pues a hablar en nombre de todos, a ser los representantes de todos. Esta “extensión” de los intereses de los propietarios a querer manifestar los intereses de todos los pasajeros en su conjunto puede denominarse “ideología” (puede decirse de la ideología que se plantea como la expresión general de los intereses de una clase, o lo que es lo mismo, como los intereses de una clase que pretenden ser el interés general de la sociedad).

No parece conveniente estudiar el proceso en este enfoque. Suele asociarse (erróneamente) la noción de ideología con falsa conciencia (una crítica de izquierda) o con engaño y demagogia (visión de derecha). En ambos casos se ve en el proceso ideológico una mentira, a la cual se opone la verdad científica. Los “intereses objetivos”, develados por una ciencia positiva (no valorativa), tendrían pues un estatus diferente a las formas ideológicas a través de las cuales los hombres suelen tomar conciencia de ellos. Producto de tal antinomia entre ideología y ciencia es una concepción tecnocrática de la política (que encontramos tanto en las derechas como en las izquierdas). La política no sería sino la operacionalización del conocimiento científico. Volveremos más adelante sobre esta visión como un mecanismo de poder. Para su análisis pensamos poder prescindir del largo debate epistemológico, proponiendo otro enfoque.

Un elemento central en la relación mayoría/minoría es el concepto de representación. No lo emplearemos en su connotación (jurídica) habitual de delegación en el ejercicio del poder. Nos interesa la representación más bien en el sentido recién insinuado de “expansión” de determinado grupo mediante la “adhesión” de otros grupos, o sea como forma de “compromiso” entre los intereses del grupo dominante y aquellos de los grupos subordinados. Nuestro punto de partida es la representación en cuanto desarrollo extensivo e intensivo de un interés particular-corporativo en un interés (tendencialmente) universal. Retomando la perspectiva gramsciana, consideramos la representación un momento en la construcción de una hegemonía —proceso a través del cual una minoría deviene representante de la mayoría.

Para aclarar nuestro enfoque aprovechamos una sugerencia de GuiIlermo O’Donnell que propone estudiar la representación como un proceso de invocación exitosa. Los representantes invocan un “sentido de orden” a través del cual los representados se reconocen y se organizan. La invocación de determinadas significaciones sociales es exitosa cuando determina un interés común a las diversas prácticas individuales y se constituye en torno suyo una identidad colectiva. A través de la invocación exitosa, representantes y representados se “ponen” recíprocamente.

La representación surge pues como una iniciativa de minoría que interpela a otros grupos (mayoría) en nombre de un supuesto sentido común.24 Hay invocaciones exitosas y fracasadas, hay invocaciones de significaciones más parciales y más generales. Hay, por ende, competencia entre diferentes invocaciones. Se vislumbra así un orden caracterizado por la separación entre las minorías políticas y la mayoría despolitizada, pero donde la pugna entre las minorías (los actores políticos) por el poder no son meras conspiraciones sino la transmutación (a través de las diferentes invocaciones) de la praxis social en orden.

Las referencias a los sentidos implícitos a la praxis social no significan necesariamente que las invocaciones sean algún acuerdo cognoscitivo o normativo consciente. Volviendo sobre el poder normativo de lo fáctico, presumimos que las condiciones del poder qua orden ya implican una determinación de la voluntad mayoritaria, es decir, una minoría en el poder podría —por su capacidad de generar realidad— invocar sus intereses como norma mayoritaria. La invocación se realizaría a través de las mismas condiciones del poder y no mediante algún “contrato” negociado. Este tipo de representación fáctica pareciera basarse en dos supuestos: 1) la existencia de una minoría con comportamiento consistente y 2) la ausencia de invocaciones competidoras.

Para analizar este proceso abandonamos el buque y sus hamacas y recurrimos a una reflexión sobre experimentos de psicología social.

VILa construcción de mayorías y minorías

Presumimos que la minoría no ejerce una violencia directa contra la voluntad mayoritaria. Ella asume el principio de mayoría, redefiniéndolo. Una posible “refuncionalización” consiste en 1) desarticular la mayoría como sujeto político y 2) justificar sus intereses particulares como interés general. La minoría en el poder se plantea como representante de la mayoría y asegura sus postulados, eliminando toda interferencia.

Nuestra interpretación parte de un artículo de Moscovici y Ricateau sobre el proceso de influencia social.25 Se supone que la realidad es una construcción social elaborada en la interacción (negociación/conflicto) entre grupos sociales. La influencia apunta a modificar el comportamiento del otro de acuerdo a la norma propia. El proceso de influencia puede ser formalizado como una relación de mayoría/minoría. Un grupo puede ejercer influencia sobre el otro gracias a la consistencia de su comportamiento, es decir, uno de los grupos modificará su concepción de la realidad si la norma del otro grupo se apoya en un comportamiento consistente. En caso de que el comportamiento consistente sea atributo de la mayoría, el conflicto tendera a ser resuelto mediante un comportamiento conformista de la minoría. En caso de que el comportamiento consistente sea el atributo de la minoría, el conflicto da lugar a un proceso de innovación, cambiando la mayoría su percepción de la realidad.

Respecto a nuestro tema interesa la influencia de una minoría activa sobre una “mayoría silenciosa”. Si un grupo minoritario, pero de comportamiento consistente, enfrenta un grupo mayoritario, pero de comportamiento difuso, ocurre un bloqueo de la negociación acerca de “lo real”. La minoría rechaza la norma mayoritaria y enfatiza la propia. En esta situación, la mayo-ría, no existiendo una negociación intrasistema y no teniendo una salida extrasistema, tiende a modificar su concepción a fin de restablecer un tipo de consenso.

La hipótesis de Moscovici y Ricateau radica en una reinterpretación de anteriores experimentos de psicología social. Asch, por ejemplo,26 Ilega a la conclusión de que un pequeño grupo de “sujetos ingenuos” modifica su percepción de la realidad bajo la influencia de las respuestas sistemáticamente concordantes de un grupo mayor de “cómplices” (i.e. individuos coludidos en el investigador). Moscovici y Ricateau “revierten” el resultado experimental de Asch, señalando que el grupo que en el laboratorio representa la norma mayoritaria (los “coludidos”) es en realidad una minoría, o sea representa una norma minoritaria al nivel macro social. Los “sujetos ingenuos” en cambio, que en el Iaboratorio son una minoría, en realidad expresan la opinión compartida por la sociedad, es decir, la mayoríaexperimental es de hecho una minoría, pero una minoría que actúa como mayoría formal. De existir estas condiciones experimentales, concluyen los autores, la minoría puede modificar la norma mayoritaria. Resumimos la reflexión en cinco hipótesis de trabajo:

  • 1.

    Se puede concebir la interacción social como un proceso de negociación que evoluciona según el modo en que uno y otro grupo social se sitúa respecto al conflicto.

  • 2.

    El conflicto radica en la confrontación de los sistemas de conocimiento, valores y normas sociales que orientan la acción de cada grupo social.

  • 3.

    A través de los mecanismos de negociación los grupos evitan, crean o resuelven conflictos, elaborando un “contrato social” acerca de lo que es el orden.

  • 4.

    Las modalidades de la negociación dependen del estilo de comportamiento de los grupos sociales y de la relación de mayoría/minoría entre ellos.

    • a.

      La influencia que puede ejercer un grupo social depende de la consistencia de su comportamiento: consistencia intraindividual de cada miembro y consistencia interindividual del grupo en su conjunto.

    • b.

      La relación mayoría/minoría depende de la definición del entorno social. La mayoría numérica de una sociedad puede aparecer en determinada situación como minoría formal. A la inversa, la minoría numérica puede aparecer en determinadas condiciones como mayoría formal.

  • 5.

    El comportamiento consistente de un grupo social puede bloquear la negociación. Si se trata de un grupo mayoritario, la consistencia conduce a la resolución del conflicto mediante la conformidad de la minoría. Si se trata de un grupo minoritario, la consistencia crea conflictos que conducen a una innovación del sistema dominante.

Los resultados experimentales indican pues un doble proceso: la minoría (numérica) 1) provoca una innovación por su comportamiento consistente y 2) obtiene conformidad, presentán-dose mayoría formal.

Lo que falta enfatizar es que la innovación no depende del contenido de la norma propuesta. Lo decisivo es la forma, o sea las condiciones de la situación experimental. En la forma radica el marco normativo de la interacción social. Es lo que Ilamamos arriba “legitimidad por procedimiento”. El acuerdo sobre el procedimiento se refiere al principio de mayoría; la innovación se realiza a nombre de la mayoría.

