La salud mental, históricamente relegada en las agendas públicas, se ha convertido en un eje crítico para entender las complejas interacciones entre bienestar individual, dinámicas sociales y estructuras políticas y económicas. Aunque los determinantes sociales—como la educación, el empleo y la vivienda—han recibido atención significativa, los determinantes políticos y económicos, con su impacto profundo en la salud mental, aún están subexplorados. En este texto intento argumentar que fenómenos como la polarización política, los conflictos intergrupales y las desigualdades económicas no solo agravan los problemas de salud mental, sino que también limitan el acceso, diagnóstico y tratamiento de trastornos como la esquizofrenia, la depresión, los trastornos de ansiedad y las enfermedades del desespero, como los trastornos por consumo de sustancias.
En Colombia, los efectos del conflicto armado y la polarización política han dejado profundas cicatrices en la salud mental de las comunidades más afectadas. En zonas rurales, donde los sobrevivientes de desplazamientos forzados y violencia prolongada enfrentan barreras significativas para acceder a servicios de salud, los trastornos como el estrés postraumático, la depresión y la esquizofrenia se diagnostican de manera tardía o incorrecta. La ausencia del Estado en estas regiones perpetúa ciclos de sufrimiento que podrían evitarse mediante una infraestructura de salud más robusta y equitativa.
Este fenómeno no es exclusivo de Colombia. Un artículo reciente de Jay Van Bavel et al.,publicado en Nature Medicine, destaca los riesgos que la polarización política representa para la salud pública. Durante la pandemia de COVID-19, EE. UU. ofreció un ejemplo claro: los mensajes contradictorios de los partidos políticos sobre el uso de mascarillas y la vacunación crearon brechas en la adherencia a las recomendaciones sanitarias. En las comunidades donde predominaba el escepticismo partidista, aumentaron las tasas de depresión, ansiedad y abuso de sustancias, lo que evidencia cómo la politización de la salud pública puede profundizar los problemas de salud mental, especialmente en poblaciones ya vulnerables.
A nivel global, los determinantes económicos también juegan un papel crucial en el desarrollo y manejo de los trastornos mentales. El Dr. Tedros Adhanom Ghebreyesus, director general de la Organización Mundial de la Salud (OMS), ha señalado en la revista Lancet,la necesidad urgente de abordar estas desigualdades. En América Latina, la pobreza estructural y los sistemas de salud fragmentados han creado una desconexión entre la necesidad de atención psiquiátrica y la capacidad de los estados para ofrecerla. En comunidades indígenas de México y Perú, la exclusión económica y cultural ha resultado en tasas alarmantes de suicidio juvenil, evidenciando la urgencia de integrar políticas públicas que consideren las realidades culturales y económicas de estas poblaciones.
El vínculo entre la economía y la salud mental es particularmente evidente en el aumento de las enfermedades del desespero: trastornos como la depresión, el abuso de sustancias y el suicidio, que surgen en contextos de pobreza, exclusión social y falta de oportunidades. En EE. UU., la crisis de opioides ha devastado comunidades empobrecidas, ilustrando cómo las desigualdades económicas se convierten en caldo de cultivo para la desesperanza y la enfermedad.
Más allá de los datos, estas dinámicas se reflejan en barreras concretas para el cuidado de la salud mental. La desconfianza en las instituciones, alimentada por la polarización política y las desigualdades económicas, afecta la disposición de las personas a buscar ayuda. Durante la pandemia, por ejemplo, muchas personas en Brasil y EE. UU. con trastornos depresivos evitaron acudir a los sistemas de salud, temiendo estigmatización o dudando de la efectividad de los servicios. Esto no solo agravó su sufrimiento, sino que también aumentó significativamente el riesgo de suicidio.
Frente a estos desafíos, la psiquiatría enfrenta la necesidad de adaptarse y expandir su alcance. En primer lugar, es esencial construir sistemas de salud mental más inclusivos y accesibles, especialmente en regiones rurales y marginadas. Esto incluye no solo garantizar diagnósticos oportunos y tratamientos efectivos, sino también abordar las raíces económicas y políticas que perpetúan el sufrimiento. Por ejemplo, programas comunitarios que combinen apoyo económico con servicios de salud mental podrían romper el ciclo de exclusión y desesperanza que afecta a muchas comunidades.
Además, es fundamental implementar estrategias de comunicación que superen la resistencia generada por la polarización política. Esto incluye promover liderazgos orientados a mejorar la calidad de vida de las personas mediante la construcción de confianza basada en información veraz y respaldada por múltiples fuentes. Asimismo, la participación activa de líderes comunitarios confiables en la transmisión de mensajes de salud pública puede fortalecer la confianza en las instituciones y aumentar la adherencia a las intervenciones. En contextos como el colombiano, donde las heridas del conflicto armado y las desigualdades económicas siguen abiertas, abordar los determinantes políticos y económicos de la salud mental no es solo un imperativo ético, sino una oportunidad para transformar la psiquiatría en un instrumento de justicia social. A nivel global, los sistemas de salud deben integrar enfoques interdisciplinarios que aborden las raíces estructurales de estos problemas, desde las políticas públicas hasta la práctica clínica.
La psiquiatría no puede separarse de su contexto político y económico. Reconocer y actuar sobre estos determinantes es esencial para garantizar un acceso equitativo, mejorar los resultados en salud mental y construir sociedades más cohesionadas y resilientes. Este es el llamado a los profesionales de la salud mental: trascender los límites de la clínica y participar activamente en la construcción de un futuro más justo y saludable para todos.



