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Vol. 61. Núm. 227.
Páginas 295-324 (Mayo - Agosto 2016)
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Cultura democrática y percepciones de la desigualdad: México y Chile en perspectiva comparada
Democratic Culture and Perceptions of Inequality: Mexico and Chile in a Comparative Perspective
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Carlos Díaz González Méndez
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Resumen

Este artículo analiza los contrastes entre la cultura democrática y las precepciones sobre la desigualdad en los casos de México y Chile. Desde el inicio de la transición hacia la democracia hasta el presente, ambas naciones comparten un incremento en las aspiraciones de igualdad, al tiempo que difieren en las estrategias para alcanzarla. Mientras que la cultura política en Chile se orienta hacia la intervención del Estado en materia distributiva y la participación política no convencional, México vive un momento en el que tanto la satisfacción con la democracia como su apoyo están en descenso y la participación política formal e informal se ha debilitado. En ese escenario, la búsqueda de la igualdad en México privilegia la competencia y la gran diferencia de ingresos como incentivos, aspectos que en realidad legitiman la desigualdad y evidencian una sociedad más individualizada y menos democrática que la chilena.

Palabras clave:
cultura democrática
desigualdad
justicia distributiva
participación política
Abstract

This article examines contrasts between democratic culture and perceptions of inequality in Mexico and Chile. Since the beginning of their transition to democracy and up to the present day, both nations share an increase in aspirations to equality while they differ regarding the strategies to reach it. Whereas political culture in Chile tends towards state intervention in distributive matters and non-conventional political participation, Mexico is undergoing a moment in which both satisfactions with democracy and support for it are declining, and formal and informal political participation have weakened. In this scenario, the search for equality privileges competition and large income differentials as incentives to reach it, features that ultimately legitimize inequality and evidence a much more individualized and less democratic society than the Chilean one.

Keywords:
democratic culture
inequality
distributive justice
political participation
Texto completo
Introducción

Las desigualdades son problemas fundamentalmente políticos que, si bien suelen visualizarse con mayor claridad en la dimensión económica, dependen por mucho de las representaciones sociales que individuos y actores políticos se hacen sobre lo que es justo en una determinada distribución de recursos. Dichas representaciones son ejercicios más o menos inestables de valoración de la vida material, de la dignidad e identidad de los individuos en una sociedad y de los recursos que poseen. En torno a estas representaciones se organizan sistemas de reciprocidad y de exclusión social, de solidaridad y de explotación, de reconocimiento y estigma sobre el otro. Tensiones que ponen en juego la visibilidad de los procesos que generan las distintas formas de desigualdad. Es decir, si entendemos que dichas representaciones están integradas a la cultura política, podremos distinguir cómo modulan la percepción de las personas sobre el problema y sobre las acciones con las que deciden encararlo. La primera parte de nuestro trabajo está dedicada a esa discusión. Es de ahí de donde nace nuestro interés por explorar, tanto en México como en Chile, los rasgos de la cultura democrática y su relación con las percepciones de la desigualdad. En la segunda parte del artículo analizamos los contrastes de la cultura democrática en ambos países. Destacamos, particularmente, el cómo desde los inicios de las transiciones a la democracia, las aspiraciones hacia una mayor igualdad fueron aumentando y, sin embargo, a lo largo del tiempo tanto el apoyo y la satisfacción con la democracia como la participación política muestran comportamientos muy diferentes en ambas naciones. Con sus respectivas distancias en uno y otro caso, la democracia parece ser valorada no en su aspecto típico de competencia política, sino a través de interacciones que están alejadas de las cuestiones electorales. Así por ejemplo, pese a que en México observamos un proceso de deterioro de la democracia que se expresa en la apatía política y la baja participación política formal e informal, creemos que a la par hay un desplazamiento de la acción política a niveles comunitarios, que aun no logra configurarse como un verdadero capital político para la democracia. En Chile, por el contrario, el apoyo a la democracia va en aumento y han cobrado especial relevancia las movilizaciones y protestas sociales como formas de participación política en un contexto donde acudir a las urnas ha perdido fuerza.

En la tercera parte del trabajo exponemos cómo ciertas percepciones culturales sobre la desigualdad y la pobreza quiebran la solidaridad, comprometiendo componentes esenciales para la democracia como la igualdad política y el reconocimiento a la igual dignidad de quienes se encuentran en desventaja socioeconómica. En ese sentido, presentamos las diferentes orientaciones que exhiben tanto chilenos como mexicanos en torno a la intervención del Estado en materia distributiva, así como sobre su cercanía a preceptos del individualismo tales como la competencia y las diferencias de ingresos que, desde la perspectiva neoliberal, representan incentivos necesarios para alcanzar una mayor igualdad. Finalmente, las importantes diferencias que encontramos en los rasgos de la cultura democrática y en las percepciones sobre la desigualdad en México y Chile nos hablan de la composición específica de sus estructuras sociales.

Las dimensiones culturales de la democracia y la desigualdad

La relación entre la cultura democrática y la cultura de la desigualdad está conformada, por un lado, por las percepciones, creencias, valores y representaciones sobre la libertad y la igualdad que definen lo que es justo o no en una determinada distribución de recursos, y por otro, con formas específicas de acción y participación políticas a través de las cuales individuos y colectividades interfieren en ella y en otros asuntos públicos. En ese sentido, la cultura política puede entenderse como un resumen simplificado de la forma en la cual se hace política en ciertos países, regiones y sectores de la sociedad (Knight, 2007:317).

Aunque reconocemos que no toda la cultura política se traduce en acciones o comportamientos específicos -es decir, aunque no siempre “determinados valores políticos derivan necesariamente en determinada conducta real” (Krotz y Winocur 2007: 210)-, la cultura política nos permite conocer aproximadamente cuál es la orientación de los vínculos que la sociedad mantiene con las cuestiones públicas, con el Estado y con las decisiones políticas. De ahí la importancia que adquiere explorar la cercanía de sus rasgos más evidentes con las percepciones sobre la desigualdad.

Partimos del supuesto de que la cultura política que se gesta en democracia incorpora elementos de justicia distributiva que, sin duda, permiten visualizar el modo en el que son percibidas y encaradas las desigualdades. Es decir, en la medida en que la cultura política:

Está relacionada con valores, principios y prácticas que dan cuerpo a decisiones públicas, a procedimientos y contenidos distributivos, a la formación y valoración de bienes públicos, a la articulación de diferencias y a las formas de entender y ejercer la ciudadanía, determina sustan-cialmente los horizontes de lo que es considerado como posible o percibido como inequitativo, desigual e injusto (Millán, 1995:163).

Se trata de la relación entre marcos culturales que no responden a un conjunto unitario y coherente de normas y valores o comportamientos sociales, sino a diferentes orientaciones valorativas y normativas que, con frecuencia, entrañan fuertes contradicciones y tienen como protagonistas al Estado, al mercado y a la sociedad en su conjunto. Las formas en las que se entrelazan la cultura política y la cultura de la desigualdad, se han venido modificando en la medida en que los regímenes políticos transitaron de gobiernos autoritarios o dictaduras hacia democracias electorales.

Las concepciones sobre la justica social y las distribuciones de bienes, recursos y derechos que de ellas se desprenden han estimulado membrecías diferenciadas a la comunidad política, con modalidades de participación social y política que no pocas veces resultaron en ciudadanías excluyentes y subordinadas; una situación que pone en evidencia cómo la desigualdad ha dependido históricamente “de las representaciones que se hacen los actores económicos, políticos y sociales, de lo que es justo y de lo que no lo es, de las relaciones de fuerza entre esos actores y de las elecciones colectivas que resultan de ello” (Piketty, 2014: 36) tales como los derechos ciudadanos, las estructuras políticas, los modelos económicos, los sistemas fiscales, etcétera.

