La valoración geriátrica (VG), tal como la entendemos hoy día, tiene unos 65 años de historia. Hemos de remontarnos a los trabajos de Warren1,2, en los años cuarenta del siglo pasado, para reconocer en ellos las primeras descripciones en las que se evalúa, junto al diagnóstico clínico, el estado cognitivo, la movilidad, la deambulación, la continencia u otras funciones con el objetivo específico de diseñar tratamientos integrales y planes de cuidados adaptados a las condiciones individuales de los pacientes ancianos. Los buenos resultados empíricos, casi inmediatos, obtenidos en la evolución de los enfermos, más que una base teórica o académica, validaron esta práctica, convirtieron a la VG en uno de los elementos que dieron carta de naturaleza a la geriatría y favorecieron su difusión. Desde los orígenes de la VG, la valoración de la esfera funcional (entre otras) constituyó una parte esencial de ésta. Dos o tres décadas después (en los años sesenta y setenta), la madurez de la valoración funcional se materializó en la generalización de instrumentos estructurados de evaluación (aunque éstos existían desde los años treinta3), lo que añadió a esta técnica un plus de objetividad, estandarización, fiabilidad y, en definitiva, calidad. En los últimos lustros del siglo xx varias sociedades científicas establecieron sus posiciones sobre la VG4-6, incluyendo a veces recomendaciones sobre cuáles son los instrumentos más aconsejables, como los índices de Barthel, de Katz, de Lawton y Brody, entre otros. También en esos años comenzaron a publicarse los primeros estudios sobre la eficacia de la VG integral (no sólo funcional) basada en pruebas7,8, estudios que siguen hoy concitando interés9,10. Actualmente, se sigue considerando a la VG, especialmente si se lleva a cabo de forma interdisciplinaria, como la forma idónea de aproximación al anciano frágil y al paciente geriátrico hospitalizado y figura entre los estándares de cuidados a este grupo de edad11-14, si bien la profusión de los diferentes métodos de evaluación es enorme, y se habla en la actualidad de instrumentos de VG de segunda y tercera generación15.
En España, en los comienzos de la geriatría, la VG integral se denominó "diagnóstico cuádruple dinámico" y pronto se diseñó una escala de valoración propia, la del Hospital Central de la Cruz Roja16,17. En los años setenta y ochenta se fueron introduciendo recopilaciones de los instrumentos utilizados internacionalmente, como la de Israel et al18. Sorprendía entonces que más allá de las fronteras existieran decenas de instrumentos descritos que eran totalmente ajenos a la práctica doméstica. También por esa época se conocieron importantes textos teóricos con gran influencia en la práctica clínica, como los clásicos editados por Rubenstein et al19 y Kane y Kane20. Todos ellos tuvieron una gran influencia entre los primeros geriatras hospitalarios. Posteriormente, han aparecido textos monográficos en nuestro idioma, tanto conceptuales como recopilatorios21-23.
La Revista Española de Geriatría y Gerontología no ha permanecido ajena al desarrollo de la VG. En ella han aparecido múltiples trabajos sobre esta técnica geriátrica. No es nuestro objetivo hacer de este editorial una revisión, pero sí queremos destacar varios artículos que, a nuestro juicio, han marcado hitos del conocimiento de la VG en nuestro entorno, por su visión global de la VG y por la importancia de sus conclusiones. Uno de ellos fue, en 1996, el análisis bibliométrico de Montorio Cerrato y Lázaro Hernández24 sobre los instrumentos de valoración más referidos en la literatura española durante 10 años. En él se constata que los instrumentos de valoración funcional con más referencias fueron el índice de Katz y, a distancia, el de Barthel, y entre las escalas multidimensionales las más citadas, con mucho, fueron las escalas de incapacidad de la Cruz Roja. Pocos años después, Abizanda Soler et al25 informaron de los instrumentos de valoración más empleados en los servicios de geriatría españoles en una encuesta realizada en el año 199925. Nuevamente, en el campo de la valoración funcional, las escalas mencionadas, a las que se añadió el índice de Lawton, fueron las más empleadas en la práctica clínica española. Más recientemente, Abizanda Soler y Romero Rizos26 han publicado una revisión sobre "innovación en valoración funcional", con un tono reflexivo y, sin menospreciar el estado del arte previo, con un enfoque aperturista hacia la conveniencia de introducir nuevos instrumentos de valoración en la clínica geriátrica, proponiendo, además, desde su visión de expertos, algunos instrumentos concretos26.
En este número de Revista Española de Geriatría y Gerontología se publica otro de esos trabajos que creemos
será importante porque nos aporta información valiosa27. En él, Cabañero Martínez et al27 realizan una revisión sistemática de los trabajos realizados en España en los que se han estudiado la aplicabilidad y las características métricas de cuatro instrumentos de valoración funcional; nuevamente los índices de Katz y de Barthel, y la escala física de la Cruz Roja, a la que se añade la escala de cuidado personal del OARS. Encontraron 33 estudios que cumplieron sus criterios de inclusión. Los resultados merecen una lectura detallada. Quizá, aún más, deben ser objeto del estudio personal y la reflexión de los geriatras, dedicándoles un esfuerzo que se corresponda con el ingente y encomiable trabajo que han realizado los autores. Los resultados obtenidos no son tranquilizadores, a juicio de los autores, pues aunque se conocen datos sobre la fiabilidad, la capacidad predictiva o la validez de constructo de los instrumentos evaluados, por otro lado existen deficiencias notables, como son la existencia de diferentes versiones de la misma escala, los procesos de adaptación transcultural endebles o inexistentes y el hecho de que apenas existen instrucciones normativas para su aplicación. El lector concluirá con los autores que aún queda camino por recorrer antes de poder considerar estos instrumentos en castellano como definitivamente contrastados. Los autores proponen en sus conclusiones algunas líneas para terminar de recorrer ese camino y abrir nuevas vías futuras.
