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La Filosofía Política, componente fundamental de la Ciencia Política: significados, relaciones y retos en el siglo xxi
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Héctor Zamitiz Gamboa1
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Resumen

El planteamiento central del artículo es que la filosofía política ha sido integrante de la ciencia política, como filosofía, como teoría o como historia de las ideas, aunque no siempre ha estado presente con la misma intensidad. La variación de su influencia se explica a partir de que en el desarrollo de ambas disciplinas en la segunda mitad del siglo xx y durante los primeros años del xxi, experimentaron dos procesos que han sido motivo de debate: el primero fue la “muerte” de la filosofía política por el surgimiento y desarrollo de la ciencia política y otras ciencias sociales, aunque después la filosofía política experimentaría un resurgimiento; empero, con el avance y desarrollo de la ciencia política empírica, se ha generado la idea de la “muerte” de ésta, debido a la ausencia de un diálogo más estrecho con la filosofía política y otras disciplinas que le son necesarias para su “renacimiento”.

Palabras clave:
filosofía política
teoría política
historia de las ideas políticas
ciencia política
teoría normativa
Abstract

The central proposal of this article is that political philosophy has been part of political science, as philosophy, as theory or as history of ideas, although not always exposed with the same intensity. One of the reasons for its influence variation can be explained from the moment when both disciplines development during the second half of the xx century and during the first years of the xxi, two processes causing debate, took place: the first one was the “death” of political philosophy due to the arousal and development of political science and other social sciences, although political philosophy would experiment a subsequent revival; nevertheless with the advance and development of an empirical political science, the idea of its “death” has appeared, due to the absence of a narrower dialogue between political philosophy and other disciplines that are necessary for its “rebirth”.

Keywords:
political philosophy
political theory
history of political ideas
political science
normative theory
Texto completo

Para Ma. Isabel Hernández

Introducción

El planteamiento central del artículo es que la filosofía política ha sido integrante de la ciencia política, como filosofía, como teoría o como historia de las ideas, aunque no siempre ha estado presente con la misma intensidad. Una de las razones de la variación de su influencia se explica a partir de que en el desarrollo de ambas disciplinas, en la segunda mitad del siglo xx y durante los primeros años del xxi, experimentaron dos procesos que han sido motivo de debate: el primero fue la “muerte” de la filosofía política por el surgimiento y desarrollo de la ciencia política y otras ciencias sociales, aunque después la filosofía política experimentaría un resurgimiento (Carracedo, 1990; Horton, 1996; Tuck, 1996; Renaut, 1999). No obstante, con el avance y desarrollo de la ciencia política empírica se ha generado la idea de la “muerte” de ésta, debido a la ausencia de un diálogo más estrecho con la filosofía política y otras disciplinas que le son necesarias para su “renacimiento” (Cansino, 2010: 18).

El primer proceso en particular ha tenido implicaciones en la organización académica de los estudios de ambas disciplinas. Para algunos, la filosofía política es vista como una rama de la filosofía y, para otros, la filosofía política como disciplina normativa es concebida actualmente como un área especializada de la ciencia política.1

Por lo que respecta al segundo proceso, hasta ahora es más una pertinente advertencia que no debe llevarnos a un terreno ideológico, y permitir que su valor como discurso se aleje de lo científico, en vez de abrir paso a un serio debate sobre la innegable expansión actual de la ciencia política, aunque en dicho debate no podamos evitar referirnos a la calidad de la misma.

Por estas razones, el objetivo central del artículo es proponer que la ciencia política empírica tiene y debe enriquecerse con las aportaciones de la filosofía política clásica y contemporánea, la discusión participa del debate inacabado y poco sistematizado sobre las relaciones entre la filosofía política y la ciencia política en la segunda mitad del siglo xx y lo que va del xxi.

Nuestra discusión gira en torno a analizar los significados y las relaciones entre ambos saberes, con el objetivo de destacar uno de los principales retos que existen entre la comunidad politológica, el cual consideramos se ha convertido en una aspiración ampliamente compartida: mantener una mayor vinculación que permita la relación entre lo normativo o axiológico y la acción y práctica políticas.2

Para lograr este objetivo ofrecemos un panorama de los problemas centrales de la filosofía política, así como los diversos intentos para dar respuesta a ellos. No obstante, debemos señalar que un ejercicio como el que aquí llevamos a cabo, no deja de ser un intento para aproximarnos a tener un mapa cada vez más completo de esta tradición de pensamiento, que interactúa con otros importantes campos del saber humano y cuyo eje de articulación es la política.

¿Qué es la filosofía política?

La filosofía política es una tradición especial de discurso, es una actividad compleja y variada, más fácil de comprender si se analizan las diversas formas en que los grandes pensadores la han practicado. Además de haber contribuido al acervo principal de las ideas políticas, la mayoría de los filósofos han proporcionado al teórico y al científico muchos de sus métodos de análisis y criterios de evaluación.

En este sentido, Sheldon Wolin afirma que “históricamente, la diferencia fundamental entre filosofía y filosofía política ha radicado en un problema de especialización y no de método o temperamento. En virtud de esta alianza, los teóricos políticos han adoptado como propia la búsqueda básica de conocimiento sistemático que lleva a cabo el filósofo” (Wolin, 1993: 12).

Si reflexionamos sobre el objeto de la filosofía política, aún en el más superficial examen de las obras maestras de la literatura política, nos revelará la continua reaparición de temas problemáticos, tales como las relaciones de poder entre gobernantes y gobernados, la índole de la autoridad, los problemas planteados por el conflicto social, la jerarquía de ciertos fines o propósitos como objetivos de la acción política, y el carácter del conocimiento político. Al procurar dar respuestas a estas cuestiones, los filósofos han contribuido a gestar una concepción de la filosofía política como forma permanente de discurso acerca de lo que es político.

Ahora bien, Sheldon Wolin afirma que el proceso de definir el ámbito de lo político no ha diferido mucho del que han tenido lugar en otros campos de la indagación, que en importante medida son producto de una definición y en el caso del campo de la política puede ser considerado como un ámbito, cuyos límites han sido establecidos a lo largo de siglos de discusión política. Por tanto, se puede afirmar que

el campo de la política es y ha sido, en un sentido decisivo y radical, un producto de la creación humana. Ni la designación de ciertas actividades y ordenamientos como políticos, ni nuestra manera característica de pensar en ellos, ni los conceptos con que comunicamos nuestras observaciones y reacciones, se hayan inscritos en la naturaleza de las cosas, sino que son el legado de la actividad histórica de los filósofos políticos (Wolin, 1993: 14).

Para entender lo que es la filosofía política, señala Alain Renaut, es importante evitar dos escollos, que propuso claramente Leo Strauss: el primero, consistiría en no ver en la filosofía política una rama “regional” de la filosofía, que simplemente tuviera la vocación particular de traspasar a un dominio particular los resultados (o incluso “principios”) llevados a cabo por la filosofía general.

Esta concepción tiene el inconveniente importante de hacer olvidar la situación muy particular de la filosofía política, para quien el problema de su propia competencia se establece de manera aguda: la política es un mundo en el cual se intercambian argumentos que ponen en forma conceptos competitivos del bien, pero donde las decisiones se toman bajo pesadas coacciones temporales, allí donde la filosofía pretende siempre poco o mucho sobre una racionalidad superior al situarse desde un punto de vista universal y en tanto que intemporal. Por ello, por un lado, hay un estilo propio de los filósofos políticos que no es reducible al de otros filósofos (Maquiavelo, Montesquieu o Tocqueville son más importantes que Descartes o Husserl), y que el conflicto siempre es posible entre el filósofo y la ciudad, como se sabe, desde, al menos, el proceso de Sócrates (Renaut, 1999: 17).

