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Diálogo entre política y psicoanálisis. Elementos teóricos para el estudio de las identidades políticas
Dialogue between policy and psychoanalysis. Theoretical elements for the study of political identities
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Mariana Paola Vila1
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El presente artículo reúne algunas notas que se pueden plantear para un diálogo entre política y psicoanálisis, bajo el propósito de avanzar sobre la temática referida a los procesos de constitución de identidades políticas. Ello a partir de la propuesta de Ernesto Laclau referida a pensar el orden social bajo una indeterminación constitutiva que produce importantes consecuencias en los estudios sociales y políticos contemporáneos, y que representa un enfoque novedoso que consigue recuperar valiosos elementos del psicoanálisis y reintegrarlos a una original perspectiva de análisis de lo social.

Palabras clave:
Teoría social
estudios políticos
psicoanálisis
identidades políticas
cultura
Abstract

The present article brings together some notes that can be established for a dialogue between politics and psychoanalysis, with the purpose of advancing the thematic related to the processes of constitution of political identities. This is based on Ernesto Laclau's proposal to think of the social order under a constitutive indetermination that produces important consequences in contemporary social and political studies and represents a novel approach that manages to recover valuable elements of psychoanalysis and reintegrate them into an original perspective of analysis about the social notion.

Keywords:
social theory
political studies
psychoanalysis
political identities
culture
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Introducción

El extenso campo de producción de la Teoría Social estuvo marcado, casi todo el siglo xx, por la idea que las estructuras –sociedad, cultura, economía– se imponían al individuo ya sea por coerción o por consenso social. En los años setenta y con toda claridad en los ochenta, estos grandes relatos mostraron su ocaso y cedieron paso a todo un cuerpo de teorías tendientes a soltar todo el peso de las estructuras, regularidades y legalidades de lo social. A partir de esos años, el surgimiento de distintas expresiones de protesta y la conformación de movimientos políticos no estrictamente clasistas –como las luchas por la democracia, los movimientos estudiantiles, feministas, ambientales, entre otros– puso en cuestión la mirada determinista que ataba la emergencia de los sujetos políticos a un punto de la estructura social y que asumía la existencia de un orden subyacente –locus fundante– cognoscible, capaz de explicar la totalidad de fenómenos socialmente existentes.

Desde entonces, la preocupación ontológica sobre el orden social se situó bajo discusión entre dos perspectivas contrapuestas: el fundamentalismo (objetivista) y antifundamentalista y/o posmoderna (subjetivista). Este debate, aparentemente sin salida, entre quienes postulaban una visión de totalidad social en términos de cierre total y quienes difundían una imagen del mundo social anclado en la dispersión absoluta, contribuyó a crear el posicionamiento del pensamiento post-fundacional, con el que se hizo posible la redefinición profunda de viejas categorías, como la de sociedad (orden social), lo social, la política y lo político, y la emergencia de nuevos ángulos de lectura para los fenómenos sociales.

En la actualidad, sin embargo, permanece vigente la tarea de escapar a ambos reduccionismos y conferir nuevas herramientas conceptuales que permitan trascender esas perspectivas epistemológicas y metodológicas. A razón de esto último, el presente trabajo propone recuperar algunas notas capitales de las obras de Ernesto Laclau y de la teoría psicoanalítica, especialmente de Freud y Lacan, bajo el propósito de avanzar sobre la temática referida a los procesos de constitución de identidades políticas.

El orden de este texto recorre, inicialmente, el planteamiento del problema de la conformación del orden social revisitando las distintas perspectivas de la teoría política contemporánea, a fin de asentar ciertas coordenadas para el análisis de las experiencias políticas actuales. Después, avanza en el abordaje de los alcances referidos a pensar la infinitud de lo social. Y recupera dos cuestiones centrales sobre las configuraciones identitarias: los aspectos referidos a la construcción de otredad, retomando algunas notas del estadio del espejo propuesta por Lacan, y algunos elementos para pensar los procesos de identificación que refieren a la pertenencia dentro de un colectivo. A modo de cierre, presenta reflexiones finales para subrayar los postulados centrales de la exposición.

Vertientes sobre lo social

Durante las últimas décadas del siglo veinte, la diversidad de proyectos de emancipación y análisis políticos de los paradigmas marxistas deterministas, condujo a la tarea por reelaborar nuevas concepciones de sociedad y política. En el terreno de estos acontecimientos, se abrió un debate en torno a diferentes modos de entender la conformación del orden social, con consecuencias directas en el análisis de la conformación de identidades y prácticas políticas.