El trabajo de Moscovici y Ricateau nos permite formular la hipótesis que una minoría numérica puede transformarse en mayoría formal bajo determinadas condiciones. Estas condiciones son: 1) un grupo social con un comportamiento consistente: 2) un entorno social que produzca la atomización de la mayoría real y el bloqueo de toda negociación entre mayoría y minoría. Bajo estas condiciones, la minoría numérica puede modificar la voluntad mayoritaria. Suponiendo la existencia de una minoría consistente (los usurpadores de las hamacas del ejemplo inicial), nuestro interés es por el entorno social, es decir, por las condiciones de la situación experimental que permiten a esta minoría actuar como mayoría (representar la voluntad mayoritaria).

Haremos una breve digresión metodológica para aclarar nuestro procedimiento. La hipótesis que nos sugirió el estudio de Moscovici y Ricateau se funda en la lógica del experimento: deter-minado resultado experimental es válido bajo las condiciones determinadas del experimento. Se supone que una explicación (basada, por ejemplo, en la relación entre dos variables) depende de las condiciones en que ocurre determinado fenómeno. Entonces, la explicación no es independiente de la ocurrencia de dichas condiciones. Por consiguiente, los resultados de un experimento respecto a la explicación de un fenómeno no son independientes de las condiciones en que se realiza tal experimento. Para repetir (comprobar/ falsificar) los resultados de un experimento hay que reproducir la situación experimental.

Recordamos esta tesis clásica para proponer una analogía entre el experimento en laboratorio y la política autoritaria. Punto de partida de tal analogía es el supuesto de que determinada concepción de la ciencia y determinada concepción de la política se orientan por un mismo interés: el interés técnico. Para el conocimiento científico (guiado por un interés técnico) la estructura lógica de una “explicación” es la misma que la de una “predicción”. En ambos casos se trata de una relación causal “si X, entonces Y”. La relación de causalidad afirmada por la “explicación” remite como “predicción” de tal causalidad a su aplicación tecnocrática. Conociendo el efecto de determinado estímulo, se puede crear ese estímulo a fin de provocar aquel efecto.

Suponiendo un mismo interés técnico impulsando el conocimiento científico y su instrumentalización política, pensamos que la definición de la “situación experimental” en el laboratorio es similar a la definición de las condiciones políticas en la sociedad. En el experimento de laboratorio (a diferencia de un experimento de campo) el control de las variables se realiza mediante una acción deliberada de introducción o eliminación de factores. El investigador define la situación experimental mediante el control de todas las variables. Él tiene el poder de crear, manipular y evitar todos los elementos en juego de manera que se desarrolle “en estado puro” la relación causal deseada. Presumimos que, de manera análoga, puede entenderse al Estado autoritario como la “mise en scene” de una situación experimental. En este caso la autoridad política intenta controlar todas las variables, creando las condiciones sociales para provocar determinada relación causa-efecto y descartando las condiciones que pudieran alterarla.

De ser correcta la analogía, podemos interpretar el régimen militar como un intento de transformar la sociedad en una “situación experimental de laboratorio”. Según este enfoque, la Seguridad Nacional sería la disposición experimental que pone en marcha los estímulos de la supuesta causalidad (por ejemplo, empresa privada+mercado libre+estabilidad monetaria+inversión extranjera=crecimiento económico=progreso social), a la vez que controla todos los factores que puedan desvirtuar el efecto pretendido. En otras palabras: donde el capitalismo no funciona automáticamente, se establece un “estado de emergencia” que permita manipular el modelo económico como en un laboratorio. El control total del proceso social no sería entonces un fin en sí e irracional como sospecha la crítica liberal sino la condición de la posibilidad del desarrollo capitalista, es decir, no hay antinomia entre autoritarismo y liberalismo. El “modelo político” es la escenificación del “modelo económico”.

A partir de esta reflexión metodológica pasamos a analizar la sociedad como una situación experimental. Para ello debemos describir previamente las “condiciones de ocurrencia” en que tiene lugar un experimento como el de Asch y sobre el cual trabajan Moscovici y Ricateau.

  • 1.

    La autoridad.

    El primer elemento a considerar en el experimento de laboratorio es el investigador. Es la autoridad que define el paradigma, crea las condiciones experimentales y manipula los diversos recursos. Suponemos que en el Estado autoritario latinoamericano, la función del investigador es cumplida en cierta manera por las Fuerzas Armadas.

  • 2.

    La definición de la situación.

    La situación experimental es definida por la “historia” propuesta por la autoridad como interpretación de “lo que pasa”, por la colusión entre la autoridad y el “grupo cómplice” acerca de aquel corte de la realidad, por el aislamiento del “grupo ingenuo” para abrirlo al proceso de influencia y, a la vez, evitar que elabore una interpretación diferente a la “historia oficial”.

  • 3.

    La relación entre autoridad y los individuos.

    Consideramos aparte algunos elementos constitutivos de la definición de la situación, así la plausibilidad de la “historia”, la confiabilidad de la autoridad, labona fide por parte de los “ingenuos” y el control de toda interferencia.

Para evitar malentendidos, cabe precisar que no se trata de “operacionalizar” estas condiciones generales de la situación experimental. Nuestro propósito es solamente explorar cierta similitud entre la situación experimental en el laboratorio y el proceso macrosocial en miras de una mejor comprensión del “nuevo autoritarismo” en algunas sociedades latinoamericanas.

VIIEl proceso social visto como una situación experimental

En este capítulo intentaremos encontrar en el proceso social las condiciones arriba descritas de la situación experimental. Extremando la terminología, podría preguntarse por la analogía entre la situación experimental de laboratorio y la realidad social. Pero es más correcto definir nuestro propósito, sobre todo considerando la naturaleza prospectiva del trabajo, como una búsqueda de cierta similitud.

La autoridad

Una condición central para realizar la situación experimental de laboratorio es la presencia de una autoridad, que define los objetivos, dispone de los recursos necesarios y logra manipular unos y otros en una relación de causalidad. Estos son, en términos muy superficiales, los recursos de poder. Para ejercer el poder, o sea para referir estos recursos a determinados destinatarios, la autoridad debe legitimar esta relación.

La primera cuestión en la “comparación” propuesta es por el análogo de la autoridad en la situación experimental, es decir, ¿cuál sería la autoridad política correspondiente al investigador? La pregunta plantea una dificultad, pues es evidente que el investigador tiene mucho mayor poder de disposición sobre la situación experimental que cualquier autoridad política sobre la situación social. Sin querer ignorar la dificultad, pensamos, sin embargo, que la diferencia es cuantitativa y no cualitativa. También el investigador en el laboratorio (incluso en las ciencias naturales) es parte del experimento; no es un observador neutral “al margen”. Sujeto y objeto no están divorciados. Tanto el investigador experimental como la autoridad política determinan sus respectivas situaciones a la vez que hacen parte de ellas.

Pero aún así subsiste otra dificultad: la distinta génesis de uno y otro tipo de autoridad. Mientras que en un caso es el investigador quien crea la situación experimental, en el otro caso, la autoridad política es producto de las relaciones sociales (producción), es una objetivación “puesta” por la dominación inmanente a la estructura social. Dos observaciones al respecto. Por un lado, ya notamos que el investigador no tiene una autoridad al margen del experimento; no tiene un poder “anterior” a la situación experimental. Si el investigador “produce” la situación experimental, esta a su vez “produce” su autoridad. Autoridad y situación experimental se “ponen” recíprocamente. Por otro lado, también cabe cuestionar la autoridad política como algo “posterior” a las condiciones sociales. La autoridad política es un momento constitutivo de las relaciones sociales. El poder político no es un resultado de la estructura de clases. Se trata, al contrario, de dos aspectos analíticos de un mismo proceso: la relación de capital. Con ello no está resuelto el problema, pero al menos ya no parece excluida una posible “analogía”.

¿A qué potencial de legitimación puede recurrir la autoridad para movilizar sus recursos de poder? Hemos visto tres modalidades complementarias: la autopercepción, el apoyo de los pares y la aceptación por los sujetos experimentales. Podemos reformular los tres momentos para la situación política:

  • a.