Así por ejemplo, en el caso mexicano podemos situar en la formación del Estado posrevolucionario un primer esquema de justicia distributiva mediado por la cultura política nacionalista popular, en donde los mitos revolucionarios -como lo explica Roger Bartra (2005:215-218)- sirvieron para generar la idea de una fusión entre la masa y el Estado, entre el pueblo mexicano y el gobierno revolucionario, estimulando una estructura de mediación que sirvió de puente imaginario entre la élite y el pueblo, que permitió la transposición de antagonismos sociales a espacios donde la lucha de clases logró ser domesticada. Básicamente, estos espacios fueron corporaciones vinculadas a sectores sociales organizados que pertenecían al partido en el gobierno que aseguraron tanto su representación política en el Estado como una posición de influencia en la toma de decisiones en materia distributiva. Es en ese sentido en que “la relación nacional/popular determinó en gran medida los ejes y códigos de la justicia social (Millán, 1995: 165).

Lo anterior exhibe la interdependencia existente entre las estructuras políticas que organizan las relaciones de poder, la vida económica en el seno del Estado y los criterios de justicia distributiva de los que derivan distintos tipos de desigualdad. De ahí que, con las transiciones a la democracia en América Latina simultáneas a la adopción del modelo económico neoliberal, se hayan modificado las perspectivas desde las que se enfrenta al problema de la desigualdad. En primer lugar, porque la relación de la sociedad con el Estado dispone de otras formas de participación política que no están subordinadas a este; asimismo, porque han emergido distintas percepciones sobre la igualdad y sobre los criterios de justicia distributiva como parte del contexto de una economía de mercado ampliamente liberalizada y acompañada por la flexibilización del mundo laboral.

Este otro esquema de justicia distributiva toma como base la cultura democrática, vinculando a la sociedad con el Estado a través del ejercicio de libertades políticas y de un modelo social que apuesta a la igualdad de oportunidades y, al hacerlo, habilita una estructura que llega a neutralizar los conflictos distributivos, esto es así porque la desigualdad se atribuye a los individuos, a sus decisiones y capacidades, y no a factores estructurales como la explotación económica, la exclusión social y las decisiones políticas del Estado en materia fiscal y de gasto social. Asimismo, porque “la marcada heterogeneidad de condiciones laborales, más que articular distancia todavía más a los trabajadores” (Ruiz y Boccardo, 2014: 171), dificultando su organización social, así como la solidaridad, la acción colectiva y la movilización política, como alternativas en la búsqueda de una mejor distribución de los ingresos y la riqueza.

Frente a los procesos de democratización y difusión del neoliberalismo, la disputa por la distribución de la riqueza, los ingresos y los bienes públicos encuentra un primer cause de salida en la competencia política entre partidos y en los procesos electorales que han buscado configurar una nueva ciudadanía revalorizando el papel de la política. En ese sentido, la política ha llegado a ser considerada “el instrumento clave para la compensación de desigualdades en la medida en que su calidad la vuelve un medio óptimo para la satisfacción de necesidades o demandas mediante bienes que ella misma, en sentido estricto, no produce” (Millán, 1995:167). Se trata de la valorización instrumental de la democracia que, sin embargo, ha ido cambiando con el transcurso del tiempo. Si bien los procesos de transición generaron altas expectativas de igualdad a razón de la amplia inclusión de actores, el desempeño de los gobiernos democráticos en México ha provocado desafección hacia la política, y en Chile un distanciamiento entre la participación institucionalizada y aquella más orientada hacia las movilizaciones sociales y la acción colectiva.

Es esa desafección con la política la que ha dificultado que en México se integren asuntos distributivos en la agenda pública, derivando en comportamientos más apolíticos que antipolíticos; los primeros son muestra de la pasividad e indiferencia de los mexicanos por participar, mientras que los segundos se caracterizan por ser antisistémicos, esto es, no buscan procesar demandas a través del Estado, sino destruir sus instituciones al ser consideradas como la matriz principal de los problemas sociales. Asimismo, el distanciamiento de la sociedad mexicana hacia la política formal o institucional ha dado paso a formas de hacer política en ámbitos locales y comunitarios que responden a intereses sumamente diversos y “configuran repertorios heterogéneos de maneras de concebir y de actuar, de situarse y de relacionarse con la política, dentro de estructuras cambiantes -formales e informales- de oportunidad” (Sonnleitner, 2010: 32).

De esta manera, entre las libertades políticas que atrajo la transición a la democracia, es posible encontrar valoraciones diferenciadas sobre la política y la manera de enfrentar a la desigualdad;este es un problema que no parece estar resolviendo ni el Estado ni el mercado y que nos lleva a pensar en las razones por las cuales en México se opta por alternativas individualistas y egoístas que obedecen, probablemente, a la resignación ante la falta de opciones o ante la dificultad para construirlas, más que a la adopción de la ideología neoliberal per se. Así, por ejemplo, es más difícil generar solidaridad entre trabajadores y fortalecer su influencia en la distribución de la riqueza dada la flexibilización laboral que promueve el modelo neoliberal auspiciado, paradójicamente, por el Estado. En ese sentido, “el Estado deviene en el principal garante de la desregulación de las relaciones laborales” (Ruiz y Boccardo, 2014: 172).

El modelo económico neoliberal, caracterizado por la descentralización de los procesos de producción, busca tanto la integración a los mercados internacionales como el crecimiento y revalorización del capital por encima del desarrollo de la estructura productiva, lo que genera nuevos patrones de acumulación económica y, por lo tanto, nuevas formas de desigualdad.2 En términos generales, se vale de la subcontratación que, además, le imprime un sello particular a la movilidad social en la medida en que el ascenso social aparenta estar en función de la productividad, la eficiencia y el mérito personal. Estos elementos constituyen un problema mayor, no solo porque generan desigualdades, sino porque se pretende hacerlos compatibles con la democracia. Como lo explica Piketty, se trata de una premisa que supone que las desigualdades basadas en el trabajo y en el mérito individual son constitutivas de nuestra modernidad democrática (Piketty, 2014:265). En todo caso, la idea pone en evidencia el ocultamiento sistemático de los mecanismos que el modelo neoliberal utiliza para generar desigualdades y legitimarlas (Zapata, 2011: 11).

Contrastes de la cultura democrática entre México y Chile

La aspiración de las sociedades chilena y mexicana por una mayor igualdad ha venido en aumento desde finales de la transición a la democracia a la fecha, es decir, el proceso de libera -lización política que condujo al cambio de régimen político en ambos países atrajo una mayor demanda por la igualdad económica que, si bien se observa oscilante, tiende hacia el alza.3 Así, por ejemplo, en el caso chileno durante los períodos 1989-1993 y 1994-1998, solo 16% de la población afirmaba que los ingresos debían ser más igualitarios; esta proporción llegaría a 33% -su nivel más alto- de 1999 a 2004; descendiendo en 2005-2009 a 23% y recuperándose a 30% de 2010 a 2014 (Encuesta Mundial de Valores, 2014). En México, por su parte, el porcentaje de población a favor de una mayor igualdad en los ingresos ha variado de 13% en el primer período a 9% en el segundo, 33% en el tercero -que al igual que en el caso chileno es el más alto-, 20% en el cuarto, llegando a 24% en el último (Encuesta Mundial de Valores, 2014).