En los comentarios desarrollados en la discusión, Cabañero Martínez et al27 presentan una visión algo negativa de la situación, que nosotros quisiéramos matizar.
Nuestra primera sorpresa positiva es que existan nada menos que 33 estudios que analizan las cualidades de los índices y escalas mencionados, sobre todo si se tiene en cuenta el escaso número de geriatras en nuestro país y el hecho de que la VG no sea un campo que presente facilidades para el diseño y la financiación de trabajos de investigación.
Por otro lado, aquellos aspectos de los instrumentos de valoración funcional que han sido más evaluados en los trabajos incluidos en la revisión comentada aquí son los que los expertos siempre han recomendado tradicionalmente a la hora de elegir y utilizar instrumentos de VG: la validez, la fiabilidad y la capacidad predictiva4,5,20,28,29, a los que podríamos añadir la sencillez de su aplicación. Otras cuestiones, como la existencia de diferentes versiones o la falta de adaptación transcultural, se han percibido como menos importantes, al tratarse de escalas de evaluación de la función física que exploran actividades básicas de autocuidado como la movilidad, el control de esfínteres o la capacidad para otras funciones básicas las cuales poseen una marcada condición transcultural30. Un caso diferente es el de las pruebas cognitivas, los métodos de evaluación de la calidad de vida o los instrumentos multidimensionales, en los que la variabilidad es muy superior entre diferentes entornos sociales y en diferentes idiomas, y requieren, por tanto, adaptaciones y evaluaciones métricas más sofisticadas31,32.
Por último, como Cabañero Martínez et al27 discuten en sus comentarios, en los poco más de los últimos veinte años en que se ha generalizado entre los geriatras españoles la aplicación de instrumentos estandarizados de VG, los mencionados repetidamente en este editorial, han demostrado su utilidad práctica en las tareas clínicas de cada día para lograr diferentes objetivos. Entre ellos, para conocer la situación basal de los pacientes, para cuantificar el impacto de la enfermedad actual, para trasmitirse información entre profesionales, para monitorizar los cambios obtenidos mediante diferentes tratamientos médicos y funcionales, para establecer la indicación de dichos tratamientos e incluso la conveniencia del ingreso en los diferentes niveles asistenciales geriátricos y para predecir la posible evolución de casos concretos y de grupos de pacientes. Los índices de Katz y de Barthel y la escala física de la Cruz Roja, sin olvidar sus limitaciones, han cumplido bien estas funciones, han facilitado la comprensión de las diferentes situaciones de enfermedad y han mejorado el manejo de los pacientes geriátricos. A la mayoría de los geriatras les resulta hoy casi imposible atender a pacientes sin la aplicación de alguno de ellos. Además, la literatura científica está plagada de trabajos en los que estos instrumentos se utilizan como complementos para la descripción de muestras clínicas y epidemiológicas. Teniendo todo ello en cuenta, no será fácil que se abandone su empleo a corto plazo, ni siquiera para cambiarlos por instrumentos de mejor factura y calidad.
En definitiva, pensamos que el magnífico trabajo de Cabañero Martínez et al27 nos aporta una información valiosa, nos debe mover a reflexiones y autocríticas de diversa índole y nos propone al menos dos líneas de trabajo. La primera es que son necesarios en nuestro medio más estudios dirigidos al mejor conocimiento y al perfeccionamiento de las cualidades métricas de las versiones de los instrumentos de valoración más usados por nosotros, algo sobre lo que ya se había llamado la atención en la Revista30. La segunda, en la línea de Abizanda Soler y Romero Rizos26, es que debemos estar abiertos al conocimiento y a la aplicación de instrumentos de VG más modernos, mejor fundados y metodológicamente más perfectos.
Nosotros coincidimos plenamente en considerar ambas propuestas. Además, ambas rutas están ya iniciadas. Lo más difícil será ir introduciendo nuevas herramientas en la labor cotidiana, pues vencer la resistencia al cambio siempre es costoso. En los comienzos de la VG, posiblemente como en los días del descubrimiento de la rueda, todo el mundo apreció enseguida el avance que su uso significaba y se lanzó a poner el invento en práctica. Ahora, en la era electrónica en la que nos encontramos, para cambiar un programa o una aplicación informática por otro posterior, el nuevo tiene que realizar, al menos, las mismas funciones que el previo, tiene que aportar otras ventajas adicionales y debe ser tan fácil de usar o más que el anterior. En ciencia, además, para que una nueva técnica supla a otra preexistente, sus cualidades teóricas tienen
que ser comparadas y fehacientemente demostradas. Y los clínicos han de comprobar su utilidad práctica en función de para qué tipos de pacientes, en qué entornos asistenciales y con qué propósitos. El paso del tiempo nos irá desvelando los cambios que necesariamente acontecerán en la historia de esta técnica geriátrica.