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Vol. 21. Núm. 3.
Páginas 215-218 (Julio - Septiembre 2012)
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Páginas 215-218 (Julio - Septiembre 2012)
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Siempre nos quedará la innovación
We will always have innovation
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Patricio Morcillo
Departamento de Organización de Empresas, Facultad de Ciencias Económicas, Universidad Autónoma de Madrid, Ctra. de Colmenar Viejo, km 15, 28049 Madrid, España
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Dos millones de años nos contemplan. Hace 2 millones de años, aproximadamente, que se creó el género Homo. Dos millones de años durante los cuales se ha labrado la historia de la evolución humana, una historia de adaptaciones continuas a cambios suscitados, en buena medida, por unas innovaciones que iban viendo la luz con la firme intención de ofrecer unos beneficios a los usuarios.

Las primeras innovaciones de los homínidos fueron las herramientas líticas. Tan importante era el avance registrado con la fabricación de útiles, que las diferentes culturas conocidas durante el paleolítico, el mesolítico y el neolítico se fueron clasificando en función de las industrias creadas por el Homo faber (el hombre que crea y fabrica herramientas). Asociamos la cultura olduvayense con la elaboración del chopper o piedra afilada por un lado tras golpear 2 cantos rodados. El chopper servía para machacar los huesos de la carroña y así acceder al tuétano de los huesos rico en fósforo, tan benéfico para el desarrollo del cerebro humano. Relacionamos la cultura achelense con la creación del bifaz o hacha de mano, santo y seña de la simetría. Se empleaba para cortar, raspar, escarbar, despellejar, tallar, perforar…, y dado su multiuso se le llama, coloquialmente, «la navaja suiza del paleolítico». Identificamos la cultura musteriense con la piedra pulida y con la producción de instrumentos especializados basados en el uso de lascas. Con las culturas auriñaciense y solutrense se comenzó a elaborar herramientas más sofisticadas combinando la piedra con otros materiales como la madera, los huesos, el cuero y las fibras vegetales. Aparecieron entonces la azada, la hoz, la lanza, los cuchillos y el hacha con mango, que abrieron durante el neolítico las puertas a la caza y a la agricultura. A renglón seguido, los homínidos construyeron las primeras cabañas y montaron sus campamentos al aire libre para estar más cerca de los recursos naturales como el agua y la tierra.

La llegada del Homo sapiens (el hombre que sabe) a Europa borró del mapa al Homo neanderthalensis, quien, a pesar de ser nativo, desapareció por carecer de esa capacidad de adaptación que requerían los nuevos tiempos. Frente a esa incompetencia manifiesta del neandertal ante las nuevas exigencias, se erigió la figura del Homo sapiens, que era todo un modelo de adaptación. Durante su largo periplo, que le llevó desde el Gran Valle del Rift a Europa Occidental pasando por Asia, se enfrentó a constantes vicisitudes que no solo le enseñaron a tener que aclimatarse en tiempo récord para sobrevivir, sino que también fueron alimentando su espiral del conocimiento. Comparada con la comodidad del neandertal aferrado a su territorio y entorno, la inquietud del Homo sapiens por superar las adversidades, le hizo fuerte y adaptativo (Leakey, 1994).

Hace 25.000 años el Homo sapiens se convirtió en nuestro descendiente más directo. Incrementadas las capacidades mentales del homínido, se pudo aprender e inventar utilizando estructuras cognitivas y tecnologías cada vez más complejas. El desarrollo tecnológico tomó su velocidad de crucero y se disparó la propensión a innovar produciéndose, en estos últimos 2.000 años, transformaciones culturales, sociales y económicas jamás conocidas en la historia de la humanidad.

A imagen y semejanza de un proceso autocatalítico que se acelera a una velocidad que aumenta a medida que pasa el tiempo porque dicho proceso se cataliza a sí mismo (Diamond, 1997), las innovaciones engendran cada vez más innovaciones, y el tiempo transcurrido entre la gestación de una innovación y su momento de máxima difusión es cada vez más corto.

Procesos de aprendizaje y cultura

La historia de la evolución demuestra que nuestro desarrollo como ser humano no solo es genético, por herencia biológica, sino también cultural, por aprendizaje social (Mosterín, 2009). La cultura constituye una forma de mirar el mundo, una manera de relacionarnos con los agentes y con las organizaciones del entorno. La cultura lo abarca todo: creencias, valores, convicciones, informaciones, ideas y pautas de comportamiento transmitidas por el lenguaje, incluidos los símbolos, la tecnología y el aprendizaje.