Estas aspiraciones de los chilenos y mexicanos están relacionadas con la democracia en la medida en que su mayor expectativa es obtener igualdad por encima de opciones como la libertad, el progreso, el voto e incluso el fomento a la cultura de la ley (Ai Camp, 2007: 32). La igualdad es, por lo tanto, un asunto clave para la democracia; un régimen que en esa materia, le debe mucho a estas sociedades. Pese a que se estima que en América Latina la desigualdad de los ingresos disminuyó aproximadamente 10% entre 2002 y 20134(cepal,2014a: 22), 87% de los chilenos y 76% de los mexicanos consideran injusta la distribución de los ingresos (Latinobarómetro, 2013: 78).

Las percepciones que hemos descrito están integradas a la cultura política y nos demuestran, como lo afirma Garretón, que:

En América Latina el ethos democrático ha estado mucho más cerca del ideal igualitario, comunitario e integrativo, que del libertario e individualista. [La idea de democracia en la región] ha ido asociada a la disminución de desigualdades, a la integración y cohesión sociales, más que al ethos liberal y a las expresiones electorales (Garretón, 2012:157).

Muestra de esta orientación puede ser la baja militancia de los ciudadanos chilenos en los partidos políticos, o bien el descenso en el nivel de confianza que los mexicanos depositan en esta clase de instituciones. Concretamente, en Chile encontramos que durante el período 1994-1998 la membrecía activa en los partidos políticos era de 3% de la población, mientras que de 2010 a 2014 descendió ligeramente a 2% (Encuesta Mundial de Valores, 2014). Por su parte, en México la confianza en los partidos políticos es un bien público que tiende hacia la baja: mientras que en el período 1989-1993 quienes confiaban en ellos representaban 27% de los ciudadanos, de 2010 a 2014 la proporción bajó a 22% (Encuesta Mundial de Valores, 2014). Asimismo, la confianza en los partidos en Chile pasó de 29% en 1989-1993 a 17% en 2010-2014 (Encuesta Mundial de Valores, 2014). La caída de la confianza depositada en los partidos políticos configura un escenario que tanto México como Chile comparten con el resto de América Latina, en donde “los ciudadanos tienen menos confianza en los partidos políticos que en cualquiera de las otras instituciones principales” (pnud,2010: 100).

Sin embargo, ello no quiere decir que la importancia que tiene la democracia -más particularmente para la sociedad chilena que para la mexicana- se haya visto afectada de manera negativa. Probablemente, en el caso chileno esté más asociada con las competencias políticas de modo que la democracia es valorada en interacciones que se alejan de las cuestiones electorales. Esto es así, pues “la democratización ha sido entendida en la memoria histórica colectiva más como proceso de incorporación y constitución de una colectividad, es decir, más como democratización social o democratización fundamental que como democratización política” (Garretón, 2012: 157). De ahí que podamos ver cómo la importancia que los chilenos le conceden a la democracia ha venido en aumento en la última década, pese al descenso registrado en la participación electoral. Durante el período 2005-2009, la proporción de quienes declararon que la democracia era absolutamente importante fue de 39%, mientras que de 2010 a 2014 el porcentaje se elevó a 50% (Encuesta Mundial de Valores, 2014). Tomando como referencia otras mediciones, observamos que el apoyo ha sido incluso mayor: solo de 2008 a 2010 pasó de 69.5% a 76.1% respectivamente (Barómetro de las Americas, 2010:41). De hecho, en comparación con el resto de América Latina, “Chile es el tercer país de la región donde más aumenta el apoyo a la democracia” (Latinobarómetro, 2013:11) y donde 60% de los chilenos está satisfecho con ella (Barómetro de las Americas, 2010:59). Pese a que la participación electoral ha ido disminuyendo de 90.6% en el año 2000 a 87.1% en 2008 y hasta 41.9% en 2013 (idea,2014). Este comportamiento de la participación electoral no es equivalente a la despolitización de la sociedad, más bien expresa que la acción política se ha desplazado hacia formas de participación no institucionales, como los movimientos sociales y las protestas.

En los últimos años, Chile se ha ubicado dentro de los países latinoamericanos que más participación en protestas registra (11.1%), al tiempo que posee el quinto lugar a nivel regional por sobre la media estadística que se ubica en 7.7% (Barómetro de las Americas, 2013b: 88). Asimismo, la proporción de quienes realizaron alguna acción política no convencional o formal, pasó de 1% en el período 2005-2009 a 16% en 2010-2014 (Encuesta Mundial de Valores, 2014). Como vemos, el desánimo electoral no es sinónimo de apatía política; por el contrario, encontramos que la etapa de las movilizaciones estudiantiles por la reforma educativa corresponde con un incremento en el interés por la política. Concretamente, de 2010 a 2014 quienes declararon estar algo interesados y muy interesados en la política representaron 26% de la población, mientras que esta proporción fue de 22% de 2005 a 2009 (Encuesta Mundial de Valores, 2014).

Las movilizaciones en torno a la reforma educativa representan el despertar de una sociedad, cuya “movilización social y política había decrecido progresivamente desde la década de 1990” (Garretón, 2003). Este es un hecho significativo que representa un quiebre con la denominada gobernabilidad democrática, eufemismo que se había expresado con los gobiernos de la concertación a través de diferentes “modalidades de dominio abocadas a la naturalización de las transformaciones ocurridas bajo la dictadura (Ruiz y Boccardo, 2014: 9), incluyendo “la desarticulación popular heredada de la etapa autoritaria” (Ruiz y Boccardo, 2014: 29).

En síntesis, el apoyo a la democracia y el interés por la política en Chile se entrelazan con mayores aspiraciones de igualdad que tienen su máxima expresión en el aumento de la participación de los chilenos en las protestas de los últimos años; una forma de participación política que desplazó la vía electoral y ha buscado transformar una de las fuentes más importantes de producción y reproducción de la desigualdad a través de la acción colectiva: el sistema educativo, ya que más que constituirse como una vía para la movilidad ascendente, tiende a reproducir la desigualdad social.5 La educación en Chile no ha sido una forma de igualación, sino un recurso de desigualdad ritualizada, controlada y legítima (Mayol, Azocar y Azocar, 2013: 179), de ahí que exista una amplia coincidencia entre los intelectuales, los organismos internacionales y las percepciones sociales acerca de que mejorar la educación puede conducir a mayores niveles de igualdad social; muestra de ello es, por ejemplo, que 28.1% de los chilenos se haya declarado dispuesto a pagar más impuestos para mejorar la educación por encima de opciones como invertir en salud (26%) o solventar programas de transferencia condicionada como el Chile Solidario (18.6%) (Barómetro de las Americas, 2013b: 178).

En el caso mexicano, el panorama es totalmente distinto: la cifra de quienes consideraron que la democracia era importante durante el período 2005-2009 fue de 58%, disminuyendo a 55% de 2010 a 2014 (Encuesta Mundial de Valores, 2014). A diferencia del caso chileno, el apoyo a la democracia en México exhibe una trayectoria descendente, pues mientras que en el año 2004 fue de 69.8%, para 2006 descendió a 69.2%, después a 68.5% en 2008 y a 66.8% en 2010, registrando su nivel más bajo en 2012 con 63.6% (Barómetro de las Americas, 2010: 42; 2013a: 86). Si tomamos en cuenta los datos de Latinobarómetro, esta tendencia podría ser incluso peor, pues para el año 2013 el apoyo a la democracia llegó solo a 37% (Latino-barómetro, 2013:19). En términos generales, México ha perdido doce puntos porcentuales de apoyo a la democracia en el período que va de 1995 a 2013 (Latinobarómetro, 2013:19). Una tendencia que se refleja en el nivel de satisfacción que esta le genera a los ciudadanos, el cual se redujo de 50.4 en 2008 a 44.6 en 2010, considerando una escala de 0 a 100 (Barómetro de las Americas, 2010: 59).