    Autolegitimación: la autoridad está convencida que obra por causa justa y verdadera. Aunque puede dudar que una u otra medida sea (moralmente) buena, está segura de que es correcta, o sea eficaz respecto a los fines postulados. En cuanto a los fines, estos están sustraídos a la discusión. Se trata de un sistema de intereses (normas, valores y símbolos) relativamente dogmatizados como “principios fundamentales” de validez universal;

  • b.

    legitimación horizontal: toda estructura de dominación requiere un acuerdo de los dominantes entre sí, mediante el cual se reconocen y garantizan mutuamente los derechos que ejercen. Debe existir una identidad de intereses en el grupo dominante y una garantía recíproca de pertenecer a él con el fin de lograr una cohesión interna que proteja contra los “out-siders”;

  • c.

    legitimación vertical: en la formulación clásica se trata del reconocimiento de la autoridad por parte de los subordinados. Se trata primordialmente de un cálculo de poder acerca del probable éxito de la amenaza adversaria y de la resistencia propia. Este cálculo de la “correlación de fuerzas” es socializado e internalizado, transformándose la relación defacto en un orden dejure.

Falta precisar el principio de legitimidad a que recurre la autoridad política. Este principio sirve de punto de referencia para compatibilizar la particularidad de la autoridad con la gene-ralidad de la sociedad, la coerción con la libertad. Pueden distinguirse dos niveles de referencia. El primero es la invocación de la nación como la comunidad del “nosotros”. Se trata de un mecanismo de identidad colectiva, cuya función es delimitar la interacción social “hacia fuera” y a la vez cohesionarla “hacia dentro”. Pero la nación no contiene criterios de cómo organizar la sociedad. No puede legitimar determinada estructura social. Por lo demás, la invocación de la nación es precaria cuando la lucha de clases ha puesto ya de manifiesto una desigualdad social, que no es posible “neutralizar”. Entonces se hace necesario recurrir a un marco más amplio que ofrezca algún ámbito de igualdad. Es a este segundo nivel, la referencia a una lógica cultural trasnacional. A ella apunta por ejemplo, la invocación del humanismo cristiano-occidental. Pero ella también fracasa, pues el llamado “humanismo cristiano occidental” está permeado por el conflicto social, es vivido e interpretado según las diferentes prácticas de cada grupo. Al igual que la nación, no ofrece una identidad de intereses respecto a la organización de la sociedad.

Existe, sin embargo, otra invocación, que sin ser aún muy explícita, pareciera predominar hoy en día: la invocación del saber técnico. El saber técnico expresa la nueva lógica cultural. Establece una identidad ya no sólo al nivel nacional sino de acuerdo a la internacionalización de las relaciones capitalistas de producción. Así como en el laboratorio el investigador, invocando su saber técnico, puede imponer su autoridad aun contra las más íntimas convicciones de los participantes,27 así la autoridad política puede exigir los mayores sacrificios en nombre de una razón técnica. La técnica crea un ámbito de igualdad en cuanto todos están subordinados a las “leyes científicas” y simultáneamente crea una relación de desigualdad, confiriendo autoridad al portador del saber técnico.

La definición de la situación

Veamos ahora en qué medida encontramos, en el proceso social, similares mecanismos de determinación de la situación a aquellos empleados por el investigador en el laboratorio:

  • 1.

    Se trata, en primer lugar, de preparar una situación de contradicción que obligue al sujeto a definirse. Ello se logra, planteando un sistema de afirmaciones y bloqueando toda negociación sobre ellas. Se insiste en una concepción del mundo y se niega toda transacción. Eso es —en el proceso social— la quintaesencia del autoritarismo: imponer una realidad y mantenerla impermeable. La situación tiene que ser tal que los individuos y grupos sociales no puedan elaborar un sentido común a la praxis social y solamente puedan definirse en favor o en contra del proyecto propuesto autoritariamente. A ello sirve la proclamación del “estado de emergencia” que enfatiza la voz de la autoridad y disuade posibles disidencias.

    Dentro de este marco general se trata entonces dea) proponer la visión deseada en colusión con los sujetos no ingenuos,b) asegurar que la percepción por parte de los sujetos ingenuos corresponda a la proposición yc) poner en marcha la contradicción. Respecto al proceso social ello significa:

    • a.

      organizar la alianza entre el poder político y los grupos sociales de apoyo, determinar los mecanismos de toma y ejecución de las decisiones entre ellos y asegurar la consistencia y constancia de la alianza. Cabe enfatizar la aparente igualdad entre todos los individuos. Los “sujetos ingenuos” no deben sospechar de alguna colusión entre la autoridad política y un grupo. La situación no debe aparecer manipulada por una minoría. La situación experimental se basa en la ficción de que todos son iguales ante la ley. En otras palabras, el orden debe revestir un carácter de generalidad que no muestre privilegios estructurales.

    • b.

      Controlar estrictamente la información de manera que el proyecto propuesto tenga un perfil nítido. Permitir una franja de ambigüedades y malentendidos abre inmediatamente espacio a la negociación.

    • c.

      Traducir el proyecto en políticas públicas, calculando el oportunismo de las medidas (timing acorde a las prioridades del proyecto).

  • 2.

    En segundo lugar, se trata de aislar a los sujetos experimentales a fin de lograr su apertura al mensaje de la autoridad. Al nivel político, se logra el aislamiento mediante el control de la información de que pueden disponer los individuos. Para ello se maximiza el flujo de propaganda oficial a la vez que se busca minimizar todo contacto privado. Ello provoca la atomización y la privatización de los individuos, debilitándose los anteriores sistemas de referencias comunes y aumentando la incertidumbre acerca de lo que sería la “norma general”. A falta de otros nexos de comunicación, el individuo aislado se encuentra predispuesto a aceptar la interpretación oficial de lo que está pasando.

  • 3.

    Finalmente, se trata de hacer efectiva la situación de contradicción. De manera complementaria a la reducción de los grupos sociales a conjuntos de individuos aislados, se trata de impedir la construcción de alternativas. Para que el comportamiento consistente y persistente de la autoridad signifique un bloqueo de la negociación y obligue al individuo a definirse sobre el proyecto propuesto por la autoridad, es necesario que la influencia se dé en una situación de no competencia. La autoridad es tanto más efectiva cuanto menos competencia tenga; a falta de competidor, la autoridad es omnipresente.

Cabe matizar tal afirmación. En efecto, la vigencia del poder exige que se exponga; la superioridad del poder establecido se afirma contra un poder alternativo. No se trata pues de la ausencia total de competencia sino de la capacidad de la autoridad para seleccionar la alternativa que le convenga, por decidir al adversario que le permita demostrar su superioridad. Debe ser una competencia selectiva que no ponga en duda la definición de la situación sino, al contrario, que la subraye y fortalezca, es decir, se trata de impedir la construcción de aquella alternativa que pueda llevar a una redefinición de la situación.

La relación entre la autoridad y los individuos

Analizando las condiciones de éxito de la situación experimental habíamos nombrado en punto aparte algunos elementos respecto al desfase entre el sentido común vigente y el proyecto propuesto (entre la situación real y la historia del investigador). Veamos entonces estas condiciones específicas en la actual situación política.

  • 1.

    El proyecto propuesto por la autoridad debe ser plausible. La proposición no debe ser contradicha por la experiencia de la realidad o, al menos, debe ser suficientemente flexible para permitir mecanismos de racionalización de las contradicciones. La proposición debe ofrecer una interpretación plausible de la situación existente tanto por referencia a la situación anterior como por referencia a la situación futura. Las condiciones de la “Reconstrucción Nacional” por ejemplo, deben ser comprensibles como consecuencia necesaria del caos y del desorden del periodo anterior y como base indispensable para el futuro desarrollo económico y social. Simultáneamente, el proyecto propuesto debe dar una interpretación plausible de los objetivos; éstos deben aparecer como deseables y factibles.

    La plausibilidad, o sea la confrontación implícita entre percepción inmediata de la realidad y la interpretación general propuesta, plantea una dificultad: el manejo de diferentes niveles de interpretación de la realidad. Para que la interpretación de la realidad existente sea plausible es conveniente recurrir a proposiciones relativamente abstractas (por ejemplo: definir la situación como de orden y libertad) que no den lugar a una comprobación empírica (por ejemplo si existe o no una situación de “despegue” económico). En cambio, para que la interpretación de los objetivos futuros sea plausible es conveniente recurrir a proposiciones relativamente concretas (por ejemplo sobre el número de viviendas o lugares de trabajo que existirán en determinada fecha), que ofrezcan una motivación para soportar las restricciones vigentes. Es difícil que el discurso pueda hacer esta distinción. Por un lado, la interpretación valorativa sobre la situación actual implica un juicio sobre lo deseable de su proyección al futuro. Por otro lado, las proposiciones concretas sobre los objetivos deseados implica un juicio sobre su factibilidad a partir de las condiciones actuales.

