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Vol. 12. Núm. 2.
Páginas 169-199 (Julio - Diciembre 2017)
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EXPERTOS EN LA VIDA PÚBLICA: ¿ÉLITES INDEPENDIENTES O INVESTIGACIÓN SOCIALIZADA? UNA APORTACIÓN DEL DEBATE LIPPMANN-DEWEY EN EL CONTEXTO CONTEMPORÁNEO
EXPERTS IN PUBLIC LIFE: ¿INDEPENDENT ELITE GROUPS OR SOCIALIZED INQUIRY? A CONTRIBUTION OF LIPPMANN-DEWEY'S DEBATE IN THE CONTEMPORARY CONTEXT
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Nalliely Hernández
Universidad de Guadalajara
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RESUMEN

El objetivo de este trabajo es analizar el telón de fondo epistemológico, principalmente en torno a la ciencia, que subyace en el debate entre Walter Lippmann y John Dewey en la década de 1920, con relación a la opinión pública y su papel en la democracia. Con ello intentaré matizar y clarificar algunos puntos clave del debate, así como mostrar las ventajas que el concepto de investigación científica, de Dewey, muestra para abordar el caso. Finalmente, señalo los inconvenientes de dicha concepción y sugiero un punto de partida desde el análisis realizado, que puede ser de utilidad en la discusión contemporánea en torno a la democracia deliberativa.

Palabras clave:
elitismo democrático
opinión pública
investigación científica
pragmatismo
democracia deliberativa
ABSTRACT

The aim of this writing is to analyze the epistemological background, mainly concerning the conception of science that underlies in the debate concerning public opinion between Walter Lippmann and John Dewey. Then, I will qualify the debate and show the advantages involved in Dewey's proposal. Finally, I will also point out the disadvantages of such a conception and suggest, as a result, a new point of view for the contemporaneous discussion concerning deliberative democracy.

Keywords:
democratic elitism
public opinion
scientific inquiry
deliberative democracy
pragmatism
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INTRODUCCIÓN

Sin duda, uno de los debates contemporáneos más interesantes, nutridos y polarizados en teoría política, filosofía o sociología, entre otros campos, tiene lugar alrededor de las concepciones democráticas elitistas y participativas. Si bien después de la Segunda Guerra Mundial dominó el modelo del “elitismo democrático” (Bachrach, 1980) o “elitismo competitivo”1 (Held, 1987) —que criticaba la tradición de la democracia representativa y republicana desde Jean-Jaques Rousseau, John Locke o John Stuart Mill, para proponer una élite política en donde la democracia es sólo un medio para elegir y legitimar gobiernos2 (Vergara, 2005, 75)—, a partir de la década de 1960, con los diferentes movimientos de descontento político y social, se desarrollaron modelos democráticos participativos. Dichos modelos conformaron un intento de abordar los problemas de las democracias contemporáneas en las sociedades de mercado, proponiendo formas de realizar las distintas demandas de participación que habían surgido esos años. Así, entre finales de la década de 1960 y mediados de los 80, se articuló una fuerte crítica a la política elitista al tiempo que, tanto desde el liberalismo como desde el socialismo, se intentaban proponer modelos de participación ciudadana (Bachrach, 1967; Pateman, 1970; Macpherson, 1981; Habermas1994).

Una de las propuestas más influyentes de participación política ha sido la de Jürgen Habermas, identificada con el método de democracia deliberativa. Según él: “El modelo adecuado es, más bien, el de la comunidad de comunicación de los interesados, que, como participantes en un discurso práctico, examinan la pretensión de validez de las normas y, en la medida en que las aceptan con razones, arriban a la convicción de que las normas propuestas, en las circunstancias dadas, son ‘correctas”’ (Habermas 1990, 176). En esta perspectiva, la deliberación, entendida como una forma colectiva de tomar decisiones por medio de la ponderación de argumentos con la participación directa de todos los que se ven afectados por ellas (Estlund, 1997), es considerada como un fin en sí mismo que realiza o formaliza al sujeto como ser político. Para el alemán, la legitimidad de un sistema político se construye a partir de los acuerdos generados en el debate o diálogo que se constituye en la esfera pública (Habermas, 1994, 1990); de tal forma que autores como el propio Habermas o Karl Otto Apel, entre muchísimos otros (Cohen, 1986), han desarrollado propuestas para establecer las bases éticas, políticas, epistemológicas y jurídicas del discurso deliberacionista como respuesta a los problemas de legitimidad, consenso o la relación entre gobernantes y ciudadanos dentro de las democracias contemporáneas, alejándose de las ideas agregativas de la votación o la simple negociación que suponen una formación privada de las preferencias e intereses públicos.

No obstante, ello significa poder establecer clara y plausiblemente un conjunto de condiciones de distinta naturaleza para generar una discusión intersubjetiva y pública sobre lo apropiado, lo bueno y lo justo, respondiendo al mismo tiempo a las fuertes críticas que se han señalado sobre las posibilidades reales de establecer tal discusión. Por mencionar algunas de las objeciones, diversos autores señalan las marcadas asimetrías de competencias existentes entre los individuos, así como desigualdades de conocimiento y de información sobre los asuntos públicos, requisitos necesarios para la deliberación. Otros apuntan a los sesgos o intereses personales que afectan la valoración en torno a las decisiones públicas, la dificultad del diseño institucional de espacios propicios para llevar a cabo la deliberación (Dahl, 1992) o el problema para establecer un compromiso y comportamiento público de flexibilidad, apertura, aceptación de la fuerza argumentativa de los otros (Bohman, 1998). En suma, todas estas objeciones apuntan a la idea de que los ciudadanos muchas veces no son racionales ni sobre la información que manejan ni en cómo la manejan (Bartels, 1996). Así, la pregunta sobre la viabilidad y cómo realizar una democracia en la que todos participemos en las decisiones públicas o si es preferible que sólo lo hagan unas élites preparadas para ello sigue teniendo vigencia, quizá hoy más que nunca, involucrando análisis y propuestas que llegan hasta la propia teoría de la argumentación (Vega, 2016). Por todo ello, las perspectivas que puedan dar nuevas luces del debate siguen siendo de gran utilidad.

LA IMPORTANCIA Y EL CONTEXTO DEL DEBATE ENTRE LIPPMANN Y DEWEY

El debate sostenido entre el filósofo John Dewey y el periodista Walter Lippmann, ambos norteamericanos, en la década de 1920, con relación a la conformación y carácter de la opinión pública ha sido retomado en los últimos tiempos, particularmente en teoría política. Dicho debate puede considerarse un cabal antecedente de la discusión alrededor de la democracia deliberativa, debido a la similitud de las posturas de aquel entonces con la disputa contemporánea, como se hará evidente más adelante, de tal forma que un renovado análisis de aquel ha intentado dar luz a los problemas y tensiones actuales de la teoría democrática acerca de cuestiones como la legitimidad política o el papel de los medios de comunicación. Ello ha generado distintas e interesantes interpretaciones de tal episodio en términos del contexto contemporáneo (Ralston, 2005, 2009; Del Castillo, 2004; Whipple, 2005), además de que ha resurgido el interés por Dewey, como un teórico de la democracia participativa de principios del siglo pasado.3

Sin embargo, mi interés se centra en analizar el telón de fondo epistemológico y, en particular, en relación con el saber científico que se presenta en ambas visiones. En concreto, el propósito de este trabajo consiste en apuntar las diferencias epistémicas entre los dos planteamientos con el fin de clarificar y matizar el debate político, así como delimitar y precisar algunas de las diferencias en las soluciones que cada uno propone sobre la participación de la ciudadanía en la vida democrática, como consecuencia de dichas diferencias. De esta forma, argumentaré que un análisis epistemológico más detenido alrededor de sus posturas da un nuevo aire o nuevos elementos para abordar la discusión entre las democracias elitistas o participativas, respectivamente. Mi consideración es que en él se apunta a una concepción de la ciencia y de su papel en la vida pública que no ha sido plenamente considerada en las discusiones actuales y que conlleva una reflexión en torno a la propia concepción de racionalidad científica subyacente al debate.

Para ello tomaré como punto de partida la lectura que hace Shane Ralston (2005, 19), al señalar que el papel de Dewey en el debate era el de un mediador entre Lippmann y los progresistas americanos, más que de un contendiente. De hecho, Michael Schudson (2008, 1031-1032) afirma que, aunque la polémica se ha vuelto canónica en las discusiones sobre la teoría democrática, existen dudas razonables para pensar que fue un auténtico debate, en el sentido de que haya existido un diálogo, intercambio de argumentos o conversación abierta entre ambos autores. Según él, se trataría más bien de un diálogo indirecto que consistió en unas reseñas favorables que Dewey escribió en The New Republic acerca de La opinión pública de Lippmann, en 1922, y del Público Fantasma en 1925, seguidas de unas conferencias en Kenyon College, en 1926, y publicadas en La opinión pública y sus problemas. Lippmann nunca respondió a Dewey, pero estos textos fueron retomados y usados por los intelectuales liberales desde las décadas de 1980 y 1990 para analizar los fracasos y desilusiones de la democracia.4 En opinión de algunos teóricos, este redescubrimiento del debate o del diálogo indirecto fue parte de un esfuerzo por situar una tradición intelectual estadounidense crítica, que apelaba a su herencia cultural para estudiar los medios de comunicación en una democracia en el contexto de la caída del bloque soviético (1040-1041). Más aún, de acuerdo con Sue C. Jansen (2009), en el afán de recuperar y revitalizar la visión de la democracia participativa de Dewey, se ha reinventado y mitologizado el intercambio de posturas entre Lippmann y Dewey de forma poco fiel respecto de cómo sucedió originalmente. En definitiva, según ella, se ha reformulado como un gran debate donde los contendientes sostenían perspectivas claramente adversas, lo cual ha exagerado sus diferencias filosóficas, ha simplificado indebidamente la posición de Lippmann, además de ignorar un contexto histórico y biográfico en el que se situó el intercambio (Jansen, 2009, 222).

