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Inicio Revista Médica de Homeopatía El genio epidémico: en memoria del Dr. Alfonso Fernández Martínez
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Vol. 7. Núm. 2.
Páginas 51-54 (Mayo - Agosto 2014)
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El genio epidémico: en memoria del Dr. Alfonso Fernández Martínez
The genius of the epidemic: in memory of Dr. Alfonso Fernández Martínez
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Jordi Dalmau Carré1
Ciudad del Cabo, Sudáfrica, abril de 2014
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Definitivamente fue el mutuo interés por la sexta edición del Organon lo que nos llevó a encontrarnos. El misterio que rodea la historia de la sexta edición, su desaparición, la ignorancia de su existencia por más de 3 generaciones de grandes homeópatas y, con ello, la falta de bibliografía contemporánea acerca de su aplicación y comprobación clínica.

La sexta edición del Organon, la última revisión del método homeopático que Hahnemann hizo y que él mismo describió como “mi nuevo y perfeccionado método de curar”, seguía siendo un misterio por desvelar.

Los grupos de estudio de Homeopatía Europea y la Escuela Homeopática Argentina —las principales fuentes de formación homeopática para posgraduados en 1980— seguían las indicaciones de la quinta edición del Organon y, con ello, Kent, Paschero, Candegabe. Homeopatía de México con el Dr. Proceso Sánchez Ortega era la única escuela que hablaba de la sexta edición. Lo que descubrimos es que la sexta edición contiene 3 novedades.

La primera es la introducción de una nueva escala de potencias homeopáticas en que la dispersión entre solvente y soluto por cada potencia es de 1 en 50.000. La potencia cincuentamilesimal es una nueva escala de potencias que según Hahnemann son de “mayor poder (mayor espectro de acción) y de fuerza más suave (menos dinamizacion acumulada, menos agravación)”.

La segunda es la indicación de usar, para el tratamiento de enfermedades crónicas, el remedio disuelto en agua: dado en forma repetida en lugar de en dosis única, y dinamizado antes de cada dosis. En el prólogo a la segunda edición de Las enfermedades crónicas, Hahnemann ya describe unos años antes esta manera de administrar un remedio de forma repetida (el “plus”, como solemos llamarlo) indicado para procesos agudos.

La tercera es la explicación de Hahnemann de cómo, según él, actúa la potencia homeopática. Ello indica la comprensión, por parte de Hahnemann, de que la reacción curativa es la respuesta automática de la homeostasis orgánica a la acción del remedio: la reacción secundaria.

Acción-reacción: al efecto primario de una sustancia le sigue un efecto secundario por parte del organismo completamente opuesto al primario. Hahnemann elabora que es la corrección homeostática (efecto secundario) del desequilibrio causado por la sustancia (efecto primario) la que termina siendo la responsable de la recuperación de la salud.

Homeostasis es la expresión de la fuerza vital organizada en forma de programas neurales que constantemente mantienen un control automático del funcionamiento orgánico con un solo fin, mantener y preservar la integridad orgánica en todo momento a través de la adaptación constante a las circunstancias cambiantes del entorno existencial de un individuo. Incluso en un organismo unicelular, que no posee sistema nervioso alguno, se muestra su mecanismo homeostático innato reaccionando pronta y eficazmente cuando aparece un cambio en su entorno, y alterando en consecuencia su metabolismo para así adaptarse a las nuevas circunstancias ambientales.

Debido a la existencia de esa innata respuesta orgánica automática (homeostasis), podemos así inducir a voluntad una reacción secundaria específica, siempre que seleccionemos una sustancia que haya producido en la experimentación pura una acción primaria completamente opuesta.

Esta comprensión particular del mecanismo curativo es lo que lleva a Hahnemann a diseñar una nueva manera de administrar el remedio para el tratamiento de enfermedades crónicas. La repetición diaria de un medicamento disuelto en agua y dinamizado el mismo número de veces antes de cada toma, manteniendo así un estímulo que no se acumula, cada dosis es dinámicamente diferente a la anterior aunque la potencia sea la misma.

Esta acción gradual previene la experimentación del remedio y con ello nos permite distinguir, en la observación pronóstica consecutiva a la toma del remedio, si la súbita agravación de los síntomas es una indicación genuina que implica suspender la administración del remedio puesto que indica que la reacción homeostática curativa ya ha terminado y no es necesario inducirla más. Pero en el caso de agravación de síntomas, cuando usamos dosis repetidas sin diluir, no podemos distinguir el signifi de dicha agravación.