  • 2.

    La autoridad debe ser digna de confianza. La integridad moral, la capacidad profesional, la voluntad ejecutiva de la autoridad deben ser creíbles. La credibilidad de la autoridad se deteriora o se pierde cuando se hacen evidentes contradicciones entre sus actos y su discurso (por ejemplo, grandes ganancias en un régimen que exige “sacrificios de todos” o escándalos financieros de personas que adquirieron cargos públicos por su imagen de incorruptibles). En cambio, la autoridad mejora su credibilidad cuando logra escenificar bien su actuación (por ejemplo demostrando los errores de acusaciones en su contra).

  • 3.

    Los individuos deben tener confianza en la autoridad. Deben estar inclinados a creer en las buenas intenciones y buenas acciones de la autoridad o, al menos, ser de una neutralidad benevolente. Labona fide de los individuos puede ser asegurada mediante una selección homogénea. Podría pensarse en una clasificación de la población en una gama de “amigo” a “enemigo” y reprimir a los culpables, expulsar a los irrecuperables, marginar a los sospechosos, convencer a los vacilantes y elegir a los partidarios. La homogeneidad requerida depende de la finalidad; si no se busca una movilización masiva que exija a los individuos un alto grado de motivación probablemente sea suficiente descartar a quienes abiertamente desconfían de la autoridad.

  • 4.

    Hay que evitar que las relaciones entre la autoridad y los individuos sea interferida. Anteriormente ya señalamos la necesidad del aislamiento de los individuos entre sí y del exterior así como la necesidad de impedir la elaboración de alternativas que redefinan la situación. Destacamos nuevamente la necesidad de evitar interferencias del proceso socialqua situación experimental, ahora en dos planos distintos. Por una parte, hay que evitar que el individuo inicie un proceso de aprendizaje de la realidad diferente al sistema de normas en que la autoridad lo socializa. Por otra parte, hay que evitar que el surgimiento de una interpretación subjetiva dé lugar a la formación de una conciencia de clase o de grupo y, por ende, a la organización de un grupo social, que superen la atomización individual.

Mantención de la situación

Un problema mayor —desde el punto de vista tanto de la autoridad política como del análisis psicosocial— es el tiempo: ¿qué significación tiene el tiempo en la política? No se trata solamente de medir los cambios ocurridos entre T0 y T1. Además de cambios cuantitativos y transformaciones cualitativas, hay procesos de acumulación y aceleración, de ruptura y continuidad, de maduración y obsolescencia, de contemporaneidad, etc. No sabiendo presentar una problematización de la dimensión temporal de la política, nos limitamos a indicar algunas dificultades por conservar inalterable la situación inicial. Revisamos para ello las condiciones de éxito mencionadas.

  • 1.

    El bloqueo de la negociación por parte de la autoridad: la autoridad debe ofrecer una definición total y global de la situación, que no dé lugar a ambigüedades. Siempre debe tener una respuesta. Como las preguntas van cambiando con el tiempo, la autoridad debe anticiparse permanentemente a los nuevos temas posibles. Dado que ello no parece factible, la autoridad debe limitar el planteamiento de temas, o sea reprimir el surgimiento de preguntas a las cuales no tenga ya una respuesta plausible. En resumen: debe controlar/guiar la opinión pública.

  • 2.

    La organización de la alianza entre autoridad y grupo social de apoyo: una de las principales dificultades es la mantención de esta “colusión”. Es tanto más difícil conservar la consistencia cuanto más compleja es la “historia”. Por eso la minoría tiende a dogmatizar su discurso (Acta Revolucionaria, Declaración de Principios, etc.) y ritualizar sus relaciones. Aun así, suelen distinguirse “duros” y “blandos”, provocando dudas acerca de quién es realmente la autoridad.

  • 3.

    El aislamiento interno y externo de los individuos: la autoridad debe tener un control efectivo sobre la interacción de los individuos entre si y respecto al exterior (extranjero). Con el tiempo, sin embargo, pueden establecerse redes de comunicación en el interior y con el extranjero, que producen datos disonantes con la interpretación oficial. Pare-ciera que un control total de la información durante un periodo largo no es factible. Por consiguiente, la autoridad debe reinterpretar permanentemente la realidad. Lo difícil en esta reinterpretación es que debe responder (implícitamente) a las interferencias, asumir el nuevo conocimiento de los individuos y a la vez mantener consistente y constante su comportamiento.

  • 4.

    La ausencia de una competencia que pueda derivar en la definición de una situación alternativa: la autoridad tratará de controlar los diferentes factores sociales con base en un cálculo de causa-efecto. Conociendo esta relación y si desea el efecto determinado, puede estimular la causa respectiva. En caso de no desear determinado efecto, intentará reprimir el estímulo. Pueden surgir dos dificultades: una, cuando determinada causa provoca complementariamente dos efectos contrarios; por ejemplo la reducción del gasto público reduce la tasa de inflación y aumenta la cesantía. Entonces la autoridad debe ponderar el efecto negativo y el efecto positivo. Ello remite al segundo tipo de dificultades; es el caso cuando la autoridad no conoce la relación causa-efecto y no puede prever las consecuencias de determinada medida, es decir, la autoridad tiene que innovar improvisadamente, y sin que ello altere la situación experimental.

VIIILa legitimación del orden

Recapitulemos brevemente nuestra indagación acerca del poder de una minoría sobre una mayoría. El ejemplo inicial de las hamacas en el barco nos ilustró el poder normativo de lo fáctico. La fuerza no sólo genera realidad (haciendo de un número dos grupos) sino a la vez orden (la práctica secreta racionalidad). Se establece una relación de poder “ordenando la realidad”. Mediante una primera variación del ejemplo mostramos la transformación de una relación numérica en una política; los grupos aprenden sus intereses, se organizan en torno a proyectos antagónicos y buscan dirigir el conjunto social. Se impone el principio de la voluntad mayoritaria. Introducimos entonces una segunda variación en que volvemos sobre la pregunta inicial, pero ahora bajo condiciones en que ambos grupos se han constituido del principio de mayoría, reformulamos la pregunta: ¿cómo una minoría llega a ser representante de la mayoría sin responder a la voluntad mayoritaria? La respuesta argumenta con base en dos hipótesis insinuadas por la psicología social: 1) Una minoría consistente puede cambiar la norma mayoritaria y obtener conformidad para su innovación siempre que logre aparecer como mayoría formal; 2) ello supone que la minoría consistente tenga el poder de determinar el entorno social.

En el capítulo precedente vimos las posibilidades de la minoría de “ordenar” las condiciones sociales similares a una situación experimental, reproduciendo en cierta manera las condiciones del ejemplo original. Notamos la construcción de una hegemonía de facto, una representación fáctica por parte de la minoría. Se trata de un replanteo práctico del principio de mayoría con fuerza normativa. Pero además de la “influencia” implícita al ordenamiento social, que enfatizamos arriba, hay una “influencia” explícita, que la refuerza.

En la manipulación explícita de la minoría de transformar su voluntad en voluntad mayoritaria, queremos destacar dos momentos. En primer lugar, la invocación del saber tecnocrático. Aun actuando como mayoría formal, la minoría consistente sigue siendo minoría. Existe la amenaza permanente de una reorganización de la mayoría real en fuerza política. A ello responde la minoría ejerciendo su influencia de mayoría formal para legitimar su poder como minoría, es decir, recurre al principio de mayoría para exigir conformidad para una limitación de la voluntad mayoritaria (esta paradoja no permite afirmar que la minoría sea representante de la mayoría ni que no lo sea. De hecho, la minoría no realiza los intereses implícitos a la praxis de la mayoría, pero a su vez la mayoría no tiene una voluntad propia, independiente del grupo dominante). La invocación del saber tecnocrático a través del cual la minoría se postula como representante de la mayoría es consecuencia y a la vez justificación de determinada forma de organización social. La minoría puede invocar el saber tecnocrático porque ha atomizado (despolitizado) a la mayoría y, a su vez, esta invocación justifica el poder en manos de una minoría.

En segundo lugar, la división de la mayoría real. La minoría trata, por un lado, de valorar los intereses de la mayoría, reinterpretándolos en el marco del orden establecido. Se trata de un “asistencialismo” que busca asumir los intereses de los desposeídos en miras de estabilizar la relación de poder. En este sentido puede haber un proyecto de elaboración de hegemonía. Por el otro lado, la minoría reprime y excluye a aquellos sectores de la mayoría que rechazan el “valor de orden” y pretenden construir una hegemonía alternativa. Ellos, los supuestos “extremistas”, enemigos del orden, son estigmatizados como la nueva minoría. Ambas políticas confluyen en la redefinición de mayoría y minoría por referencia al orden establecido.

