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Vol. 30. Núm. 6.
Páginas 1-4 (Noviembre 2016)
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Enrique Grandaa
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Como en los últimos 25 años, Farmacia Profesional se complace en ofrecer a sus lectores una historia farmacéutica de Navidad, escrita por nuestro colaborador Enrique Granda, como expresión de nuestros mejores deseos de felicidad y prosperidad a quienes siguen estas páginas. A través de sus narraciones hemos visitado el pasado, y también el presente y el futuro, con personajes de ficción en unos casos, y en otros, reales e históricos, pero todos ellos con alguna faceta admirable. En esta ocasión, el protagonista es imaginario y, de entrada, no será fácil encontrar sus virtudes como farmacéutico, lo mismo que no resultaría fácil reconocer al señor Scrooge, el protagonista de Cuento de Navidad de Charles Dickens, como hombre de negocios.

Venancio Alpuente aterrizó en aquellas navidades, como lo había hecho siempre, con los deberes cumplidos. Había comprado todo lo necesario para fidelizar a la clientela, tenía un montón de tacos de lotería de las ONG farmacéuticas para repartir entre los clientes y había engalanado la farmacia con motivos navideños. Sólo había un problema: allí no entraba nadie, porque su farmacia era una VEC (Viabilidad Económica Comprometida) de tomo y lomo, de las que cobran tarde y mal la menguada subvención de la comunidad autónoma; eso sí, tras demostrar que sus ventas anuales no superaban los 200.000 euros, ¡menudo negocio!

“Bueno -pensaba Venancio- esto durará poco, yo sé por qué he comprado esta farmacia por una miseria a un farmacéutico preparadísimo que la había ganado por concurso y me la vendió para jubilarse sin conocer mis verdaderos planes.”

La negociación para adquirir la farmacia había sido fácil: le demostró al comprador que allí se perdían más de 2.000 euros mensuales, que la deuda con los proveedores resultaba insoportable y que no había posibilidades de traslado. “Aquel panoli se sintió liberado cuando le compré la farmacia prácticamente por las deudas” pensaba Venancio mientras recordaba haber salido airoso en la mayor parte de los negocios que había emprendido y dejaba a un lado sus fracasos, que de eso también había.

Venancio había convertido en lema el pensamiento de André Gide, inspirado en El avaro de Molière: “siendo lo más individual posible es como mejor se sirve a la comunidad”. Para él no había más beneficio que el que le podía reportar la vida a sí mismo, pero aquello también era importante para la sociedad, porque sin gente egoísta no hay beneficio social. En consonancia con esta acendrada creencia, Venancio no había considerado conveniente, ni para él ni para sus negocios, meter una mujer con calidad de esposa en su vida. Tenía una hermana y un sobrino casado con niños pequeños, pero ahí se acababa su familia, de la que decía estar muy satisfecho porque nunca le había dado problemas.

El hombre de negocios nace y se hace

Venancio había sido un mal estudiante, sin complejos, pero había terminado la carrera de Farmacia en la media, solo con 2 o 3 añitos de retraso. Un récord para lo poco que estudiaba. Ahora bien, él entendía de negocios. Si había que pasar las prácticas de bromatología, se ponía de acuerdo con el bedel del departamento para que le proporcionase muestras del aceite sobre el que se hacía el índice de yodo y los resultados. Total, unas cañas y algo de palique resolvían el problema. Su cuaderno de prácticas no tenía una sola tachadura porque llevaba los resultados en una hoja antes de empezar la práctica, y allí montaba el teatro con la bureta y el matraz, nada de nervios. Un hombre de negocios va siempre a lo seguro.

En la teoría, era un maestro en chuletas y luego se vanagloriaba porque algunas de ellas estuvieran expuestas en la Cátedra de Historia de la Facultad1. En otros casos, copiaba, cambiaba exámenes y calculaba los previsibles aprobados generales cuando se jubilaba algún catedrático. También recurría a distintas argucias para examinarse en solitario, con poca vigilancia, como aquella vez que apareció escayolado y en silla de ruedas con una pierna extendida, eso sí, llena de chuletas, para que no tuvieran más remedio que dejarle en un despacho haciendo el examen.

En su primer gran negocio, todavía sin salir de la facultad, tuvo que hacer política: propuso al decano instalar el primer servicio de fotocopias centralizado. Eran los tiempos en los que no abundaban las fotocopiadoras y, por supuesto, los medios informáticos ni siquiera formaban parte de un futuro previsible. Organizó un pequeño operativo de presión, seleccionó a unas cuantas alumnas vistosas a las que impuso normas para la entrevista con el decano: minifalda, calladitas y él sería el que plantearía la necesidad de contar con un local cedido por la facultad. De lo demás, él se encargaría, alquilando una fotocopiadora y pagando el consumo eléctrico, calculando el precio de la fotocopia y un exiguo margen para imprevistos. Como el lector habrá imaginado, el margen no fue tan exiguo y los imprevistos se acabaron cargando al precio de la fotocopia.