Por otra parte, analizando la participación electoral, identificamos una trayectoria oscilante hacia la baja: mientras para el año 2000 la proporción de quienes acudieron a las urnas fue de 63.9%, en 2006 descendió a 58.5% repuntando en 2012 a 63.1% (idea,2014). Asimismo y en contraste con lo que sucede en Chile, México es uno de los países con los niveles de participación en protestas más bajos, solo 3.8% de la población se ha involucrado en ese tipo de acción colectiva (Barómetro de las Americas, 2013a: 81), un hecho que puede verse reflejado también en la reticencia a participar en acciones políticas no formales o no institucionales. La proporción de quienes afirmaron que nunca realizarían acciones de este tipo, aumentó de 1% en el período 2005-2009 a 64% de 2010 a 2014 (Encuesta Mundial de Valores, 2014).

A primera vista, el panorama en México muestra signos de despolitización. La falta de interés por la política, por ejemplo, ha venido en aumento durante los últimos quince años; particularmente, la población que declaró no estar muy interesada o absolutamente no interesada en la política pasó de 54% en el período 1994 a 1998 a 69% de 2010 a 2014 (Encuesta Mundial de Valores, 2014).

Si bien la falta de interés por la política, la tendencia decreciente de la participación electoral y la baja participación en la política no formal sugieren la despolitización de la sociedad mexicana, todavía es posible visualizar tanto una reubicación de los espacios de ejecución de la actividad política como una revaloración que no registran las encuestas.6 Como lo explica Lechner (2000: 27), la pérdida de sentido de la política tradicional obliga a las personas a concebir de una nueva forma su papel en tanto ciudadanos, de ahí que pensemos que tanto la acción política a niveles locales, barriales o comunitarios, como el carácter contingente de la acción colectiva que privilegia cada día más los canales de expresión alternativos que facilitan las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, representan algunas de esas nuevas formas. Estos son rasgos de una cultura política que México comparte con el resto de América Latina y que corresponde, sobre todo, a la participación por la que se inclina la población más joven de la región.

En ese sentido, se sabe que “las formas de participación de las nuevas generaciones se han transformado, pues actualmente muchos jóvenes no comparten la idea de que la política partidista sea el campo privilegiado de compromiso vital” (cepal,2014a: 162); en cambio, su participación política se orienta hacia las protestas, las movilizaciones sociales y el activismo en redes sociales. Este último, en particular, es en el que se involucran muchos jóvenes mexicanos, quienes participan en grupos de discusión, escriben artículos para medios libres o blogs, se expresan y hacen activismo en las redes sociales, o colaboran en proyectos comunitarios (La Jornada, 2015a). De hecho, la participación comunitaria representa un rasgo relevante de la cultura democrática mexicana: 24% de los mexicanos realiza algún tipo de labor comunitaria, esto equivale a una de cada cuatro personas en el país (Barómetro de las Americas, 2013a:48). Es en ámbitos próximos a la vida cotidiana en donde los mexicanos suelen involucrarse más; por ejemplo, la participación en asociaciones de padres de familia pasó de 22.2% en 2008 a 22.30% en 2012, mientras que en asociaciones de colonos y vecinos la proporción aumentó de 10.7% a 13.35% respectivamente (inegi,2008 y 2012). Asimismo, según la encuesta sobre corresponsabilidad y participación ciudadana (El Universal, 2004), 54% de los entrevistados dijo participar en juntas de vecinos y asociación de colonos y 12.4% en centros de padres de familia.

Esta clase de participación junto con las nuevas modalidades que se gestan entre los jóvenes nos hace suponer que los espacios donde se realiza la actividad política son otros y que es en ellos en donde su ejercicio podría cobrar sentido, resignificando su valor dentro de la democracia. Probablemente México sea un ejemplo de cómo la política ha dejado de tener al sistema como referente principal, es decir, de cómo la política parece estar menos enfocada a la vía institucional y más hacia su desarrollo societal (Krotz y Winocur, 2007: 203). De este modo, llega a cobrar relevancia la socialización de la política en las actividades de la vida cotidiana, en donde la relación con las instituciones más próximas adquiere una dimensión política (Krotz y Winocur, 2007: 203).

Las diferencias de los comportamientos políticos entre Chile y México son claras, y nos pueden decir mucho sobre cómo sus sociedades encaran las desigualdades actualmente, es decir, cómo se involucran en las cuestiones públicas y en la toma de decisiones políticas relacionadas con la distribución de diferentes tipos de bienes y recursos. Mientras que en Chile la participación institucional ha disminuido, las protestas y las movilizaciones sociales han cobrado fuerza, sobre todo porque su objetivo está dirigido a la búsqueda de mayor igualdad, y si bien es cierto que no han logrado superar la cultura de la desigualdad, cuando menos ésta ha sido radicalmente impugnada desde las movilizaciones de 2011 (Mayol, Azocar y Azocar, 2013: 212). En cambio, lo que observamos en México no es solo un deterioro sobre el apoyo social a la democracia, sino un repliegue de la participación política, tanto formal como informal, que dibuja una zona gris donde los individuos reaccionan de manera contingente a los problemas de la inseguridad más que a los de la desigualdad; muestra de ello son las movilizaciones por la desaparición forzada de los 43 estudiantes normalistas en el estado de Guerrero, así como la emergencia de grupos armados organizados denominados autodefensas en el estado de Michoacán, que han reaccionado ante el asedio del narcotráfico y la ineficacia del Estado para brindarle seguridad a la población. Estos hechos comprueban por qué en la opinión de 28% de la población, la delincuencia y la seguridad pública representan uno de los problemas más importantes en el país, proporción que rebasa la media estadística en América Latina situada en 24% (Latinobarómetro, 2013: 61).

Percepciones culturales sobre la desigualdad en México y Chile

Los contrastes de la cultura política entre México y Chile nos hablan de las distintas formas en que sus sociedades experimentan la democracia en contextos de alta desigualdad, así como los procesos que la generan. Dicho de otra manera, los contrastes exponen las diferentes miradas y apreciaciones sobre la democracia, así como las orientaciones de la participación política que de manera constante son trastocadas por la exclusión social, la explotación económica y el acaparamiento de oportunidades, procesos todos ellos que derivan en la distribución asimétrica de recursos y bienes públicos, y que se han intensificado desde la aplicación del modelo neoliberal en la medida en que, por ejemplo, la flexibilidad laboral, las privatizaciones de los servicios públicos, los sistemas de seguridad social, los recursos energéticos y naturales, así como el adelgazamiento del Estado obligaron a los individuos a proveerse por cuenta propia de la mayor cantidad de bienestar posible a través del mercado. Obtener igualdad, por lo tanto, pasó de ser una cuestión pública donde están comprometidos procesos y decisiones políticas de carácter colectivo, a ser un asunto privado que en apariencia depende de las capacidades y habilidades de las personas para competir en casi cualquier plano de la vida social. Analizar estos aspectos nos permitirá distinguir las percepciones culturales de la desigualdad, el grado de penetración social que tienen y su peso sobre la cultura democrática en términos de la influencia que ejercen sobre el planteamiento de algunas soluciones visibles a la desigualdad.

