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Vol. 52.
Páginas 34-49 (Octubre 2016)
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Veinte años de pensar el género
Twenty years of thinking about gender
Vinte anos de pensar o gênero
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Cristina Palomar Verea
Departamento de Estudios en Educación de la Universidad de Guadalajara, Guadalajara, México
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Resumen

Se presentan los aprendizajes teórico-conceptuales obtenidos como resultado de 20años de trabajar en el campo de los estudios de género, a partir de la revisión de la evolución de este término y de la experiencia en dos ámbitos: la investigación empírica y la coordinación de un centro de estudios de género, que tuvo implicadas cuestiones teóricas, éticas y políticas. El punto de partida de este ejercicio reflexivo es la revisión de lo que significa o quiere significar el término género, para luego explicar lo que ha llegado a ser en nuestros días; de su utilidad, sus abusos, su potencial explicativo, sus límites y sus efectos perversos. Se concluye con el planteamiento de algunas cuestiones teóricas que abren nuevas líneas de reflexión sobre el campo de trabajo.

Palabras clave:
Género
Identidad
Disimulo
Significado
Significante vacío
Desacuerdo
Abstract

The author presents the conceptual theoretical learning obtained through 20years’ work in the field of gender studies on the basis of a review of the evolution of this term and experience in two areas: empirical research and the coordination of a gender studies center, which involved theoretical, ethical and political issues. The starting point of this reflexive exercise is a review of what the term “gender” means or is intended to mean, and then to explain what it has become today; its usefulness, abuses, explanatory potential, limits and perverse effects. It concludes by putting forward a number of theoretical questions that open up new lines of reflection in the field of work.

Keywords:
Gender
Identity
Dissimulation
Meaning
Empty signifier
Disagreement
Resumo

Apresentam-se aqui os aprendizados teóricos conceituais obtidos como resultado de 20anos de trabalho no campo dos estudos de gênero, a partir da análise da evolução deste vocábulo e da experiência em duas áreas: pesquisa empírica e coordenação de um centro de estudos de gênero que envolveu questões teóricas, éticas e políticas. O ponto de partida deste exercício é a revisão do que significa ou quer significar o termo gênero, para em seguida explicar o que tornou-se hoje; sua utilidade, seus abusos, o seu potencial explicativo, seus limites e seus efeitos perversos. Conclui-se com a abordagem de algumas questões teóricas que abrem novas linhas de reflexão sobre o campo.

Palavras-chave:
Gênero
Identidade
Dissimulação
Significado
Significante vazio
Desacordo
Texto completo
Introducción

Después de más de 20años de estudiar, investigar y enseñar en el campo de los estudios de género, llegó el momento de formular las reflexiones surgidas en el camino en torno al concepto que, dentro de dicho campo, opera como “punto nodal” (point de capiton1). Esto quiere decir que el término género produce, en el nivel del significante mismo, el efecto retroactivo de unificar el contenido del campo al tiempo que constituye su identidad en tanto palabra a la cual las “cosas” mismas se refieren para reconocerse a sí mismas en su unidad (Zizek, citado por Laclau, 2011, p. 134). ¿Cómo entender el género en nuestros días? ¿Qué ha ocurrido en el proceso de su desarrollo, a partir de su introducción en el campo académico feminista hace 25años, y de su uso errático en distintos campos discursivos a lo largo de este tiempo? ¿Se cuenta ahora con un término con un significado establecido, pleno y canónico? ¿Qué efectos teóricos y prácticos produce la cada vez más abundante utilización del género a pesar de su oscuridad semántica y su ambigüedad significante? ¿Resulta útil, en el contexto contemporáneo, para los fines emancipatorios planteados por los distintos feminismos? ¿Cuál es su utilidad real y a quién le resulta útil?