La perspectiva fundamentalista, fuertemente dominante durante todo el siglo pasado, con incidencias en la actualidad, propuso plantear la realidad social como un objeto dotado de positividad propia, basado en principios fijos, innegables y localizados fuera de lo social. El postulado ontológico de esta concepción radicaba en asumir la existencia de un referente o fundamento último con capacidad de conferir orden a la diversidad empírica, una especie de esencia unitaria, en principio oculta pero cognoscible, mediante la cual se podían explicar y describir la pluralidad de fenómenos socialmente existentes (Laclau, 2000: 103-114).

En el campo de los análisis políticos, la expresión más acabada de este enfoque totalizante estuvo definida por las versiones deterministas y positivistas del marxismo. En ellas, el materialismo histórico se convertía en una ciencia capaz de predecir los grandes procesos históricos debido al carácter racional de los mismos –derivada de la idea mimesis de lo racional con lo real– y en tanto que la economía asumía el lugar de principio explicativo capital de la diversidad fenoménica del mundo. La metáfora del edificio con niveles, estructura/superestructura, representaba el núcleo duro de este pensamiento, puesto que en este arquetipo la totalidad social quedaba reducida a una unidad cerrada (carente de un afuera constitutivo), configurada por los modos de producción dominante en ella y dispuesta para ser develada, en tanto que lo económico operaba como base o principio subyacente de inteligibilidad de la vida social (Arditi, 2005: 2).

Esta postura trajo aparejadas varias consecuencias en el plano teórico-metodológico para el campo de estudios sociopolíticos. En primer lugar, esta concepción no logró escapar del clásico positivismo epistemológico. El presupuesto de inicio a las leyes objetivas de la historia seguía confiriendo a la teoría (materialismo histórico) la capacidad de comprensión del mundo y adjudicando al conocimiento la tarea de reconocimiento de esencias verdaderas, profundas y unitarias (Arditi, 2005: 1).

En segundo lugar, por la manera esquemática de entender la relación entre los aspectos “estructurales y supraestructurales”, las identidades sociales, las acciones colectivas y las posibilidades de cambio, quedaron ancladas y restringidas a la producción económica. Con ello, los sujetos sociales perdían su condición de intérpretes y constructores de la realidad social (su praxis), adjudicándoles el lugar de epifenómeno de las contradicciones materiales en el desenvolvimiento dialéctico de la historia (De la Garza, 1992: 20-21).

Finalmente, la perspectiva de la totalidad social como una unidad cerrada y centrada en lo económico implicaba percibir los cambios políticos como un fenómeno total y definitivo, de modo que aquellos momentos de la historia donde la clase social no actuaba de acuerdo a “sus intereses objetivos”, sólo podían explicarse con la noción de falsa conciencia y la dominación de clase. En cierta forma, esta idea de falsa representación implicaba asumir que es posible una forma de “verdad de conciencia” y que la identidad de los sujetos sociales puede ser fijada, positiva y no contradictoria, lo que olvida que toda construcción identitaria presupone una articulación inestable de posicionalidades constantemente cambiantes y que existe una compleja relación entre los aspectos ideológicos y los procesos de construcción subjetiva por parte de los sujetos que intervienen en un tiempo histórico determinado (Laclau, 2000: 105-106). En este sentido, podría decirse que aunque las ideologías puedan ser asimiladas, también incluyen posibles resemantisaciones, rearticulaciones con elementos antiguos del dar sentido e incluso impactan en estratos de la subjetividad vinculados a valores, la estética, sentimientos, entre otros (De la Garza, 2001: 125).

Desde el otro polo del debate, fueron emergiendo distintas variantes de la perspectiva antifundamentalista y/o posmoderna, las cuales invalidaban radicalmente la existencia de todo fundamento último constitutivo del orden social. En ellas, se refutaba la propuesta de pensar la totalidad social como una estructura provista de una forma u orden subyacente, profundo, oculto y fundante de los múltiples fenómenos parciales. Más aún, según esta mirada, ningún orden intrínseco estaba a la espera de ser develado o representado, puesto que detrás de las apariencias no existían esencias últimas sino otras tantas apariencias. Desde esta visión, el mundo social era considerado como un universo plural, flexible y relativo, donde todo se encontraba sometido a un movimiento permanente e indeterminado (Fink, 1976: 194).