Si bien en la actualidad los preceptos del neoliberalismo y los del modelo de igualdad de oportunidades tienden a velar las causas estructurales de la desigualdad, históricamente no han sido los únicos. Es posible rastrear creencias de larga duración a través de las cuales se atribuye la pobreza a un problema de actitud moral, pereza y falta de emprendimiento de quienes la padecen; dichas creencias poseen raíces coloniales y racistas muy profundas que han servido para representar socialmente a los mexicanos como perezosos (Bartra, 2005:49) o a los chilenos en situación de pobreza como abúlicos que impiden el desarrollo del país a causa de su falta de rigurosidad, flojera, desorden e irresponsabilidad (Mayol, Azocar y Azocar, 2013:45). Se trata entonces de representaciones sociales que estigmatizan a quienes viven en desventaja crónica, a las que el propio Engels llegó a describir como “tendencias típicamente proletarias a la impulsividad, a la imprevisión y el abuso del alcohol y del sexo, que son el contrapeso necesario para sobrellevar las privaciones, la inestabilidad y la degradación características de su vida cotidiana” (Bartra, 2005:164). En contraste, “los ricos son vistos como un grupo reducido de individuos muy trabajadores, preparados, astutos, ordenados con el dinero, sin propensión al lujo excesivo, pero ambiciosos y controladores” (Mayol, Azocar y Azocar, 2013: 77). Sin duda, ambas representaciones, aunque maniqueas y llenas de mitos, le brindan a la desigualdad una base ideológica de legitimidad que ha tenido continuidad a lo largo del tiempo, cuyos rasgos se han mezclado y aparecen renovados en una etapa en la que en el mundo parece apostar por la búsqueda de la igualdad a través de un individualismo que premia a quienes se saben movilizar y aprovechan las oportunidades, mientras que castiga a los que no lo hacen y se quedan atrás a causa de sus malas decisiones y su cultura.

Cuando el problema de la pobreza tiende a reducirse al supuesto de que “los pobres son pobres debido a sus valores inadecuados” (Lamont y Small, 2006), a su manera de ser y a su cultura, se refuerza la desigualdad y se debilita la democracia. La primera se refuerza porque en estas apreciaciones subyacen principios específicos de justicia definidos por el estatus que, como lo explica Elster (1994: 90) están basados en propiedades biofísicas o en rasgos sociales que son tema de conocimiento público sobre los cuales descansa la distribución asimétrica de recursos; asimismo, la democracia se debilita fundamentalmente debido a que “se tergiversa la identidad de los individuos y grupos sociales en relación y de acuerdo con los intereses de otros grupos de individuos, instituciones, organizaciones con mayor poder material y simbólico”7 (Vasilachis de Gialdino, 2013: 127). En ese sentido, la falta de reconocimiento a la igual dignidad entre seres humanos impide la solidaridad, es decir, no hay solidaridad sin que en la sociedad exista la identificación plena de la dignidad humana entre sus miembros, una base fundamental para la democracia que “implica el reconocimiento recíproco entre actores de igual dignidad, así como el reconocimiento de vulnerabilidades compartidas” (cepal,2014b: 70).

La desigualdad erosiona la solidaridad por la falta de reconocimiento a la dignidad y por la distorsión a la identidad de las personas, así como por el velo de ignorancia que impide ver que las ventajas de unos y las desventajas de otros son producto de la relación de procesos colectivos. Cuando estos elementos convergen y se integran en las percepciones culturales de la desigualdad pueden soportar estructuras sociales excluyentes en las que, por ejemplo, “los grupos más integrados ya no quieren pagar por aquellos que no parecen contribuir a la riqueza colectiva, pues la pobreza de los unos ya no contribuye más a la riqueza de los otros, porque los pobres son desempleados y excluidos antes que explotados” (Dubet, 2011: 43). Esto quiere decir que los individuos han dejado de verse en el otro porque entre unos y otros hay una gran brecha de riqueza, poder o prestigio cuya lejanía resulta en la quiebra de la confianza básica que nos permite colaborar libre y voluntariamente (Jalisco Cómo Vamos, 2013: 10); es en ese sentido que surge “la legitimación del derecho a diferenciarse y separarse de los demás (Rosanvallon, 2012: 123).

Si la dignidad y la percepción positiva que las personas tienen sobre sí mismas se ven lesionadas debido a su condición socioeconómica, origen étnico o sociocultural, hay un alto riesgo de que se excluyan de participar políticamente. En ese sentido, el valor de la igualdad en la democracia tiene tal trascendencia en contextos de alta desigualdad como los latinoamericanos porque se traduce en “el deseo de ser considerado alguien, como persona semejante a otras, en vez de ser excluido debido a alguna diferencia específica (Rosanvallon, 2012:133).

Los estigmas de la pobreza que pesan sobre el campo de la cultura política hacen ver a los pobres como individuos políticamente subsocializados o proclives a la anarquía; con frecuencia se les juzga de rijosos, inconformes, propensos a las huelgas y a las protestas sociales. El caso chileno lo ilustra perfectamente, según Alberto Mayol, Azocar y Azocar, (2013: 79-80), donde la sociedad asocia a los pobres con tres tipos de cinética: levantamientos, protestas, huelgas o manifestaciones; este mito se desmorona cuando comprobamos que en realidad quienes más protestan son aquellos que tienen mayores niveles de interés político y mayores años de instrucción (Barómetro de las Americas, 2013b: 90).

Las causas verdaderas de la pobreza no tienen que ver con la cultura de quienes la padecen, sino con la que el resto de la sociedad genera entorno a este problema, porque compromete tanto al reconocimiento a la igual dignidad de las personas como su igualdad política, ambos elementos indispensables para la democracia. Por esta razón es preocupante que 17% de los chilenos y de los mexicanos piensen que la cultura es el factor determinante de la pobreza (Barómetro de las Americas, 2013a: 28; 2013b: 30). Esta creencia, sin embargo, la podemos matizar en ambas sociedades poniendo a contraluz el valor democrático de apoyar a los pobres a través del sistema fiscal, es decir, de construir solidaridad estructural, lo que idealmente supone que los gobiernos utilizarían los impuestos de los ricos para subsidiar a los más pobres. A este respecto, la proporción de quienes piensan que esa es una característica esencial de la democracia en Chile es de 26.1%, frente a 25.4% de los mexicanos que opina lo contrario (Encuesta Mundial de Valores, 2014); de ahí se explica, por ejemplo, que 48.8% de estos últimos concuerda con la idea de que la gente que recibe ayuda de los programas sociales del gobierno es floja (Barómetro de las Americas, 2013a: 33). Esto quiere decir que entre los mexicanos es más difícil generar esa solidaridad estructural que eventualmente contribuiría al desmante-lamiento de la desigualdad, aunque sabemos que no es un problema privativo de México. En términos generales, el ámbito donde la democracia se ha visto restringida al máximo es, sobre todo, en el diseño de los sistemas impositivos que reducen la desigualdad (Stiglitz, 2012:198).8

Por otro lado, México tiene visos de una sociedad mucho más individualizada que la chilena y, por lo tanto, más cercana a los preceptos del modelo de igualdad de oportunidades, que ve en las desigualdades incentivos para la movilidad social ascendente. Este modelo no cuestiona las desigualdades sociales, pero ofrece a cada uno la posibilidad de aspirar a todas las posiciones sociales (Dubet, 2011: 53); ahí “lo que está enjuego en la sociedad dejan de ser las instituciones y pasan a ser los individuos, a los que se pide que quieran triunfar y aprovechar sus oportunidades” (Dubet, 2011:61). De ahí se desprende la competencia meri-tocrática, articulada en torno a una norma de excelencia a la cual cada individuo debe poder aspirar, mientras que los otros se jerarquizan por sus fracasos y la distancia que los separa de la excelencia a priori ofrecida a todos los que la merecen (Dubet, 2011: 85). Desafortunadamente, los datos disponibles no nos permiten distinguir si se trata de una adherencia ideológica al individualismo o de una orientación fáctica parecida a la que se observa en el caso chileno, en donde se ha descubierto que el individualismo en la sociedad, “es considerado no como un valor, sino como una derrota” (Garretón y Cusmille, 2002: 7).