Con este trabajo se buscan respuestas a las preguntas planteadas a partir de pensar al género tanto a partir de una dimensión teórica como de sus efectos prácticos en dos ámbitos de experiencia: los retos que representa la investigación empírica en los estudios de género y las implicaciones éticas y políticas derivadas de ocupar un lugar desde donde se habla de género o se espera que se hable del género. La premisa central del texto es que, si bien el término género hizo su entrada en el campo de los estudios feministas con un sentido aparentemente claro y como un concepto poderoso para explicar la desigualdad social derivada de la diferencia sexual, el proceso de su utilización ambigua e insidiosamente confusa, desde ese punto hasta nuestros días, ha hecho de dicho concepto no solamente un significante vacío con el cual se pretende nombrar algo a la vez imposible y necesario, pero también lo ha convertido en un botín discursivo del que cualquier actor o sujeto se apropia en la lucha por participar en el espacio público. Esto quiere decir que el término sí resulta útil aún en nuestros días, pero no en la dirección que aparentemente tuvo en los primeros momentos de su consideración como herramienta comprensiva útil para explicar la realidad sociocultural. La reflexión producida a partir de la observación de este proceso ha sido fértil y productiva y desemboca en el descubrimiento de nuevos ángulos teóricos para los estudios de género. El punto de partida reflexivo inevitable es el plano del análisis semántico, es decir, la alusión al proceso que ha buscado establecer lo que significa o quiere significar el término género, para luego mostrar, en un relato de dos experiencias, los efectos de la ambigüedad de dicho término en ciertas prácticas concretas. Finalmente, se presenta lo que se ha concluido respecto a las posibilidades del género en el contexto amplio de un debate teórico contemporáneo.

El verdadero sentido de género

Sabemos que los orígenes del término género son equívocos e inciertos y que, cuando se llevó al terreno feminista, ya tenía una larga historia en los campos de la biología y de la lingüística, lo cual tuvo como resultado que su misma estructura terminológica, empapada de las viejas resonancias, lejos de hacerse más clara, cobrara mayor opacidad y complejidad (Braidotti, 1992), y peor aún al traerlo al español, ya que su traducción dificultaba comprender automáticamente el sentido que en inglés tenía como referencia directa a lo masculino y lo femenino.2

Sin pretender presentar el proceso de establecimiento de los diversos significados con los que se ha cargado el término a lo largo del tiempo, en este apartado se busca solamente señalar que en el campo del feminismo académico ha tenido lugar un proceso complejo como resultado de un esfuerzo importante por encontrar y asentar su verdadero sentido.3 Es más que sabido que fue sin duda en el campo del feminismo académico en donde el término género fue investido de poderosas resonancias semánticas y de donde luego fue llevado a diferentes disciplinas, consolidándose posteriormente en el terreno académico de las ciencias sociales en la década de 1980. Y aunque es en este último ámbito en donde el género se convirtió en un concepto poderoso para explicar las desigualdades sociales producidas en relación con la diferencia sexual, el término se deslizó muy rápido al campo de la acción política, en donde se convirtió en herramienta de lucha con un alto potencial para desestabilizar los esquemas identitarios establecidos. En ese terreno se empezó a usar género con una clara intencionalidad política; se comenzó a hablar de desigualdades de género, de violencia de género, de conflictos de género o de políticas de género. Recordemos que, en la Conferencia Mundial de la Mujer de 1995, en Pekín, algunos de los Estados participantes más conservadores (liderados por el Vaticano) se negaron a firmar el documento-plataforma en donde se incluía por primera vez el término género dado que, argumentaban, no eran claros ni su significado ni sus implicaciones políticas. Ese rechazo al término fue tomado en un primer momento por las feministas como algo solamente atribuible a la postura conservadora y antifeminista de quienes se negaron a aceptarlo, pero, poco a poco, también las feministas académicas tomaron en serio el señalamiento acerca de la ambigüedad que caracterizaba al concepto, y fue entonces que comenzaron a trabajar por darle un significado inequívoco y por tener elementos para darle solidez al género para usarlo con legitimidad en la academia y terminar así con las dudas respecto a su significado.

A pesar de su complicada trayectoria inicial, hacia la década de 1990 el término género dio a los trabajos del feminismo académico un nuevo nivel conceptual y poco a poco fue reconocido como un término legítimo y útil para pensar el tema de la diferencia sexual; también en el ámbito público comenzó a ser ampliamente utilizado y pronto formó parte del saber común y del habla de la corrección política. Para los comienzos del sigloxxi, el género había dado un salto cualitativo; dice Lamas que para entonces “se constituye en ‘la’ explicación sobre la desigualdad entre los sexos” (Lamas, 2006, p. 91).