El segundo error simétrico consistiría en no ver en la filosofía sino una apuesta coherente de “ideas políticas” preexistentes en la ciudad, olvidando la vocación “arquitectónica” de la filosofía, que no parece verdaderamente como tal, sino hasta que se sitúa directa o indirectamente el problema de la verdad total. En este sentido, cualesquiera que sean sus méritos, muchos de los filósofos contemporáneos entre los más prestigiosos como Habermas, Rawls o Dworkin, evitan bastante mal estos escollos, según Renaut,

porque tienen una concepción de la filosofía política a la vez más estrechamente “normativa” (es lo que los conduce a veces a reducir la filosofía política a una simple aplicación de una racionalidad ética o jurídica general) y muy inmediatamente de acuerdo con las tendencias actuales de la democracia.

Teniendo en cuenta estas advertencias, Renaut propone un concepto un poco más descriptivo que especulativo de la filosofía política, “que busque un tanto pensar lo que es, más que determinar lo que debe ser y que se esforzara en pasar por la simple puesta en forma del sentido común contemporáneo”. Esta posición le parece, en principio, sugerida por la tradición misma, pues él no ve ninguna razón por la cual “los filósofos políticos contemporáneos sean menos cuidadosos al describir la experiencia política usual de lo que fueron Aristóteles, Hobbes o Hume, ni por que sean más respetuosos de las creencias de sus contemporáneos de lo que fueron Platón o Maquiavelo”. Ello supone, por añadidura, poder apoyarse en uno de los hechos más importantes que caracterizan a la modernidad: las categorías en las cuales los “modernos” piensan su experiencia política, siendo ellos mismos sujetos de la filosofía moderna, cuya discusión puede contribuir, a partir de este hecho, a la elucidación de nuestra condición política (Renaut, 1999: 17).

Otros autores parten del siguiente razonamiento para definir a la filosofía política, sugieren iniciar explicando la naturaleza y fundamento de la filosofía y la definen como “un tipo particular de ‘práctica discursiva’ caracterizada por la unión de un método y un objeto determinados”; es decir, “una forma de discurso sofisticada e institucionalizada que, en cuanto al método, se vale de un único recurso fundamental: la argumentación pública, crítica y abierta” (Petrucciani, 2008: 21). Por lo tanto, la filosofía no es un saber de hechos, sino como lo muestra la historia del pensamiento, una suerte de interrumpido diálogo argumentativo, un continuo intercambio de razones y críticas. Debido a que es filosofía y no ciencia de la política, la filosofía política enfrenta precisamente esta clase de problemas: cuestiones normativas, cuando intenta construir buenos argumentos para dar respuesta a los dilemas que nos plantea nuestra convivencia, a las disensiones y a los conflictos que en ella surgen cotidianamente.

Pensar y definir la política

En la filosofía política existen dos aspectos que requieren desglosarse: el primero se refiere al carácter filosófico de la filosofía política, y el segundo, se refiere a que la filosofía política es la filosofía que toma a la política como tema. Al respecto, sugiere Horton, entender que la naturaleza de lo político es un punto oscuro y difícil; y aunque no se cuente con una definición sorprendente, es importante intentar articular una propuesta de una manera razonablemente coherente. En este sentido, propone distinguir dos tendencias dentro de las definiciones de política: la primera hace hincapié en que la política es una clase específica y limitada de actividades humanas; la segunda se inclina a rechazar la opinión de que sólo hay una clase específica y limitada de actividades que pueden identificarse como políticas.

Su opinión sobre la política se encuentra establecida dentro de la primer tendencia y por ello señala que “la política trata de manera principal sobre aquellas actividades por medio de las cuales los miembros de un grupo formalmente regulan sus relaciones entre sí, y en particular en el grupo más extenso e inclusive, el Estado”. Al menos, en teoría, el Estado es el regulador supremo dentro de un territorio establecido y la política se ocupa del gobierno y la legislación, la deliberación, decisión e implantación de las reglas a través de los cuales un Estado conduce sus asuntos (Horton, 1996: 209).

Cierto es que con el tiempo nuestras concepciones heredadas de la política se han vuelto problemáticas y por ello vale la pena distanciarse y preguntarse: qué tipos de objetivos deberían cumplir esas concepciones y si los están cumpliendo. Con respecto a nuestras concepciones de la política, sugiere Mark E. Warren, deberíamos preguntarnos si

  • a)

    Ayudan a clarificar nuestros intereses normativos en política.

  • b)

    Comprenden visiones cotidianas de la política.

  • c)

    Definen el dominio de la política de forma que sirvan para su explicación.

Ello debido a que ninguna de ellas da cuenta de esas demandas tal como las entendemos hoy, por lo que este estudioso propone que reflexionemos que los acontecimientos de las últimas décadas –desde la aparición de los nuevos movimientos sociales hasta la caída del muro de Berlín—, han estado asociados a cambios en las expectativas de la ciencia política para acabar superando la mayor parte de nuestras viejas definiciones, especialmente las relativas a la concepción de los ámbitos y funciones de la democracia (Warren, 2003: 21).

Inexistencia de un acuerdo preciso sobre los conceptos: filosofía política, teoría política e ideas políticas

No hay un acuerdo muy preciso acerca del significado de los términos filosofía política, teoría política e historia del pensamiento político. Estamos de acuerdo con John Horton que esta variada terminología puede resultar desconcertante y confusa tanto para los nuevos estudiantes, como para los no especialistas en el estudio de la política; por tanto, se requiere llevar a cabo una distinción preliminar con el fin de entender la valiosa tradición de la filosofía política (Horton, 1996: 200).

Ante el intrincado problema de entender el pensamiento político, el propósito de estas distinciones es el de identificar diversas clases o formas de estudio dentro de la política. En la actual tendencia de los estudios interdisciplinarios, a menudo se desechan estas distinciones por considerarse arbitrarias o que de manera positiva obstruyen los intentos por entender la política como un todo. En lo fundamental, son distintas clases de investigación con sus propios intereses, procedimientos, métodos y criterios de suficiencia. Aunque es discutible, sin embargo, que el estudio de la teoría política en ocasiones revele con precisión las confusiones.

Para Horton, existe cierta línea de crítica que se propuso con fuerza singular durante las últimas décadas del siglo xx: insistir en el carácter histórico en esencia de la teoría política.3 Desde este ángulo, el objetivo adecuado del estudio de la teoría política debería ser la reconstrucción del significado histórico de las ideas políticas. Lo que quería decir Platón, Locke o Hobbes, es una cuestión histórica que involucra la recuperación de las intenciones que están detrás de tales textos.

Giovanni Sartori, en su libro Elementos de Teoría Política, precisa en qué sentido emplea la palabra “teoría”, pues él afirma que es una palabra imprecisa y elástica, aunque aclara que “para algunos, la teoría es teoría filosófica y por lo tanto filosofía, y hay incluso quien mantiene, en el otro extremo, que quien hace teoría no hace ciencia”; sin embargo, puntualiza: “se ha creado de este modo una diferenciación excesiva entre una teoría filosófica que es toda ideas y nada hechos y una ciencia empírica toda hechos y nada ideas”. A esta diferenciación, él contrapone una teoría intermedia: “una teoría vinculante en la cual las ideas son verificadas por los hechos y, viceversa, los hechos son incorporados en idea, pues una ciencia de la política pobre de teoría y enemiga de la teoría es simplemente una ciencia pobre” (Sartori, 2008:10).