En México ha aumentado la proporción de quienes comulgan con la idea de que en la sociedad deben existir grandes diferencias de ingresos que funcionen como incentivos: mientras que en los períodos 1989-1993 y 1994-1998 era de 14%, de 1999 a 2004 se elevó a 21%, llegando a 22% de 2005 a 2009 (Encuesta Mundial de Valores, 2014). La tendencia opuesta la observamos en Chile, en donde la proporción en el primer período fue de 22%, misma que desciende a 10% en el segundo, a 8% en el tercero y a 7% en el último (Encuesta Mundial de Valores, 2014). Lo anterior confirma los hallazgos de otras investigaciones que señalan que en Chile quienes ven en la desigualdad algo beneficioso que impulsaría a los de abajo a superarse representan un porcentaje muy bajo (Garretón y Cusmille, 2002: 1).

Asimismo, si pensamos en la competencia como un rasgo del individualismo merito-crático asociado al modelo de igualdad de oportunidades, observamos otro importante contraste entre ambas naciones. En ese sentido, los mexicanos que ven en la competencia un estímulo para que la gente trabaje intensamente creció de 24% en el período 1994-1998, a 38% de 1999 a 2004, alcanzando 49% de 2005 a 2009. En Chile ocurre la situación contraria: durante los dos primeros períodos el registro fue de 19%, proporción que desciende a 15% en el tercero (Encuesta Mundial de Valores, 2014), hecho que de cierta manera nos confirma la razón por la cual 84.7% de los chilenos manifiesta estar de acuerdo o muy de acuerdo con la idea de que cuando “el sistema económico lleva a la gente a competir, hace más difícil el afecto y la solidaridad entre las personas” (Mayol, Azocar y Azocar, 2013: 195).

En contraste, el caso mexicano nos sugiere estar frente a un proceso de adaptación a la desigualdad que discurre a través de la adopción de criterios de justicia distributiva, que suponen que dentro de la competencia entre individuos solo aquellos que trabajan duro merecen obtener los mejores ingresos y gozar de las mejores condiciones de vida. Desde esa perspectiva, se sostiene que “si a todos los miembros de la sociedad se les garantizaran recompensas iguales, no habría incentivo alguno, no habría nada porqué trabajar y prevalecería el lado perezoso de la naturaleza humana, entonces la gente no se esforzaría al máximo” (Kerbo, 2003: 203). Esta y otras formas de adaptación son perniciosas porque mantiene en su lugar los sistemas de desigualdad, en tanto que implican la elaboración de rutinas diarias, la invención de procedimientos que facilitan la interacción cotidiana y la elaboración de relaciones sociales valoradas alrededor de las divisiones existentes (Tilly, 2000). A su vez, significa que la conflictividad de los procesos que generan desigualdad puede ser neutralizada, mientras en su interior existan valoraciones sociales al mérito, al esfuerzo y la competencia, que colocan a la libertad de acción y decisión individuales como un derecho y capacidad instrumental que todo ser humano posee para obtener igualdad.

La orientación de los individuos hacia la competencia y las grandes diferencias de ingresos como incentivos expresan la manera en que las distintas sociedades conciben la igualdad y plantean soluciones a la desigualdad; estas alternativas, sin embargo, poseen contenidos ideológicos muy fuertes y en realidad no siempre son practicadas por quienes más las promueven. Por ejemplo, la idea de competir dentro de una economía de mercado sin más recursos que las propias habilidades y capacidades no es muy utilizada por los empresarios mexicanos, pues hay evidencia de que no se enfrentan solos al mercado, no se inician por sí mismos en el mundo de los negocios y tampoco su éxito o fracaso es resultado de su competitividad o de la organización profesional de sus empresas (Ramírez, 2010: 259). En ese sentido, “la competitividad no proviene solo de una mayor eficiencia de la empresa, sino también de la eficacia en el manejo de redes ligadas al Estado, de la asociación con políticos para hacer negocios y de un manejo no muchas veces sutil de la corrupción y el cohecho” (Ramírez, 2010: 247).9

El funcionamiento del modelo de igualdad de oportunidades parece operar en el plano ideológico más que en el práctico; no obstante, busca legitimar a la desigualdad a través de la aceptación específica de las políticas y los intereses de las élites, que crean la ilusión de que las contribuciones que ellas hacen a la sociedad son proporcionales a las recompensas que reciben (Kerbo, 2003: 207). El encuadre al problema de la desigualdad se presenta de manera tal “que la hacen parecer justa o por lo menos aceptable” (Stiglitz, 2012: 210); así, una alta remuneración puede justificarse en función de la mayor contribución de un individuo a la sociedad, pues se piensa que aquella es un incentivo necesario que sirve para motivarle a realizar esa clase de contribuciones (Stiglitz, 2012: 211).

El trasfondo ideológico del modelo de igualdad de oportunidades se derrumba cuando vemos que, incluso para quienes más lo promueven, el Estado aparece como el actor clave que les garantiza un lugar privilegiado en el funcionamiento de la economía; por lo tanto, no es de extrañarse que este tenga un papel trascendental para garantizar la igualdad dentro de la democracia. Aunque con sus respectivas distancias, tanto en Chile como en México el Estado es considerado fundamental en la solución la desigualdad; concretamente, la proporción de mexicanos que consideran como una característica esencial de la democracia que el Estado iguale los ingresos de las personas es de 20.1% frente a 20.9% que piensa que no es así. Como podemos observar, la opinión de los mexicanos hacia ese tipo de intervención se encuentra dividida; en cambio, Chile exhibe un mayor consenso en torno a la primera opción que representa 28.1% de la población, mientras que la segunda solo agrupa a 4.3% (Encuesta Mundial de Valores, 2014).

Lo anterior nos sugiere que el ethos igualitario de la democracia está más desarrollado entre los chilenos que entre los mexicanos, dejándonos ver hasta qué punto la democracia penetra en la cultura política de cada sociedad y favorece ciertas alternativas para resolver la desigualad por encima de otras. En ese sentido, el apoyo social al papel protagónico del Estado en materia distributiva es, sin duda, un factor que contribuye a realizar reformas tributarias. Sin embargo, no siempre es la vía más atractiva para todos los individuos ni para todas las sociedades.

El panorama sobre las percepciones de la desigualdad y la cultura democrática que hemos expuesto, ponen en claro que México y Chile comparten una aspiración alta por la igualdad, pero difieren en los medios para alcanzarla. La aproximación general de nuestro análisis sugiere que en México ambos elementos se configuran de un modo más complejo, en tanto que ciertos rasgos acentuados del individualismo entran en tensión con el alejamiento del sistema político y con la orientación hacia la participación comunitaria. El desvanecimiento del sistema político como eje de la participación dificulta la construcción de la agenda pública sobre asuntos distributivos en los cuales tiene poca incidencia la participación local, cuestión que se agrava en presencia del individualismo. Creemos, entonces, que una sociedad que opta por las grandes diferencias de ingresos y por la competencia meritocrática va en contrasentido de los valores igualitarios que promueve la democracia, ya que son hechos que forman parte del problema de la desigualdad y no de su solución.

