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Vol. 21. Núm. 1.
Páginas 28-30 (Enero 2007)
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La persuasión como herramienta de gestión (y II)
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Josep María Galí
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En el artículo anterior (farmacia profesional 2006;11:20-2) se analizó el binomio persuasión-actitudes y al final se apuntó que las conductas no dependen solamente de las actitudes sino de muchos otros factores. En esta segunda y última parte se abordan estos factores a través del análisis de la conducta motivada por el inconsciente, condicionada por el hábito y/o por el medio social.

Ya se apuntó en la primera parte de este artículo: las conductas dependen de muchos y muy diversos factores. Entonces, ¿de qué sirve persuadir?, se preguntará el lector. Pues sirve de poco o de mucho, en función de las circunstancias. ¿En qué circunstancias las conductas dependen básicamente de las actitudes y en cuáles dependen de otros factores? Estas son preguntas fundamentales que se plantean los analistas de la conducta y que han sido y son objeto de constante investigación.

Pensamiento y emoción

Para entender la relación actitudes-conductas hay que tener presente un hecho básico: las actitudes son fenómenos mentales, es decir, se forman en el pensamiento, en la emoción y en la interacción de ambos. Hoy día la neurología ha avanzado lo suficiente como para conocer que pensamiento y emoción no son dos fenómenos separados que se procesan de forma independiente en el sistema nervioso, sino que la emoción califica el resultado del pensamiento y es lo que permite desarrollar una opción conductual socialmente adaptada. El pensamiento «frío» o sin emoción es socialmente disfuncional: lleva al individuo a tomar decisiones poco adaptadas a su entorno social, que causan daño a los demás y a él mismo. Por tanto, el binomio «pensamiento-emoción» es un proceso «cognitivo-nervioso» que se da en la consciencia o en el inconsciente del individuo, pero queda reducido a su esfera psíquica. La conducta, por definición, es un proceso de acción que supone intervenir directamente sobre el entorno y sobre las cosas y las personas que nos rodean. En consecuencia, ocurre como cuando nos ponemos al volante: estamos en marcha y modificamos nuestro entorno. Es evidente que la naturaleza misma de pensamiento y acción es bien distinta, y no es de extrañar que las relaciones entre ambos aspectos de la naturaleza humana sean complejas y difíciles e predecir. El modelo pienso-actúo es un modelo basado en una visión cognitivista y racionalista del ser humano, y olvida completamente la posibilidad de la conducta motivada por el inconsciente, la conducta condicionada por el hábito y la conducta condicionada socialmente.

Las conductas de hábito

En nuestra conducta diaria actuamos por hábito, y no sólo en detalles poco importantes, sino también en decisiones que a veces pueden tener trascendencia. El hábito es un mecanismo de «economía cognitiva»: una vez hemos pensado algo y nos ha funcionado bien, nos ahorramos el trabajo de volverlo a pensar y repetimos la acción. Este mecanismo nos ahorra mucho trabajo: la causa de la conducta es la conducta anterior. Adquirir buenos hábitos significa automatizar decisiones. Cuando un cliente nos pide un antibiótico, le pedimos la receta con la misma naturalidad con que cogemos la misma línea de autobús cada día. En las empresas de servicio, el establecimiento de repertorios de respuesta preestablecidos sirve para ahorrarse tener que pensar cada día sobre los mismos temas como si fuera la primera vez que se planteasen.

Pero, de la misma forma que se adquieren buenos hábitos, también se adquieren malos hábitos, hábitos que no funcionan o, simplemente, hábitos neutros, que no aportan nada malo pero tampoco nada bueno, tareas que alguien empezó a hacer algún día y que se siguen haciendo pero que en realidad no añaden ningún valor. Por esto es necesario hacer de vez en cuando una reingeniería de todos los procesos que se dan en una empresa, lo que consiste en la pesada labor de poner sobre la mesa todo lo que se hace e intentar explicarse si aporta valor o sólo aporta coste.

Las conductas condicionadas socialmente

Además de hacer las cosas de manera inconsciente y por hábito, el condicionamiento social es, asimismo, fundamental para entender las conductas de las personas. Las personas, antes de actuar, realizamos de forma consciente o inconsciente un pequeño test para contestar a la pregunta: ¿qué reacción tendrán los demás si hago esto o aquello? Se trata de un fenómeno bien estudiado por los psicólogos sociales, y es un mecanismo fundamental en la reducción de riesgos sociales y en la adaptación de las personas a entornos que no conocen. Uno «insinúa» su intención de hacer algo y si ve el campo despejado y sin oposición, lo hace. Por tanto, nuestras acciones dependen también de lo que los demás piensan sobre lo que tenemos la intención de hacer. La presión social condiciona conductas triviales y no tan triviales. En nuestra sociedad, en la que se desestructuran progresiva e implacablemente todos los roles, esta influencia es menos evidente, pero sigue presente: hay épocas en que parece que la sociedad se «compinche» para que uno se case, tenga hijos, se hipoteque hasta las cejas o juegue al golf todos los sábados.