Sea como fuere, en calidad de debate o diálogo indirecto, pero considerando estos señalamientos, partiremos de que las posiciones entre Lippmann y Dewey no son antagónicas en buena parte, con la idea de precisar y profundizar en sus diferencias, particularmente epistemológicas. Lo que nos interesa aquí es contrastar dichas posturas y su relación con el debate político, aunque no haya tenido lugar un enfrentamiento dialéctico real entre ellos.

Ahora bien, el contexto en el que estas publicaciones ocurrieron se caracterizó por el rápido desarrollo de las nuevas ciencias sociales, en las cuales paradójicamente Dewey tenía tanta esperanza para el cambio social, y que no obstante dieron lugar al desarrollo de los argumentos de los denominados “demócratas realistas”, sobre los cuales el filósofo norteamericano sería tan crítico. Como señala Robert Westbrook (1991), las teorías psicológicas dominantes en aquellos años, como el psicoanálisis y el conductismo, levantaron grandes dudas sobre la capacidad de la mayoría de los seres humanos para la deliberación racional, mismas que resultaban esenciales para la política democrática como la defendida por Dewey. Estas concepciones apuntaban a una conducta humana dominada por el inconsciente, irracional e instintivo, en el primer caso, o a reducir el comportamiento humano a operaciones automáticas de estímulo-respuesta en el segundo.5

A finales de la década de 1920, la ciencia política había llegado a la conclusión de que la teoría democrática debía ser redefinida para remontar la distancia entre el ideal democrático y la realidad acerca de la naturaleza y la conducta humana. Una parte de dicha redefinición fue orientada a concebirla más como un sistema de élites responsables que de ciudadanos activos. Como consecuencia, durante estos años se articuló un grupo importante de teóricos y científicos sociales que intentaban vincular una nueva visión de la democracia con una inteligencia organizada, concepto que el propio Dewey había planteado hacía décadas. Debido a ello, el filósofo norteamericano se encontró con la tarea de mostrar su idea de la investigación social y la inteligencia organizada que, aunque en un vocabulario muy similar, apuntaba a una idea muy distinta (Westbrook, 1991, 286). Este era el escenario al que se enfrentaba la teoría democrática de Dewey.

Por otro lado, Walter Lippmann, uno de los periodistas más influyentes en Estados Unidos, y uno de los demócratas realistas más leídos de la época, sirvió al aparato propagandístico de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, y se dedicó posteriormente al estudio de las formas en que las visiones “distorsionadas” de los asuntos internacionales se “infiltraban” e influían en los lectores estadounidenses. Después de estos estudios el periodista llegó a la conclusión de que la predominante teoría democrática era inadecuada, tanto para la descripción como para la prescripción de la política moderna. En sus libros La opinión pública (2003) y El público fantasma (2011), publicados por primera vez en 1922 y 1925 respectivamente, recoge y describe sus agudas críticas a la democracia participativa, y el primero de ellos fue el libro de los llamados American Media Studies.

Si bien Lippmann no recurrió directamente en estas obras a las concepciones freudianas o conductistas de la naturaleza humana para realizar sus críticas, diversos autores (Regalzi, 2012) y particularmente su amigo Graham Wallas6 afirman que su planteamiento estaba fuertemente influido por Freud. Sin embargo, el periodista sostuvo algunas premisas psicológicas y filosóficas que eran cercanas a las concepciones de Dewey.7 Más aún, Lippmann en su libro Drift and Mastery. An attempt to Diagnose the Current Unrest (1985), originalmente publicado en 1914, establece un escenario en el que la ciencia se encuentra inseparablemente ligada a un desarrollo exitoso de la democracia,8 idea clave en todo el pensamiento de Dewey. De ahí el interés y la relevancia de estudiar el fondo epistemológico del debate y los matices que ello pueda aportar. De hecho, el propio Dewey consideró a La opinión pública de Lippmann como “quizá la crítica más efectiva a la democracia tal y como ahora se le concibe jamás escrita” (Westbrook, 1991, 294).

EL ESCENARIO EPISTEMOLÓGICO DE LA TEORÍA DEMOCRÁTICA

Como apunta Wright Mills, el público clásico de la teoría democrática se constituye en términos generales a partir de un escenario político en el que existe la libertad de discutir y de constituir órganos autónomos de opinión pública que puedan traducirse en determinadas acciones sociales. Así, la opinión pública es producto de una discusión, a su vez resultado del pensamiento individual que constituye lo que se ha llamado voluntad general. Dicha voluntad se resuelve en la acción pública y da legitimidad democrática a los gobiernos.9 Este sería el telar básico de la democracia clásica del siglo xviii, en donde la verdad y la justicia social surgirán de la sociedad constituida como un gran organismo de discusión libre,10 en sus palabras: “El pueblo se plantea problemas. Los discute. Opina sobre ellos. Formula sus puntos de vista. Estos se exponen de manera organizada y compiten entre sí. Uno de ellos ‘gana’. Luego el pueblo aplica esta solución o bien ordena a sus representantes que la aplique, y así sucede” (Mills, 1957, 279).

Esta concepción asume —siguiendo el liberalismo de Locke— que la conciencia individual es la base indiscutible del juicio, que el individuo puede determinar lo cierto, lo bueno y lo justo, y que actuará en consecuencia o cuidará que sus representantes actúen de tal forma. Sin embargo, a finales del siglo xix y particularmente a principios del xx, este optimismo liberal se vio severamente cuestionado por el señalamiento de la irracionalidad en los juicios y la conducta del ciudadano medio por parte de la teoría psicológica, el monopolio de los medios de comunicación, las limitaciones de las estructuras de poder para la acción social, la complejidad y heterogeneidad de las sociedades modernas, etc. (280-281). Se observaba que en realidad la competencia de opiniones ocurría entre personas cuyos puntos de vista estaban al servicio de sus intereses y su razón, y que el pueblo se prestaba a la manipulación y basaba sus juicios en la propaganda. Este escenario fue el que orilló a la reconsideración y crítica de la teoría democrática, objeto de las obras que constituyen el debate Dewey-Lippmann.

Puesto en términos epistemológicos, el núcleo de la discusión radica en establecer qué condiciones y posibilidades epistemológicas tiene el ciudadano promedio para adquirir creencias que le permitan tomar decisiones acerca de los asuntos públicos. Es decir, si existen y cómo se pueden promover las condiciones para que los ciudadanos puedan efectuar “juicios políticos racionales o justificados” y tomar decisiones “adecuadas” que involucran políticas educativas, bélicas, económicas, etc. Puesto así, el problema del conocimiento para la teoría democrática es tan viejo como La política de Aristóteles, y pone sobre la mesa la cuestión de si es posible que el hombre actúe en los asuntos complejos de la vida pública —y en ese caso, cómo encontrar la forma de conseguirlo—, problema que se agudiza en las sociedades contemporáneas.

El análisis y diagnóstico de Lippmann a este respecto es bastante crítico (2003, 16); para él la mayoría de los ciudadanos no tienen las condiciones necesarias para elaborar juicios racionales acerca de todos y cada uno de los asuntos públicos que involucran su contexto. La teoría democrática se ha mostrado ingenua al suponer que las sociedades están constituidas por lo que denomina ciudadanos omnicompetentes, capaces de emitir dichos juicios (18). Por el contrario, para el periodista, el hombre no está naturalmente inclinado hacia la acción política.

Como afirman diversos autores (Regalzi, 2012; Cuevas, 2008), Lippmann muestra una influencia platónica en su perspectiva sobre el conocimiento cuando evoca la alegoría de la caverna para negar la posibilidad de que los hombres en general puedan acceder a un conocimiento adecuado del mundo exterior. Siguiendo a Platón en su distinción entre apariencia y realidad, el periodista norteamericano considera que la comprensión que un individuo tiene del mundo social está formada por estereotipos y prejuicios que le impiden conocer la realidad en toda su complejidad (Cuevas, 2008, 73). Por lo tanto, los ciudadanos comunes sólo tienen acceso a apariencias, lo que les impide participar apropiadamente en la vida pública, y el mundo real sólo será asequible a los expertos (74).

Las razones de esta imposibilidad de participación en lo público las podemos distinguir en dos grandes grupos de dificultades: el primero tiene que ver con el conjunto de obstáculos que afronta el ciudadano para acceder a lo que Lippmann denomina información objetiva. De acuerdo con él, la teoría democrática parte de la suposición de que los individuos poseen “una experiencia directa con las cuestiones sobre las que están llamadas a pronunciarse” (2003, 42). Sin embargo, en la mayoría de los casos, esto no ocurre así, ya que existe un conjunto de factores que limitan sistemáticamente el acceso a los hechos, como puede ser la censura por parte del Estado o de intereses privados, o las tergiversaciones de la prensa por resumir dicha información o por someterse a intereses económicos, etc. Otro conjunto de factores impide al propio individuo procesar esa información de forma racional, estos elementos pueden ser sus intereses personales, sentimientos, tradiciones, prejuicios y estereotipos con los que interpreta los datos a los que tiene acceso, el poco tiempo que tiene para analizar tales asuntos, un manejo reducido del lenguaje, las distracciones, el desgaste natural que impide una plena comprensión de los problemas, etc. Cabe mencionar —como aclara Schudson y mencioné antes— que esta capacidad para reflexionar sobre los asuntos públicos no está relacionada intrínsecamente con un asunto de inteligencia natural, sino con un conjunto de insuficiencias colectivas e individuales que compartimos como ciudadanos: “una habilidad limitada de atender a las materias más allá de nuestra experiencia diaria” (2008, 1033),11 de tal forma que la conclusión básica es que los juicios sobre los asuntos públicos no están basados en un conocimiento directo y certero, sino en imágenes e interpretaciones que son creadas por otros o por los propios sujetos.