Un ejemplo de que la teoría política se emplea como sinónimo de filosofía política o bien se establece distinción entre ambos términos, se comprueba al consultar un diccionario de ciencia política, en donde se destaca que la filosofía política se entiende como la que expusieron sobre la política filósofos como Platón y Hume; sin embargo, la “teoría política moderna” ha sido más una teoría que una filosofía de la política, sin embargo ha adoptado varias formas (Bealey, 2003: 436).

En el famoso libro Teoría y métodos de la ciencia política, la teoría política “normativa”, según Daryl Glaser, puede definirse de forma más amplia hasta alcanzar toda teorización política de carácter prescriptivo o recomendatorio; es decir, toda teorización interesada en lo que “debe ser”, en tanto que opuesto a lo que es en la vida política, toda vez que el pensamiento político normativo se expresa a través de razonamientos morales abstractos pero también a través de un análisis más detallado de las instituciones y las políticas. Si desde el punto de vista filosófico busca, o crea, preceptos morales orientativos, en su aplicación más concreta la teoría política investiga las repercusiones que tienen los preceptos morales en la práctica política (Glaser, 1997: 33). La teoría normativa, entonces, puede parecer, a primera vista, completamente natural: como una forma de atraer la atención del intelectual hacia el proceso de “ocuparnos” de nuestros “acuerdos”.

Sin embargo, la existencia de un ámbito específico de actividad teórica exclusivamente dedicado a “lo que debe ser” no está del todo aceptada en los círculos académicos. Algunos críticos —afirma Glaser— niegan que el agente haga elecciones morales coherentes, y otros ponen en duda que los presupuestos morales tengan sentido o que se deriven lógicamente del acontecer en el mundo y unos pocos han descalificado el pensamiento moral en sí mismo.

El desarrollo y alcance de las teorías ha llevado a autores como Klaus Von Beyme a proponer una división que toma del historiador de la teoría política George Sabine, en relación a las teorías de la política que comprenden tres tipos de operaciones:

  • Constataciones acerca de los hechos políticos, sobre lo que es.

  • Constataciones acerca de las relaciones causales, unidas a pronósticos de lo que probablemente será en el futuro.

  • Conclusiones sobre desarrollos deseables y reflexiones sobre lo que debe ser.

No es casual, afirma Von Beyme, que esta división tripartita fuera propuesta por Sabine “para asegurar de que las teorías normativas pre-modernas de los clásicos no fueran excluidas del concepto de teoría” (Von Beyme, 1994: 12). Los empíricos, por el contrario, han dejado en manos de la filosofía política la tercera operación como cuasi-científica. También se discute el valor de la segunda operación: los teóricos de modelos han subrayado que los modelos teóricos deben contrastarse, en primer término, teniendo en cuenta la corrección de sus pronósticos, y no tanto el contenido de realidad de sus análisis de la situación de hecho. Sin embargo, lo que tiene sentido para modelos matematizados, no es válido en el mismo grado para teorías cualitativas.

Por otra parte, este autor afirma que la modernidad clásica intentó desterrar de la teoría política la reflexión acerca del deber ser; sin embargo, este terreno de reflexión teórica también ha conseguido defender una respetable posición minoritaria en ámbitos especializados de la ciencia política, “pues la separación entre teoría política y filosofía política nunca se ha llevado a cabo en forma estricta, ni siquiera en departamentos empíricamente orientados de universidades norteamericanas”. Por lo que respecta a una teoría política, abiertamente normativa, “ha probado en forma sobrada su capacidad para evitar juicios normativos ocultos, cuya existencia muchas veces es posible demostrar incluso en teorías empíricas”, por lo que “el análisis de lo que es, el pronóstico de lo que puede ser y los juicios sobre el deber ser, deben mantenerse cuidadosamente separados en cada uno de los tres estadios” (Von Beyme, 1994: 16). Conforme a esta clasificación, ninguno de los grandes teóricos de la política en el siglo xx ha renunciado a uno de los tres elementos de la formación de teorías; sin embargo, la proporción en la que se combinan las tres operaciones sí se ha modificado en el siglo xx como en ningún otro siglo anterior.

¿Cómo ha contribuido la filosofía política en la ciencia política?

Para responder esta pregunta, Horton sugiere no enfrentarla de manera directa, pues la forma más productiva de enfocar algunos de los puntos involucrados es hacerlo de un modo más indirecto, a través de un breve resumen de la historia reciente de la filosofía política desarrollada en distintas latitudes.

Un lugar especialmente apto para empezar, en el caso de la filosofía política inglesa, es recordando la célebre declaración de Peter Laslett, quien afirmó en 1956 que “al menos por el momento, la filosofía política está muerta” (Laslett, 1956: vii). Esta declaración, señala Horton, a pesar de un grado excusable de exageración retórica, contenía mucho de verdad, pues reflejaba la condición en un extremo improductivo de la filosofía política de la época. Parecía haber una convicción generalizada de que la filosofía política, al menos como algo que pudiera reconocerse como asociado con los grandes textos, había llegado a su fin en algún momento del siglo xix, aunque el momento preciso cuando llegó este fin, y cuáles eran sus causas, estaba sujeto a cierto desacuerdo.

Horton apunta que unos cuantos veían la obra de Hegel como la cima de la filosofía política, en tanto que algunos más lo consideraban un nadir (punto de la esfera terrestre diametralmente opuesto al cenit), en el que la filosofía política se exponía como falsa y era llevada al descrédito por una jerga obscura, pretensiosa y teutónica; otros sostenían que Marx había dado golpes mortales a la filosofía política a través de su repudio de la especulación abstracta para la ciencia concreta del materialismo histórico; y aun otros, menos impresionados con la contribución específica de Marx, observaban con el humor científico de la época, las ciencias sociales que surgían poco a poco, en busca de un desplazamiento de la filosofía por la ciencia política, pues todos admitieron que no había habido una ruptura marcada y que la filosofía política había entrado en el siglo xx cojeando dócilmente a través de diversas obras (Horton, 1996: 212).

Es probable –señala Horton– que la razón más importante estuviera relacionada con desarrollos de la filosofía en la primera mitad de este siglo, particularmente el surgimiento de un positivismo agresivo, seguido por un concepto estrecho y restrictivo de la filosofía como “análisis lingüístico”, lo cual parecía tener poco espacio para una filosofía política seria. Si las únicas afirmaciones importantes fueran hipótesis empíricas, que eran el tema de la ciencia, o tautologías, afirmaciones ciertas por definición, que hasta donde fueran interesantes eran el campo de la lógica y no parecía quedar nada que constituyera los temas de la estética, la ética o la filosofía política.

Desde este punto de vista, la mayor parte de la filosofía política no era más que una declaración de preferencias o la expresión de actitudes, y lo que no era propiamente el tema de una ciencia social empíricamente rigurosa. No obstante, el positivismo lógico de esta forma se encontró en dificultades, aunque dejó un legado de importancia. En particular, su carácter de ciencia tuvo un efecto importante sobre el desarrollo de la ciencia política, sobre todo en Estados Unidos, donde había un movimiento generalizado y tímido para desplazar a la filosofía política con un estudio diseñado según el modelo de las ciencias naturales. Además, la filosofía lingüística que reemplazó al positivismo lógico y que recibió la influencia de éste, sólo fue un poco más perceptiva hacia la filosofía política, pues no negaba la posibilidad de su existencia, pero su reducción de filosofía a un examen del empleo ordinario de las palabras mereció privarla de toda imaginación, creatividad e importancia (Horton, 1996: 213).