La cultura se crea y se adquiere. Creamos cultura, porque ahí donde hay personas se interactúa y se van adoptando unas reglas que, con el día a día, se cristalizarán y formarán los cimientos de un modelo de cultura. Pero, también, adquirimos una cultura porque somos depositarios y herederos de unos valores y de unos rasgos ya existentes que nos han ido inculcando mediante procesos de enculturación o de endoculturación (procesos de aprendizaje de origen, básicamente, familiar) (Mead, 1970). Sin embargo, la replicación de los patrones culturales aprendidos de una generación a otra nunca es completa, nunca es una copia exacta al cien por cien, porque se agregan nuevas ideas, nuevos conocimientos y nuevas conductas. En este sentido, dichos procesos de enculturación o de endoculturación solo explican la continuidad de una cultura, no su evolución basada en una eficiente capacidad de adaptación a los nuevos contextos.

Con respecto a la evolución de la cultura, Dawkins (1976) popularizó el enfoque memético. Acuñó el término «meme» tras considerar que junto a los replicadores de origen genético —los genes— emergían unos replicadores no genéticos —los memes—, que son unidades de información que hacen evolucionar la cultura humana. En consecuencia, los memes son informaciones, ideas, costumbres, habilidades, tecnologías, etc. que se transmiten de forma selectiva, y a las que debemos añadir la experiencia personal para interiorizarlas (Blackmore, 1999). Y al pasar por ese tamiz de la selección e interpretación humana es cuando se produce la evolución cultural, que es utilizada para comprender mejor los cambios (Cavalli-Sforza y Feldman, 1973; Cloack, 1975; Boyd y Richerson, 1985; Calvin, 1996).

Si la idea de evolución cultural admite que se produce un avance cuando las informaciones se explotan por un grupo de personas que hacen un uso diferencial de aquellas en función de las interacciones que se desencadenan entre los diferentes agentes que componen el medio, podríamos asimilar la idea de evolución a la de imitación creativa.

Esa misma idea de «imitación creativa» es la que prevalece en muchas empresas innovadoras. Empresas que apuestan por un progreso gradual, permanente, seguro y rápido en lugar de partir a la busca y captura de innovaciones revolucionarias. Pues aunque no se pueda descartar la generación de innovaciones radicales y rupturistas, debido a las positivas implicaciones económicas que las mismas provocan a medio y largo plazo, debemos convenir que si todas las entidades hubiesen tenido que evolucionar y crecer en función de su exclusiva y rotunda capacidad de invención, el progreso económico y social hubiese ido mucho más lento.

Trasladando el análisis de los memes a la realidad empresarial, el meme se asimila al concepto de competencia o al de capacidad1. Pues, si un meme es una unidad de información residente en el cerebro y sus efectos fenotípicos son las manifestaciones exteriores que el mismo produce en los individuos (palabras, escritura, rasgos físicos, comportamientos, etc.), podemos afirmar que el conjunto de los memes que el cerebro humano acoge refleja, en definitiva, «lo que sabe hacer el individuo», y los efectos que origina este conjunto de memes traducen «lo que este individuo hace». Ahora, desde la perspectiva de la teoría de los recursos y capacidades y del enfoque de competencias, «lo que sabe hacer especialmente bien una empresa» está consignado en la cartera de competencias que la misma controla, y los efectos que ocasionan estas competencias es el desempeño alcanzado vía actuación, es decir, las áreas de negocio creadas o, simplemente, los bienes y servicios generados.

Las competencias empresariales son, al igual que los memes, informaciones interiorizadas mediante procesos de aprendizaje, a las que se les suma la propia experiencia adquirida por la empresa para convertirlas en conocimientos específicos.

En resumen, el ser humano, como cualquier otro animal, obtiene informaciones por herencia biológica —los genes— (lo que constituye su naturaleza y define sus predisposiciones) y por aprendizaje social —los memes— (que determinarán su conducta futura). Y de la misma forma, la empresa recurre a estos 2 procesadores de informaciones: primero, las informaciones que emergen de «sus condiciones de base», entendiendo que la organización adquiere inclinaciones innatas cuando se crea, en función de la fecha, del lugar y de los recursos elegidos en este momento, y acto seguido la entidad empieza a agregar informaciones procedentes de su aprendizaje para generar unas competencias que la diferenciarán de los competidores.