Así, estos juicios que constituyen lo que denominamos opinión pública se forman a partir de intereses económicos, ambiciones, prejuicios, sentimientos de clase, etc., en definitiva, apariencias que determinan lo que se piensa, lo que se dice y lo que se hace en nombre de la comunidad. En uno de los párrafos más contundentes, Lippmann afirma:

La masa de individuos totalmente analfabetos, lentos de entendimiento, extremadamente neuróticos, desnutridos y frustrados es considerable, de hecho hay motivos para creer que es mucho mayor de lo solemos suponer. Por consiguiente, los estímulos que presentan el mayor grado de difusión popular van dirigidos a individuos carentes de vitalidad, personas de mentalidad estrecha, gente que mentalmente puede compararse con un niño o un bárbaro, individuos cuyas vidas son como ciénagas de enredos y sujetos cuyas experiencias personales no incluyen ni un solo factor relacionado con el objeto del debate. Todos ellos frenan la corriente de la opinión pública en remolinos de malentendidos, en los que se decolora por la acción de prejuicios y analogías desesperadas (Lippmann 2003, 75-76).

A este contexto, ya de por sí difícil, habría que añadir la complejidad de los elementos y relaciones que resultan indispensables para entender y analizar los escenarios contemporáneos, además de la diversidad de la naturaleza humana que dificulta generar juicios comunes y unificados para los distintos asuntos.12 Así, la complejidad y cantidad de las cuestiones públicas que se tratan y el carácter heterogéneo de las sociedades actuales hacen que el ciudadano sea incapaz de entender las consecuencias de determinados actos y decisiones, careciendo de una posición clara para la organización y control de ellas. Como consecuencia, los juicios que constituyen la opinión pública se vuelven demasiado generales y abstractos.

La mayoría de la gente elabora sus opiniones sobre los asuntos públicos en estas circunstancias, por lo que este postulado epistémico forma la base de los “consensos sociales” que legitiman, estabilizan o movilizan las sociedades democráticas. De acuerdo con dicho escenario, Lippmann (2003) muestra una sociedad en la que determinados símbolos permiten a las masas movilizarse en función de vagas abstracciones, alegorías que no significan nada en particular y que pueden ser asociados casi con cualquier cosa, que son estereotipados y manipulados para llevar a cabo una fabricación artificial de consensos que constituyen lo que llama el público fantasma.

Como conclusión general, es la persuasión, y no la razón, el mecanismo fundamental de los gobiernos representativos. Con ello pretende mostrar que, debido a todos estos factores, el conjunto de individuos que constituye la opinión pública tiene facultades limitadas para realizar juicios adecuados, por tanto, la premisa de que los ciudadanos tienen interés y están capacitados para administrar todos los asuntos públicos se desmorona ante los contextos reales. Es decir, que se torna imposible establecer un conjunto social con “estándares o criterios comunes y razonables”, que permitan atribuir legítimamente la toma de decisiones públicas.

Así, el crudo diagnóstico de Lippmann (2011, 18-19) se torna en impedimento definitivo para constituir una opinión pública crítica y argumentada. Para él, la idea de que los ciudadanos sean epistémicamente competentes para dirigir el curso de los acontecimientos es un ideal inalcanzable. Su actividad se limita a constituir una unidad ambigua y simple de ideas comunes que sólo se expresa en situaciones críticas donde “se rompe el equilibrio social” o cuando sus intereses particulares se ven afectados. De esta forma, no existe algo que podamos denominar una única voluntad o una unidad orgánica en la sociedad actual; tal concepción no es más que una idealización ilegítima. En sus palabras: “el gobierno no es la expresión directa de la voluntad del pueblo, la gente no gobierna, sino que debido a sus movilizaciones ocasionales como mayoría, la gente apoya o se opone a los individuos que realmente gobiernan” (59), interviniendo ocasionalmente. El gobierno directo de la opinión pública está condenado al fracaso o a la tiranía.

Ahora bien, Lippmann se asume como un demócrata, pero insiste en que la teoría democrática reconozca esta limitación para mejorar su funcionamiento. En concreto, su propuesta consiste en generar comunidades de expertos que sean los encargados de suministrar una “información objetiva”, libre de prejuicios, en los distintos asuntos públicos. La esencia de su solución radica en la separación estricta entre investigación y elaboración de políticas públicas, entre ciencia y política. Con ello, las autoridades responsables tomarían decisiones objetivas y racionales basándose en un conjunto de datos “sin distorsiones” que serán sometidas a votación (Lippmann 2003, 18). Este “elitismo democrático” resulta más claro en su segundo libro, El público fantasma, donde la participación popular en los asuntos públicos debe ser mínima. Así, la actitud básica del periodista norteamericano consiste en depositar en la ciencia y “la razón” de determinadas élites independientes la labor de evitar el defecto interpretativo de base de los gobiernos de las mayorías:

[…] con independencia de cuál sea el proceso de elección de los gobernantes, ni en la industria ni en la política podrán existir gobiernos representativos capaces de ejercer sus funciones con éxito, a menos que exista una organización integrada por expertos independientes que se encargue de hacer inteligibles los hechos desconocidos para los responsables de la toma de decisiones (Lippmann 2003, 43).

El marco epistemológico básico consiste en que estas comunidades de científicos sociales “desinteresados” tienen la capacidad de proporcionar “datos neutrales” a partir de criterios exactos y objetivos, de tal forma que las decisiones políticas se relacionan de “verdad” con los intereses humanos (255). Así como la ciencia natural consigue un control eficiente de los fenómenos de su campo, los científicos sociales conseguirían un control social sobre los estándares de vida social y el sistema político, evaluando y comparando toda decisión según tales criterios objetivos, mostrando los hechos del mundo que son invisibles para los partidos políticos o grupos de interés.

Son los políticos profesionales y los tecnócratas los encargados de la resolución de los asuntos públicos, aunque luego dichas soluciones sean divulgadas, explicadas o puestas a consideración de la mayoría. Así, Lippmann propone una clase de expertos que ofrezca una evaluación del mundo a los que han sido elegidos para tomar decisiones públicas, no tanto una guía de la opinión pública. El papel de esta última es ocasional y general, restringida a momentos particulares de elección de representantes.13 Se trata de un papel significativo, pero ocasional, que se limita a determinadas intervenciones más que a una participación constante. En resumen, para Lippmann el planteamiento de los expertos permite superar las dificultades del auto-gobierno, el tener que lidiar con una realidad invisible y compleja, y superar el subjetivismo de la opinión pública.

Ante este posicionamiento, podríamos decir que en términos generales Dewey no negará el diagnóstico sino el pronóstico. Aunque, como señala Ramón Del Castillo (2004), para la década de 1920, cuando Lippmann publica sus libros sobre la opinión pública, Dewey ya no es el liberal optimista y nacionalista de antes, sigue creyendo en la democracia popular. Quizá con un lenguaje menos crudo y desesperanzador acerca de la opinión pública, Dewey (2003) es consciente del escenario que ha señalado Lippmann. El filósofo norteamericano señala que Estados Unidos está sometido a un corporativismo moral y mental, a la acumulación de capital y control político. En este escenario predomina una cultura del dinero que se apoya en la manipulación de masas, generando sentimientos y opiniones homogeneizados, formas espurias de asociacionismo. Así, impera un individualismo en el que lo valioso pertenece al mundo privado y lo colectivo se restringe a cuestiones meramente triviales, descuidando el hecho de que las interacciones siempre guardan consecuencias públicas. En definitiva, existe una escisión entre lo social y lo político, y este último se ha reducido a un aparato burocrático.

Además, según el filósofo norteamericano, la era mecánica o técnica ha intensificado y complicado enormemente el alcance de las consecuencias indirectas de un sector social a otro, ha creado conexiones y esferas de acción públicas tan grandes, sobre una base impersonal, que el público no alcanza a percibir ni a clarificar dichas relaciones y sus consecuencias. Demasiados públicos, demasiados intereses, demasiadas relaciones que se complican al generar instancias de acción social. Las cuestiones técnicas se vuelven tan especializadas, con numerosos detalles y variables, y el púbico es demasiado indefinido y disperso, intrincado en su composición, que se vuelve muy complicado cohesionarlo en un todo integrado (Dewey, 2003, 74-5).

Sin embargo, aunque Dewey (2004) concuerda con Lippman en que el público es básicamente amorfo e inarticulado, sujeto a la lógica de las ganancias privadas y de la cultura del espectáculo, no cree que la solución esté en el control a través de pequeños grupos privilegiados y especializados, más bien piensa que la clave está en las organizaciones sociales y los colectivos, lo más grande posibles, inteligentes y eficaces. Dewey piensa que la solución puede estar en generar una gran comunidad a través de la socialización de la investigación. En sus palabras: “El problema no es un exceso de voluntad popular, sino la imposición de una imagen distorsionada, casi paródica de ella” (2004, 14). Por tanto, la solución no es frenar el alcance de lo público ni crear espacios privados autónomos e inmunes a la acción de la mayoría, como señala Lippmann, sino crear modos de asociación que contrarresten los mecanismos manipuladores de la política de masas. Dewey también piensa que la ciencia puede ser la clave para generar juicios políticos racionales, pero no a través de élites independientes, sino de la socialización de los procedimientos de la ciencia en toda la comunidad a partir de la educación y la discusión.