Conocía al Dr. Alfonso Fernández de los encuentros periódicos en los Seminarios de Homeopatía Europea. Homeopatía Europea utilizaba la quinta edición del Organon como referencia, ya que la aplicación del método homeopático más ortodoxo se basaba en Kent y sus discípulos. Kent nunca conoció la sexta edición.

Era a finales de agosto de 1981 cuando decidí con Alfonso retirarnos durante 1 semana a estudiar intensamente la sexta edición del Organon. La epidemia en Madrid del síndrome tóxico por el aceite de colza había empezado y por aquel entonces se llamaba neumonía atípica: era la patología de la fase aguda.

Nos encerramos durante 7 días en el monasterio de Poblet (una fortaleza del siglo xiii) lugar ideal para descubrir los secretos que guardaba el último legado de Hahnemann: “mi nuevo y perfeccionado método”.

Lo que comprendimos de su estudio nos dio absoluta certeza en el método de Hahnemann y nos llevó a Leganés.

En el otoño de 1981, durante un período de 4 meses, más de 500 pacientes afectados del síndrome tóxico por el aceite de colza fueron tratados con estricta aplicación del método homeopático descrito en la sexta edición del Organon.

Cada día Alfonso y yo nos levantábamos al alba como los monjes, que a esa hora llenaban el claustro de cantos gregorianos. Después de desayunar con ellos, cada uno desaparecía para ocuparse de su tarea y nosotros nos encerrábamos en una pequeña habitación de una de las torres medievales y leíamos y reflexionábamos cada parágrafo de la sexta edición. En aquella semana revisamos el Organon 3 veces. Al final nos los sabíamos de memoria.

En el Organon está bien claro el procedimiento de cómo tratar una epidemia. En el caso del aceite de colza parecía que sería todavía más sencillo, puesto que se trataba de un síndrome tóxico y, por lo tanto, detectable por su sintomatología que, como cabía esperar, sería más uniforme que la producida por una bacteria o virus y por lo tanto más fácil de individualizar (la intoxicación química no involucra tanto la idiosincrasia del paciente).

Había programado un seminario de Homeopatía Europea para finales de septiembre en Mallorca. Pensamos que esta sería una buena oportunidad, si conseguíamos material clínico, de estudiar la búsqueda del remedio epidémico con la ayuda de los tutores de Homeopatía Europea. Por eso nos desplazamos a Madrid 10 días antes, para así poder recoger casos clínicos y estudiarlos en Mallorca.

Un contacto del Dr. Alfonso de Comisiones Obreras en Madrid nos llevó a Leganés. La epidemia afectó a unas 30.000 personas. En ese barrio dormitorio de las afueras de Madrid había unos 3.000 afectados por la epidemia. Durante 1 semana recogimos unas 50 historias clínicas de niños y adultos de ambos sexos. Volamos a Mallorca con la esperanza de que entre aquellos 50 casos hubiera suficiente información para descubrir el genio epidémico.

Cuando estudiamos los casos, a pesar de haber recogido una gran variedad de síntomas, no hubo manera de encontrar el genio epidémico y, por lo tanto, el o los remedios similares al caso. Es decir que no pudimos distinguir los síntomas raros, peculiares, notables y característicos de la epidemia, el genio de la epidemia. Al no poder caracterizar los síntomas de la epidemia, como diría Kent, teníamos síntomas pero no un caso. De todas formas nos fuimos a Madrid.

Si conocisteis al Dr. Alfonso ya sabéis lo pertinaz que era. Al mismo tiempo había prometido a la gente de la asociación de afectados por el aceite de colza de Leganés que volveríamos para tratarlos, y así fue. La posibilidad médica de confirmar a Hahnemann lo convertía en una aventura científica.

Cuando salimos de Barcelona, el coche de Alfonso estaba tan lleno que no se podía ver por el retrovisor. La mayoría del equipaje consistía en cajas de botellas de 250ml para hacer las diluciones. Habíamos decidido usar solo remedios en LM y aplicar al pie de la letra las indicaciones de la sexta edición del Organon. Esta vez la aplicación sería en masa. Con la poca bibliografía clínica existente en aquel tiempo sobre el uso de las LM, la única referencia eran las indicaciones de Hahnemann. Todo estaba por descubrir, y eso lo hacía aún más fascinante.

Era media tarde cuando paramos en Torija, un pueblo ya cerca de Madrid con un castillo templario todavía en pie. La plaza del pueblo estaba desierta. Un anciano sentado en un banco parecía ser el único habitante, era el aguacil y tenía las llaves del castillo. El aguacil tenía enfi así que nos dejó las llaves para descubrir el castillo por nuestra cuenta.