Desde esta óptica, es importante no pensar en la cultura como conducta sino como esa información que regula y especifica la conducta (Durham, 1991). Asimismo, si relacionamos la cultura con el proceso estratégico de la empresa estaremos centrando nuestro interés en los efectos que puede producir dicha cultura, y la misma determinará, por consiguiente, «lo que está en condición de poder hacer bien la empresa».

Acerca de la ventaja adaptativa

Dependiendo de sus respectivas capacidades de adaptación, los seres humanos y las organizaciones se acomodarán a las primeras de cambio o, por el contrario, a regañadientes a las transformaciones originadas por las innovaciones. Siendo así, el papel que desempeñan el aprendizaje y la cultura resultante es lo que establecerá el carácter «adaptante» o «mal adaptante» de las organizaciones.

A este respecto, el modelo de cultura que favorecerá la adaptación constante de una organización empresarial a los cambios que emerjan en su entorno tendrá que ser, necesariamente, de carácter abierto, flexible, ilusionante, atrevido y anticipativo. Será un modelo de cultura que no cierre las puertas a las transformaciones y sustituya las actitudes de resistencia al cambio por unos estados de ánimo proclives a emprender nuevos proyectos basados en inéditos sistemas de relaciones. Podríamos definir este modelo de cultura de innovación de la siguiente manera:

Una cultura de innovación responde a una forma de pensar y de actuar que genera, desarrolla y establece valores, convicciones y comportamientos propensos a suscitar, asumir e impulsar ideas y cambios que suponen mejoras en el funcionamiento y en la eficiencia de las empresas, aun cuando ello implique una ruptura con lo convencional o tradicional. (Morcillo, 2007)

No obstante, las innovaciones, en el momento en que se generan y difunden, no solo entran a formar parte de un sistema adaptativo promovido por una empresa, sino que también son parte integrante de los distintos elementos que conforman las culturas de los demás agentes vigentes en el entorno. Tal y como lo refleja la figura 1, las innovaciones implican interrelaciones en cadena entre los productores y los consumidores o entre los emisores y los receptores de las mismas. En este sentido, el flujo 1 de la figura 1 plantea que la cultura corporativa definida por una empresa puede o no favorecer el desarrollo y lanzamiento de innovaciones. El flujo 2 pone de manifiesto que las innovaciones, dependiendo de sus características, modificarán, en mayor o menor medida, las creencias y patrones de comportamiento de los clientes. Y, los flujos 3 y 4, que incorporan la dimensión adaptativa, señalan que tanto la cultura ambiental como la corporativa facilitarán o perjudicarán el desarrollo y la aceptación de innovaciones (Kotter y Hesket, 1992).

Figura 1.

Conexiones entre culturas e innovaciones. (Fuente: Morcillo, 2007).

(0,1MB).

Si aplicamos la más elemental lógica a nuestra reflexión, será estratégico para las empresas intentar transformar esta capacidad de adaptación, en caso de que la tuvieran, en ventaja adaptativa. Pues de la misma forma que la dotación de recursos permite a una economía poseer ventajas comparativas, y que la gestión acertada de unos factores de producción procura a una empresa el control de unas ventajas competitivas, la definición e implantación de un modelo de cultura adecuado, es decir de carácter innovador, confiere a una entidad la posibilidad de generar una ventaja adaptativa que, primero, apuntalará su potencial innovador; segundo, le permitirá desarrollar una estrategia de pionero, y, por último, la diferenciará de unos competidores menos avezados.

En las empresas pueden imperar varios tipos de modelos de cultura, pero la idea que aquí se defiende es que al concebir un modelo de cultura de innovación se crea un sistema adaptativo que puede derivar en la generación de una ventaja adaptativa. Ventaja que acelere, por un lado, la adopción de innovaciones de origen ajeno (de fuera hacia dentro) y, por otro, el desarrollo y difusión de innovaciones propias (de dentro hacia fuera). Definimos, por tanto, este concepto de ventaja adaptativa como «aquel atributo o característica diferenciadora que emana de un ágil sistema adaptativo instaurado por un modelo de cultura de innovación empresarial. Dicha ventaja suscitará, por consiguiente, la generación de habilidades organizativas capaces de convertir los cambios, promovidos por la propia empresa o procedentes de cualquier otro agente del entorno, en oportunidades de negocio». Esta ventaja adaptativa es, en definitiva, una ventaja evolutiva, en tanto en cuanto ofrece respuestas pertinentes ante los cambios, y eso es lo que les permitirá seguir existiendo.