En la concepción del antifundamento, la infinitud de lo social adquiría una fisionomía tan plural y abierta a conexiones cambiantes y volátiles, que nada podía fundarse con base en ningún principio y, por ende, la posibilidad de conocimiento sobre la vida social (en tanto conocimiento racional y real del mundo) resultaba igualmente imposible. En consecuencia, el despojo del piso-fundamento se orientó hacia un nihilismo, existencialismo o pluralismo postmoderno, donde la vida social, sus fenómenos y los propios sujetos sociales se deshacen de toda pretensión absolutizadora y adquieren un carácter relativizado. Básicamente, en un mundo así donde “lo sólido se desvanece en el aire”, se pierde la posibilidad de establecer certezas y la inteligibilidad de cualquier existencia social se desliza hacia la autonomía total (Marchart, 2009: 29).

Este debate entre los fundacionalistas y los antifundacionalistas condujo, entonces, hacia un espacio sin salida, donde la totalidad social se divide entre dos extremos: el del cierre absoluto y la dispersión total. En esa dirección, y tal como se presentan las opciones, sólo podría aceptarse que finalmente es imposible superar el fundamentalismo, debido a que la propia perspectiva antifundamentalista, al postular la tesis de ningún fundamento en absoluto, recae en otro nuevo fundamento final, una suerte de antifundamento que vale para todos los casos, es decir, apunta sin proponérselo a la conservación de la postura de los referentes últimos (Marchart, 2009: 26).

No obstante este encierro aparente, el posfundacionalismo se erige desde un ángulo de lectura radicalmente novedoso y se afianza en la tarea de derribar la lógica del todo o nada y plantea en la medida en que plantea el problema no en términos de la ausencia de todos los fundamentos en plural, sino de los referentes o principios últimos (Arditi, 2005: 1). En él, la noción de los fundamentos contingentes ofrece un marco alternativo en el litigio por la naturaleza del orden social, en tanto supone un debilitamiento ontológico del status del fundamento sin suprimirlo por completo. De acuerdo con ello, todo fundamento es necesariamente contingente en la medida en que la propia ausencia ontológica del fundamento final obra como condición de posibilidad para la emergencia de los fundamentos (en plural) en el plano óntico (Marchart, 2009: 35).

Siguiendo la idea heideggeriana acerca de la irremediable fisura entre lo óntico y lo ontológico (entre el fundamento y el abismo), el pensamiento posfundacional consigue un giro trascendental en tanto que asume que el fundamento ausente no permanece vacío, sino que deja un espacio abierto para el acontecimiento; es decir, no implica su desaparición absoluta sino que persiste bajo borradura. En torno a esta idea, entonces, consigue no suprimir por completo la dimensión del fundamento, problematizando su status en tanto que entidad definible en lo óntico (Marchart, 2009: 36-37).

Esto último, le permite elaborar una crítica del modelo esencialista sin recaer en una visión apocalíptica del mundo ni en un hiperrelativismo, ya que no descarta la idea de unidad o totalidad, pero sí se les niega el carácter de atributos inmanentes a la espera de ser develados y representados. Más aún, desde esa perspectiva, ningún fenómeno social inscripto en cierto orden se deriva o explica como metástasis de ese orden. Todo elemento o sistema soporta una negatividad constitutiva, irreductible a toda objetividad, que señala la imposibilidad de instituir lo social como un orden objetivo (Laclau, 2000: 33). De allí se desprende un razonamiento central referido a que el orden social es siempre una estructuración contingente y abierta a momentos de institución y subversión de lo instituido, que consigue ser fijado únicamente con suturas parciales, debido a que la realidad social resguarda un permanente exceso sentido que escapa a la fijación del orden (Laclau y Mouffe, 2004: 134-135).

La imposible sutura

La concepción del pensamiento posfundacional referida a pensar la materia social como un devenir constante que sólo puede ser fijado parcialmente a través de un acto de institución, donde se hacen presentes relaciones de poder, representa uno de los intentos más exitosos por romper con los enfoques esencialistas y totalizantes.

Laclau sigue ese razonamiento al postular que lo social es infinito, y que todo sistema estructural es limitado en tanto se presenta como el resultado de intentos siempre fallidos por domesticarlo, consiguiendo únicamente cierres parciales que obedecen a operaciones de hegemonía, es decir, que refieren al campo de lo político. Centralmente, para el autor, la infinitud de lo social es tal, que la propia sociedad, como objeto unitario e inteligible, resulta imposible; en otras palabras, lo social porta siempre un exceso de sentido que resiste a ser simbolizado ocasionando una falla permanente en la construcción de sociedad (Laclau, 2000: 105).