La invocación del saber tecnocrático

Veamos la invocación por la cual la minoría se postula representante de la mayoría. ¿Qué significación social puede invocar la minoría en la cual se reconozca la mayoría? La minoría no puede imponer sus reivindicaciones corporativas ni realizar una mera agregación de reivindicaciones sectoriales. Tiene que proponer una idea general del proceso social, un tipo de concepción del mundo que integre los diferentes intereses particulares. De hecho, la minoría gobernante en el Estado autoritario identifica sus objetivos con el interés general. Así definen las Fuerzas Armadas al objetivo nacional como su tarea profesional: la unidad territorial, la seguridad nacional, la autoridad. También la burguesía considera sus intereses idénticos a la voluntad general; la garantía de la propiedad privada y de la moneda, la libertad contractual y de mercado le parecen ser el interés “natural” de la sociedad “sana”. Ahora bien, cada uno de esos intereses no vale por sí solo sino en conjunto con los demás; la defensa de la propiedad privada se vincula a la defensa contra el extremismo, la libertad del capital está ligada al principio de autoridad, etc. Así los diversos intereses confluyen en un solo objetivo: la mantención del orden. Lo que es un determinado orden social, el orden capitalista, es sacralizado como el orden. Su carácter de producto social e histórico es escamoteado. En definitiva se invoca al orden como la síntesis social de la realidad, es decir, se invoca el orden qua orden de dominación establecido.

La invocación explicita lo fáctico como norma: la fuerza se viste de razón Se interpela la conciencia y la voluntad. La invocación devela el interés implícito a la praxis; es un llamado que plantea una perspectiva y una tarea a la voluntad política. Invocando el orden existente, lo fáctico y lo posible se identifican. El sentido del ser aquí es a la vez el deber ser. El futuro no es sino la permanencia del hoy. Se evita así la prueba de factibilidad, que mencionamos arriba. La posibilidad es asegurada por la facticidad; el orden posible no es otro que el orden vigente.

Hay una tautología en decir que el sentido del orden es el orden; una tautología que refleja la dinámica aparentemente ineludible del poder: el poder es el poder... El orden es una fortaleza encerrada sobre sí misma, no hay tiempo ni espacio fuera de ella, sólo caos. Pero este poder coagulado en orden es una relación contradictoria. Invocar el orden es invocar también la resistencia. El problema de la minoría radica pues en invocar el orden existente “por encima” de los conflictos sociales. Se trata de interpretar la realidad como un progreso infinito y presentar la mantención del orden como la forma de solucionar las contradicciones sociales. La solución es conocida: la invocación del orden se realiza mediante un recurso al método invocando el saber tecnocrático.

Hay suficientes análisis penetrantes del saber tecnocrático como para poder limitarnos a unas breves indicaciones. Recordamos el concepto de “racionalización” mediante el cual Max Weber interpreta el desarrollo de la sociedad capitalista. Revisando las actuales estructuras capitalistas, críticos como Marcuse y Habermas levantan la sospecha que a través de tal “racionalización” se impone determinado orden de dominación. La razón estaría siendo reducida a una racionalidad técnica que se refiera a la elección acertada entre estrategias alternativas y a la utilización adecuada de los medios —bajo metas fijadas en una situación determinada.

Poniendo entre paréntesis las metas y las condiciones sociales, se sustrae a la reflexión la totalidad social en que las estrategias son seleccionadas y son empleadas las técnicas.

La proposición de medir las relaciones de producción respecto al desarrollo de las fuerzas productivas es negada en la invocación que presenta las relaciones de producción existentes como la forma organizativa técnicamente necesaria de una sociedad racionalizada. Así, “racionalidad” ya no sería sólo un criterio crítico para analizar el estado de las fuerzas de producción sino, a la vez, un criterio apologético para legitimar las relaciones capitalistas de producción.

Cuando el sistema valórico inmanente a las relaciones capitalistas de producción se derrumba o, en el caso latinoamericano, no se ha impuesto como el sentido común de toda la sociedad, se requiere un sustituto, una ideología compensatoria ya no orientada en el mercado (en la sociedad civil) sino en la actividad estatal. La política adquiere un carácter negativo; ya no se guía por la realización de objetivos prácticos sino por la solución de problemas técnicos —resolver las disfuncionalidades y evitar las tensiones que cuestionan el orden—. Esta orientación preventiva limita la actividad estatal a las tareas de un “crisis-management”. El horizonte político está acotado por la administración del statu quo. Se descartan cuestiones político-prácticas y, por ende, el debate sobre los intereses y objetivos sociales; o sea, se suprime justamente lo que era susceptible de un procedimiento democrático. La solución de problemas técnicos no exige una discusión pública. Al contrario. La opinión pública pudiera cuestionar el marco en el cual los temas son planteados como de índole exclusivamente técnica. Sin embargo, subsiste una difusa “opinión pública” y sigue vigente el principio democrático, al menos como estándar de moral política. No basta pues con una despolitización fáctica de la sociedad —hay que legitimar ese proceso de involución—. A ello apunta la ideología tecnocrática: mostrar que el desarrollo del orden social estaría determinado por la lógica del progreso técnico-científico. El avance técnicocientífico marcaría los imperativos objetivos a los cuales estaría sometida la política. En la medida en que la apariencia del carácter coactivo-ineludible de las leyes del desarrollo económicotecnológico es internalizada socialmente, el recurso al saber tecnocrático puede legitimar la supresión del procedimiento democrático. La determinación de las tareas de la sociedad ya no estaría a la disposición de los hombres; la praxis estaría reemplazada por la técnica. La destreza y el buen oficio sustituyen la conciencia y la voluntad colectiva.

Podemos analizar el saber tecnocrático como una causa y un efecto de tal reduccionismo. La tecnocracia parte de un enfoque positivista que pretende llegar a juicios de la realidad no contaminados por juicios valorativos, o sea postula un conocimiento liberado de intereses. En esa perspectiva, las afirmaciones quieren ser representaciones de una realidad “en sí”, sin interferencia subjetiva, en tanto que su “prueba” suele realizarse mediante operaciones experimentales de comprobación controlada. De hecho, las afirmaciones no representan los “hechos en sí”; representan el éxito o fracaso de las operaciones experimentales. La cuantificación no mide la cosa misma sino que remite a estándares de conveniencia social (por ejemplo: medir la temperatura no representa el calor sino que lo describe por referencia a una escala social-mente reconocida). El conocimiento no está pues exento de un interés-guía. El conocimiento puede estar orientado por diversos intereses. En este caso en que mediante la medición de la correlación de determinadas variables se busca formular causalidades hipotéticas, hablamos de un interés técnico. El enfoque apunta a la formulación de pronósticos cuyo sentido es la utilización técnica. Se trata de un conocimiento interesado en asegurar y ampliar el campo de acción del control social. Este interés-guía —puede objetarse— no reflexiona el “éxito” mediante el cual controla la operación. Construyendo un saber nomológico no analiza cuando una afirmación teórica expresa una regularidad invariable de la evolución social y cuando ella se refiere a una relación ideológicamente cosificada, pero de hecho cambiable. Todo lo existente le aparece como necesario; dicho de manera caricaturesca: lo real es lo racional. Escamoteando su interés por el control técnico sobre la sociedad, el conocimiento dogmatiza el orden vigente. Incapaz de preguntar por lo que podrá ser o por lo que debiera ser confirma lo que es.

El saber tecnocrático da lugar a una política concebida fundamentalmente como control social. El método positivista informa sobre los efectos de determinadas causas y sobre los medios para alcanzar determinados fines, pero en ningún caso problematiza la determinación de causa o fin. No hay una reflexión sobre la praxis y su finalidad implícita. Ponderar las condiciones sociales en que los fines y/o los medios son determinados significaría explicitar un interés, un punto de vista, lo que contraría la “neutralidad valorativa” del enfoque positivista. Las decisiones políticas y, por ende, los intereses que las orientan quedan así al margen del análisis científico y pueden ser sustraídos al debate público. Ello permite ocultar su carácter arbitrario. Sin embargo, al seguir vigente el principio de la soberanía popular exigiendo la responsabilidad de la dirección política, falta legitimar la restricción de la discusión política. Ello se intenta cambiando la noción de política. Se busca desplazar la política como organización de la voluntad colectiva, como lucha entre “sentidos de orden” alternativos y sustituirla por la aplicación de reglas técnicas en un orden dado. La política dejaría de ser una confrontación entre posibilidades alternativas para transformarse en la determinación de la solución óptima. La optimalización ya no es tarea del pueblo sino que requiere la calificación técnica.