La cultura hace a la empresa única porque cada organización posee sus propias predisposiciones y sus personales capacidades de absorción para interiorizar las informaciones. Como manifestaban Kroeber y Kluckholn (1952), existen tantos modelos de cultura como organizaciones, ya que los rasgos y factores sobre los que se apoyan las sociedades humanas son intrínsecos por esencia. Visto así, podemos declarar que, en función de esta evidencia, los proyectos de innovación que se acometerán en cada caso serán, en su concepción y gestación, también, únicos.

Una empresa puede empezar a aprender a ser innovadora por exigencia del guión dedicando importantes recursos tangibles e intangibles a la I+D o invirtiendo en la adquisición de tecnología ajena (patentes, licencias, asistencia técnica, etc.), pero nunca lo podrá hacer igual de bien que esa otra empresa que sea innovadora por vocación. Es decir, como aquella entidad que vive la innovación como algo natural y opta por un modelo de cultura específico diseñado para suscitar, en todo momento, esa creatividad individual, grupal y organizativa capaz de convertir el conocimiento en innovación.

En síntesis, la ventaja adaptativa generada por el modelo de cultura elegido será la que le permita a la empresa apropiarse, transmitir y compartir, según se mire, las utilidades de las innovaciones antes y mejor que los competidores, con todo lo que ello implica en términos de posición competitiva y de supervivencia.

La dimensión estratégica de la cultura

Cuando peor lo estaba pasando el joven Matías Pascal (Pirandello, 1904), una pirueta del destino le hizo vivir un doble acontecimiento: que le tocase una fortuna en el casino y que le confundiesen con un cadáver hallado muy cerca de su casa por presentar ciertas similitudes físicas con él. Libre de ataduras sociales, familiares y morales, Matías adoptó una nueva personalidad, rehaciendo su vida a su antojo. Pero lo que al principio pudo considerarse como una oportunidad para dejar atrás lo más ruin de su existencia, se transformó muy pronto en una pesadilla. Matías no lograba desembarazarse de su pasado, y no tuvo más remedio que terminar viviendo oculto como un fantasma. Pues cuando uno arrastra problemas de identidad y, además, lo sacan de su entorno, lo acaban matando. No es nadie.

La lección es evidente, y así la expresaba Matías Pascal: «¡Cómo me había hecho yo la ilusión de que un tronco podía vivir separado de sus raíces!». Pirandello escribía: «La estrategia es el arte de renacer. Solamente es posible construir a partir de lo que somos. Empezar de nuevo implica aceptar todo lo que hemos sido para, desde allí, alcanzar nuevas cotas».

Metáfora o no, es evidente que la cultura no se puede desvincular de la estrategia. Son como dos caras de una misma moneda, son el yin y el yang, ya que ninguna empresa puede formular lo que quiere ser (su estrategia) sin tomar en consideración lo que es (la viva expresión de su cultura).

La cultura y la estrategia son complementarias, son interdependientes, no puede existir la una sin la otra porque nada existe en absoluta quietud, y se regeneran mutuamente para que la empresa origine estados de equilibrio.

Hoy se repite hasta la saciedad de que la innovación se ha convertido en un factor de competitividad clave, queriendo poner de manifiesto que las empresas no se pueden permitir el lujo de dar la espalda a la innovación, pero cabe destacar que este planteamiento no es un fenómeno nuevo. Schumpeter (1911), con buen criterio, ya decía que «las empresas son innovadoras o no existen», queriendo indicar que no hay empresa que sobreviva si no es capaz de modernizar sus instalaciones, regenerar su cartera de productos e incorporar nuevas tecnologías.

Lo que en la actualidad caracteriza a la actividad innovadora es su sistematización, generalización, aceleración y transversalidad (Morcillo, 2011). La sistematización se plasma en la concepción y gestión de la innovación empresarial, que ya no se concentra en el departamento de I+D sino que se extiende por toda la organización y fuera de ella acometiendo proyectos de innovación abiertos mediante la constitución de grupos multidisciplinares y multifuncionales específicos, y donde diferentes expertos, pertenecientes o no a la empresa, ponen en común sus conocimientos complementarios para obtener resultados óptimos en cada caso. La generalización se refiere al hecho de que todas las empresas, sin excepción, independientemente de su tamaño y sector de actividad, deben recurrir a la innovación para afrontar sus actividades futuras con elevadas probabilidades de éxito. La aceleración implica la constante aparición de innovaciones que repercuten en el ciclo de vida de los productos cada vez más corto. Entre la fase de lanzamiento de un producto y la de máxima venta transcurrían 35 años en 1920, 22 en 1945, 8 en 1960 y menos de 2 años a principios de este siglo. Y la transversalidad se refiere a esa particularidad exploratoria que conduce a las empresas que controlan una tecnología básica y combinatoria a exprimir todas sus posibilidades económicas, incluida la que le permite entrar en otros sectores de actividad cuando los productos puedan beneficiarse de esa tecnología genérica.