Sin embargo, el efecto total de los desarrollos filosóficos en los años anteriores a los de la segunda mitad de la década de 1950, era restringir y restar importancia a la filosofía política. Esta tendencia fue puesta en relieve de manera más notable por el horror inmenso de los acontecimientos políticos en el periodo de la Segunda Guerra Mundial, que culminó en los campos de concentración nazis. El resultado fue el periodo desde la década de 1940 hasta los primeros años de la de 1960, cuando la filosofía política parecía ser, en el mejor de los casos, improductiva y, en el peor, inexistente.

En realidad fue un caso de “ahí donde no se puede hablar, ahí se debe permanecer en silencio”. Sin embargo, la década de 1960 empezó a ver una rehabilitación importante de la filosofía política marcada por una actividad cada vez mayor, y el regreso a un concepto mucho más audaz de sus intereses legítimos (Horton, 1996: 215).

La filosofía política también es entendida como una investigación acerca de la naturaleza, las causas y los efectos del buen y mal gobierno, pues una diferencia realmente importante en nuestras vidas depende de si estamos bien o mal gobernados. Para David Miller (2011), no podemos darle la espalda a la política, retirarnos a la vida privada y suponer que el modo en que seamos gobernados no afectará profundamente a nuestra felicidad personal. En este sentido, se pregunta: ¿afecta realmente a nuestras vidas el tipo de gobierno que tengamos? ¿Tenemos algún margen de elección al respecto, o el tipo de gobierno que existe es más bien algo sobre lo cual no tenemos ningún control? ¿Podemos saber qué es lo que hace a una forma de gobierno mejor que otra?

Si partimos de la idea de que la filosofía política es aquella área de la filosofía que tiene que ver con políticas y gobiernos, debemos reconocer que la historia de la política es la inestable mezcla de guerra y tratado, es decir, división conflictiva y unión autoritaria. Como “filosofía” es parte de la vida contemplativa que es sólo pensamiento; como “política”, siempre tendrá algo que ver con la vita activa que es la acción y la práctica en un mundo que existe con sus propias reglas y juegos del lenguaje.

Jean Leca señala que no interesa qué tan importante sean las tensiones entre los respectivos requerimientos de la vida contemplativa y de la vida activa, la filosofía política es ahora próspera dentro de la ciencia política, ya sea como “pensamiento”, “teoría” o “filosofía” (Leca, 2010: 525-538).

Existen varios ejemplos de lo dicho anteriormente. Uno de ellos es el libro de Ian Shapiro, Los fundamentos morales de la política, que tiene por objeto ofrecer un panorama de las principales tradiciones intelectuales que han dado forma a la argumentación política en Occidente durante los últimos siglos.

Shapiro (2007) formula dos importantes preguntas que concentran el dilema político más persistente motivo de su investigación: ¿en qué momento los gobiernos ameritan nuestra lealtad y en qué momento debemos negársela? ¿Quién puede juzgar, y con qué criterios, lo que hay de justo en las leyes y actos de los Estados que exigen nuestra lealtad? Este autor explora las principales respuestas que se han expresado en el Occidente moderno a tales preguntas, mediante el análisis de cinco diferentes teorías: de la legitimidad política, en las tradiciones del utilitarismo, marxismo, contrato social, anti-ilustración y democracia. Dichas teorías son situadas en su contexto histórico, aunque el enfoque se dirige a las formulaciones actuales, tal y como se aplican en los problemas contemporáneos (Shapiro, 2007: 15).

El debate sobre la “muerte” de la filosofía política: algunas explicaciones sobre su resurgimiento.

José Rubio Carracedo es a nuestro juicio uno de los autores que mejor narra la “recuperación de la filosofía política”, después de que algunos autores la hubiesen dado por muerta. Este filósofo político español dice que en 1956, en la introducción al primer volumen de su conocida serie Philosophy, politics and society, Peter Laslett se sintió obligado a reconocer como infructuosos los intentos analíticos de Plamenatz y otros autores para revitalizar la filosofía política y declarar enfáticamente: “Por el momento, de todos modos, la filosofía política está muerta” (Carracedo, 1990: 13).

Pocos años después, sin embargo, Isaiah Berlin salía en su defensa y exponía con vigor su perennidad indestructible, aunque enfatizaba la carencia de alguna obra verdaderamente sobresaliente en los últimos lustros. Al año siguiente, Laslett y Runciman, al introducir su segunda serie, la declaraban nuevamente viva. Y en 1979, al introducir la quinta serie, confirmaba Laslett una recuperación formidable de la filosofía política, hasta el punto de poder satisfacer ya la carencia de una gran obra reclamada por Berlin: A theory of justice, de John Rawls. Por ello, Carracedo afirma que, en efecto, la obra de Rawls había servido en todo caso como “auténtico catalizador” de un renacimiento pluralista de la filosofía política y este papel no se lo discurren ni sus críticos más radicales. Nozick la considera la contribución más importante a la filosofía moral y política desde los tiempos de John Stuart Mill y Brian Barry, tras haberla denunciado como un intento enmascarado de legitimar el liberalismo. Reconoce que “al final resulta secundario el que uno piense que su teoría es falsa o verdadera, debido al gran empuje que ha propiciado de la teoría política (Carracedo, 1990: 14).

Para Carracedo, no habían faltado obras de importancia e incluso de resonancia internacional, pero lo cierto es que la teoría liberal no había logrado su rehabilitación teórica; por supuesto, la obra de Rawls no supuso el consenso; al contrario, contra sus previsiones suscitó una gran cantidad de réplicas o de rectificaciones parciales. Obviamente sería injusto no reconocer que a esta onda predominantemente rawlsiana, afirma Carracedo, se han sumado otras, en especial la herencia frankfurtiana capitaneada por Jürgen Habermas, así como los representantes de la “nueva izquierda”. Rawls y los autores anglosajones a él asociados de algún modo se inspiran en los clásicos del contrato social, incluyendo a Immanuel Kant, así como a la tradición liberal, tanto en su versión europea como, sobre todo, en la versión estadounidense. Habermas y la “nueva izquierda” tienen fuentes más amplias: además de la tradición contractualista y liberal, realizan reconstrucciones de Hegel, Marx, Nietzsche, Freud, etcétera; en Habermas es perceptible, incluso, el influjo de la teoría de sistemas y del funcionalismo estructural (Parsons).

Otra diferencia notable entre ambos grupos era el tratamiento que le dieron al fenómeno capitalista: mientras que los liberales anglosajones intentan legitimarlo en diferentes versiones (entre las cuales Rawls es el único en legitimar el Welfare State), los autores asociados a Habermas denuncian el déficit de legitimación que padece el capitalismo y pugnan por formas más o menos moderadas de Estado social hasta versiones más radicalizadas (Offe y la “nueva izquierda” americana: Schroyer, Aronowitz).

Por lo demás, Carracedo afirma que el nuevo enfoque filosófico-político ha conseguido fragmentar la hegemonía casi avasalladora de los enfoques de Political Science, que se estaban generalizando, sobre todo en Estados Unidos, por lo que afirmó: “Hoy parecen coexistir, con tratamientos paralelos (y por lo mismo, nunca convergentes), dos enfoques de la política: uno de corte analítico-funcional (Political Science) y otro filosófico-radical (Political Philosophy)” (Carrancedo, 1990: 16).

Atraído por el final de las ideologías y la caída del comunismo, frente al renacimiento de la filosofía política, el filósofo francés Alain Renaut escribió una monumental obra de cinco tomos intitulada Historia de la filosofía política, en la cual señala que desde el fin de la dominación del marxismo hasta el intento de integrar al liberalismo político, la problemática de las desigualdades, de la importancia del debate sobre el totalitarismo y de las paradojas de la identidad contemporánea, la filosofía política conoció una renovación sin precedentes. Este renacimiento se hace, al igual que lo reconocen filósofos políticos de otras latitudes, a partir de la Teoría de la justicia, de John Rawls, que es según Renaut: “la obra más comentada del siglo”.