Este postulado teórico de Laclau, orientado a concebir la infinitud de lo social, “la sociedad imposible”, asiste y acompaña nudos argumentales capitales de la teoría psicoanalítica. Un primer vínculo entre el psicoanálisis y la propuesta de Laclau lo encontramos en torno a la estructuración de la realidad social. En ambos casos, lo social es visto como un espacio discursivo, como un campo donde la producción de sentidos y las prácticas sociales se superponen y vinculan constitutivamente. Prácticas y sentidos se encuentran intrínsecamente conectadas, en tanto los sujetos sociales a través de sus procesos de interacción gestan y reproducen significados, admitiendo allí heterogeneidades, discontinuidades y contradicciones discursivas, así como también espacios abiertos a posibles resemantizaciones y resignificaciones capaces de generar dislocación y ruptura en el orden social. Básicamente, lo que se sostiene es que lo social se constituye como orden simbólico, acarrea un movimiento inestable, configuraciones temporales y ordenamientos parciales, fundamentalmente porque las relaciones sociales que lo constituyen carecen de una literalidad última (Laclau y Mouffe, 2004: 164).

Este carácter indeterminado de lo social, ese permanente exceso sentido y suturas incapaces de agotar el movimiento de lo real, recuerda aspectos fundamentales de las elaboraciones teóricas de Lacan. Refiriéndose a la estructuración de la realidad humana, Lacan en su Seminario XX aún expone algunas líneas sobre el famoso Nudo de Borromeo: la propuesta a pensar la organización de la realidad humana bajo una articulación ternaria entre lo simbólico, lo imaginario y lo real, según la cual cada registro se encuentra entrelazado de modo tal, que basta con que uno de ellos no se sostenga para que todo el conjunto entramado se desarme. Y es aquí, especialmente, donde presenta lo real como aquello que no cesa de no inscribirse, como un indeterminado incontrolable que no podemos pensar, imaginar o representar, es decir, como lo que no se puede poner en las palabras, mientras que lo simbólico es descrito como aquello que no cesa de escribir, como ese impulso permanente y fallido de simbolizar lo real (Lacan, 1973: Seminario xx).

Laclau, en sintonía con lo anterior, propone comprender a lo social como una heterogeneidad abierta al campo de las relaciones sociales y al extenso juego de la significación, como un espacio carente de un significado transcendental que tan sólo alcanza parcialmente una regularidad. En este sentido, advierte que si bien lo social se encuentra sumergido en una contingencia radical (no tiene fundamentos últimos) y se ubica en una lógica incesante de diferenciaciones mediante la cual cada elemento (identidad o sistema) se define en relación con aquello que no es, consigue cierta fijación de sentido que ordena e impide el deslizamiento perpetuo de elementos (Laclau y Mouffe, 2004).

Laclau señala que el carácter incompleto de toda totalidad lleva necesariamente a abandonar como terreno de análisis el supuesto de la sociedad como totalidad suturada y autodefinida, en la medida en que no hay principio subyacente único que pueda fijarse para siempre al conjunto del campo de las diferencias. Existe una irresoluble tensión entre interioridad/exterioridad que opera, al mismo tiempo, como condición de toda práctica social. Entonces, si bien ninguna formación discursiva es una totalidad suturada, ni la fijación absoluta ni la no fijación absoluta son posibles. Toda totalidad (identidad o sistema) mantiene cierta regularidad en la dispersión, configura cierres parciales temporalmente establecidos (Laclau y Mouffe, 2004: 160-161).

La configuración de esos cierres parciales recupera, a su vez, el concepto de point de capiton o punto nodal de Lacan. Los puntos nodales (o significantes vacíos) refieren a significantes privilegiados que fijan sentido; se trata de un elemento particular que asume la función de un universal dentro de un campo discursivo, permitiendo así cierta sutura parcial del juego de las diferencias de manera de que la cadena significante pueda adquirir algún sentido (Laclau y Mouffe, 2004: 154).