EL ESCENARIO CIENTÍFICO: LA INVESTIGACIÓN COMO RESPUESTA A LO POLÍTICO

Ahora bien, si podemos asumir que en términos generales Dewey admite el diagnóstico político que describe Lippmann, mas no su naturaleza y, por tanto, su carácter inevitable, también podemos ver que para ambos el papel de la ciencia va a resultar clave en la solución al problema. Ambos intentarán resolver tal situación a partir de la implementación de los métodos de la ciencia. El primero señala que la clave es generalizarlos y socializarlos para evitar los mecanismos manipuladores de la opinión pública, y el segundo, que dichos mecanismos son inevitables; por lo tanto, el cuadro epistémico sólo se puede superar a partir de pequeños grupos independientes de los intereses sociales que hagan uso de los procesos científicos, para evitar los elementos que distorsionan la información y el análisis. Así, en apariencia la diferencia resolutiva básica sería el grupo sobre el cual se aplica la medida: una cuestión de si una élite —o todo el conjunto social— puede y debe aprender los procesos críticos de la ciencia para generar juicios políticos.

Sin embargo, la diferencia entre la relación que debe guardar el conocimiento científico con el conjunto social está basada en un cuadro más general y profundo sobre lo que Lippmann y Dewey conciben acerca de lo que el propio conocimiento científico es y hace, por tanto, sobre sus nociones de racionalidad, objetividad, verdad e investigación. Es decir: el papel de la ciencia va a ser derivado del marco epistémico que Dewey había desarrollado durante décadas, a partir de su pragmatismo, y esto le reserva ventajas respecto de la perspectiva de Lippmann, en parte platónica y con ciertos aires positivistas, cuyas premisas van a ser criticadas por el mismo Dewey y por una parte de la filosofía y los estudios sociales de la ciencia del siglo xx.

El primer punto donde se puede percibir esta diferencia es en el tratamiento que hace Lippmann sobre la información. Para él, la primera función de los científicos sociales consiste en suministrar la “información objetiva” para tomar decisiones razonadas. Dicha información está libre de prejuicios al proporcionar datos “neutrales” o “sin distorsiones”. Esta información, a su vez —y a partir de criterios objetivos—, llevaría a realizar juicios racionales y a tomar decisiones objetivas en las que no intervienen elementos emocionales. Es decir, el cuadro de Lippmann supone la oposición entre apariencia y realidad, como dijimos antes, pero también entre razón y emoción, hecho y valor, y objetividad y subjetividad, y concibe la verdad como algo independiente de los sujetos y las situaciones, y una ciencia intrínsecamente ligada con la noción de realidad en sí misma a la que se opone todo el trabajo filosófico de Dewey.

Dewey ya había dirigido su crítica a la tradición epistémica que suponía que el conocimiento era independiente de la situación de la que surgía, que la investigación no afectaba el objeto conocido y la exclusión de la actividad práctica en la constitución de tales objetos (Dewey 1988). Una de sus preocupaciones centrales radicaba en que en la historia de la teoría del conocimiento la experiencia humana aparecía escindida entre dos entidades de distinta naturaleza que interactuaban: una material y una espiritual o mental. Esta división cristalizó en la teoría del conocimiento en una división entre objeto y sujeto, por lo que la idea de unificar la experiencia fue un motor central en su propuesta epistemológica.

En su libro The Quest of Certainty (La búsqueda de la certeza), el norteamericano presenta una buena parte de su análisis y crítica sobre las suposiciones básicas que se han gestado en torno a las ideas del conocimiento en consonancia con su esquema de la investigación y el razonamiento. Dewey rastrea las condiciones en las que, desde el pensamiento griego, se establece el conocimiento como algo fijo e inmutable: lo que es de forma verdadera es eternamente, es Ser y aquello que cambia es No-Ser, todo cuanto se relaciona con la práctica y la experiencia debido a su carácter eventual (Dewey 1988, 16). De esta forma, el conocimiento se consolidó como una verdad permanente de objetos invariables; objetivo, porque es completamente independiente de la experiencia cambiante y los sujetos que conocen. Asimismo, el resultante desprecio por la práctica en contraposición a la teoría fue adoptado en el pensamiento moderno en la idea de una mente pasiva en la que ocurren ideas acerca del mundo externo.14

A partir de su crítica básica a la epistemología moderna y los dualismos metafísicos de la tradición, tales como la distinción entre teoría y práctica, y la supeditación de la segunda a la primera en la tradición filosófica, Dewey reconstruye una epistemología donde el conocimiento no obedece al modelo de espectador, en el cual la mente aislada ontológicamente del mundo origina ideas acerca de los objetos. Esta crítica intenta reformar el pensamiento filosófico disolviendo la distinción entre mente y materia o individuo y comunidad, a partir de una síntesis regeneradora basada en las categorías generales de acción y experiencia.

Partiendo de una perspectiva naturalista, Dewey establece que la investigación surge de una situación problemática que experimenta un organismo o sujeto en relación con un conjunto de objetos y acontecimientos que están inmersos en un contexto total (Dewey, 1986, 72-73).15 Esta situación afecta al sujeto, pero se trata de una situación objetiva, como respuesta a un desajuste entre el sujeto y su medio, y no de una división entre un estado psicológico subjetivo y una realidad exterior objetiva. En palabras de Dewey: “Es la situación que tiene estos rasgos. Nosotros dudamos porque la situación es inherentemente dudosa”.16 (109). Una vez formulado e instituido el problema o la duda, este es el punto de partida que da origen a la investigación para dirigir las acciones que nos llevarán a encontrar una solución. En el proceso, algunos procedimientos funcionan y otros no: los que funcionan se usan de nuevo en situación similares y rigen cuando surgen más necesidades, pero también se pueden modificar de acuerdo a nuevos resultados obtenidos, de tal forma que la situación indeterminada y problemática se convierte en una experiencia unificada que restituye una experiencia fluida del organismo. Así, afirma el norteamericano: “La investigación es la transformación controlada o dirigida de una situación indeterminada en otra tal que las distinciones y relaciones que la integran resultan lo bastante determinadas como para convertir los elementos de la situación original en un todo unificado”17 (108). En suma, la investigación comienza con la duda o problema y termina con la institución de condiciones que la eliminan. Estas condiciones están dadas como predisposiciones de la conducta establecidas como hábitos y la formulación de estos hábitos constituye lo que Dewey llama creencias o conocimiento (15).

Esta concepción contrasta con la idea lockeana, entendida como una impresión o copia sensorial de la realidad externa. Para Dewey, la idea es una posibilidad que se comprueba experimentalmente y mediante la cual los hechos se organizan para formar una estructura unificada y coherente. Estos conceptos o ideas nacen de las transacciones ordinarias, no se imponen desde alguna fuente externa y a priori. Pero una vez elaborados regulan la actividad respecto de los asuntos a los que se refieren. Así, las ideas son de naturaleza operacional debido a que formulan propuestas para actuar sobre una situación por parte del individuo, pero no son fijas ni eternas, aunque sus cambios son paulatinos en la medida en que surgen nuevos hechos que modifican las condiciones del entorno. Hechos e ideas se desarrollan en mutua correspondencia. Este es el esquema que rige tanto en la vida cotidiana como en la ciencia.18

Por lo tanto, para Dewey, el conocimiento y la razón tienen un carácter vivo y operante, además de comunitario y plural, pues constituyen un conjunto de herramientas que son parte del proceso de desarrollo y sostenimiento de la vida individual y colectiva.19 Por tanto, las ideas, los conceptos y las teorías son instrumentos o posibilidades de instrumentos para la acción, para la reorganización del medio circundante de acuerdo con problemas concretos.

Para Dewey (2008) el conocimiento provee métodos para dirigir eficazmente la conducta, resolviendo los problemas que surgen en la interacción con el entorno. Para ello el pensamiento dirige operaciones y elaboraciones, pero no como reproducciones de una realidad independiente, sino como potencialidades prácticas que involucran hechos y valores en mutua determinación. Por un lado, en toda experiencia existe una valoración, la que motiva la investigación a un fin. Por otro, un juicio de valor no es externo a la experiencia pues depende de sus consecuencias y, por tanto, de las conclusiones de la investigación. Hechos y valores no son ajenos, sino que para establecer hechos requerimos de hacer valoraciones y toda valoración está fundada en determinados hechos; ambos se descubren conjuntamente al transcurrir la investigación (Faerna, 1996, 197).

Dicho de otro modo: un concepto que surge como resultado de la investigación es obtenido de un conjunto de operaciones cuya validez depende del dominio de la experiencia que dirige y, por tanto, está siempre en renovación a partir de nuevos discernimientos. Así, el criterio para definir la verdad de un juicio está expresado por sus efectos prácticos. Lo verdadero es aquel juicio que satisface o resuelve mediante sus acciones el problema a partir del cual ha surgido la investigación. La verdad tiene un carácter activo que se expresa en hechos concretos y en la conducta que establecemos respecto de ellos. Por tanto, en la medida en que el conocimiento surge de una situación concreta no puede generarse conocimiento al margen del sujeto, si no hay afección ni dudas, no hay motor de la investigación. El conocimiento tiene lugar en una situación objetiva y pública, pero siempre involucra uno o varios sujetos (Dewey, 2008).

Puesto en términos de medios y fines, como lo expone Stephen D. Ross para Dewey hay dos dimensiones de la experiencia: los objetos pueden ser experimentados como medios y fines, como medios son usados y relacionados en función de sus consecuencias, y como fines son simplemente disfrutados o desechados. El conocimiento es el descubrimiento de estructuras y relaciones en el mundo que puede guiarnos a satisfacciones estables, a determinar cuándo y cómo ciertos objetos son fuentes fiables de bien o mal. En este sentido, los objetos son valorados o evaluados como fuentes de satisfacción a través de la experimentación, y entonces, la valoración y el conocimiento se vuelven el mismo proceso (Ross, 1969, 108-109).