No obstante, y a pesar de los esfuerzos, el género parecía hacer cada vez más agua en su solidez conceptual, hasta el punto en que, a fines de la década de 1990, en algunos sofisticados y audaces espacios académicos norteamericanos y europeos se empezó a hablar de la “crisis del género” y del “más allá del género”, pero sin cuestionar en la mayoría de los casos si el género realmente era útil para explicar la desigualdad social entre los sexos, si era válido vincularlo tan fácilmente con el tema del poder o si realmente albergaba en su seno un claro potencial liberador. Algunas estudiosas hicieron entonces esfuerzos considerables por construir la genealogía conceptual del género, algunas de ellas en campos disciplinares específicos —por ejemplo, Scott (1986) en la historia, Moore (1991) y Strathern (1995) en la antropología, Sorensen (1999) en la arqueología—, y otras intentaron darle al género solidez en un plano epistemológico más general —como Harding (1986), Conway, Bourque y Scott (1987), Braidotti (1992) o Lamas (1995). Este gran esfuerzo respondía en general a la necesidad ya mencionada de encontrar, definir y sostener el verdadero significado del género, siguiendo una aparente preocupación por descifrar una verdad (Hawkesworth, 1997), un significado oculto y evasivo que parecía relacionarse con la inquietud generada en la academia tanto por el exceso de significación del género en la experiencia subjetiva radical, como por la angustia que despertaba ya la crisis del paradigma de las identidades de la década de 1960, pilar central de la afirmación de las diferencias y, por lo tanto, de las luchas políticas, entre las cuales la lucha feminista ha sido fundamental.

Butler (1999), desde su ángulo particular, propuso revisar el género para develar sus implicaciones conceptuales. Su objetivo era señalar como, en el acto mismo de hablar de género con una pretensión liberadora y crítica, en realidad lo que se ponía en acto era una serie de supuestos del saber común vinculados con pretensiones identitarias. Es decir, según Butler, el mismo hablar de género reproduce los fundamentos del orden que da lugar al mismo género, de manera que las discusiones en torno al verdadero significado del género, y a los intentos por sostenerlo a toda costa, lo que muestran son “las ruinas circulares” de una discusión que se evidencia como una experiencia condicionada por el mismo discurso.

Otra línea de discusión derivada de la necesidad de precisar el correcto significado del género proponía distinguir con claridad entre la dimensión analítica y la dimensión descriptiva a las que dicho término hacía referencia (Scott, 1986), ya que, en la confusión, el género se erigía, por una parte, como una herramienta analítica útil para la comprensión del mundo social, y por el otro, parecía heredar el imperativo ético propio del feminismo de transformar la subjetividad a partir de los cuestionamientos planteados al orden social. Cada vez se fue haciendo más evidente que el uso del género, a pesar de su oscuridad y ambigüedad conceptual, no resulta inocuo, sino que produce efectos particulares tanto en el plano comprensivo (en la investigación) como en el plano de las instituciones (la representación en un contexto académico).4 A continuación se describe la experiencia en dos planos distintos del campo de los estudios de género que puede ilustrar algunos de dichos efectos.5

El reto de la realidad empírica

Si bien la discusión conceptual sobre el género transcurría más allá de las fronteras mexicanas, ese era ya el contexto que enmarcaba la investigación sobre El orden discursivo de género en Los Altos de Jalisco (Palomar, 2005), con la cual terminé mis estudios de doctorado y en la cual, de varias maneras, se pusieron a prueba los límites del concepto. Esta investigación, situada en el campo de los estudios de género, tenía en su base dos supuestos teóricos asumidos que expresaban el punto en el que estaba en el medio académico mexicano la discusión sobre el tema: que el género encontraba su significado conceptual pleno al usarse como aquello que lo distingue del sexo (biológico), y que su utilización tenía implicada de manera inequívoca la idea de la emancipación de las mujeres. La investigación de tesis partía además de una preocupación en torno al proceso de la producción de lo local y sus implicaciones en la producción de los sujetos insertos en ese contexto, atravesados por el género.

El universo de estudio es una región históricamente considerada como resistente a los poderes centrales y orgullosa de bastarse a sí misma en su distancia con los centros de poder oficiales. Por otra parte, es una comunidad muy activa en la producción de relatos sobre sí misma, en los cuales se combina el particular orden de género regional con las narraciones acerca de la historia comunitaria y la vida cotidiana de los sujetos locales, así como con los relatos de los juegos de poder involucrados. El resultado de todo ello es una narrativa compleja que produce los sujetos locales a partir de marcas temporales, espaciales e identitarias específicas, situándolos en estructuras simbólicas particulares. En este escenario, se planteó pensar el vínculo entre la producción de las prácticas discursivas y la dinámica del poder, y hacer el análisis del orden social de género en la región estudiando el imaginario social construido comunitariamente en torno a la diferencia sexual, materializado en dos particulares configuraciones de género con relevancia en la cultura regional: el ámbito de los charros y los certámenes de belleza.