Venancio no llegó a hacer ni una misérrima fotocopia, él vigilaba el negocio y se rodeó de ayudantes a los que compensaba con pequeñas canonjías: fotocopias gratuitas, posibilidad de intentar el ligoteo o de integrarse en los grupos más cool de cada curso. Dicen las malas lenguas que cuando terminó la carrera, para emprender alguno de sus grandes proyectos, llegó a cobrar traspaso por su negocio a uno de sus ayudantes. Y en este tema, como buen biógrafo, me apunto a la tesis de Stendhal: “no censuro ni apruebo: observo”.

Los primeros pelotazos

Cuando Venancio terminó la carrera, a finales de los años 60, las farmacias había que buscarlas midiendo, bien en barrios en expansión, bien adquiriendo un local en funcionamiento de cualquier otra actividad. El sueño del buscador era una carbonería cuando ya estaban en desuso las calefacciones y las cocinas de carbón. Pero en aquella época casi todo el mundo que se propuso tener farmacia lo consiguió. Ahora bien, hubo farmacéuticos que se pasaron más de una década esperando que edificasen, mientras otros conseguían instalarse en barriadas populosas que se habitaban rápidamente o cerca de ambulatorios. La dificultad de obtener información era enorme: había que contar con conocidos en las gerencias de urbanismo y para tener planos con las previsiones urbanísticas había que tener amistades ¡Qué buenas relaciones se han perdido desde que se pueden consultar todas estas cosas por internet!

Venancio era un genio para averiguar los deseos y las debilidades de los funcionarios: “a este cuando le pida un plano y venga a recogerlo bastantes días después, se va a encontrar con una cajita de habanos”. “A aquel me voy a hacer el encontradizo en la cafetería y le voy a invitar a un café”. Eso era solo para tener una charla intranscendente y sonsacarle alguna información. Más adelante, los encuentros se iban haciendo más habituales hasta que conseguía conocer si le gustaba el fútbol o los toros; donde la estrategia consistía en llegar una mañana desolado porque a su tía Pepita la tenían que operar y decirle al funcionario que se quedara con sus entradas, porque a él le esperaba una dura tarde de hospital. Por supuesto, ni le interesaba el futbol o los toros ni su tía Pepita había existido nunca, pero a partir de ahí, el funcionario era pura mantequilla y “cantaba de plano” detalles sobre la empresa que pensaba edificar y cuál era el proyecto urbanístico aprobado.

Una vez disponía de información de calidad, trabajaba con los constructores para bloquear locales que luego venderían al doble de precio porque daban la distancia para poner farmacia. Venancio aportaba soluciones imaginativas: yo pido una farmacia en este local tan malo que está al final de la parcela para bloquear la zona del mercado y la del ambulatorio, cuando os traiga el pichón que va a pagar el doble renuncio, y me llevo un millón de pesetas por las molestias”. Así se compró su primer automóvil Mercedes y estuvo practicando el negocio hasta que aparecieron lo que él llamaba ‘malditos baremos de méritos’.

Una gran farmacia, al fin

Lo suyo era la especulación, y si se acababa en locales de farmacia lo haría en otras cosas. Así se hizo promotor inmobiliario, participaba en el capital de varias empresas de servicios; en hostelería y hasta en un laboratorio de cosméticos capilares, pero si hubiese hecho un balance de su propia situación podría darse cuenta de que debía más de lo que tenía, aunque eso sí, según él, las expectativas eran enormes.

En más de una ocasión, sus amigos y familiares le aconsejaban poner una farmacia pensando que con su habilidad para los negocios conseguiría un establecimiento espectacular, hasta que se dejó llevar por la tentación y tras adquirir una farmacia prácticamente sin ventas, se trasladó a un centro comercial, con local alquilado a precio de oro y un contrato en el que participaba en sus ventas la empresa de la gran superficie. Así funciona esto para el que no lo sepa. Fue su primera farmacia y casi su primer fracaso comercial si no hubiera vendido a tiempo, ya que logró colocársela a una compañera.

De la experiencia, Venancio sacó algunas conclusiones, y la primera de ellas es que él no estaba preparado ya para llevar una farmacia: mucha burocracia, mucho poder de la Consejería; muchos derechos de los empleados; muchos descuentos y unas extrañas teorías de que había que atender a los pacientes sin necesidad de venderles nada. Pero todo eso no era un reto para él: “seguro que, si estudiaba bien el problema, acabaría encontrando el quid del negocio”, así que no paraba de consultar a los servicios jurídicos del Colegio, a la Patronal y a la gestoría que le llevaba los temas fiscales y laborales.