Para el autor, lo social, como toda articulación discursiva, no articula sus elementos como piezas de un mecanismo de relojería, sino más bien los elementos del discurso se resemantizan en cada configuración, puesto que ellos adquieren sentido relacionalmente debido a su carácter idexal. En cada articulación pueden existir puntos nodales más densos semánticamente, que detienen el desplazamiento de una cadena significante y resemantizan a la totalidad, y otros que permanecen subalternizados, pero que pueden emerger y conformarse en articulantes. En este sentido, se asume que la instauración de un punto nodal o significado dominante no puede concebirse por fuera de los procesos sociales-históricos que involucran a los sujetos (Laclau, 2005).

Esta idea de articulación discursiva captura, además, la complejidad de la idea de totalidad propuesta por Althusser (1962), en tanto se asienta sobre el hecho de que “no hay nada en lo social que no esté sobredeterminado”. No obstante, rápidamente se aparta de las conclusiones de ese autor (que recaen en el amparo de la economía como determinante en última instancia) y se vuelve sobre el carácter primario del término establecido por Freud (1979). En este rescate, se plantea que toda articulación discursiva opera por sobredeterminación, no como reducción de diferencias (en la medida en que no se trata de una síntesis dialéctica hegeliana), sino como un proceso de fusión o mezcla muy preciso, que supone formas de reenvío simbólico y una pluralidad de sentidos. Precisamente, en este reenvío, los puntos nodales ofician como aquellos elementos centrales en donde convergen la mayor cantidad de cadenas asociativas y se centralizan los diversos elementos de sentido dispersos en lo social. A través de complejos mecanismos de asociación, condensación y desplazamiento –semejantes a los que Freud encontraba en el mundo onírico–,1 los puntos nodales se ubican como elementos sobredeterminados, esto es, como elementos que logran –siempre de manera precaria– anclar con más densidad un cierto sentido (Laclau y Mouffe, 2004).

Más aún, el punto nodal (o significante vacío) asume un lugar capital para el ordenamiento precario de lo social. Como se ha dicho, el orden nunca puede abarcar a la totalidad de las diferencias que se despliegan en lo social, se encuentra inmerso en un movimiento constante que sólo se detiene temporalmente cuando se producen ciertas articulaciones hegemónicas con efectos suturantes. Por tanto, este detenimiento es posible precisamente porque en una relación hegemónica, un punto nodal o significante vacío es quien articula las diferencias, logrando temporalmente no sólo concentrar y fijar sentido, sino también presentarse como representación de la universalidad, de una cierta totalidad (Laclau, 2005).

Este detenimiento temporal es el resultado de la represión de algunas alternativas (sentidos) que estaban igualmente dispuestas sobre lo social; se produce en el terreno de las relaciones de poder, bajo operaciones de hegemonía. El cierre parcial se presenta como un acto de institución, precisamente, porque toda articulación de totalidad es siempre completamente inconmensurable respecto de sí misma, requiere de un exterior constitutivo que oficie de frontera, necesita un elemento diferente respecto del propio sistema que la limite y la contenga. En el terreno de lo social, ese lugar se define a través del campo de lo político, debido a que es allí donde se producen ese conjunto de operaciones hegemónicas discursivas que intentan configurar ese objeto fallido que es la sociedad (Laclau, 2000: 51).

El orden social debe observarse, entonces, como el resultado de intentos siempre fallidos por instituir sociedad, en los cuales se hacen presentes lógicas de poder que operan en el terreno de la naturalización de las relaciones sociales. Cuando se produce la sedimentación, la fijación parcial del sentido social, es el momento de la política, allí el sistema de alternativas posibles tiende a desaparecer y las huellas de la contingencia original a desvanecerse (Laclau, 2000: 50-51). No obstante, tal como se ha expuesto, estos esfuerzos resultan imposibles, el orden se encuentra siempre amenazado por un momento de “vacío” o de dislocación capaz de revelar el carácter contingente de aquello que se ha instituido. Cuando ello ocurre, entonces, aparece el momento de lo político, esa instancia que señala el fundamento ausente de lo social y da espacio para la subversión de lo instituido, para el antagonismo. Allí, los sedimentos espaciales cosificados se abren hacia una extensión del campo de lo posible, generando un momento instituyente, de acción de los sujetos políticos y de apertura en el curso de la historia (Marchart, 2009: 186).