Por el contrario, en Chile observamos una sociedad politizada con orientación democrática de corte estructural, que tiende a demandar intervenciones específicas del Estado en materia distributiva; muestra de ello han sido las movilizaciones sociales y las protestas en torno a la transformación del sistema educativo.10 Evidentemente, la distancia entre ambos países tiene que ver también con la conformación de las estructuras del Estado, así como con la trayectoria histórica de la experiencia sociopolítica que sus sociedades han tenido a través de ellas. Así, por ejemplo, a diferencia de la transición mexicana, fundamentalmente orientada en la competencia política, en Chile se evidencian dos referentes: la lucha contra el aspecto autoritario del régimen y por la defensa de las conquistas socioeconómicas que se habían tenido hasta antes del golpe militar (Garretón, 2011:113). En términos culturales, eso significó la corrección o superación del modelo económico o, dicho en forma sintética, del pasaje del predominio del mercado sobre la cultura -de los bienes culturales concebidos como mercancías- al predominio de la cultura sobre el mercado -predominio como principio normativo y fuente de sentido- (Garretón, 2013: 15).

Ahora bien, ¿de qué tipo de estructura social emanan las apreciaciones de la desigualdad y la cultura democrática de los chilenos y de los mexicanos? Suponemos que las aspiraciones igualitarias de la sociedad chilena son tanto más coherentes cuanto más proclives a la democracia, porque devienen de una estructura de clases más simétrica, es decir, menos polarizada. En ella la probabilidad de que ciertos valores sean compartidos es mayor debido a que dentro de la estructura social los individuos mantienen una posición más cercana entre sí. En ese sentido, observamos dos hechos importantes en la evolución de la estructura de clases durante el período 1994-2014 que apoyan dicho supuesto: por un lado, la clase media baja se ensancha, pasando de 46% a 54%, mientras que por otro, la clase baja se reduce de 11% a 5% (Encuesta Mundial de Valores, 2014).

Esto, sin embargo, no quiere decir que las desigualdades entre clases estén ausentes y que sus acciones políticas por la búsqueda de la igualdad respondan a su plena integración en organizaciones políticas formales o en organizaciones sociales de base y sindicatos. En Chile, al igual que en el resto de América Latina, la participación política en forma de protestas y movilizaciones sociales proviene de la contingencia y de las coyunturas políticas más que de la organización formal de los ciudadanos en torno a intereses sociales comunes. “A diferencia de la participación clásica en organizaciones, la población latinoamericana está dispuesta a participar para demandar sus expectativas por temas. No participa en organizaciones dedicadas a estos temas, sino se moviliza según las circunstancias (Latinobarómetro, 2013:41).

Por su parte, la estructura de clases que observamos en México es más asimétrica. La evolución que presenta su composición en del período 1994-2014 se distingue porque la clase trabajadora crece de 14% a 20%; seguida por la clase media alta que también aumenta de 16% a 21%. Sin embargo, la clase baja -considerada como aquella población en situación de pobreza- mantiene más o menos el mismo nivel durante todo del período. En ese sentido, según el Banco Mundial, la pobreza no ha disminuido en los últimos 20 años, pues su tasa es la misma que en 1992 (La Jornada, 2015b). Asimismo, y a diferencia del caso chileno, el tamaño de las clases medias en México es menor y, en términos generales, la estructura no muestra grandes cambios -sobre todo a nivel de la clase baja-.

Creemos que los rasgos individualistas de la sociedad mexicana que sugieren las encuestas, aunados a los de la composición de su estructura social significativamente ensanchada en su parte más baja -es decir, con una amplia base de población en situación de pobreza que actualmente representa 46.2% de la población (coneval,2014)- y articulados con la alta desigualdad, resultan en una combinación cuyos sus efectos negativos se potencian, tanto en los aspectos socioeconómicos de la vida social como en los políticos, es decir, impacta tanto en la participación política como en la cultura democrática que la sostiene.

Consideraciones finales

En México, los deseos de mayor igualdad y las orientaciones prácticas para conseguirla encierran fuertes contradicciones. En primer lugar, porque cuando dicha pretensión le apuesta a las grandes diferencias de ingresos y a la competencia entre individuos, la desigualdad se refuerza pues estos, más que ser incentivos para la movilidad social ascendente, son en realidad mecanismos que legitiman la desigualdad. En segundo lugar, porque hay una simplificación de la desigualdad como problema social, cuyas implicaciones públicas y colectivas son reducidas a las esferas privadas, donde las diferencias en las habilidades y capacidades entre individuos explican su desarrollo, particularmente, en la vida laboral. En tercer lugar, porque los mexicanos son reticentes a integrar dentro de su cultura democrática a la intervención del Estado en la distribución de la riqueza y de los ingresos, así como la solidaridad con los más pobres a través del sistema fiscal -lo que sin duda le juega en contra a los valores igualitarios de la democracia y hace parecer a los mexicanos como más cercanos a los valores que se promueven desde el mercado-. Si estos rasgos de la cultura política se leen en conjunto con el apoyo decreciente que recibe la democracia, la baja satisfacción que les genera a los ciudadanos y los bajos niveles de participación política tanto formal como informal, todo ello representa una señal de alarma. Todo parece indicar, entonces, que el impacto de la aplicación del modelo neoliberal aunado al bajo desempeño de la democracia -no solo en términos del funcionamiento de los gobiernos en términos de proveer bienestar, sino de los propios procesos electorales de los que estos derivan- remite a la sociedad mexicana a buscar la igualdad por caminos equivocados.

Creemos que las expectativas iniciales que los mexicanos depositaron en la democracia fueron perdiendo fuerza en la medida en que los gobiernos no lograron satisfacer sus necesidades. Sumado a ello, la existencia cada vez más visible de funcionarios públicos corruptos o vinculados al crimen organizado ha provocando una fuerte orientación hacia el individualismo y la apatía política.

En síntesis, las percepciones sobre la desigualdad y la cultura democrática que hemos expuesto sugieren que México se encuentra en una especie de impase, cuya alternativa para reactivar la democracia y encarar a la desigualdad radica, hoy por hoy, en la participación comunitaria y no en la mayor sofisticación de un sistema político que periódicamente le apuesta a reformar las reglas de la competencia político electoral. Se trata de ciertas formas de solidaridad y cooperación que surgen en niveles microsociales, que constituyen verdaderos espacios de deliberación y toma de decisiones colectivas, las cuales son más próximas a la vida cotidiana. Probablemente, valga la pena explorar su dimensión política como un capital social que puede invertirse para recuperar los valores igualitarios de la democracia.