Así, el conocimiento experimental es un modo de hacer, y tiene lugar en un tiempo, lugar y bajo condiciones específicas y en conexión con un problema definido. Este conocimiento que ha resultado de una investigación (que ha sido un fin), posteriormente será un medio en otras investigaciones para alcanzar nuevos fines. Para Dewey, el conocimiento proporciona objetos que se relacionan por sus consecuencias prácticas y en esa medida no son eternos ni se corresponden con formas intrínsecas, sino son medios para cumplir determinados propósitos. Son justamente las consecuencias y resultados los que constituyen el objeto conocido y son de carácter público, pero no permanente ni independiente de la investigación. Dewey señala que el objeto es existencialmente construido a través de la eficacia de operaciones y métodos ejecutados en torno a él. En definitiva, el objeto aparece en la progresiva determinación de la realidad (Faerna, 1996, 189).

Ahora bien, como mencioné, su crítica a la concepción del conocimiento como espectador pasivo está unida a una crítica paralela sobre la concepción de una conciencia aislada y un self identificado con la mente misma. Dewey es crítico con la concepción de sujeto gestada a partir del racionalismo cartesiano y los presupuestos antropológicos que de él surgen, pues en ellas la capacidad de expresión y comunicación no estriba en la posibilidad de ser sometida a la crítica pública, sino en el hecho de ser parte de la identidad, del yo. Por el contrario, Dewey, siguiendo a George H. Mead, concibe el self como algo fundamentalmente social, es decir, atado existencial, moral y epistemológicamente a la sociedad. La posibilidad de que la psicología parta de un individuo en aislamiento resulta tan ficticia como que el conocimiento sea una mente interactuando con el mundo externo. Para Dewey, tanto identidad como conocimiento suceden en asociación y comunicación; se constituyen a partir de roles sociales en la complementariedad de expectativas recíprocas de comportamiento (Esteban, 2014, 348), por lo tanto, dependen del contexto social, de las herramientas y métodos que en él se han admitido (DeCesare, 2012, 112).

Como resultado, para Dewey la dicotomía individuo-sociedad es el correlato del que se da entre organismo y entorno, pero si miramos que los intereses y problemas de la interacción en ambos casos generan una comunidad que desea controlar las consecuencias de la acción social, entonces se produce el fenómeno de la comunicación y con ella la opinión pública. De esta forma, la percepción de pertenecer a una comunidad aparece en virtud de los problemas compartidos que demandan organización para regular las consecuencias imprevistas de la interacción. En la medida en que este proceso se hace más complejo requerimos de herramientas más finas, y medios inteligentes y eficaces para la organización (Redondo, 2005, 18-19). Así, la comunicación es una condición fundamental del orden social, ello porque los problemas de la interacción llevan a consecuencias no anticipadas, lo cual exige la reflexión, la interpretación y valoración de tales efectos de la acción por parte de la comunidad para encontrar soluciones.

Con todo lo anterior, es posible ver que Dewey y Lippmann no tienen la misma idea de la investigación, las nociones que subyacen a ésta y, por tanto, las consecuencias derivadas de dicha concepción. Para Dewey el error de Lippmann radica en creer que el conocimiento consiste en un conjunto de representaciones de la realidad en nuestra mente o en un espacio interior, y que un conocimiento objetivo y verdadero es una copia o representación adecuada de dicha realidad exterior, distinción que el norteamericano rechaza debido a que aísla los elementos de la investigación. Para el filósofo, la información objetiva no está constituida por hechos “neutrales” que proporcionan científicos “desinteresados”, pues los hechos siempre se constituyen a partir de un proceso deliberativo movido por intereses y, por tanto, que involucra valores. En definitiva, la distinción entre apariencia y realidad que sigue Lippmann para caracterizar el conocimiento es un instrumento torpe al que se opone la perspectiva pragmatista de Dewey.

De igual forma, para este último no hay racionalidad a priori, independiente de las situaciones (intereses, valores y emociones) que los sujetos deban seguir en el manejo y procesamiento de dicha información. Por el contrario, la razón y los criterios para realizar juicios son hábitos que surgen a partir de experiencias previas que se han instaurado por su eficiencia, pero que siempre están conectados y son dependientes de las situaciones que se quieren resolver. Conocer implica una actividad práctica y comunitaria, por lo que los significados y la verdad no dependen de tener representaciones que se correspondan con la realidad en nuestra mente, sino de lo que la gente hace en comunidad respecto de cualquier asunto, de cómo se resuelve una problemática y se valida dicha solución a partir de su eficiencia práctica y colectiva. Asimismo, aunque para los dos existe una mediación en el conocimiento, para Lippmann, ésta se relaciona con la distorsión de nuestras posibilidades y capacidades de representación de la realidad a partir de estereotipos, imágenes falsas, etc.; en cambio, para Dewey, la mediación consiste en las hipótesis, las inferencias y las conclusiones que obtenemos en la investigación, porque es la forma que tenemos de aproximarnos y ajustarnos a la realidad. Por lo tanto, es el propio carácter y naturaleza de la actividad científica o investigadora y de los objetos que surgen en ella la que marca la diferencia entre élites independientes e investigación socializada. Para Dewey no hay investigación posible sin intereses, sin dimensión valorativa, en conexión con el problema público que se enfrenta y cuya solución se legitima intersubjetivamente. Dicho de otro modo, no hay hechos “neutrales” ni criterios que se pueden establecer antecedente o intrínsecamente como objetivos y racionales; sólo hay hechos y criterios que han sido instituidos como tales a partir de determinados resultados experimentados por la comunidad de investigación, sea esta natural o social. En la medida en que no hay investigación sin comunidad, y no hay conocimiento ni ideas que no lo sean por sus resultados y consecuencias, en la medida en que queremos obtener conocimiento político para tomar decisiones públicas, este tiene que ser experimentado y probado justamente como público, por la comunidad que se enfrenta a tal situación.

El naturalismo empírico de Dewey siempre está involucrado con el bien. En el discurso político esto se traduce en la búsqueda del bienestar para los ciudadanos a partir de una actitud hacia la teoría política que pretende evitar compromisos a priori con un determinado esquema intelectual (Boisvert, 1998, 89). Es decir, de acuerdo con Dewey la ciencia social sin una filosofía social es ciega, no puede guiar las decisiones hacia los ideales humanos, pero al mismo tiempo la filosofía social y política debe ser empírica en tanto no está previamente determinada, sino sólo en función de sus consecuencias exitosas. Por tanto, al contario que Lippmann, no es que los sentimientos o los intereses de clase deban eliminarse de los juicios políticos, sino que estos deben ser evaluados por un procedimiento experimental socializado.

En su propuesta, Dewey (2008) define los hábitos como la clave de la educación y del método inteligente, no como meras repeticiones y comportamientos de rutina, sino como una actividad humana que es resultado de un proceso de ordenación y sistematización, que es proyectivo, dinámico y flexible; que involucra la reflexión para adquirir predisposiciones o formas de actuar bajo ciertas circunstancias. Los hábitos son funciones sociales que pueden ser ajustados y modificados para la mejor resolución de los problemas en los que se encuentra el hombre. Ellos nos permiten ordenar y establecer formas de acción eficientes para tratar con el mundo, esto quiere decir que el hábito no excluye el uso del pensamiento, sino que determina las formas en las cuales este opera en una situación. Para Dewey se trata de cultivar los hábitos necesarios para la deliberación de la vida democrática, que nos hacen sensibles, generosos, imaginativos. Así, el hábito es un concepto central en toda su filosofía, cuyo carácter social y flexible posibilita que el escenario de masas que han criticado los dos pensadores pueda ser transformado a partir de su confianza en las capacidades teóricas, en la posibilidad de fomentar otros hábitos y costumbres que lleven a la participación en el proceso político (Whipple, 2005, 162).

Sin embargo, de la propuesta no se infiere que todas las decisiones deben ser tomadas por la comunidad completa, por el contrario: Dewey fue un defensor de los expertos y de la especialización en ciertas áreas políticas que resultan altamente complejas, pero no creía que un gobierno de expertos fuera la solución para los problemas de la democracia, por tanto, las élites especializadas pueden tener acceso a determinada información específica indispensable para establecer ciertas relaciones y efectos de los diferentes grupos, instituciones, prácticas, leyes, tecnologías, industrias, etc., pero en la medida en que no pueden ser un grupo “completamente desinteresado” ni obtener “hechos neutrales” tampoco garantizan la posibilidad de articular y dirigir los intereses y una voluntad general, sino los propios.

Dewey concebía los criterios de investigación como procesos híbridos entre lo que denominamos emoción, interés y razón, por lo que considera necesario incorporar esas dimensiones en los procesos deliberativos generales. Por ello los expertos deben ser guiados por el público e informan a este de forma directa, pero solo la comunidad puede identificar las necesidades que afectan y aquello que cuenta como solución. Es decir, la investigación debía servir para promover y compartir valores e intereses, modos de sentir y pensar que experimentalmente mejoren la vida social, no para eliminarlos de ella. Como afirma Del Castillo:

Para Dewey, el ideal de objetividad que defendían ciertas élites intelectuales y políticas no aseguraba, e incluso podía entorpecer la formación de una plena opinión pública. La política burocrática y “científica” sólo podía traer más problemas, la creación de una clase superior que defendería sus derechos adquiridos y sus intereses privados en nombre del bien común (2004, 22).

Parece que las actuales sociedades, inundadas de dichas élites, han confirmado sobradamente las prescripciones deweyanas en este sentido. Para Dewey la solución no radicaba en oponer conocimiento y opinión, razón y emoción, hábito y pensamiento, sino en someter las propias emociones, opiniones y hábitos al examen público, como lo hace la ciencia con sus hipótesis. Dewey ve en la ciencia un modelo de vida pública activa y experimental que se evalúa y renueva, un proceso que depende del esfuerzo de una comunidad para mejorar, y le atribuye un carácter comunicativo que habría que fomentar para conducir la opinión pública por mejor camino. En la misma medida en la que el norteamericano defiende que la ciencia tiene bases y fines sociales, la opinión pública debería tener bases científicas, es decir, que sus principios, conceptos y métodos se comprueben como herramientas de investigación.