La figura 2, que recoge los elementos constitutivos del pensamiento estratégico tal y como se puede configurar para un proyecto empresarial, expone de alguna forma cómo concebimos ese andamiaje que integra las diferentes cuestiones analizadas. Partimos de la definición de la naturaleza empresarial («lo que somos»), fiel reflejo de su modelo de cultura de innovación, en parte adquirido (por herencia) y en parte creado (por aprendizaje).

Figura 2.

El pensamiento estratégico empresarial. (Fuente: Elaboración propia).

(0,17MB).

Al ser de origen innovador, la cultura corporativa mejorará la capacidad de adaptación de la organización hasta tal punto que esta aptitud se transformará en una ventaja, sinónimo de evolución y sostenibilidad. La valorización de dicha ventaja adaptativa, junto a las otras dos clases de ventajas —las comparativas y las competitivas—, cuando se controlen, se conseguirá a partir de la sabia definición de la línea estratégica de la empresa («lo que haremos») que será toda una exhibición de lo que pretende ser la empresa en un futuro. Pero esa misma línea estratégica, expresada a través de la estrategia competitiva, también será la que, con un efecto de retroalimentación, permitirá enriquecer el modelo de cultura (es decir, «lo que somos») inicial de la empresa. Por lo que el proceso estratégico es circular, y vendrá impulsado por el aprendizaje.

A modo de conclusiones

La senda está trazada: más cultura, más gestión y más estrategia. Más cultura de innovación para generar la ventaja adaptativa, más gestión para enriquecer y proteger la ventaja adaptativa y más estrategia para explotar la ventaja adaptativa fuente de sostenibilidad.

Descartes escribió en su Discurso del Método: «Je pense, donc je suis», «Pienso, luego existo», es decir, «Pienso, porque existo». Partiendo de esta afirmación, podríamos deducir que «Innovamos, porque existimos», pero una vez asumida esta verdad, y de acuerdo con la evolución, también cabría manifestar que «Existimos, porque innovamos». En el origen está la organización o empresa, pero si la misma no innova no podrá seguir desarrollándose. En esa tesitura se apuntaba Schumpeter (1911) al escribir que «las empresas son innovadoras o no existen». Aludimos, al principio de este artículo, a la aparición del género Homo (primero fueron) y a la evolución humana basada en el desarrollo de la innovación (después pensaron en hacer), pero haciendo uso de esa relación biunívoca igualmente cabe afirmar que el género Homo pudo evolucionar porque innovó.

Bien es cierto que el hecho de tener que adaptarse nunca ha sido una opción sino una necesidad, porque tal y como lo hemos comprobado, toda evolución se ha apoyado y sigue apoyándose en la capacidad de aclimatación a los cambios. Pero la diferencia está en que hoy la exigencia es mayor y más urgente por la sencilla razón de que los entornos son más dinámicos, complejos y hostiles que nunca y no admiten demoras por parte de sus agentes. Los entornos son, al fin y al cabo, unos «hacedores de huecos» (creación de nuevas necesidades) que las innovaciones deben intentar rellenar de manera eficiente. En este contexto, la ventaja adaptativa está llamada a desempeñar un papel clave porque, por una parte, espolea la capacidad innovadora de la organización y, por otra, junto a las ventajas comparativas y competitivas, constituye un eslabón que conecta e integra el pensamiento con el proceso estratégico operando como regenerador y acelerador de este último.

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No entraremos aquí en el debate semántico acerca de los conceptos de competencias y capacidades, y en su carácter dinámico o no. Basta con precisar que entendemos que una capacidad es parte integrante de una competencia. Que una competencia traduce lo que sabe hacer especialmente bien una empresa, y que la capacidad es lo que da a esa competencia su carácter idiosincrásico y le confiere una cierta sostenibilidad.

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