Volvemos aquí a nuestra relación de mayoría/minoría. El saber tecnocrático es un atributo de minoría. Por encima del sentido común del homo sapiens se ha instalado el saber iniciado de una nueva nobleza: la “élite” científico-tecnológica. Se trata de una élite que pretende representar el nuevo “espíritu del capitalismo”; sus pautas valóricas corresponden en cierta manera al paradigma que dio Talcott Parsons de la sociedad moderna (capitalista): affective neutrality,universalism, achievement, specifity. La modernización es encarnada por una élite; la separación entre cultura superior y cultura popular aparece como la realización del valor universalizado de la igualdad. El nuevo elitismo se legitima apelando a la “desigualdad natural” entre los individuos bajo igualdad de condiciones. La ideología de la igualdad de las oportunidades sociales permite hacer del “saber superior” un bien escaso y, por ende, un recurso de poder. El lema “querer es poder” que interpelaba la voluntad colectiva es reemplazado por otro: el saber genera poder.

Justificado el saber tecnocrático como tarea de una élite, puede legitimarse la minoría como representante de la mayoría. Habiendo reducido la política a problemas técnicos, o sea la realización óptima de un interés determinado, las decisiones políticas incumben a la élite tecnocrática. Es un asunto de “expertos”. El representante ya no invoca la voluntad general sino su conocimiento mejor. Apelando a una verdad objetiva se sustrae al principio de mayoría. Una proposición sacralizada como verdad de la ciencia no se somete a votación. A lo más, se solicita plebiscitar el orden establecido; la población es invitada a consentir en lo que se le presenta como una realidad incontrovertible.28

La redefinición de mayoría y minoría

Para explicitar su influencia de mayoría formal, la minoría consistente redefinirá lo que es mayo-ría y minoría. Se trata de sobreponer a la relación inicial de mayoría y minoría (basada en intereses antagónicos, por ejemplo, respecto al uso de las hamacas) una nueva relación basada en intereses antagónicos respecto al orden establecido, es decir, se trata de manipular el principio de mayoría de manera tal que pueda servir de refuerzo a una división social realizada de facto.

La invocación tecnocrática es un llamado al consenso. Pero el llamado tiene un sesgo conformista. No se apela a la construcción de un consenso a partir de los diferentes intereses en pugna. Se llama a un consenso sobre el statu quo. Una vez ordenada la realidad, se invita a todos estar conforme con ella. El poder determinar la realidad implica la iniciativa en definir el consenso. Quienes están disconformes con la realidad así impuesta, se encuentran de antemano en una desventaja —son los que se niegan al consenso—. Los “opositores” devienen “enemigos del orden” en la medida en que su disenso es tanto más amenazante cuanto menos afianzada sea la hegemonía del grupo dominante. De ahí la doble cara del orden autoritario: por un lado, el llamado al consenso, por el otro, la guerra a los disidentes.

Abordemos primero la redefinición de la mayoría. Se trata de que sean mayoría quienes consientan en el orden establecido; más exacto: el orden instaurado por la minoría consistente busca ser respaldado por la voluntad mayoritaria. No requiere un consentimiento activo; es suficiente una lealtad pasiva. Ello supone que el orden instalado por la fuerza pueda ser “racionalizado” con algún signo positivo incluso por los grupos económicamente desposeídos y políticamente excluidos. Ya lo indicamos arriba: el Ilamado al consenso supone la existencia de cierto “valor de orden”. La minoría consistente tiene que fomentar, asegurar y valorar las pequeñas inversiones cotidianas de la mayoría. Se trata de vincular la mayoría al orden de manera que, dispuesta a defender sus inversiones, defienda el poder de la minoría.

Retomemos pues las observaciones a propósito del ejemplo inicial de nuestra reflexión, enfatizando ahora la perspectiva. Cuando la minoría considera a los intereses de los grupos subprivilegiados en su proyecto de desarrollo, lo hace en miras de su desarrollo particular. La finalidad es mantener el orden; la preocupación por “los pobres” responde a un interés conservador. Tal preocupación está presente en toda estrategia de poder; encontramos tales medidas tanto en la sociedad medieval como en la sociedad capitalista. Una buena síntesis de la perspectiva ha sido dada por Georg Simmel hace 70 años cuando la “cuestión social” comenzó a ser un issue político: 29

Si se tiene en cuenta lo que significa la asistencia que se presta a los pobres, queda de manifiesto que el hecho de quitarle a los ricos para darles a los pobres no tiene por objeto nivelar sus situaciones individuales, ni siquiera por su finalidad está destinada a suprimir la diferencia social entre ricos y pobres. Por el contrario, la asistencia se basa en la estructura de la sociedad, cualquiera que ella sea; se contrapone abiertamente a todas las aspiraciones socialistas y comunistas que querrían suprimir esta estructura social. La meta de la asistencia consiste precisamente en mitigar algunas manifestaciones extremas de las diferencias sociales, a fin de que la estructura social pueda seguir basándose en estas diferencias. Si la asistencia se basara en los intereses del pobre, en principio, no habría limitación alguna para traspasar bienes a los pobres, traspaso que conducirla a la igualdad de todos. Pero como el centro de atención es el todo social —los círculos políticos, familiares u otros determinados sociológicamente— no hay razón para ayudar a la persona más de lo que exige el mantenimiento del statu quo social.

El punto de vista son los requisitos del orden existente, no las necesidades de la mayoría. Hablar de los “pobres” es apelar al interés de los no pobres por estabilizar las relaciones sociales en que se basa su bienestar. Bien diferente sería hablar del “pueblo” o del “proletariado”, apelando al interés de quienes sufren la miseria por derrocar las relaciones de explotación y humillación. En ambos casos se convoca a la mayoría, pero en una perspectiva diferente: una vez para prevenir una alteración del orden, la otra para transformarlo.

El “asistencialismo” es una medida profiláctica contra la revolución social. No es que la minoría esté amenazada directamente por una insurrección de los desposeídos. Insistimos ya sobre la fragmentación de la mayoría real y sobre sus dificultades por constituirse en sujeto social y político. Por lo demás, contra sus rebeliones esporádicas y convulsivas siempre queda el recurso a la represión violenta. Tampoco hay una necesidad económica por eliminar la miseria. Al contrario, el desarrollo capitalista puede prescindir de un consumo de masas y, en cambio, exige una fuerte estratificación de los ingresos. Se trata de un “populismo” que instrumentaliza la miseria en función de la estabilidad del orden. El asistencialismo sirve así para ampliar y profundizar la relación de explotación, aprovechándose de las expectativas de ascenso individual. La heterogeneidad de los “sectores subprivilegiados” (la miseria no socializa) sirve de esta manera a una mayor estratificación y, por ende, a una organización interclasista de la población. Por lo demás, una política asistencialista tiene la ventaja adicional de permitir la cooptación de grupos críticos mediante la expansión de una nueva burocracia. En resumen, las experiencias históricas hacen pensar que la preocupación por “los pobres” responde a un objetivo político: legitimar el orden. Se trata de evitar un cuestionamiento de las relaciones capitalistas de producción, o sea, impedir un debate público sobre el sentido del desarrollo capitalista.

El asistencialismo, semantizado como “integración social” (versus marginalidad), “erradicación de la extrema pobreza” o “ayuda al desarrollo”, es ante todo control social. Por un lado, control fáctico por medio de la mencionada disgregación y estratificación de la mayoría. Un mecanismo preferido en la disciplinación de la mano de obra es la manipulación del consumo. Se realiza cierta redistribución del ingreso al nivel medio y bajo, que permita al trabajador un consumo sea para someterse al capital, sea para compensar su “inutilidad” como cesante, y que, en todo caso, le haga tolerable o incluso atractivo el despilfarro de la minoría. Por el otro lado, un control ideológico mediante un discurso escenificado en que cada grupo social tiene un rol a jugar. El saber tecnocrático, invocado por la mayoría formal, elabora y respalda un proyecto de desarrollo de la sociedad en que ricos y pobres, capitalistas y obreros asalariados, “todos están en el mismo barco”. Si todos están “embarcados” en un mismo negocio, cualquier discrepancia perjudica a todos. El antagonismo de intereses es camuflado por la “solidaridad social”. Mantener la paz social deviene tarea de todos y de cada uno: la voluntad colectiva no tiene otro horizonte que la consolidación del conjunto. En resumen, el consenso con el orden establecido es experimentado por la mayoría como la afirmación de su sobrevivencia física.