En Chile, las movilizaciones sociales de los últimos años lograron colocar en la agenda política la transformación del sistema educativo, con lo que se perfila el desmantelamiento de uno de los mecanismos productores de desigualdad más visibles en el país. Sin duda, la participación política no convencional y otros rasgos de la cultura democrática presentes entre los chilenos, fortalecen su capacidad para encarar otros tipos de desigualdad hacia los cuales no han logrado configurar amplias oposiciones sociales y políticas, o por lo menos no con la misma fuerza y magnitud. En ese sentido, “llama la atención, en comparación con otras épocas, la poca importancia que se da a las desigualdades provenientes del capital, patrimonio o propiedad” (Garretón y Cusmille, 2002: 2). Probablemente, esto se deba a que la sociedad chilena se ha adaptado mejor a estas desigualdades que suelen hacer más visibles tanto el estatus como la posición social de los individuos; por tanto, se trata de una adaptación que implica “no hablar de dinero, no contar dinero delante de los pobres, no referirse a la dimensión que explícita las diferencias” (Mayol, Azocar y Azocar, 2013: 39). La desigualdad, entonces, llega a ser tolerada porque se encuentra ritualizada; en ese escenario, los de abajo comprenden y asumen su posición, y los de arriba entienden que no deben humillar a los de abajo (Mayol, Azocar y Azocar, 2013:40). En síntesis, el ritual es una especie de gestión emocional de la desigualdad.11

Interpelar estas desigualdades puede resultar difícil para cualquier sociedad, porque aparentemente entraña el riesgo de quebrar la normalidad del trato en las interacciones sociales cotidianas; esto es, de exponer los conflictos distributivos, las formas sutiles de exclusión social y de explotación económica que ocurren todos los días en los espacios más comunes de la vida social. Pareciera que hablar de estas desigualdades trastoca principios básicos del trato y el respeto al otro cuando en realidad, en todo momento, “la gente maneja la mezcla de actividad económica y la intimidad creando, imponiendo y renegociando diferenciaciones entre lazos sociales” (Zelizer, 2009: 64), donde la política, lo político y el poder están siempre presentes.

Para finalizar, creemos que ninguna lucha en cuestión de igualdad se gana de una vez y para siempre; alcanzarla es una labor permanente, cuya responsabilidad recae en la solidaridad, el reconocimiento a la identidad y dignidad del otro, valores democráticos que como cualquier otro valor social no existe en abstracto, sino a través de actos concretos de individuos y actores políticos específicos, lo cual quiere decir que en ambos debe existir la suficiente conciencia sobre los procesos sociales que producen y reproducen la desigualdad, de los que todos somos partícipes de uno u otro modo. Asimismo, es necesario recordar que el Estado sigue siendo el actor central que posee la capacidad institucional suficiente para atajar las desigualdades a través de la democracia; recordarlo no depende entonces de la aplicación de políticas públicas, sino de interpelar el orden cotidiano de la vida social en el que nos movemos. Depende, por lo tanto, de cuestionar y participar políticamente ya no solo a través de las urnas, sino en las comunidades, en los barrios y en las calles.

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Sociólogo y politólogo. Doctor en ciencias políticas y sociales por la Universidad Nacional Autónoma de México, con estudios posdoctorales en el Departamento de Sociología de la Universidad de Chile. Actualmente es becario posdoctoral en el Departamento de Sociología de la Universidad de Chile (Chile). Sus líneas de investigación son: pobreza, desigualdad y democracia. Entre sus últimas publicaciones destacan: "Las dimensiones culturales de la desigualdad y la democracia en América Latina" (2015); Pobreza, desigualdad y democracia (2015) y "Autonomías indígenas en México: del reconocimiento político al reconocimiento a la identidad" (2010).

Según lo explica Thomas Piketty (2014:643), la contradicción central del capitalismo, que se expresa actualmente en un nuevo patrón en la generación de desigualdad, radica en que el rendimiento privado del capital es más alto que la tasa de crecimiento del ingreso y que la producción. Esto implica que la recapitalización de los patrimonios procedentes del pasado será más rápida que el ritmo de crecimiento de la producción y los salarios.

Paradójicamente, la etapa de la transición a la democracia en donde se registra un aumento de las aspiraciones por la igualdad económica, corresponde al momento en el que la desigualdad de los ingresos creció; un hecho provocado por el cambio en el modelo económico que confirma, efectivamente, que "en América Latina la década perdida para la economía fue la década ganada para la democracia" (Garretón, 1995). Así, por ejemplo, la desigualdad en México se elevay mantiene alta desde 1989 hasta el año 2000 (Cortés, 2013:12); concretamente, en este período el coeficiente de Gini pasó de 0.483 a 0.493 respectivamente (Cortés, 2013:19). En Chile el panorama no es muy distinto, según los datos de la Encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional (casen),el coeficiente de Gini se elevó de 0.540 en 1990 a0.569 en el año 2000.

En México la participación de los ingresos del quintil más pobre pasó de 5.8% en el año 2008 a 6.6% en 2012. Mientras que la de los más ricos disminuyó de 49% a 46.2% respectivamente. Por su parte, en Chile la participación del quintil más pobreaumentóde5.3%a5.7%de2008a2013.Mientrasqueladelquintilmásricoseredujode53.5%a52.1%enelmismo período (cepal,2014a: 24). Asimismo, los datos de la Encuesta Suplementaria de Ingresos muestran que para 2013, las familias más pobres de Chile aumentaron sus ingresos autónomos en 20% respecto a los que tenían en 2010. Si a éstos se suman los subsidios estatales, se estima que sus ingresos se incrementaron 39% (El Mercurio, 2014).

Véase: Barómetro de las Americas (2013b).

En ese sentido, los datos que usamos como base empírica de la investigación presentan dos limitaciones: la primera es que nos impiden observar las diferencias y contrastes entre las percepciones y actitudes de distintos sectores sociales; la segunda es que "aislan la indagación sobre las formas de participación del conjunto de las actividades cotidianas propias de una localidad donde normalmente se organiza la sociabilidad y, de ese modo, separan acciones que en la práctica están vinculadas o forman parte simultánea o escalonada de una estrategia concertada para demandar algo frente a las autoridades" (Krotz y Winocur, 2007:196).

En estos casos es evidente la construcción de una otredad opresiva, que ocurre cuando un grupo pretende aprovechase de otro definiéndolo como moralmente y/o intelectualmente inferior (Godwin, Schwalbe, Holden, Schrock, Thompson y Wolkomir, 2000: 422).

Así, por ejemplo, las tasas de recaudación de impuestos en América Latina oscilan entre 15% y 20%, proporciones muy modestas en comparación con las de Europa occidental que registran entre 45% y 50% (Piketty, 2014: 543).

Así, por ejemplo, en opinión de José Luis Beato, presidente de la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex) en la Ciudad de México todos los empresarios han recurrido a la práctica de las llamadas "mordidas" "Todos en algún momento, todos, han tenido que dar una mordida para que el documento salga más temprano y, pues, eso es corrupción". "Todos hemos aprovechado a un conocido que teníamos en el gobierno para que nuestro documento salga más temprano" (Reforma, 2015).

Aunque también podemos incluir las movilizaciones de los trabajadores agremiados en la Central Única de Trabajadores, quienes lograron impulsar la reforma laboral que actualmente se discute en el congreso chileno; aspecto sin duda relevante pues "una parte muy importante de las desigualdades de las sociedades latinoamericanas se generan y perpetúan en el mundo del trabajo, dado que allí obtienen las personas el grueso de los ingresos para los hogares" (cepal,2014b: 326).

Según el planteamiento de Godwin, Schwalbe, Holden, Schrock, Thompson y Wolkomir, (2000: 434), el mantenimiento de un sistema de desigualdad requiere de la gestión de los patrones emocionales que provoca. En ella tiene que haber, si no sentimientos de satisfacción al menos sentimientos de complacencia o de resignación, y tiene que haber miedo al cambio o al castigo por la protesta; además, no debe haber demasiada simpatía por los oprimidos o demasiada ira hacia las élites.

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