Identidades políticas: el bello juego de la diferencia

Tal como hemos expuesto, Laclau consigue nuevos puntos para pensar la unidad o la articulación de un sistema; en tanto, define a toda identidad (o sistema) como un conjunto de elementos que adquieren su significación a partir de las relaciones que mantienen con otros, negando así la existencia de elementos que puedan definirse por sí mismos. A su vez, infiere que si todo sistema es un conjunto diferencial, requiere de un exterior constitutivo, de un elemento excluido que oficie de frontera entre aquello que le pertenece y que no. Este afuera constitutivo es, precisamente, ese “exterior” que bloquea y, al mismo tiempo, obra como condición de posibilidad para la constitución de una identidad (Laclau, 2000: 34).

Para las teorías psicoanalíticas, en la constitución de los sujetos y de su identidad sexual, el “Otro” tiene un papel central, ya que nuestras subjetividades permanecen en diálogo inconsciente con un “afuera de uno mismo”, con un “Otro” que se internaliza pero vive fuera y nos falta. Puntualmente, Lacan (1985) conceptualiza este proceso a partir del denominado estadio del espejo, en tanto que es en esta instancia cuando el sujeto incorpora un yo que es formado a través de lo que es el otro; es decir, mediante la imagen que, en espejo, proviene del otro. Aquí se propone una dominancia significativa de la función del imago, en la medida en que se trata de una etapa temprana en la cual por vez primera el sujeto se encuentra capacitado para percibirse o más bien a percibir su imago corporal completo en el espejo. Esta forma total de su cuerpo se adelanta como en un “espejismo”, ofreciendo una imagen que permite (antes que el lenguaje) constituir un yo. No obstante, para producir cierta identificación con la imagen invertida que se revela en el espejo, se necesita un sostén simbólico, la presencia de un “Otro” que señala lo que el “yo” es.

De acuerdo con estos desarrollos, la diferencia y lo “Otro” no sólo constituyen elementos capitales para la vida social, la construcción de sentidos y la conformación de identidades sociales, sino que además revelan el carácter ambivalente de cuestión de la diferencia. En la dirección positiva, se observa que resulta necesaria para la constitución del sujeto, la producción de significado, la formación del lenguaje, de la cultura y en los procesos de construcción de identidades sociales y políticas. No obstante, al mismo tiempo, en su lado negativo, constituye un elemento de amenaza, una hostilidad, una agresión, debido a que esa diferencia (lo otro, ese afuera constitutivo) pone en constante peligro la estabilidad identitaria (Hall, 1997: 423).

Las identidades sólo pueden construirse a través de la relación con el Otro, con lo que se ha denominado su afuera constitutivo. Los procesos de identificación constituyen una sutura, una sobredeterminación (y no una subsunción) en tanto que jamás consigue cancelar la diferencia (Laclau y Mouffe, 2004). La unicidad completa, la fusión total, el cierre absoluto, constituye en realidad una fantasía de incorporación debido a que la identificación, como todas las prácticas significantes, obedece al “juego de la diferencia”, involucra la lógica del más de uno (Hall, 1996: 15).

De lo anterior se desprende que los procesos de identificación en la vida social refieren a un proceso nunca terminado, donde la diferencia nunca se cancela por completo. Básicamente, puede decirse que las identidades no se concentran bajo un núcleo estable del yo que se desenvuelve sin cambios a través de la historia. Por el contrario, los procesos de construcción identitaria son temporales, están sujetos a una historización radical y a constantes transformaciones. Aunque existen bajo determinadas condiciones de existencia, se afincan en la contingencia (Hall, 1996: 17).

Esencialmente, se plantea que los sujetos no son determinados ni preexistentes al tejido social, sino constituidos por un movimiento transindividual, dentro del cual la relación con el Otro es fundante e interviene en la producción subjetiva. Los grupos sociales funcionan, precisamente, como espacios de integración simbólica en la medida en que subjetivizan ciertos ámbitos de lo social e instalan elementos de sentido que intervienen tanto en su accionar como en la construcción de su identidad colectiva.