La negociación para adquirir la farmacia había sido fácil: Venancio le demostró al comprador que allí se perdían más de 2.000 euros mensuales, que la deuda con los proveedores resultaba insoportable y que no había posibilidades de traslado.

Estudió cuidadosamente la legislación desde una perspectiva singular y muy diferente a la de sus compañeros que querían tener farmacia: él vislumbraba entre líneas las oportunidades de negocio y las posibilidades de recurso, descartando aquellas que implicaban una paralización de su solicitud. Le gustaban los traslados, pero no quería oír hablar de pedir farmacia en núcleo aislado porque le recurrirían y tardaría demasiado en abrirla. Se apuntó a los traslados para luego poner a la venta la farmacia tras engordarla un poco con recetas de residencias a las que hacía un descuento incompatible con la rentabilidad. Pero qué mayor rentabilidad que la de un multiplicador de 2 o 2,5 sobre las ventas que le iba a pagar algún pardillo.

Los malditos baremos

En 1997 se publicó la ley por la que cambiaba el sistema para todas las comunidades autónomas y aparecieron los concursos: un desastre para Venancio, que no se había preocupado en absoluto de tener méritos. A partir de entonces no podría poner una farmacia de nueva apertura porque cualquier ‘piojo de biblioteca’, como a él le gustaba llamarlos, reuniría más méritos que él, y, además, las nuevas farmacias debían permanecer abiertas durante 3 años, o incluso más, en algunos territorios. Solo le quedaban los traslados y la cosa no era fácil por la escasez de locales en muchos municipios, así que, aunque se mantenía informado de cualquier modificación legal, tuvo que dedicarse a otros negocios con más o menos suerte.

Y la suerte no le acompañaba mucho en aquella crisis que parecía no terminarse nunca. Compró pisos contando con sus amistades, dando una señal para pasarlos antes de haber firmado el contrato, hasta que estalló la burbuja inmobiliaria y tuvo que quedarse con ellos, y seguir pagando la hipoteca. En esa fase perdió patrimonio, pero él era un hombre de negocios que consideraba esos sucesos muy favorables para ganar experiencia. Tuvo que pedir concurso de acreedores para su empresa de cosmética, pero aún se vanagloriaba de no haber avalado ni un crédito con bienes personales. La empresa fue liquidada y los acreedores se quedaron a dos velas, mientras Venancio cambiaba de coche, eso sí, a uno más modesto, aduciendo que para moverse por la ciudad era una tontería llevar un Mercedes.

La verdad es que no le quedaba mucho dinero en efectivo cuando compró la farmacia VEC con una intención oculta: se rumoreaba que el gobierno de su comunidad estaba dispuesto a asignar 7 puntos a las farmacias VEC para los nuevos concursos; él lo sabía, había hablado con funcionarios y políticos, y ya había trazado un plan dirigido a solicitar una nueva farmacia por méritos cuando se produjese este hecho. Al fin se iba a vengar de los malditos baremos que solo beneficiaban a los tontos que se habían pasado la vida sacando títulos, así que se dispuso a pasar lo mejor posible aquellas horribles navidades en el pueblo perdido donde estaba su farmacia sin sospechar los acontecimientos que habrían de sucederle hasta fin de año.

El mismo 24 de diciembre salió a dar un paseo por el pequeño pueblo rodeado de campos de vides y sin otra orografía que la línea del horizonte, donde el sol se ponía más tarde que en ningún sitio porque no había ningún obstáculo para impedirlo. Entre las casas que daban a una carretera local estaba una asociación de ecologistas que lucía un gran cartel con el slogan ¡No a las tierras raras!, lo que a Venancio le trajo a la memoria la tabla periódica de los elementos, y no porque se acordase de los actínidos o de los lantánidos, sino por las muchas veces que la había visto fotocopiar en la facultad. No creo que se trate de lo mismo -pensó-, pero lo retuvo en la memoria para preguntarle al alcalde si se trataba de elementos químicos y por qué estaban en contra los ecologistas (Figura 1).

Figura 1. Tabla periódica de los elementos químicos.

Un horrible sueño en Nochebuena

Varios vecinos le habían invitado a pasar la Nochebuena en su casa al verle tan solo, pero al fin se decidió a aceptar la invitación de Paco el alcalde y se disculpó con los demás. Algo sacaría de unirse al poder, pensó, mientras imaginaba que pronto dejaría aquel pueblo sin farmacia, porque ganaría el próximo concurso.