Era una fortaleza templaria cuadrada, con 4 torres, una en cada esquina. Subimos a una de ellas, la del oeste. El sol empezaba a descender en el horizonte —donde se dibujaba la silueta de nuestro destino, Madrid— cuando me di cuenta de que era el segundo castillo de la historia y me preguntaba cómo sería el tercero. Y a todo esto, todavía no teníamos el remedio epidémico.

Ese fue el contenido de la conversación que tuvimos con Alfonso en aquella torre, que no sabíamos qué remedio usar.

Por cada acción hay una reacción. Es la acción de una intención sincera la que genera, como por resonancia, la aparición de los requerimientos necesarios para implementar dicha intención. Nuestro deseo genuino de dejar nuestras consultas para embarcarnos en el tratamiento de gente enferma en un suburbio pobre de Madrid de una epidemia que nadie entendía y que nadie sabía cómo tratar, tarde o temprano iba a generar la resolución de nuestras necesidades. Y en aquel momento, la necesidad fundamental era encontrar el remedio similar al genio epidémico (no teníamos el genio, no había remedio).

Y así ocurrió. Al dejar Torija, Alfonso conducía y yo tenía en mis manos el tercer tomo de la edición francesa de Las enfermedades crónicas de Hahnemann, traducida del alemán por el Dr. Jourdan (Paris, 1846). El último remedio del tercer tomo es Zincum Metallicum. No sé por qué abrí esta página y empecé a leer. Cuanto más leía más reconocía aquellos síntomas de los que me hablaba Hahnemann: yo ya los había visto antes. Empecé a leer en voz alta los síntomas a Alfonso. Los ojos de Alfonso se iluminaron de excitación. Incluso en francés, podía reconocer los síntomas que habíamos visto en aquellos 50 pacientes de Leganés. Nuestra experiencia existencial del fenómeno estaba haciendo la síntesis y Hahnemann —con su meticulosidad prusiana, en el perfecto francés del Dr. Jourdan— nos hacía el regalo más anhelado. Ya teníamos el remedio: era Zincum.

Atardecía cuando finalmente aparcamos en una plazuela de Leganés. Nuestra consulta-dormitorio era un gimnasio localizado en los bajos de un edificio de 7 pisos. De día era un consultorio, de noche dormíamos en el suelo con colchonetas.

Al cabo de 1 semana de llegar, entre Alfonso y yo veíamos a unos 30 pacientes cada día. Muchas veces terminábamos haciendo visitas a domicilio por la noche. Muchos enfermos estaban neurológicamente impedidos.

Clínicamente, la epidemia mostraba 2 fases evolutivas: la primera aguda, la segunda crónica.

La fase aguda se caracterizaba por una neumonía aguda que no respondía a antibióticos (solo a esteroides) y que causó la mayoría de las muertes.

Los pacientes que superaban esta fase aguda empezaban a desarrollar una mielitis de mayor o menor intensidad, con parálisis espasmódica progresiva, neuritis y atrofi muscular que terminaba en parálisis respiratoria y que fue responsable de la mayoría de las muertes en este estadio.

Al cabo de 1 semana de llegar, empezó a haber demasiadas botellas de “plus” circulando por Leganés.

El ambulatorio de la Seguridad Social de Leganés había creado una unidad especial para el tratamiento exclusivo de pacientes afectados por la epidemia. El tratamiento consistía fundamentalmente en corticosteroides; se añadían otros fármacos en función de la sintomatología, en particular para contrarrestar los dolores neuríticos y espasmódicos producidos por la mielitis.

Para nosotros era un requisito fundamental suspender el tratamiento con corticosteroides al empezar a administrar el remedio homeopático y así poder evaluar los resultados claramente. En particular porque la mayoría de los pacientes presentaban un grado de sensibilidad reactiva exagerada, incluso a remedios homeopáticos.

De todas maneras, sabíamos que la suspensión del “tratamiento oficial” de los pacientes tarde o temprano iba a traer consecuencias.

Hacía aproximadamente 2 semanas que estábamos tratando pacientes cuando se presentaron, ya entrada la tarde, 2 policías de paisano que querían hablar con nosotros. Tenían la orden de llevarnos al Ministerio de Sanidad para hablar con cierto funcionario. Nos dijeron que no era una detención pero que teníamos que ir con ellos y que pusiéramos las cosas fáciles. Ya sabéis cómo era Alfonso cuando se enfadaba.