En una conversación con Frédéric Martel, Renaut traza los principales debates de la teoría política. A la pregunta: ¿después de haber pasado por un apogeo, la filosofía política parece haber atravesado un largo periodo de declive, hasta su casi desaparición en Francia en los años sesenta, por qué ese retroceso? Renaut respondió que las apreciaciones eran profundamente relativas y que no se trataba sólo de los años sesenta en que la filosofía política no tenía ninguna audiencia en Francia, fuera de la universidad y de la enseñanza, salvo la notable excepción de Raymond Aron (aunque él se veía como sociólogo), con el Ensayo sobre las libertades, en 1965, y Paz y guerra entre las naciones, en 1966, que se inscriben en la línea de la gran tradición de la filosofía liberal.

Sobre el retroceso, acepta que tuvo algo que ver el desarrollo de las ciencias humanas y la sociología, así como su revitalización en la última década del siglo xx, pues con relación a los años sesenta la sociología heredada del positivismo de Augusto Comte había perdido una parte de sus aspectos imperialistas. Como resultado, “al limitarse a describir o a explicar lo social”, ella liberó un espacio para las disciplinas apegándose a enunciar las normas que deben de regir a las sociedades.

En este contexto, la filosofía política pluralista, no producto de una escuela o de un gran pensador como Leo Strauss, en una época dominada por el vuelo de las ciencias sociales, registró un retroceso y designó al positivismo como una de las configuraciones intelectuales que precipitó su caída (Renaut, 1999: 17). Una filosofía política que ha transitado entre los antiguos y los modernos (de Platón a Rousseau), y ella ha logrado lo que se ha propuesto.

Si nos remontamos a los años 1950-1960 y al reflujo que ha precedido al actual resurgimiento de la filosofía política, hay que considerar que, independientemente de Raymond Aron, autores como Sartre (en Crítica de la razón dialéctica) o Merleau-Ponty (en Humanismo y terror) han igualmente cruzado las interrogantes de la filosofía política, aunque relativamente poco. Y a partir de sus debates con el marxismo –entendido el debate que ellos tuvieron sobre el marxismo o sobre el comunismo–, su encuentro con la filosofía política, en su caso, ha sido menos determinado por las exigencias propias de sus filosofías que por la forma en que la época misma ha sido marcada por el proyecto del marxismo y la utopía comunista; “desde mi punto de vista, esta dominación del marxismo y de la discusión con el marxismo, es también una clave muy importante para comprender lo que, en principio, nosotros describimos como un retroceso y después como un resurgimiento” (Renaut, 1999: 17).

La renovación de la filosofía política en Francia fue vasta en relación al debate sobre el totalitarismo, de Soljenitsyne a Raymond Aron, de Lefort y Castoriadis a Françoise Furet, aunque habría que inscribir allí la obra de Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo de 1951, después entender lo que significó la implosión del sistema comunista y la caída del muro de Berlín que, como lo señalan varios autores, tuvo una repercusión considerable sobre la filosofía política.

Renaut explica que

todo se ha pasado como si, paralizada durante más de un siglo alrededor del enfrentamiento entre los valores de la democracia liberal y el asalto lanzado contra ellos por el marxismo o sus variantes, el debate sobre las interrogaciones últimas llevadas a cabo por el asunto político pudieron retomarse sobre bases finalmente renovadas. La reflexión fue fuertemente desplazada de modificaciones susceptibles a ser llevadas a los principios liberales, pues ya se veían otras alternativas tanto al individualismo liberal como al socialismo autoritario. En suma, el desmoronamiento del comunismo no puso término al curso de la filosofía política como lo pretendió Francis Fukuyama, con su fin de la historia, para la reconciliación alrededor de los valores universalmente compartidos; por el contrario, favoreció una brusca reactivación de la filosofía política (Renaut, 1999: 22).

No obstante, para Philippe Corcuff lo que en Francia se llamó “el retorno de la filosofía política” en los años ochenta, se realizó en contra de las ciencias sociales y con una visión miope de los autores y las cuestiones tratadas. Así, el ensayo de Luc Ferry y Alain Renaut, La pensé 68. Essai sur l’anti-humanisme contemporain, marca una reaparición en la escena intelectual de la filosofía política contra las filosofías (como las de Michel Foucault y Jacques Derrida) y las sociologías críticas (Pierre Bourdieu), particularmente productivas en la década de los setenta.

Las nociones de “Estado de derecho” y “democracia representativa” han sido las más revalorizadas, ya se reivindique uno como perteneciente a la tradición del liberalismo político (Alain Renaut) o de la República (Blandine Kriegel), en una común desconfianza respecto a las ciencias sociales. En torno al calificativo “laboral” en algunos se ha creado una amalgama entre liberalismo político (centrado en el equilibrio de los poderes y los derechos individuales) y liberalismo económico en torno al papel regulador atribuido al mercado (Corcuff, 2008: 16).

Señala Corcuff que Jacques Rancière, uno de los filósofos políticos atípicos en los últimos años del siglo xx, ha identificado con nitidez estos usos neoconservadores del “retorno de la filosofía política” en el contexto francés de los años ochenta y noventa, con lo cual la filosofía política se transforma con demasiada frecuencia en discurso de justificación de formas políticas existentes, desconectándose de la crítica social (Corcuff, 2008, 17).

Teoría política: una revisión de las tradiciones en filosofía política

Norberto Bobbio (2003) fue uno de los primeros pensadores que no sólo se dedicaron a analizar el problema de las relaciones entre la filosofía política y la ciencia política (tema en el que se propuso demostrar que a cada acepción del término “filosofía política” corresponde una manera diferente de presentar el problema de las relaciones entre filosofía política y ciencia política y, por consiguiente, poner en guardia a todo aquel que crea que la cuestión tiene una única solución), sino que fue uno de los primeros estudiosos de la política que aceptaron, no sin ciertas vacilaciones, la tarea de trazar un “mapa” de la filosofía política, como continuación a su inquietud de explicar cómo se había configurado el pensamiento político desde la antigüedad. No obstante, el mapa que elaboró el teórico turinés lo hizo sabiendo que el propio término resultaba totalmente insatisfactorio, ya que nos inducía a creer en la existencia de un territorio homogéneo y delimitable sobre el que se podría inscribir y exclamar: “Aquí está toda la filosofía política”.

Existen estudiosos como Bhikhu Parekh o Iris Marion Young que no han elaborado precisamente un mapa de la filosofía política, pero han explicado las tradiciones en la materia después de la Segunda Guerra Mundial. El primer autor formula las siguientes tres proposiciones:

  • a)

    Que los años cincuenta y sesenta marcaron un declive e incluso la muerte de la filosofía política, y que los setenta y ochenta fueron de su renacimiento.

  • b)

    Que ese renacimiento fue causado, o cuando menos estimulado, por la agudización de la confrontación política e ideológica provocada por factores como la Guerra de Vietnam, el movimiento norteamericano de los derechos civiles, la desintegración del consenso de posguerra y la aparición de la nueva izquierda.

  • c)

    Que A Theory of Justice (tj), de Rawls, simbolizaba el renacimiento de la filosofía política para razonar lógicamente su explicación (Parekh, 2001: 727).

Las proposiciones b) y c) implican que a) es cierta, pues si se demostrara que a) es falsa, no se necesitaría explicar b); y en cuanto a c), tampoco veríamos en tj un hito histórico, lo que no le impediría seguir siendo una de las grandes obras de la filosofía política posterior a la Segunda Guerra Mundial.