La cena fue excelente y el vino de la tierra, que le había parecido áspero la primera vez que lo probó, cada vez le iba gustando más, así que bebió sin reparos y charlaron hasta muy tarde sobre la cosecha del año y también sobre las tierras raras que, para sorpresa suya, sí tenían que ver con las de la tabla periódica. “Resulta -dijo el alcalde- que estamos justo encima de uno de los pocos yacimientos que hay en el mundo de tierras raras de las que se obtienen materiales imprescindibles para la alta tecnología como el coltán, que se usa para hacer pantallas para móviles o materiales empleados para los satélites. Y claro, una multinacional quiere explotarlos, lo que acabaría con nuestras cosechas de vino y proporcionaría muy pocos puestos de trabajo porque todo lo harían máquinas especializadas, y personal traído expresamente para ello”.

Venancio no salía de su asombro. Aquella gente iba a perderse la oportunidad de hacer un gran negocio a cambio de seguir produciendo un vino que en el mejor de los casos sería comprado a granel para mejorarlo y convertirlo en uno de marca acreditada.

Con esos pensamientos se acostó en el pequeño apartamento que había arreglado encima de la farmacia y tuvo horribles pesadillas como si se tratase del señor Scrooge de Cuento de Navidad, de Charles Dickens. Se vio anciano ya en aquel pueblo perdido, mientras luchaba por su vida para salir de una barrica de vino en la que se había caído, mientras hacía promesas a los parroquianos que le miraban indiferentes desde arriba, de que si le salvaban no se iría del pueblo.

Es probable que este sueño fuera premonitorio, como aquellos sueños navideños del malvado protagonista del relato de Dickens, cuyo gélido corazón se transformó en amable y generoso tras ser visitado por los fantasmas del ayer y del mañana. Lo cierto es que, a partir de aquella pesadilla, nuestro protagonista no dejó de pensar que algo malo podría pasar antes de fin de año y ansió pasar las fiestas navideñas con su limitada familia, a la que incluyó, asombrosamente, a la gente de aquel pueblo que pensaba abandonar en breve.

Un milagro aplazado

Una enmienda introducida en la ley de Acompañamiento de los Presupuestos se aprobó, según le informaron en la Consejería, con algunas modificaciones que todavía no se habían concretado, pero los 7 puntos para concursar los propietarios de las VEC estaban asegurados, le dijo la funcionaria. Algo no le gustó a Venancio de aquella información sucinta y cuando, al fin, se publicó en el boletín oficial de la región observó horrorizado que, como la farmacia había sido de nueva apertura, no podría venderse o cerrarse hasta transcurridos 10 años, eso sí, lo de los 7 puntos para concursos estaba allí, pero ¿para qué le valdría? Aquello era su ruina. Todos sus planes se habían desbaratado por algo tan común como el riesgo regulatorio, que es algo peor que la ruina para los negocios en el sector farmacéutico.

Una década después, Venancio seguía en el pueblo, gestionando su farmacia minimizando las pérdidas, sin ningún deseo de presentarse a concursos y celebrando cada Navidad con sus agradecidos vecinos. En alguna reunión del Colegio o de la cooperativa, sus compañeros le preguntaban por qué no había aprovechado la oportunidad de conseguir una farmacia mejor, con la fama de negociante que le precedía, a lo que él contestaba invariablemente que tenía muchas obligaciones para atender bien a sus clientes y un negocio de vinos que le haría famoso en todo el mundo desde que se había dedicado a embotellar y a crear una marca propia con ayuda de los ecologistas del pueblo. Cuando decía esto, algunos se lanzaban miradas de inteligencia y otros le seguían la corriente mientras pensaban “¡un hombre tan listo… y que haya acabado así!”

Pero Venancio sabía que había comenzado el mejor negocio de su vida volcándose en los demás y disfrutando con lo único que sabía hacer: los negocios, pero ahora sin engañar a nadie, promocionando el vino de aquel pueblo, que a él le gustaba cada vez más y cuyas cualidades todavía estaban por descubrir.

Y es que los clientes de su farmacia acabaron siendo parte de la familia que nunca tuvo… Ya no le importa a Venancio que otros colegas piensen que es un necio por no salir del pueblo y no vender la farmacia; que le llamen incluso la peor especie de majadero descrita por Quevedo; el modorro, al que basta poner los ojos en él para entender de lo que no sabe. Poco importa a Venancio que otros hombres de negocios, antaño amigos, le clasifiquen dentro de esa genealogía de la necedad. Él sabe bien lo que quiere. La felicidad no se compra con dinero y había acabado siendo un experto en un nuevo negocio que él denominaba ‘Farmacia y Bienestar’, algo de lo que sí hablarían las generaciones futuras.


1. En la Cátedra de Historia de la Facultad de Farmacia de Madrid se conserva una completa colección de chuletas requisadas a los alumnos en los exámenes

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