Abordemos a continuación la redefinición de la minoría (formal). El proceso de pacificación social es afianzado por referencia a una imagen de enemigo. Se elabora la cohesión del “in-group” marcando la distancia con un “out-group”, es decir, para constituir una mayoría en torno al orden existente se requiere no solamente cierta base material (el “valor de orden”) sino también un “alter” frente al cual distanciarse. El “alter” será un grupo claramente minoritario y con rasgos negativos; se definirá como “enemigos” a un grupo de identificación relativamente fácil, aparentemente peligroso, pero que puede ser derrotado; inteligente, pero perverso; permanentemente conspirando e infiltrado en todas las partes, pero impotente frente a la unidad y lealtad de la mayoría.

Suponemos que toda sociedad desarrolla mecanismos de discriminación, expulsando a determinados miembros “fuera de la ley”. La función de tal discriminación es reforzar la identidad colectiva. Un mecanismo privilegiado es la indignación moral: denunciar públicamente a uno(s) como intrínsecamente malo(s). O sea, interpelar a la mayoría como testigo de que los valores e intereses de la colectividad son violados por tal persona o grupo. En concreto: la minoría consistente acusa ante la mayoría real a determinado grupo que pasa a ser la nueva minoría (minoría formal). La definición del “enemigo” intentará circunscribir a todos quienes buscan o desean un orden diferente; una definición suficientemente amplia para permitir la depuración necesaria, pero a la vez delimitada para enfatizar su carácter minoritario.

La denuncia exitosa de los “enemigos del orden” debe cumplir ciertos requisitos.30 En primer lugar, la acusación debe ensalzar el carácter extraordinario e insólito del “extremismo” que no debe confundirse con las infracciones cotidianas del orden (por ejemplo, la evasión de impuestos). En segundo lugar, la denuncia debe ser tal que no permita a la mayoría escoger entre el denunciante (minoría real) y el acusado (minoría formal). Su preferencia debe ser un imperativo moral, es decir, la alternativa debe ser presentada de modo tal, que la preferencia de la mayoría y su justificación ya esté predispuesta por el hecho de haber sido llamada a decidir. En tercer lugar, la minoría consistente debe hacer su denuncia a nombre de la colectividad, enfatizar los valores universales y aparecer encarnando los intereses generales de la nación. No debe sospecharse de motivos particulares o rencores personales. Finalmente, la acusación debe establecer una identidad entre la minoría consistente y la mayoría numérica. La mayoría interpelada como testigo debe sentirse interpretada por las normas invocadas en la denuncia y tomar a la minoría denunciante como el mejor defensor de sus intereses. Logrado eso, el procedimiento culminará en algún ritual solemne (sentencia judicial, norma constitucional, declaración presidencial) que proclame la distancia entre los buenos y los malos, entre amigos y enemigos.

Abandonaremos nuestra descripción en este punto, cuando el orden aparece definitivamente consolidado. El problema del poder se ha transformado en un problema de equilibrio social, de la persistencia autosostenida del sistema. Ha concluido (siempre provisoriamente) el ascenso de la minoría. Se trata, recordémoslo una última vez, de un ascenso resistible. La apariencia de irresistibilidad es un producto del orden mismo como lo es la apatía de las masas.

La pasividad de la mayoría es un producto político, es la consecuencia del “Estado Burocrático-Autoritario” (O’Donnell). Los regímenes militares latinoamericanos no son sino una forma más descarnada de todo Estado burgués. Podemos resumir el proceso arriba descrito en términos más generales,31 afirmando que la creciente cuantificación y burocratización de la sociedad conduce a la incompetencia de la mayoría y a la autoridad de la minoría, y que esta diferenciación entre “consagrados” y “descalificados” lleva a la despolitización de la conciencia. Esta despolitización no sólo no permite establecer nuevas relaciones sociales, consolidando las relaciones de dominación existentes. Además “racionaliza” estas relaciones de dominación al provocar una adaptación de las antiguas relaciones sociales a las exigencias de la utilidad tecnológica.

Bajo el impacto de la autoridad científica de la minoría, la mayoría es mutilada en su capacidad reflexiva. La tecnificación del mundo social le muestra su impotencia por determinar sus formas de vida. El sentimiento de impotencia y frustración se traduce en miedo: miedo del aislamiento social, miedo de perder el reconocimiento social, miedo de perder la identidad o de ser identificado como enemigo. Todos estos miedos conducen al individuo atomizado a identificarse con las pautas propuestas por la minoría. La minoría consistente no tiene dificultades de manipular esa mayoría atemorizada. La agresividad inducida contra los “enemigos del orden”, la permanente caza al “chivo expiatorio” son una reacción instrumentalizada de aquel temor difuso y global.

La pasividad política termina por ser una apatía moral. El orden burgués interpela la responsabilidad del individuo, pero a la vez reduce aquella responsabilidad a la adaptación del individuo al orden establecido. En la medida en que el orden establecido es experimentado como un proceso casi natural, sustraído a la actividad humana, la adaptación del individuo será irresponsable. El juicio moral surge solamente en aquellos casos en que la propia actividad es percibida (de manera directa o indirecta) como un factor determinante. En un capitalismo más y más burocratizado, la moral se restringe a actividades rudimentarias. La disgregación de la praxis social conlleva la apatía moral y, por consiguiente, política. En esta perspectiva, la actual campaña por los derechos humanos no hace sino constatar la despolitización de la mayoría. Más allá de la denuncia de las violaciones efectivas de los derechos políticos y socioeconómicos, el debate plantea la crisis de todo orden de minoría. La conclusión en que desemboca la reflexión de estas notas es que una renovación moral de la política supone una socialización del poder (para la cual la socialización de los medios de producción no es más que uno de los elementos). Terminamos así planteando el gran tema del socialismo: un orden de la libertad.

Texto tomado de la Revista Mexicana de Sociología, vol. 40, núm. 4, octubre-diciembre, 1978, pp. 1201-1258. Agradecemos al iis-unam y a la rms por permitir la publicación de este artículo. La selección estuvo a cargo de Pablo Armando González Ulloa y la transcripción, a cargo de Mariana Auguevin Velázquez Palacios.

Remito al estudio de Guillermo O’Donnell, Apuntes para una teoría del Estado, cedes, Buenos Aires, 1977, así como a mis apuntes en La crisis del Estado en América Latina, El Cid Editor, Caracas, 1977.

En la literatura actual, la legitimidad es un tema central en la obra de Jürgen Habermas, Cfr. Zur Rekonstruktion des Historischen Materialismus, Frankfurt, 1976 y Legitimations-probleme im Spatkapitalismus, Frankfurt, 1973.

El enfoque no distingue entre “lo legítimo” y “lo que se toma por legítimo”. El énfasis en el credo legitimador tiene un sesgo empirista. Que “lo legitimo” pueda ser reemplazado por “lo que se cree legítimo” es un hecho sociológicamente relevante. Pero hacer los equivalentes tiene un precio: el análisis renuncia de antemano a confrontar la legitimidad (formal) de un orden con los intereses objetivos de los individuos. No se explica, que un orden (por ejemplo, el régimen nazi) puede encontrar consentimiento sin ser legítimo. Por otra parte, el enfoque normalista no logra fundar la validez de una legitimidad en alguna “causa última” sobre la cual exista consenso. Queda abierta la pregunta de si es posible encontrar en el procedimiento una estructura objetiva de consenso.

Serge Moscovici y Philippe Ricateau, “Conformidad, minoría e influencia social”, en Moscovici (ed), Introducción a la psicología social, Planeta, Barcelona, 1975.

Descubrimos esta estrategia de la minoría consistente en diversas organizaciones sociales —incluso en centros académicos—. Preferimos estudiarla en la sociedad política.

Para evitar malentendidos: no empleo la noción de Estado autoritario como un concepto determinado. Esta reflexión es un intento más de aproximarse a la comprensión teórica de las formas de Estado en América Latina.

Heinrich Popitz, Prozesse der Machbildung, Coleccion Recht und Staat, núm. 362/363, Tubingen, 1968.

Popitz construye un ejemplo de “institución total”. Los participantes no pueden retirarse ni evitar el conflicto. A la vez, se excluye una formación de poder con base en un consenso general, a la autoridad de una persona o por la ejecución de una superioridad existente previamente.