Las conductas condicionadas por la situación

Finalmente, hay otro factor que condiciona las actuaciones de los individuos: la situación. El hecho de que actuemos de forma situacional es un mecanismo básico de adaptación. Decimos como un elogio: «Sabe lo que hay que hacer en cada situación». Por tanto, estamos admitiendo que es bueno que las personas tengan cierta adaptación situacional, basada en su percepción del contexto en el que se da una actuación. Aquí esta la clave: cómo se percibe la situación. Hay quien la percibe de una forma y quien la percibe de otra. Por esto es tan frecuente caer en malos entendidos y conflictos derivados de la interpretación de un mensaje. «Es que yo creía que...», dice un empleado. «No creas tanto y haz lo que toca», contesta un jefe a veces impertinente. Para evitar tales situaciones es importante describir actuaciones recomendadas ante situaciones que se producen con mucha frecuencia. Es lo que se llama establecer protocolos de situación, de forma que se reduzcan los riesgos de malos entendidos y discusiones banales. *

La conducta inconsciente

La aportación fundamental del psicoanálisis es el descubrimiento del inconsciente. Freud --cuyo pensamiento evolucionó constantemente en el transcurso de su vida-- aportó una visión de la psique humana en la que el inconsciente, es decir, las motivaciones y energías que están ocultas a nuestro conocimiento inmediato, tienen un impacto enorme sobre los estados emotivos y las conductas.

Pero, ¿podemos aceptar que hacemos cosas sin tener la posibilidad de saber por qué las hacemos? ¿O que nuestra manera de conducirnos está condicionada por impulsos básicos sobre los que no tenemos ningún control puesto que no los conocemos? Este es un problema clásico en los intentos de los gestores de modelar las conductas de sus colaboradores. Por más que intentan formar a la gente en determinadas actitudes, muchas veces se encuentran con que las conductas vuelven a ser las de siempre, que las modificaciones de conducta son muy cosméticas y de poca profundidad, y que «no hay manera de que la gente cambie». La causa de esta realidad observable todos los días es que una gran parte de la conducta obedece a motivos que no nos son cognoscibles y, por tanto, a través de la persuasión y el cambio de actitudes no se consiguen cambios conductuales duraderos. Como suele decirse, la cabra tira al monte.

¿Existe forma de acceder a las motivaciones inconscientes? El psicoanálisis es una herramienta pensada para poder acceder a estas motivaciones, conocerlas y conocer cómo se han disfrazado con una apariencia que nunca hubiésemos soñado. Evidentemente no es tarea de un empleador realizar el psicoanálisis de cada uno de sus empleados, pero debemos ser conscientes de que las conductas repetitivas disfuncionales suelen obedecer a características de la personalidad que pueden llegar a ser patológicas y sobre las que las personas que las desarrollan no tienen conocimiento ni control. Un caso típico es el del «quejica compulsivo» que atribuye todas las causas de sus errores a los demás: probablemente esta persona tenga una tendencia a la paranoia y actúe compulsivamente defendiéndose del miedo a un castigo improbable, pero del que al final puede ser merecedor por la repetición de su conducta paranoica. El día en que se le castigue se cumplirá su profecía: «Ves cómo tenía razón al decir que me quieren mal...» y se alimentará de nuevo su neurosis.

El hábito es un mecanismo de «economía cognitiva»: una vez hemos pensado algo y nos ha funcionado bien, nos ahorramos el trabajo de volverlo a pensar y repetimos la acción.

Las personas, antes de actuar, realizamos de forma consciente o inconsciente un pequeño test para contestar a la pregunta: ¿qué reacción tendrán los demás si hago esto o aquello?

Conclusión

La persuasión es una de las formas de actuar sobre las conductas, pero sólo es una entre muchas y probablemente no la más eficaz. Para encaminar las conductas hay muchos resortes causales sobre los que tocar. Y si con los resortes conscientes y explícitos no se logra desencadenar conductas funcionales, es que hay problema complejo con el colaborador de turno. En este caso, conviene plantearse la necesidad de conocer algo que quizá ni el mismo colaborador conoce. Tendremos que ponernos el gorro de psicólogo práctico y tomar decisiones. Y no olvidemos: la cabra tira al monte, y además no sabe por qué.

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