En la explicación, este filósofo político señala que en contra de la creencia general, los años cincuenta y sesenta fueron bastante fecundos en este campo. La filosofía política de estos años presenta varias características, entre las que destacan tres: en primer lugar, “fue un tiempo de primas donas y gurús en el que difícilmente sus protagonistas se prestaban a un diálogo crítico con los demás”; en segundo lugar,

aunque los distintos autores se ocupaban de cuestiones diferentes, todos eran muy conscientes de que su disciplina recibía severas críticas desde fuentes tan diversas como el positivismo lógico, la lingüística, la sociología del conocimiento, el conductismo, el existencialismo y autores de orientación histórica como Collingwood o Croce.

Y en tercer lugar,

los filósofos políticos de esos años habían vivido los horrores de la Segunda Guerra Mundial y en algunos casos también los de la Primera, así como el ascenso de los totalitarismos fascista, nazi y comunista y los campos de concentración, y se sentían muy turbados ante las bárbaras tendencias latentes en la civilización europea.

Identificaban las raíces de esas tendencias con el racionalismo (Oakeshott), el historicismo (Popper), el monismo moral (Berlin), el auge del animal laborans (Arendt), el relativismo (Strauss), el gnosticismo (Voegelin) y el capitalismo (Marcuse y otros marxistas).

Entonces, se pregunta: ¿por qué se afirmó después que en ese periodo estuvo muerta o agonizante? La respuesta que ofrece es:

Por la combinación de la ignorancia de sus textos, el menosprecio positivista hacia lo que no se consideraba “realmente” filosofía, el triunfalismo conductista, la ingenua creencia en que un compromiso filosófico con los pensadores del pasado era mera “historia de las ideas” y no filosofía política, la visión errónea de que los problemas de que se habían ocupado estaban “caducados” y eran irrelevantes en nuestra época, etcétera (Parekh, 2001: 732).

Paradójicamente, otro factor importante fue la dominante concepción normativa de la filosofía política, atacada por unos pero aceptada por otros. Muchos esperaban que la filosofía política fijara “nuevas metas políticas” que dotasen a los tiempos modernos de una “concepción coherente con sus necesidades”, que “prescribiese” cómo deberíamos vivir.

En los años setenta aparecieron nuevas publicaciones consideradas de filosofía política, en su mayoría norteamericanas, lo que indicaba que su desarrollo se trasladaba de Europa a Estados Unidos, entre las que se encontró A Theory of Justice de John Rawls, que significó continuidad y ruptura con respecto a la filosofía política precedente, pues Rawls no entendía su obra como destinada a comprender la vida política, sino a una filosofía básicamente normativa y por tanto práctica y sus ambiciones teóricas eran distintas. “Separó la filosofía política de la lógica, la retórica, la ontología y la historia de la civilización occidental, con las que había estado relacionada antes, para alinearla con disciplinas como la economía, la psicología, el estudio de las instituciones políticas y las políticas sociales”. A pesar de ello, dicha obra era de considerable alcance histórico y filosófico (Parekh, 2001: 733).

En los años siguientes se realizaron diversas innovaciones en la filosofía política. Su propia naturaleza y alcance fue tema de numerosos debates directos e indirectos que dieron lugar a cuatro tendencias distintas:

  • 1.

    En Estados Unidos, varios autores asumieron la idea de que la filosofía política era una rama de la filosofía moral, que ésta era esencialmente normativa, y que la misión de aquélla era no sólo formular principios generales para evaluar la estructura social, sino también para diseñar instituciones, procedimientos y políticas apropiadas (Ackerman, Barry, Beitz).

  • 2.

    La segunda tendencia no era sino continuación del antiguo concepto de filosofía propio de la tradición occidental del pensamiento político, reafirmado por Oakeshott, Arendt, Berlin, Voegelin y otros (inspira ahora la obra de autores como Charles Taylor, Alisdair MacIntyre y William Connoly).

  • 3.

    La tercera tendencia estaba formada por aquellos autores que, como Michel Walzer, afirmaban que la filosofía política estaba insertada en el modo de vida de una comunidad concreta, por lo que su función consistía en articular la autocomprensión de esa comunidad.

  • 4.

    Richard Rorty que, inspirándose en los autores postestructuralistas y especialmente en los posmodernos, cuestionaba tanto la distinción tradicional entre pensamiento teórico y otras formas de pensamiento, sobre todo la primacía del primero.

En las últimas décadas del siglo xx se produjo un considerable corpus de obras que sacan a la luz proclividades sexistas, racistas, estatistas, elitistas, nacionalistas y demás de la filosofía política tradicional, incluida aquí la de los años cincuenta y sesenta.

Tres rasgos mayores de la reciente filosofía política merecen una atención especial. El primero es que el liberalismo es hoy la voz dominante no sólo en el sentido de que las voces conservadora, marxista, religiosa y otras, están relativamente subyugadas y que la mayoría de los filósofos políticos se inspiran en el liberalismo, sino también que el liberalismo ha adquirido una hegemonía filosófica sin precedentes4 (Parekh, 2001: 740).

Parekh reconoce que gracias a los cambios del ambiente intelectual, hoy las ideas se despersonalizan, se abstraen de sus creadores, se discuten en sus propios términos y son tratadas como propiedad pública. Por tanto, existe un genuino sentido de comunidad entre los filósofos políticos, un sentido basado en su interés compartido por el corpus común de pensamiento.

La historia de la filosofía política del periodo anterior está, en consecuencia, ineludiblemente centrada en el pensador, y no ha de sorprender el modo como suele escribirse; en cambio, la historia de las dos décadas siguientes está centrada en el pensamiento, por lo que es previsible que gire alrededor de polémicas entrecruzadas (Parekh, 2001: 741).

Iris Marion Young ha ofrecido una visión general de lo que ha sido la concepción de la política entendida por la teoría política, como actividad participativa y racional de la ciudadanía, la cual contrasta con otra visión más habitual entre la opinión pública, la prensa e incluso buena parte de las ciencias sociales: la política como competencia entre élites por los votos y la influencia en la que los ciudadanos son ante todo consumidores y espectadores.

La concepción de Marion Young que muchos politólogos siguen asumiendo y defendiendo, tiene inspiración en la obra de Hannah Arendt, a quien considera un hito de la teoría política del siglo xx, porque ofrece una imagen de la política como participación activa de la vida pública (Marion Young, 2001: 693).

Según esta imagen, la política es la expresión más noble de la vida humana, por ser la más libre y original. La política en cuanto vida pública colectiva implica que la gente se distancia de sus necesidades y sufrimientos particulares para crear un universo político en el que cada cual aparece ante los demás en su especificidad; unidos en lo público, los individuos crean y recrean, mediante palabras y hechos contingentes, las leyes e instituciones que estructuran la vida colectiva, regulan sus conflictos y desacuerdos recurrentes y tejen las narraciones de su historia. La vida social se ve sacudida por la cruel competencia por el poder, por los conflictos, las privaciones y la violencia que siempre amenazan con destruir el espacio político. Pero la acción colectiva revive de cuando en cuando y gracias al recuerdo del ideal de la antigua polis, conservamos la visión de la libertad y la nobleza humanas como acción política participativa (Marion Young, 2001: 693).

Aunque Marion Young está consciente de que los teóricos actuales a menudo desean preservar la visión arendtiana de lo político, han abandonado en gran parte la separación que dicha pensadora establecía entre lo político y social, así como su nostálgico pesimismo sobre la emergencia de los movimientos sociales masivos por parte de los oprimidos y los no emancipados. Asimismo, afirma que la opinión más extendida las dos últimas décadas del siglo xx es que la justicia social constituye una condición de la libertad y la igualdad, por lo que lo social ha de ser uno de los grandes focos de lo político.