Por lo tanto, no se trata de que el ciudadano medio informado deba convertirse en un experto en los temas de lo público, ni de que sólo el experto pueda generar una juicio racional acerca de lo público, sino de generalizar las formas científicas para obtener y distribuir el conocimiento —generando una base social común—, articular significados básicos, que luego pudieran ser resueltos en sus especificidad y tecnicismos por los expertos respectivos, pero siempre orientados por el interés común. No se trata, como puede parecer a primera vista, a partir de la crítica de Lippmann, de que los ciudadanos sepan cognitivamente todos los hechos del mundo, sino de cultivar actitudes y hábitos que se usen en la acción política. Como señala Westbrook, cuando Lippman muestra su giro elitista Dewey disiente. Para él, el entendimiento del público precede al de los gobernantes porque la democracia demanda una educación más “concienzuda” que la de administradores o industriales, de ahí que la ciencia social deba estar unida al pueblo y no a la élite gobernante (Westbrook, 1991, 310). Esta base común no sería sino un escenario experimental en constante renovación y evaluación; las políticas y propuestas de acción social se tratan como hipótesis de trabajo sometidas a observación y las consecuencias a revisión. Esto permite desarrollar una competencia democrática en la que no hace falta la “omnicompetencia” de la que habla Lippmann, sino la posibilidad de realizar el pensamiento reflexivo, imaginativo y crítico. Dewey entiende la democracia como un experimento en curso, no como un producto que simplemente se debe implementar de acuerdo a un esquema acabado.

Así, para Dewey, un público democráticamente organizado debe conducirse en lo que él entiende como el espíritu de la ciencia, aunque no conozca el aparato especializado de cada uno de los asuntos que le involucran, pues ella es la forma de encontrar y promover lo que llama “método experimental” o “inteligencia social”. El proceso científico, entendido como inteligencia crítica y tolerante, se convierte en la base para los hábitos y costumbres públicos, pues está disponible para todos, como dice Cornel West, “no es propiedad exclusiva de los profesionales” (2011, 159). Para ello es indispensable un gobierno popular, y no de élites, puesto que es la única forma que obliga a reconocer que existen intereses comunes, aunque su clarificación no sea inmediata. Por el contrario, la clase de expertos se convierte en una clase con intereses y conocimiento privado, implementando decisiones para su propio grupo. Sin la participación del público en la formación de políticas públicas, estas no pueden reflejar las necesidades e intereses que sólo son conocidas por el propio público. Para Dewey, que los expertos definan los intereses públicos no es elitismo democrático, sino simple y puro elitismo (Westbrook, 1991, 312).

Sin embargo, Dewey tenía claro que ese no era el papel que estaba desempeñando la ciencia en las sociedades contemporáneas, como afirma Philip Mirowski (2003, 13), y señalaba el carácter corporativo, burocrático e industrial del desarrollo científico del momento como el principal motivo por el que el uso del método científico en la investigación se encontraba confinado para los expertos, aislándose de su contacto y participación en la sociedad. Asimismo, denunció la forma en que los valores y hábitos de la ciencia habían sido apropiados por los propósitos del capitalismo industrial, opacando el ideal de inteligencia reflexiva y las posibilidades para la vida pública que la ciencia representaba para el norteamericano. Este hecho, según él, hizo prevalecer un “culto al experto” y la idea de que la ciencia y la democracia eran incompatibles en estructura y contenido. El trabajo de Dewey a este respecto en su libro La Opinión Pública constituye en parte una respuesta a esta tendencia intelectual que estaba teniendo bastante éxito en Estados Unidos.

CONTRASTES: DEBILIDADES Y FORTALEZAS

Ahora bien, con este telón de fondo epistemológico y político resulta mucho más viable entender y matizar los acercamientos y tensiones en las dos propuestas. Por ejemplo, ambos piensan que si se resuelven las disputas bajo el espíritu de la razón a largo plazo se confirmará este hábito y esto se hace mediante la investigación. En particular, Lippmann afirma: “La prueba de la investigación es la prueba maestra mediante la cual el público puede usar su fuerza para extender las fronteras de la razón” (2003, 101). Y más adelante agrega: “los límites de intervención del público en los asuntos dependen de su capacidad para enjuiciar. Estos límites pueden ampliarse cuando se formulan nuevos y mejores criterios o cuando los hombres se transforman en expertos gracias a la práctica” (105). A primera vista parece que son afirmaciones que Dewey podría aceptar, sin embargo, ahora sabemos que no quieren decir lo mismo con los términos de hábito, investigación, criterio o razón. De igual forma, aunque como Lippmann, Dewey también parece admitir la necesidad de un espacio de especialistas y técnicos; para el primero corresponde más al científico político desarrollar los métodos de análisis y criterios de juicio que han de formar al público en la educación democrática. En contraste, para Dewey es a partir de la propia experiencia democrática del público como forma de vida que estos métodos son desarrollados.

La diferencia entre los escenarios proyectados puede ser entendida mejor una vez que hemos apuntado sus desacuerdos en torno a la ciencia y en el contexto histórico de la disputa, es decir, sobre la base de que, como mencioné al inicio, Dewey es más un mediador que un contendiente de Lippmann y que está respondiendo a un ambiente generalizado sobre un uso elitista de la ciencia, un uso del naturalismo con fines racistas, nativistas, anti-igualitarios y conservadores. La ciencia se mostraba como intrínsecamente antidemocrática y Dewey intentaba relegitimar la relación entre ciencia y democracia. Es bien conocido que estaba convencido de que la ciencia y la tecnología tenían potencialidades emancipadoras, pero que era necesario que la ciencia se liberara de su carácter corporativo y burocrático, al servicio de beneficios privados. Por ello insistía en una perspectiva donde ciencia y democracia eran parte inseparable de la actividad comunitaria no dogmática y experimental, y que la ciencia sería reorganizada y conducida por este interés común y democrático (Mirowski, 2003, 15).

Asimismo, comprender esta diferencia entre conocimiento científico en ambos autores ilumina algunas otras diferencias fundamentales en sus posturas. Como varios estudiosos del debate señalan (Carey, 1989; Whipple, 2005) la metáfora de Lippmann para el conocimiento es una visual, mientras que para Dewey es la del oído, el escuchar. Ello nos permite sugerir una diferencia fundamental, no sólo en el proceso del conocimiento que antes se ha descrito, sino en relación a la naturaleza humana. Para el primero el modelo de la visión apunta hacia una concepción del ser humano espectadora, pasiva, no inclinada a la vida política de forma natural, en contraste para el segundo, la metáfora del oído le permite enfatizar una concepción del ser humano conversadora, comunicativa y, por tanto, activa y experimental, definitivamente, política y social. Esta diferencia, aunada al carácter eminentemente social y público que la ciencia tiene para Dewey, vuelve completamente inviable la propuesta de investigación del periodista. Además, explica fácilmente el hecho de que para Lippmann el proceso democrático se convierte en algo en lo que los ciudadanos no participan activamente (su responsabilidad se restringe a elegir entre partidos), y que para Dewey sea la comunicación y la participación humana el propio fundamento de la sociedad democrática. Como afirma Brown, Dewey desarrolló una concepción de conocimiento y verdad con una dimensión distintivamente política y social y nos la muestra como un modelo de decisión democrático (2009, 136).

Dicho panorama también ilustra la diferencia que los dos pensadores norteamericanos tienen respecto de la propia naturaleza de la democracia. Mientras que el periodista ve la democracia como un medio para alcanzar un fin, el orden social estable y pacífico, el filósofo, apelando a la relación que establece entre medios y fines, concibe la vida democrática no sólo como un medio, sino como un fin, es la idea de la comunidad misma y es esa forma de vida la que permite la realización de las capacidades colectivas e individuales (Whipple, 2005 159). Por lo tanto, si el fin es la vida democrática los medios tienen que ser democráticos. En cambio, para Lippmann no es así; su experiencia bélica le dice que existen medios no democráticos para salvar la vida democrática, como puede ser una guerra.

APORTACIONES DEL DEBATE AL ESCENARIO CONTEMPORÁNEO

A pesar de que esta polémica está por cumplir un siglo, el escenario de las democracias contemporáneas y de las discusiones en torno a la democracia deliberativa que al principio esbocé no hace sino confirmar su pertinencia y una vigencia que, lejos de caducar, se ha radicalizado. Hoy más que nunca se hace evidente que los distintos intereses de grupo generan un mar de información confuso. La relativa democratización de la información —a través de las redes sociales y del internet en general— genera información excesiva de todo tipo de fuentes que se vuelve imposible analizar y sobre la cual reflexionar debidamente. La gran complejidad y heterogeneidad de la sociedad y los fenómenos que intervienen en ella vuelven los asuntos públicos aún más oscuros y con multitud de aristas que considerar (por ejemplo, el debate sobre el calentamiento global, sobre los cultivos transgénicos o el problema migratorio). Asimismo, hoy en día existen múltiples élites de investigación que dan asesoría sobre diversos asuntos públicos a los Estados y sociedades, sin embargo, la duda sobre el carácter auténticamente democrático de las sociedades contemporáneas es más aguda que nunca ante los poderes globales del capital y de determinadas élites globales o locales.

En este nuevo escenario, la revaloración del debate Lippmann-Dewey resulta ilustrativa, pues muestra que la elitización de la investigación encarnada en las tecnocracias actuales defendida por Lippmann ha fracasado, al menos hasta el momento, para promover el interés público. Por otro lado, permite recuperar el concepto de socialización de la investigación de Dewey y muestra que su concepto sobre ésta resulta mucho más adecuado con dicha práctica.