No obstante, esa conformación identitaria tiene un carácter dinámico, está sujeta a la reconstrucción permanente. La identidad acompaña el transcurrir histórico de los grupos sociales; y en este sentido, tanto las acciones que desarrollan como la subjetividad colectiva que construyen, interpelan los procesos de (re)construcción identitaria. Por un lado, la subjetividad colectiva pone en juego tramos de la identidad, la reactualiza, recrea y modifica, produciendo y articulando significados que instalan umbrales de acción colectiva y experiencias históricas. Mientras que, por su parte, las mismas prácticas sociales impactan en la conformación de la subjetividad colectiva e incorporan nuevos sentidos o reordenan los códigos. En esta lógica, vale decir que desde los espacios de relaciones sociales se van construyendo determinadas prácticas y procesos de significación que refieren a la pertenencia dentro de un colectivo y habilitan la conformación de un “nosotros” siempre abierto a nuevas reconfiguraciones. En este terreno, la vida cotidiana es fuente de estas identificaciones en tanto el acervo de “experiencia social” que va (re)creando un conjunto de prácticas y sentidos, desde el cual los sujetos van inscribiendo trayectorias colectivas (De la Garza, Moreno y Ramírez, 2008).

Reflexiones finales

Tal como hemos observado, los enfoques fundacionalistas y los antifundacionalistas conducían a un espacio sin salida entre dos extremos referidos, a pensar el orden social en términos de cierre absoluto o de dispersión total. Siguiendo estas opciones, la vida social, sus fenómenos y los propios sujetos sociales, quedaban atados a principios fijos, innegables y localizados fuera de lo social, o bien se liberaban de toda posibilidad de establecer ciertas certezas que brindaran inteligibilidad en lo social. Asimismo, desde estas perspectivas, los procesos de la conformación de sujetos políticos y de disputa por el orden social, quedaban o bien totalmente atados a punto de la estructura social –tal como lo evidencian las versiones determinantes del marxismo y su centralidad en lo económico–, o absolutamente diluidos bajo un movimiento permanente e indeterminado –derivado de la mirada antifundamentalista del universo social.

Ahora bien, la concepción posfundacional de Laclau, referida a pensar la materia social como un devenir constante que sólo puede ser fijado parcialmente a través de un acto de institución, representa un enfoque novedoso que consigue recuperar valiosos elementos del psicoanálisis y reintegrarlos en una original perspectiva de análisis de lo social. Entre los aspectos más destacados de este rescate podemos mencionar la concepción discursiva de lo social y su extenso (infinito) plexo de significación, el perfil sobredeterminado de las relaciones sociales, la centralidad de los puntos nodales (o significantes vacíos) como elementos articuladores de una relación hegemónica, la trascendencia del exterior constitutivo (de lo otro) y el carácter relacional de toda identidad. Todos estos elementos de la propuesta teórica del autor permiten construir sólidos argumentos que logran desafiar la postura esencialista sin abandonar, por ello, la posibilidad de conferir certezas o inteligibilidad al mundo social.

La propuesta de Laclau referida a pensar al orden social bajo una indeterminación constitutiva, produce importantes consecuencias para pensar los fenómenos políticos contemporáneos. En primer lugar, descarta la existencia de un fundamento último de lo social para explicar su constitución, lo que supone recorrer los fenómenos sociales y sus procesos atendiendo a sus particularidades, a su historicidad. En segundo lugar, al referenciar la política como elemento al que no se le puede atribuir de antemano ningún sujeto político ni lugar específico de la estructura social, se abre la posibilidad de asistir a los procesos de conformación de identidades políticas, desterrando los determinantes necesarios y orientándose a repensarlas bajo las relaciones que mantienen entre sí, en la lógica diferencial. Por último, y lo más destacable, es que permiten explicar los fenómenos sociales particulares, estableciendo vínculos con los procesos de conformación y transformación del orden social.

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Licenciada en Sociología. Estudiante del Doctorado en Ciencias Sociales de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (fahce), de la Universidad Nacional de La Plata (unlp).

En la obra La interpretación de los sueños (1979), Freud postula que el sueño tiene contenidos manifiestos (recordables, breves, pobres y lacónicos) y latentes (profundamente inconscientes, ricos, variados y extensos), y que mantienen una relación de elementos simbólicos y reglas propias. Estos mecanismos del sueño son: a) la condensación (comprime el sueño convirtiéndolo en algo breve y manifiesto, pero deja afuera –reprime– algunos elementos de contenido latente); b) desplazamiento (algunos pensamientos latentes son reemplazados en el sueño por otros del contenido manifiesto y viceversa, operando allí la censura onírica que es un mecanismo de defensa del yo). En torno a los sueños, el trabajo del analista consiste en transferir el contenido latente al manifiesto del paciente, consiguiendo a través de asociación libre (bajo un relato de asociaciones de imágenes, recuerdos, palabras en forma espontánea) encontrar los eslabones perdidos del inconsciente.

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