Eran las 8 de la noche cuando llegamos al ministerio. Llovía. En un despacho de la planta 12, los policías nos dijeron que esperásemos y se marcharon. “Un día gris a Madrid” era la canción que recordaba cuando nos vinieron a buscar para llevarnos ante la presencia del subsecretario. En un enorme despacho mal iluminado, un señor entrado en carnes lo primero que nos pidió fue nuestro carnet de identidad y el carnet de colegiado.

Inmediatamente nos hizo saber que nuestra práctica en Leganés era ilegal, puesto que no estábamos colegiados en Madrid. Al mismo tiempo era muy arriesgado e irresponsable ofrecer un tratamiento, no probado en eficacia, a pacientes crédulos en busca de curas milagrosas. Por todo ello nos pedía, con un aire autoritario, que cesáramos toda actividad médica inmediatamente. A cambio nos prometía organizar una reunión con la Comisión Científica y presentarles nuestro plan de tratamiento para evaluarlo. Nos devolvió los documentos y nos fuimos.

Conociendo a Alfonso, era de suponer que al día siguiente haríamos todo lo contrario. Nos fuimos, primero, a colegiarnos en Madrid y, segundo, pedimos refuerzos para trabajar todavía más. Las Dras. Encarna Villar y Pilar Cuadrat nos aseguraron que en unos días llegarían para unirse al equipo.

Aquella noche, al llegar a Leganés nos informaron de que había una reunión pública en el anfiteatro local en la que iban a hablar de nosotros. La reunión estaba presidida por 8 médicos del ambulatorio local, responsables del seguimiento exclusivo de los pacientes de la epidemia. El anfiteatro estaba lleno: más de 1.000 personas se amontonaban para participar en la discusión.

El Dr. Alfonso y yo entramos por la puerta de salida superior que nos llevó directo a la última fila. Desde allí, sin que nadie notara nuestra presencia, fuimos testigos de lo irónico de la situación. En aquel momento, el médico del ambulatorio estaba hablando de lo peligroso que era dejar el tratamiento con corticosteroides y tomar un líquido desconocido. De golpe, una señora sentada en una silla de ruedas —justo delante de la mesa directiva— lo interrumpió en voz muy alta. Ella conocía bien al médico: lo había estado visitando cada semana en el ambulatorio desde hacía 2 meses por sus dolores paralizantes, y por eso lo llamaba por su nombre propio. La mujer estaba en una silla de ruedas debido a una mielitis aguda; súbitamente se levantó y se puso andar anda y le dijo: “Doctor, ¿se acuerda de mis dolores?, se han ido, ya no necesito la silla y encima ¡no me han cobrado nada!”.

Aprovechamos el alboroto que siguió al testimonio de esa mujer y Alfonso y yo desaparecimos por la misma puerta por la que habíamos entrado.

Dos días más tarde recibimos la comunicación de que la entrevista con la Comisión Científica para la epidemia por aceite de colza estaba programada para el 10 de noviembre de 1981, a media mañana. Necesitábamos peso moral y científico para la reunión y Alfonso llamó al Dr. Jacques Imberechs de Bruselas.

El Dr. Imberechs llegó al día siguiente y durmió con nosotros en el suelo, en una colchoneta.

Era frío Madrid en noviembre, igual que las caras de los 5 científicos que, sentados en una esquina de una mesa oval extremadamente larga, nos miraban con ojos inquisitoriales cuando entramos en la habitación. La reunión empezó con las debidas presentaciones de cada miembro reunido. La presencia del Dr. Jacques Imberechs realmente infundió un cierto respeto de internacionalidad al proyecto de los médicos catalanes. Así era como nos llamaban en Leganés. Después de mucho hablar, nos dimos cuenta de que, en realidad, perseguían el mismo objetivo que el señor gordo del Ministerio de Sanidad. Debíamos cesar inmediatamente nuestra práctica en Leganés y presentar en 1 mes los protocolos de selección y administración del tratamiento, así como la literatura científica de las sustancias a utilizar. La comisión nos prometía revisarlos y quizás implementarlos si eran aceptados.

En ese momento el Dr. Alfonso se levantó y dijo con tono fastidiado: “Señores, ustedes son médicos como nosotros, pero ustedes no conocen la homeopatía y, por lo tanto, no pueden juzgar nuestra ciencia”. Nos levantamos y nos marchamos. El Dr. Imberechs volvió a Bruselas y nosotros a Leganés. Al día siguiente —11 de noviembre de 1981— el diario El País informaba:

“Sanidad exige que cualquier terapia para el envenenamiento por el aceite de colza se someta a su consideración.