El ejemplo se refiere a bienes de consumo (hamacas) y a la esfera de distribución. Por ende, no puede hablarse de clases sociales en términos estrictos. La situación de los grupos subprivilegiados es más dramática, pues el sistema no vive de su trabajo. Sus reivindicaciones tienen un carácter solamente moral. Cabe imaginar, sin embargo, un ejemplo similar con base en determinado medio de producción. En este caso, la discriminación coincidiría con la explotación y los dominados podrán defender sus reivindicaciones negando al sistema su fuerza de trabajo.

No hay que dejarse confundir por el contenido positivo de la utopía que frecuentemente se presenta como una idealidad. Por su forma, la utopía es una des-estructuración de la realidad que permite vislumbrar la totalidad del proceso histórico. Volveré más adelante sobre la utopía como provocación de “superar” lo fáctico en lo posible.

Es difícil establecer lo que sería un cambio. Puede haber reformas (posesión como partida/por acciones de una hamaca, etc.) que modifican la posesión y distribución. Sin romper con su “lógica”.

Hay sugerentes aportes sobre este tema en la sociología francesa, por ejemplo Michel Foucault, Vigilar y castigar, Siglo XXI, México, 1976 y J. Duvigneaud (ed), Nomades et vagabonds, Coll, París, 1975.

Los dominados tratarán de superar ese déficit normativo mediante una línea política del tipo “libertad o muerte”. La consigna vincula la sobrevivencia a determinado orden alternativo; la vida “vale” acorde a su definición normativa. Asumiendo la muerte, la resistencia adquiere una fuerza que el orden no puede tener. La dificultad radica en elaborar a partir de la muerte una forma de vida. Volveremos más adelante sobre esta desventaja de los dominados.

La revancha sobre el elitismo por parte de la superioridad numérica (aprovechando la astucia) es relatada por la siguiente fábula democrática. Érase una vez una liebre discutiendo con un puerco espín, quién de ellos sería el más rápido. La liebre propuso una carrera hasta aquel árbol lejano. Uno, dos, tres —y partió la liebre veloz—. ¿”Qué tal”? Cuál sería la sorpresa de la liebre al encontrar al puerco espín saludándola en Ia meta. Repitieron la carrera de vuelta una y otra vez hasta que la liebre se derrumbó agotada. Lentamente salió entonces un puerco espín de cada meta y se fueron a bailar en torno de la liebre derrotada.

Antonio Gramsci, “El número y la cualidad en los regímenes representativos”, en Antología, M. Sacristan (ed.), México, Siglo XXI, 1970, p. 398.

Lo que cabría cuestionar es la confiabilidad y la validez de la medición. En realidad, el consentimiento numérico es sistemáticamente distorsionado por la influencia de la riqueza.

Fuerza y astucia son atributos individuales de distribución desigual. Se pueden jerarquizar los individuos según estos atributos. Los mejores son los líderes. Cada líder tiene su séquito. Pero importa menos el número del séquito que la capacidad del caudillo. La lucha es entre los héroes. El número no significa más que decoro y botín. La mitología griega es la epopeya del individuo: incluso el adversario es un héroe. La fascinación de la mitología moderna proviene de la confrontación del héroe con la masa. La historia se basa en las antinomias minoría/mayoría y bueno/malo. Robin Hood, Los 3 mosqueteros, Gary Cooper (“High Noon”) o Ásterix son simpáticos por la lucha de una minoría buena contra una mayoría mala. El principio político de la voluntad mayoritaria es suspendido en favor de la individualidad. La fuerza, la astucia y la justicia están de parte de los pocos (ver en cambio el cuento de la liebre y el puerco espín).

Para ilustrar el dilema recordemos el lema anarquista “guerra a los palacios, paz a las chozas”. Supone que una casa no es choza sino al lado de un palacio. Si no todos pueden ser dueños de palacios ni es posible una distribución igualitaria de palacios y chozas lo único factible es “chozas para todos”, que se transforma en “casa para todos” quemando los palacios.

El partido del orden (los propietarios) se basa en la fuerza normativa de lo fáctico. Es a lo dado a que debe referirse el razonamiento; incluso una razón crítica trabaja sobre lo fáctico para descubrir las alternativas a partir de la “mala realidad”. La ventaja de un discurso afirmativo de lo fáctico es que no tiene que demostrar la factibilidad. El hecho por ser hecho es un éxito. El poder es exitoso porque existe. La eficiencia de los propietarios no remite a la realización de los objetivos y las promesas implícitas a la praxis social; se mide respecto a la satisfacción de las necesidades determinadas (manipuladas) por el mismo poder. La ventaja de los propietarios radica pues en la falsa medición de lo que plantea como eficiencia: la concordancia del éxito con lo fáctico.

De ahí que —tomando un ejemplo lejano— fracasó en la Alemania de posguerra el intento de condenar a los industriales nazis en tanto que pudo prohibirse al Partido Comunista. Por otra parte, el sufragio general e igual, de paso sea dicho, no reemplaza la voluntad política del proletariado, lo presupone, si algún sentido tiene para los trabajadores.

Escribiendo estas líneas aparece una nota editorial en El Mercurio acerca del anuncio del general Pinochet sobre la nueva institucionalidad chilena. Aprovecho citarla para mostrar el condicionamiento del principio de mayoría a partir de un régimen autoritario.

“En primer término, no habrá cambios institucionales hasta 1980. El país vive una etapa de recuperación en que el poder corresponde íntegramente a las Fuerzas Armadas y que debiera ser aprovechado para gestar la nueva institucionalidad, a la vez que para situar a la sociedad chilena en el camino del desarrollo acelerado. (…) Las expresiones del Presidente de la República hacen presumir que calcula en unos tres años más el tiempo necesario para el logro de la plena pacificación del país y para la construcción de las bases económicas y sociales de Chile futuro. En efecto, es prudente pensar que el programa económico proporcione frutos cada vez más abundantes en los próximos años. (…) También puede suponerse que el nivel de empleo y eI término medio de los ingresos de la población hayan experimentado aumentos notorios. Finalmente, es dable confiar en que la amenaza extremista externa e interna haya aflojado lo suficiente como para que la paz social y la seguridad nacional se consoliden” (El Mercurio, domingo 17 de julio de 1977).

Nos situamos a un nivel teórico. Genéticamente, es probable que la propiedad de una relación política pase a ser una relación de producción, que se legitima ya no respecto a una dominación legítima sino a través de una ideología del intercambio.

Esta minoría no es el partido leninista, que “importa desde afuera” la teoría revolucionaria. Lenin trata de “aplicar” la ciencia, concebida como la verdad objetiva, o sea un producto al margen de las clases. Nuestra proposición, en cambio, es inspirada de la perspectiva gramsciana de los intelectuales. Estos “racionalizan” y organizan la práctica social de determinado grupo social; su dirección se funda en una racionalidad histórica.

Serge Moscovici y Philippe Ricateau, “Conformidad, minoría e influencia social”, en Moscovici (ed.), Introducción a la psicología social, Planeta, Barcelona, 1975.

Ver S. Asch, Social Psychology, Prentice Hall, New York, 1955, y “Effects of Group Pressure upon the Modification and Distortion of Judgements”, en Proshansky y Seidemberg (eds.), Basic Studies in Social Psychology, Rinehart and Winston, New York, Holt 1965.

Cfr. El experimento de Stanley Milgram, “Group pression and action against a person”, en Henry Clay Lindgren (ed.), Contemporary Research in Social Psychology, John Wiley, New York, 1969.

Así podrá ser sometido a plebiscito el proyecto de una nueva Constitución Política, siempre que el proyecto haya sido elaborado exclusivamente por “expertos”, es decir, la elección popular queda limitada a temas preseleccionados dentro de un orden prefijado. No está de más repetir que la subversión tecnocrática del sufragio universal tiene un fundamento epistemológico: suponer que se trabaja la realidad sin interferencias ideológicas. El debate sobre “lo científico” es pues eminentemente político.

Citado en el sugerente ensayo de Marshall Wolfe, La pobreza como fenómeno social y como problema central de la política de desarrollo, cepal, Santiago, Chile, mayo de 1976 (mimeo).

Cfr. Harold Garfinkel, “Conditions of Successful Degradation Ceremonies”, en Jerome Manis y B. Meltzer, Symbolic Interaction, Allyn and Bacon, Boston, 1967.

Cfr. Klaus Horn, “Uber den Zusammenhang zwischen Angst und politische Apathie”, en Marcuse, et al., Aggression und Anpassung in der Industriegesellschalts, Frankfurt, 1968.

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