Más aún, después de trabajos como los de Foucault, la filosofía y los estudios sociales de la ciencia del siglo xx, queda clara su inherente dimensión ético-política que la vuelve parte de un proyecto público. En este sentido, el trabajo epistemológico de Dewey, que conlleva esta dimensión inherentemente social y política, resulta un antecedente de la íntima relación que el francés estableció entre conocimiento y poder. Como afirma Schudson (2006), dicha relación apunta no a una corrupción o intromisión de la política en el conocimiento, sino que poder y conocimiento son dos lados de la misma moneda (493), que no existen independientemente el uno del otro: “Estamos sometidos a una producción de verdad mediada por el poder, pero no podemos ejercitar el poder salvo por medio de una producción de verdad” (Foucault, 1980, 93). Así, como afirma el filósofo norteamericano Richard Rorty:

La crítica que Dewey y Foucault hacen de la tradición es exactamente la misma. Pese a las apariencias, ambos coinciden en la necesidad de abandonar los conceptos tradicionales de racionalidad, objetividad, método y verdad […] Están de acuerdo en que la racionalidad es producto de la historia y de la sociedad, en que no existe una estructura omniabarcante y ahistórica (la Naturaleza del Hombre, las Leyes del Comportamiento Humano, la Ley Moral, la Naturaleza de la Sociedad) que aguarde a ser descubierta (Rorty, 1996, 289).

La diferencia entre ellos, afirma Rorty, radica en que Dewey se muestra optimista y esperanzador ante la dimensión política del conocimiento. Para él, “la voluntad de verdad” no es necesariamente un deseo de dominar al otro, sino de transformar la realidad, de crear y obtener una combinación armónica de una pluralidad de deseos (292).

Por otro lado, como mencioné al principio, se puede ver también en el concepto de inteligencia social de Dewey un antecedente de la propuesta de Habermas (1994) acerca de las posibilidades de establecer un diálogo público para construir consensos que se basen en lo que éste último ha denominado racionalidad comunicativa. Es decir, un espacio en el que las creencias estén fundadas en argumentos, los sujetos den razón de sus actos y acepten las posibilidades de ser criticados por sus interlocutores. La socialización de la investigación del norteamericano, como la democracia deliberativa defendida por el alemán, pretenden neutralizar a un público mediatizado y dominado por la lógica del consumo para generar un proceso crítico de comunicación política que sea un fin en sí mismo. Ambos pensadores están convencidos de que no se necesita estar especializado en dichas materias, sino que es suficiente ser capaz de participar en la práctica comunicativa cotidiana (Pineda, 2002).

Sin embargo, existe una importante ventaja en la concepción científica de Dewey que no aparece en Habermas. El alemán sigue parcialmente la postura de la escuela de Fráncfort, especialmente la de Marcuse y de la tradición nietzscheana sobre la razón tecnológica o tecno-científica. En ella, según Marcuse, los grupos hegemónicos explotan la noción de racionalidad técnica para anular los principios deliberativos de los ciudadanos y con ello impiden la realización política de los individuos o sociedades20 (Mayorga, 2013, 132). La racionalidad técnica para Habermas, no es gobernada por ningún interés político, sino por un interés universal que controla el entorno (Habermas, 1971, 308-11). Por lo tanto, no representa una amenaza inherente para otros valores humanos, siempre que sea democráticamente controlada. Así, su crítica está basada en una distinción ontológica entre ciencia y política, y solo apunta hacia una política de la contención o la moderación de la primera (Brown, 2009, 87). Es decir, para Habermas, la racionalidad tecno-científica se vuelve un instrumento ideológico de dominación social, subordinando a ella los principios de la democracia y de esta forma, son las reglas técnicas, la productividad o la eficacia la que domina en las interacciones y organizaciones sociales, en lugar de los acuerdos entre los individuos, provocando una despolitización de estos (Mayorga, 2013, 135); ciencia y tecnología, y su racionalidad, se mantienen al margen del proceso político deliberativo y su uso para el bien común o la dominación social depende de dicho proceso.

Con respecto a este punto, el concepto de ciencia y su relación con lo político en Habermas, se parece más a la perspectiva de Lippmann que también supone la inherente distinción entre ambos, negando la dimensión política de la ciencia que Dewey y Foucault reconocen. Por ello, el concepto de conocimiento deweyano conectado con situaciones concretas y públicas, permite reconstruir una nueva racionalidad tecnológica que conecta con los valores, las prácticas implementadas y las situaciones públicas que no encontramos en Habermas, en los críticos de la razón tecno-científica ni en los detractores de la democracia deliberativa. Mi perspectiva, que por cuestiones de espacio no desarrollaré más aquí, es que esta concepción puede dar nuevas luces al debate, pues la propia racionalidad científica y técnica incorpora una dimensión ético-política inherente que no puede ser marginada del ámbito público, que no puede ser autónoma. Por tanto, su concepto de investigación aporta nuevas luces a la relación entre lo epistémico y lo político como dos cuestiones necesariamente ligadas y mutuamente dependientes que se vuelven fundamentales en la reflexión contemporánea de la ciencia y sus implicaciones en las sociedades contemporáneas (la implementación y desarrollo de biotecnología, políticas públicas de acuerdo a los resultados científicos en temas de nutrición, psiquiatría, etc.). Si bien esta relación ha sido explorada por diversos estudios contemporáneos de la ciencia,21 la propuesta de Dewey puede ser iluminadora o complementar estas perspectivas en la medida en que conecta la investigación con la construcción de comunidades políticas.

Aun así, la implementación del tipo de política cultural que promueve Dewey a través de debates, discusión y persuasión, y sobre todo de la educación, parece quedar un poco corta para el diagnóstico descrito. Para Dewey la democracia como forma de vida empieza por la casa y las comunidades vecinales, en el cara a cara. Este proceso de inteligencia divulgada sólo se puede implementar en la medida en que se haga realidad en la vida comunitaria local (Dewey, 2004, 171). Este modelo descansa sobre la idea de una comunidad relativamente homogénea que no incluya rupturas y complejidades demasiado profundas, que puedan ser solucionadas a base de discusión, lo cual resulta estrecho para el diagnóstico social lippmanniano con el que coincide Dewey y la mayoría de los escenarios actuales.

El norteamericano aparece ingenuo cuando cree que los problemas sociales pueden ser resueltos por un consenso amplio que no es típico ni fácil en las sociedades industriales o capitalistas urbanas actuales. Como afirman algunos críticos, su propuesta está confinada a segmentos reformistas de clase media, pero no toda la realidad política está conformada así ni opera con los mismos mecanismos, por lo que su propuesta se restringe a un campo principalmente pedagógico y dialogante, sin política de confrontación ni lucha social por medios más conflictivos.22 Asimismo, como afirma Whipple (2005, 165), Dewey falla en poder explicar su teoría democrática dentro del contexto de las organizaciones o estructuras corporativas, donde la burocracia y la jerarquía tiende a centralizar las formas de inteligencia que se requieren, además de que asocia el problema de lo público con la representación elitista del Estado, sin abordar los problemas de la estructura social del capitalismo avanzado.

En pocas palabras, su idea de la democracia se traduce a una forma de vida personal que no siempre aparece viable ante determinadas condiciones sociales y agentes históricos. Ante este escenario, su libro La opinión pública y sus problemas parece poco eficiente contra el realismo democrático al dejar diversas preguntas en el aire y no terminar de esbozar la constitución de una democracia participativa. La pregunta para Dewey sería: ¿cómo implementar esa forma de vida en una cultura americana que él mismo calificó de anti-intelectual, represiva, hedonista, intolerante y xenófoba y en el contexto de una economía cuya riqueza está mal distribuida? (Dewey, 2004, 170). Quizá en esa pregunta hay alguna pista de porqué dicho proyecto culturalista nunca prosperó en una sociedad que más bien fue dominada por la ideología del liberalismo empresarial.

Por otro lado, también su valoración de la ciencia como prototipo de actividad experimental y crítica que es por naturaleza comunicativa, colectiva y anti-autoritaria parece rebasada. La crítica científica que vino en la segunda mitad del siglo xx pone en evidencia dicho exceso. Después del análisis historicista de Kuhn, de Feyerabend, de la propia relación entre verdad y poder, que Foucault establece, y de los estudios sociales sobre la ciencia, sabemos que hay muchos escenarios donde la ciencia es a-crítica, autoritaria y que puede ser oscura en su comunicación e individualista o corporativa en su desarrollo. Por ello, en este asunto hoy estaría más del lado de la afirmación del más fiel seguidor de Dewey, Rorty (2010), sustentada por el desastre armamentista, ecológico y económico que se ha provocado con el uso de ésta a favor de intereses privados en las últimas décadas, de que no hay que confundir el éxito y el control predictivo con la actitud crítica y experimental. En este sentido la ciencia viene a ser relevante en el plano ético y político porque exige, como todas nuestras actividades, nuestro mejor esfuerzo, honestidad y actitud abierta a la crítica, pero la actividad científica per se no tiene nada especial que aportarnos.

De esta forma, para concluir de manera general, podemos señalar en primer término que el diagnóstico de Lippmann y Dewey hoy tiene aún gran relevancia, por lo que la reflexión en torno a él nos puede mostrar nuevos caminos y claves parar abordar los problemas de las democracias contemporáneas. En segundo lugar, la solución de Lippmann parece mostrarse fracasada, pues su concepto de lo científico es superado por todas las propuestas post-positivistas y/o sociológicas antes mencionadas y particularmente por la filosofía de Dewey. Ello podría explicar el fracaso de las élites que las tecnocracias contemporáneas pusieron en funcionamiento y que fallaron en la promoción del bien común. De esta forma, nos pone en la posición de recuperar el concepto de investigación de Dewey, apropiándonos de la mutua determinación entre hecho y valor de cara a futuras propuestas, pero desechando la noción de método científico que el norteamericano conservó. Esto es, evitar la idea de que la ciencia es un espacio privilegiado para la democracia. A su vez, esta posición implica incorporar la actividad científica como parte de una política cultural poniéndola al servicio del bien común.