La Comisión Científica y de Investigación […] han exigido, en una reunión celebrada en el Insalud, que cualquier proyecto terapéutico sea sometido a su consideración […].

En concreto, se ofreció a los doctores Fernández Martínez y Dalmau Carré que presentaran a la Comisión Científica un proyecto terapéutico que se ajuste a las normasantes indicadas. […]”.

Aquel día tuvimos la placentera sorpresa de que un vecino del bloque de pisos donde estaba el gimnasio nos dejaba un piso vacío para vivir. En 24h, la asociación de afectados nos lo llenó de todo lo necesario para funcionar decentemente. La consulta seguía siendo el gimnasio.

Dos días después llegaron las Dras. Villar y Cuadrat y con ellas llegó más expansión en forma de una oferta de nuevos consultorios. Se trataba de un pequeño complejo de consultorios de la Seguridad Social que los psiquiatras usaban para consultas externas solo 1 día a la semana, el resto permanecía vacío.

Los psiquiatras estaban peleados con los médicos del ambulatorio. Su oferta era más bien una venganza personal contra los médicos del ambulatorio que un acto de solidaridad entre colegas, pero para nosotros significaba salir del gimnasio lleno de cucarachas y por supuesto aceptamos.

Un fin de semana tuvimos la agradable visita del grupo de colegas de Barcelona. El Dr. Luqui y otros 12 nos confirmaron que debíamos continuar visitando y abandonar por completo la idea de presentar un protocolo homeopático a la Comisión Científica. Nuestro poder estaba en el tratamiento del mayor número posible de pacientes.

Los enfermos que durante 3 meses vinieron par ser tratados por nosotros lo hicieron porque Zincum funcionaba. Zincum era el remedio en el 90% de los casos. El método “plus” funcionaba. Era claro y sencillo de usar. Solo 3 observaciones pronósticas, solo 3 posibilidades de reacción, fácil de distinguir.

Debido a la exagerada hipersensibilidad neural, muchos pacientes experimentaban agravaciones de síntomas después de la primera dosis. Por ello, multitud de veces tuvimos que diluir el remedio poniendo una cucharada de la primera botella en una segunda y a veces en una tercera botella hasta que la agravación del principio desaparecía. El paciente mejoraba progresiva y gradualmente y la toma del remedio continuaba hasta que aparecía la indicación de parar, señalada por la agravación de los síntomas iniciales.

Simple. Solo una mente alemana lo podía concebir. La genialidad que Hahnemann muestra en su última edición, incluso hoy día está subestimada.

Las doctoras trabajaban duro. La actividad era frenética y el número de pacientes seguía aumentando.

Había más de 500 historias clínicas cuando las empaquetamos para volver a Barcelona. Todo terminó casi de golpe.

Fue a fi de diciembre, cuando el Gobierno promulgó una ordenanza respecto al derecho legal a compensaciones económicas de los afectados por la epidemia del aceite de colza. En ese decreto se especificaba que todo afectado que no siguiera o que dejara el tratamiento médico ofi no estaría cualificado para recibir indemnizaciones.

La gente empezó a tener miedo. Dejó de venir. Otros en su ignorancia y desesperación incluso empezaron a ingerir aceite para ver si se enfermaban y así recibir compensaciones. Y lo más triste del caso era que el aceite de colza no era el responsable de la epidemia; pero esta es otra historia.

Y nos volvimos a Barcelona.

Sin el Dr. Alfonso Fernández, el tratamiento homeopático en 1981 en Leganés de más de 500 afectados por el aceite de colza y la aplicación en masa de las indicaciones terapéuticas —LM y “plus”— de la sexta edición del Organon, nunca hubiera tenido lugar.

Su carácter apasionado y seductor se acompañaba de una gran tenacidad en perseverar hasta alcanzar el objetivo. Obstinado, industrioso, apurado e impaciente: esa naturaleza era al mismo tiempo una fuerza conductora de realización. Las cosas, con él, ocurrían. Su inteligencia vivaz y su rápida comprensión hacían fácil el diálogo científico entre nosotros y, como si fuera mi complemento intelectual, él me devolvía las ideas que yo le lanzaba preñadas de nuevas ideas, ¡fascinante!

El Dr. Alfonso Fernández fue el hombre de aquel momento, el genio de la epidemia.

http://www.drdalmau.com/about_dr_dalmau/

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