Luego entonces, el tema de la politización de lo social (cuya preocupación ha influido hacia la justicia social y la democracia participativa) la lleva a elaborar un balance de la teoría política desde esta perspectiva, por lo que recostruye determinados aspectos de la teorización política en los últimos veinticinco años.

Este enfoque organiza un gran corpus de la teoría política reciente, pues permite entender estas teorías desde perspectivas nuevas y muy útiles que Marion Young divide en seis temas, que se ocupan de las condiciones de la justicia social, o expresan y sistematizan la política de los movimientos sociales recientes, o teorizan sobre los flujos de poder en instituciones extra e interestatales, o investigan las bases sociales de la unidad política, y que a cada uno corresponde un modo diferente de politizar lo social, a saber:

  • 1.

    Teoría de los derechos a la justicia social y el bienestar.

  • 2.

    Teoría democrática.

  • 3.

    Teoría política feminista.

  • 4.

    Posmodernidad.

  • 5.

    Nuevos movimientos sociales y sociedad civil.

  • 6.

    El debate liberalismo-comunitarismo (Marion Young, 2001: 695).

Algunas de las preocupaciones actuales sobre el presente y el futuro de la filosofía política

Para John Dunn (1985), la teoría política es principalmente un intento por entender lo que realmente pasa en la sociedad. En consecuencia, lo que establece la agenda para la teoría política, es lo que realmente está pasando en la sociedad. Su tarea es el entendimiento de un mundo práctico, históricamente determinado, no es el reciclaje de un vocabulario más o menos antiguo de valoración moral. En este sentido, la teoría política moderna requiere repensarse porque filosóficamente es débil y políticamente insuficiente.

Para entender tal debilidad, considera necesario estudiar en detalle y con alguna sensibilidad la historia de la filosofía occidental durante más o menos tres siglos y medio. Y para entender cómo es que su insuficiencia política ha surgido, es necesario, en contraste, considerar de cerca la muy concreta historia de la organización política, económica social por lo menos durante un periodo prolongado. Aunque reconoce que el grado de división académica del trabajo que prevalece actualmente en las sociedades occidentales significa que virtualmente ningún estudio es capaz de llevar a cabo un intento serio en el curso de una vida intelectual para dominar estos dos campos cognitivos masivos. Es decir, ningún pensador, no importa que tan impresionantes sean sus habilidades personales, puede probar como exitoso el llevar a cabo un esfuerzo como ése. No obstante, la principal arma intelectual con la que se puede realizar una pequeña contribución, es la separación de dos muy diferentes formas de historia y análisis: de los conceptos de lo ético y lo político que aparecen en el discurso humano y en la reflexión (y a veces desaparecen de éstos), dentro de períodos de tiempo muy particulares; y su existencia, pese a que de esta forma todavía existen, están rodeados de una multiplicidad de presiones, intelectuales y pragmáticas, que da lugar a una interminable variedad de sombras y modulaciones.

Para Will Kymlicka (1990), el panorama intelectual en la filosofía política de hoy es muy diferente del que fue hace veinte o incluso diez años. Los argumentos, siendo avanzados, con frecuencia son genuinamente originales, no sólo para desarrollar nuevas variantes sobre viejos temas (por ejemplo, el desarrollo de Nozick sobre la teoría de los derechos naturales de Locke), pero también en el desarrollo de nuevas perspectivas (por ejemplo, el feminismo).

El panorama tradicional sobre la política –según Kymlicka– mira a los principios políticos como algo que cae en algún sitio, en línea recta, amoldándose de izquierda a derecha. De acuerdo con este panorama tradicional, la gente a la izquierda cree en la igualdad, y por lo tanto respalda algún tipo de socialismo, mientras que aquellos que se sitúan a la derecha creen en la libertad y por ello respaldan alguna forma de capitalismo de libre comercio; en medio están los liberales que creen en una mezcla de igualdad y libertad a medias, y de allí respaldan alguna forma de capitalismo de Estado de bienestar. Desde luego, existen muchas posiciones en medio de estos tres puntos, y mucha gente acepta diferentes partes de diferentes teorías. Pero frecuentemente se piensa que la mejor manera de entender o describir los principios políticos de alguien es tratando de localizarlos en algún lugar de esa frontera.

En este sentido, para Kymlicka, el panorama tradicional sugiere que diversas teorías tienen diferentes valores fundacionales: la razón de que izquierda y derecha estén en desacuerdo sobre el capitalismo, es porque la izquierda cree en la igualdad, mientras la derecha lo hace en la libertad. Ya que están en desacuerdo sobre valores fundamentales, sus diferencias no son racionalmente posibles de resolverse. La izquierda puede argumentar que si se cree en la igualdad, entonces se debe aguantar al socialismo; y la derecha puede argumentar que si se cree en la libertad, se debe de soportar al capitalismo. “Pero no hay forma de argumentar sobre la igualdad por encima de la libertad, o la libertad por encima de la igualdad, porque estos son valores fundacionales, que no tienen un valor más alto o una premisa a la que ambos puedan apelar de manera conjunta”.

Ahora bien, cada una de las nuevas teorías asume que también buscará un último valor diferente. Por tanto, suele afirmar que junto con el más antiguo reclamo de “igualdad” (socialismo) y “libertad” (doctrina libertaria), las teorías políticas ahora apelan a los últimos valores de “arreglo contractual” (Rawls), “el bien común” (comunitarismo), “utilidad” (utilitarismo), “derechos” (Dworkin), o “androginia” (feminismo). Ahora tenemos incluso un mayor número de valores últimos entre los que no pueden existir argumentos racionales. Pero esta explosión de valores definitivos potenciales hace surgir un problema obvio para todo el proyecto de desarrollo de una única teoría de justicia comprensiva. Kymlicka se pregunta: si existen tantos valores definitivos potenciales, ¿por qué continuamos pensando que una teoría política adecuada puede basarse sólo en uno de ellos? “Seguramente, la única respuesta sensible a esta pluralidad de propuestas de valores definitivos es dejar a un lado la idea de desarrollar una teoría de justicia ‘monística’. El subordinar a todos los otros valores a uno único que se anteponga, parece casi fanático” (Kymlicka, 1990: 3).

Para Paul Schmaker, la teoría política tiene un futuro incierto, pues durante los pasados 50 años su contenido fue una explosión, así como los trabajos han sido complementados por los importantes nuevos desarrollos en nuestro pensamiento sobre la vida y gobierno en comunidad. Los feministas, los ambientalistas y los fundamentalistas religiosos, son sólo algunas de las “nuevas” voces que han surgido y debatido asuntos que habían previamente recibido sólo de paso.

Las identidades políticas básicas, abriendo y cerrando las fronteras de las comunidades, se alternan entre los derechos ciudadanos y las responsabilidades, buscando la justicia social tanto dentro como a través de los Estadosnación. Son algunos de los asuntos que han generado debates intensos y estimulantes, mientras que preguntas antiguas, como los requerimientos y conveniencia de la democracia y los papeles legítimos del gobierno, permanecen a pesar de mucha oposición (Schmaker, 2010: 352).

El futuro de la teoría política es incierto no sólo porque ideas políticas innovadoras y cambios pragmáticos puedan ocurrir espontáneamente, pero también porque permanece borroso como continuación de las tendencias actuales que serán recibidas.

Así, como en otros campos de la investigación, la teoría política experimenta una especialización en aumento y una fragmentación. Teóricos políticos contemporáneos normalmente trabajan dentro de tradiciones particulares (como el liberalismo y el marxismo), enfatizando conceptos particulares (como la justicia y la ciudadanía), y se enfocan en tópicos más específicos dentro de áreas conceptuales amplias (como la justicia global y los derechos especiales para los grupos de ciudadanos marginados).