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Por ejemplo, Schumpeter habla de un mercado político donde existe una oferta y demanda política de empresarios, donde los ciudadanos son los consumidores que participan exclusivamente en actos electorales. En general esta perspectiva propone una competencia entre élites para gobernar, al tiempo que minimiza la participación ciudadana en los procesos políticos (Schumpeter, 1950).

Investigación realizada en el marco del proyecto Reconstruction of Democracy: Beyond Deliberation and Recognition (mineco FF12012-38009-C02-01), subvencionado por el Ministerio de Economía y Competitividad del Gobierno de España. Agradezco además los comentarios de Ramón del Castillo (uned).

Sin embargo, como señala Mark B. Brown, la teoría liberal del consentimiento es consistente con la idea del siglo xviii de que los representantes pueden hablar por sus representados sin que ello exija ninguna expresión de aprobación por parte de estos. Por lo tanto, hay representación sin derecho al voto, porque la representación y el consentimiento se conciben más como cuestiones de conocimiento que de política, como “recursos epistémicos que reducen o erradican el conflicto político”. En este sentido, la teoría liberal del gobierno representativo descansa en una distinción racionalista entre ciencia y política (Brown, 2009, 69); de acuerdo con ella, se trata de traer a la luz la evidencia requerida para determinar los intereses nacionales o el interés público objetivo, no de sopesar o balancear una diversidad de intereses (70). Sin duda la relación entre expertos y el consenso popular ha sido compleja en la tradición representativa y republicana, las cuales no se libran de perspectivas con tintes elitistas. Por ejemplo, desde la perspectiva de Rousseau, existe un espacio para la deliberación, pero está reservada para el gobierno (78). Los elementos de la concepción de la soberanía popular de Rousseau reaparecen en la teoría liberal del gobierno representativo que surge de las revoluciones francesa y americana, dice Brown. La defensa de la Constitución de Estados Unidos elaborada por James Madison y Alexander Hamilton en The Fede-ralist combina una creencia en la soberanía popular con una confianza en la razón instrumental y la competencia de expertos, característicamente americana (79). Para Hamilton y Madison el propósito de las instituciones políticas es la selección de una élite virtuosa capaz de tomar decisiones en beneficio del interés público, por lo que los gobiernos electos tienen la tarea de depurar o refinar las preferencias de los ciudadanos a través de la deliberación racional (81). Así, la soberanía popular se encauza a través del voto, en el cual los ciudadanos expresan su interés de grupo o sus opiniones privadas para constituir la voluntad general. Por tanto, las elecciones legitiman a gobernadores competentes y la asamblea de representantes es implícitamente modelada como una comunidad científica idealizada, comprometida con la deliberación racional para alcanzar los fines del pueblo. Diferentes versiones de esta visión básica de la representación aparecen en los escritos de pensadores liberales incluyendo a Montesquieu, Jeremy Bentham o John Stuart Mill (86), asimismo, se trata de una característica central de las teorías realistas y neorrealistas de la democracia de Max Weber, Joseph Alois Schumpeter o Niklas Luhmann. Para ver un desarrollo detallado de esta relación, cfr. Brown (2009, cap. 3).

La perspectiva del pragmatismo americano en general fue retomada a finales del siglo pasado, después de varias décadas de una filosofía decididamente positivista y analítica que estaba desinteresada en los puntos de vista sociales y éticos de este (ver Whipple, 2005, 157).

Como ya se anticipó, previamente teóricos de la sociología y la teoría política como Max Weber, Schumpeter o Seymour Martin Lipset habían articulado una visión moderna de la democracia en las sociedades industrializadas y complejas, la cual enfatiza la estabilidad, la descentralización burocrática y la elección de élites, mientras que minimiza el papel de participación pública en los procesos políticos (ver Whipple, 2005, 156).

Dewey en distintos momentos y escritos, como en su libro Naturaleza humana y conducta (1988) o en su artículo anterior “El concepto del arco reflejo en psicología” (1896), cuestiona las premisas de estas dos concepciones de la conducta humana; en particular, criticará el concepto freudiano de instinto y el concepto de arco reflejo en psicología, respectivamente (ver Westbrook, 1991).

Mejor conocido por su trabajo Human Nature in Politics (1948), publicado por primera vez en 1908, las perspectivas políticas de este texto influyeron en las consideraciones de Lippmann sobre la relación entre el público y su ambiente. Wallas pensaba que la opinión pública era incapaz de entender adecuadamente su ambiente social (Steel, 1999). Además, parece también haber influido en Lippmann en su rompimiento con el socialismo.

Diversas fuentes establecen algunas influencias pragmatistas en el pensamiento de Lippmann, como puede ser la idea del método científico proveniente de Peirce (Jansen, 2009), la supresión de la opinión pública en los sistemas democráticos de Santayana (Steel, 1999) y el meliorismo y un sentido práctico que tomó de James (ibíd.). Si bien, estas influencias pueden acercar en algunos aspectos la perspectiva de Lippmann con Dewey, como veremos más adelante, son puntos de contacto un tanto superficiales que no se reflejarán en torno a su visión del conocimiento y particularmente de la ciencia.

En este texto Lippmann propone la perspectiva de una sociedad mejor constituida a partir del orden científico y racional. En concreto, propone la experimentación científica como la forma más eficiente de desarrollar negocios y una ética científica. Según, él la ciencia es la disciplina de la democracia (Lippmann 1985, 151) porque proporciona medios para la cooperación colectiva. Además, el conocimiento científico permite abordar los problemas desde la misma perspectiva y llegar a las mismas conclusiones. En definitiva, afirma, la ciencia es el medio por el cual la realidad “se somete ante nuestros propósitos” (177). Así, Lippmann confía plenamente en la capacidad del método científico para reformar y mejorar la sociedad, como una alternativa para las formas de gobierno obsoletas al permitir mejorar la administración y la eficiencia de las instituciones burocráticas. Más adelante quedará claro en qué se diferencia esta perspectiva con la propuesta de Dewey.

Sin embargo, la relación entre estos elementos no es homogénea en todas las propuestas de la teoría clásica de la democracia. Para una revisión de la compleja relación entre individuo, voluntad general, representación y legitimidad ver Brown (2009).

Si bien, como ya mencionamos, la discusión puede tener diferentes papeles en las distintas teorías, que pueden estar reservados para los representantes o una élite gobernante, y los intereses de grupo u opiniones individuales se encauzan a través del voto (Brown, 2009, capítulo 3).

“[…] a limited ability to attend to matters beyond our everyday experience” (la traducción es mía).

Lippmann señala que nuestras impresiones se componen de múltiples variables y expectativas que varían sutilmente, motivando y movilizándonos de forma distinta a cada individuo. El querer explicar o predecir a partir de un solo elemento el comportamiento social —y por tanto, la opinión pública—, es un error en el que cayó, por ejemplo, el marxismo, al creer que la posición ante las fuerzas de producción de cada hombre le llevaría inexorablemente a obtener una concepción inequívoca de sus intereses económicos y sociales (ver Lippmann 2003, 160).

M. Schudson afirma que este papel que coloca a la opinión publica fuera de la práctica diaria de tomar decisiones no es sino la sustitución, en la práctica, de la democracia directa por la democracia representativa, y que la argumentación de Lippmann solo va dirigida a aceptar dicha práctica (Schudson, 2008).

Para ver la crítica detallada de Dewey a las premisas de las concepciones del conocimiento griega y moderna, véase Dewey, 1986 y 1988b

Esta situación se caracteriza por ser dudosa, inestable e incierta, en el sentido que impide al organismo una interacción fluida con su entorno.

“It is the situation that has these traits. We are doubtful because the situation is inherently doubtful” (la traducción es mía).

“Inquiry is the controlled or directed transformation of an indeterminate situation into one that is so determinate in its constituent distinctions and relations as to convert the elements of the original situation into a unified whole” (la traducción es mía).

La diferencia entre sentido común y ciencia es que el primero se refiere a situaciones cotidianas, de uso y disfrute, y la segunda va más allá. Pero hay una continuidad entre ambos. Para ver esta diferencia con detalle, véase Dewey (1986, 66-85).

Los principios que formulan ideas exitosas en la resolución de problemas se abstraen como procedimientos del razonamiento que conectan con la solución de problemas. Son métodos de razonar comúnmente usados y condiciones satisfechas en la investigación, pero que surgieron a partir de ella (21).

Ello se debe a que el parecer de los ciudadanos deja de ser el principio que rige la organización social porque es sustituido por lo que avala la ciencia (Mayorga, 2013, 134.).

Por supuesto, durante la segunda mitad del siglo xx y lo que va del xxi desde la filosofía y los estudios sociales de la ciencia existen múltiples propuestas que apuntan de diferentes formas a esta dimensión de la ciencia, como puede ser la propuesta de Feyerabend, Latour, Kincaid, etc.

Sin duda el conflicto tiene un papel crucial en la teoría social y democrática de Dewey. El conflicto es un fenómeno microsociológico que caracteriza como situaciones problemáticas, las cuales surgen constantemente y son corolarios positivos de una vida socialmente activa y participativa. Dewey ve el desacuerdo como un elemento funcional y necesario de la interacción social, que lleva a la investigación reflexiva, a través de la curiosidad crítica que cuestiona el estado normal de las cosas. Es en este desacuerdo donde aparece la naturaleza del debate crítico y racional, así como la naturaleza participativa. Sin embargo, en opinión de varios críticos su visión del conflicto es un tanto light, ya que no siempre lleva a la investigación reflexiva, así como hay escenarios que no permiten (ni mediante la deliberación) la superación de la discordia (ver Whipple, 2005, 169).

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