Conclusiones

Bhikhu Parekh planteó a principios del presente siglo dos retos para la filosofía política. El primero está relacionado con la naturaleza y el alcance de las visiones sobre la filosofía política, las cuales se requieren reconsiderar. La filosofía política no puede ser ni singularizadora ni meramente interpretativa; lo primero, porque no es posible hacer filosofía sobre la vida política sin tener alguna concepción sobre el ser humano en general, lo que introduce una ineludible dimensión universal; lo segundo, porque la estructura moral y política de la sociedad nunca es homogénea y, por tanto, toda interpretación que se haga de ella implica necesariamente crítica y elección, y para que éstas no se basen en las preferencias personales del filósofo, con todas las dificultades que esto entrañaría, son precisas una formulación y una defensa claras de unos principios morales y políticos (Parekh, 2001: 743).

El segundo reto está relacionado con los problemas que se derivan de la considerable diversidad cultural de la sociedad moderna; es decir, el filósofo político del pasado solía partir de la hipótesis de una sociedad culturalmente homogénea, tesis hasta entonces generalmente aceptada, por lo cual podía confiar en que los principios explicativos y normativos eran aplicables a todos los ciudadanos, o al menos a la gran mayoría. Por ejemplo, se suponía que cualesquiera fuesen los fundamentos establecidos para los deberes políticos –consenso, equidad, gratitud, bien común, realización personal–, eran aplicables a todos los ciudadanos por igual y con más o menos la misma fuerza moral. Hoy ya no podemos asumir esa hipótesis (Parekh, 2001: 743-744).

Conforme al primer reto, podemos afirmar que las categorías tradicionales dentro de las cuales las teorías políticas se discuten y evalúan, son cada vez más inadecuadas; en cuanto al segundo, se puede afirmar que la búsqueda de grandes y universales teorías en la política, ha sido una aventura quijotesca que puede ser engañosa.

A principios del siglo xxi parece claro que la filosofía política goza de buena salud, pues ha sobrevivido a los más fieros ataques y ha edificado una impresionante tradición capaz de albergar nuevos materiales experimentales y establecer vínculos con otras disciplinas. No obstante lo anterior, se puede afirmar que el desarrollo que ha tenido la filosofía política es posible que no haya sido del todo positivo en la ciencia política, pues en ambos campos la investigación, la especialización y la fragmentación, van en aumento.

Este desarrollo es visto a veces con ansiedad mientras disminuye la capacidad de la teoría política por jugar su papel histórico, de integrar ideas políticas dentro de un entendimiento coherente del rango complejo de la actividad política.

Debemos de preocuparnos porque la filosofía política continúe contribuyendo a explicar la complejidad política del mundo actual. Una de las tareas que tenemos que evitar es que el malestar existente entre los profesionales de la ciencia política, al que alude Gabriel Almond en su artículo “Mesas separadas: escuelas y corrientes en las ciencias políticas”, se siga profundizando (Almond, 1999: 40). Pues aunque dicho autor establece “cuatro mesas separadas”, podemos afirmar que en el trabajo cotidiano de los responsables de la formación académica de las nuevas generaciones de politólogos, se debe presentar una combinación tanto de las dimensiones como de las escuelas, sobre todo cuando se trata de definir qué debe saber el estudiante acerca de la filosofía política y la teoría política, teniendo como base y punto de partida la historia de las ideas políticas.

Es importante señalar que la filosofía política debe seguir progresando, debe estar dispuesta a enfrentar nuevos retos y revisar sus instrumentos teóricos. Entre los retos que se le formularon entre el final del siglo xx y el xxi, que han merecido especial atención de los estudiosos, son: la progresiva disolución del Estado-nación en unidades más grandes y más pequeñas; los cambios en la naturaleza y los contenidos de lo político; el potencial, a la vez represivo y emancipador, de la creciente demanda de intervención estatal en ámbitos sociales que hasta las últimas décadas del siglo xx habían pertenecido al ámbito privado, y la reestructuración de la sociedad civil.

Conviene destacar también que la pregunta central de nuestro tiempo es: ¿dónde está el poder hoy?, cuya respuesta es del ámbito de la filosofía política para sistematizar las transformaciones que ha generado este fenómeno en distintos ámbitos globales que se encuentran inmersos en una profunda crisis económica, financiera, energética y alimentaria mundial desde el 2008, cuyos efectos no sólo no se han dejado de sentir seis años después, sino que anuncian que no ha terminado lo más difícil, sino que amenaza con complicarse.

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Dieter Nohlen y colaboradores afirman, por su parte, que la filosofía política tiene como temas la esencia, el fundamento y las formas de realización de lo político, así como sus formas de indagación categorial, lo cual sucede en reflexiones sistemáticas y recurriendo a la historia de las ideas políticas. Esta definición va acompañada de tres proposiciones: 1. El valor y perfil objetivo de la filosofía política pueden determinarse de dos maneras en la lógica de la reflexión con respecto a la ciencia política: a) en sentido estricto ella proporciona un análisis de la ciencia política empírica desde la perspectiva de la teoría de la ciencia; b) en sentido amplio, lleva a cabo una reflexión filosófica, es decir, epistemológica, ontológica y normativa. 2. Aunque resulta fácil considerar a la filosofía política como ámbito parcial de la filosofía, que retoma su lógica, sus métodos y potenciales de interpretación, se conservan, se reconstruyen y desconstruyen en la historia de las ideas políticas. 3. Frente a la aplicación de esquemas de interpretación filosóficos generales al campo especial de la política, se da un acceso totalmente diferente si la filosofía política se determina, asimismo, a partir de su peculiaridad de su objeto, pues una disciplina de este tipo genuinamente filosofía política corre el peligro de caer cerca de la ideología, como aspecto de estructuras y procesos políticos (Nohlen, 2006: 616-617).

Algunos estudiosos en nuestro medio conciben a la teoría política y a la ciencia de la política como dos campos separados que aluden a dos formas de investigación que se rigen por criterios específicos y que están constituidos por áreas del conocimiento altamente especializadas, por lo que abogan por un diálogo más activo y abierto entre la teoría política y la ciencia política. Este es el caso de Alejandro Monsiváis C., que en el ámbito académico propone un desarrollo de las convergencias normativas y empíricas de la teoría política en la democracia, “encuentro que es especialmente productivo, pues debe considerarse parte del conjunto de herramientas al alcance de los analistas” (Monsiváis, 2013: 1-28).

Horton (2003: 203) piensa en Q. Skinner, J. Dunn y J. Pocock.

Esta hegemonía liberal, sostiene Parekh, ha tenido algunas consecuencias desafortunadas, pues ha estrechado el abanico de alternativas filosóficas y políticas; ha empobrecido el vocabulario filosófico y ha privado al liberalismo de un “otro” auténtico. El liberalismo ha sido en los últimos años un metalenguaje que disfruta del status privilegiado de ser al mismo tiempo un lenguaje como los demás y el árbitro de cómo los demás lenguajes deben hablarse. Otra consecuencia de la hegemonía liberal es que al contrario de los filósofos políticos de los cincuenta y sesenta, en la actualidad se pierde cada vez más la capacidad de afirmar un compromiso con la libertad y la individualidad y seguir siendo críticos con las estructuras vigentes de la democracia liberal. “Oakeshott y Popper podían abanderar la sociedad ‘civil’ o ‘abierta’ y al mismo tiempo criticar la sociedad liberal. Es dudoso que hoy podamos hacer lo mismo sin provocar incomprensiones o acusaciones de mala fe”.

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