El foco de la investigación eran las diversas formaciones discursivas de la región de los Altos de Jalisco. Se le dio seguimiento especial a la relativa al género, bajo el presupuesto de que esta participa de manera fundamental en la producción de un orden sociocultural específico (si bien compuesto por distintos circuitos simbólicos), asignando lugares, papeles, posibilidades y funciones sociales diferenciales a los sujetos locales sobre la base de los significados que en esta comunidad se construyen en torno a la diferencia sexual, y en combinación con otros circuitos discursivos que configuran el juego de identidades en el contexto del plano nacional. Una de las líneas de indagación fue la exploración de los elementos que explican la presencia de dichas formaciones discursivas, así como la vinculación de las referentes al género con otros circuitos discursivos, entre los que resaltaba el de la identidad regional.

La principal pregunta de la investigación fue: ¿cómo interviene el orden discursivo de género en la construcción social de la identidad comunitaria alteña, y cómo participa, por esa vía, en la construcción de discursos relacionados con la identidad nacional? Se consideró que la búsqueda de elementos para una respuesta a través de una investigación podría aportar algo a la comprensión de uno de los temas de los debates contemporáneos actuales y que, en el contexto de las discusiones para la toma de posición acerca de los efectos culturales de la globalización, genera discusiones candentes: el tema de las identidades y las distintas maneras de entenderlas, construirlas y ponerlas en relación en la convivencia social.

Como señalé más arriba, en el inicio de la investigación parecía suficiente la definición del género a partir de la distinción del sexo y su consideración como construcción cultural de la diferencia sexual (Lamas, 1996). Algunos de los efectos teórico-metodológicos derivados de dicha definición fueron los siguientes: asumir que la apariencia anatómica es la evidencia del sexo como algo que forma parte de la realidad y al género como el producto cultural elaborado sobre el sexo, siendo sencilla su diferenciación y asumiendo que el resultado es simbólico y no meramente imaginario; creer por lo tanto que la diferencia sexual estaba ahí, en la realidad empírica; dar por sentado el nexo entre el género y el poder, y un significado transparente y unívoco de ambos conceptos; asumir que el género antecede a las prácticas de producción del género; considerar que las mujeres son datos empíricos que encarnan lo femenino y que los varones son también datos empíricos que, por contraste, encarnan lo masculino; que hablar del género implicaba en sí mismo la comprensión de la opresión social y la transformación de la dominación masculina; que las mujeres, pensadas de entrada como sector oprimido, son víctimas del orden de género, y los varones sus victimarios; por consiguiente, que las mujeres rechazan la opresión y los varones la ejercen gustosos.

Lo primero que se observó en el avance del trabajo de campo fue que la realidad empírica frecuentemente hacía difícil distinguir la frontera entre el sexo y el género, ya que la manera de entender y de hablar del sexo por parte de los sujetos estaba tan atravesada por significados culturales que el género quedaba ya implicado en ese hablar. Esto representó para la investigación un importante desplazamiento teórico-conceptual que abrió una nueva posibilidad de pensar lo que se considera como dato empírico desde una perspectiva distinta y que tiene importantes implicaciones metodológicas que, por ejemplo, son muy visibles en la mencionada dimensión vinculada con “el sexo”. Al asumirse como evidente en sí mismo, el sexo, en su materialidad biológica —que suele diferenciarse de manera demasiado fácil de la dimensión simbólica— es no obstante también un fenómeno que aprehendemos a través de las previas estructuras mentales (la cultura) y, por lo tanto, el sexo también es cultural. Es decir, la oposición sexo/género era desmontada y ambos términos se convertían en el resultado imaginario del esfuerzo por simbolizar la diferencia sexual. O sea, la dimensión biológica que suele considerarse radicalmente “real” por confundirse con el plano de “lo natural” es, sin embargo, una dimensión siempre procesada y comprendida a través de esquemas previamente incorporados; por lo tanto, es cultural. De esta manera fue posible ver con claridad que ni siquiera la diferencia sexual es un dato de “la realidad”, sino que es el resultado imaginario del mencionado esfuerzo de simbolización que depende del proceso de sexuación y que, aunque nunca termina de lograrse, es capaz de producir incontables efectos culturales.

Decidí entonces suspender toda definición a priori del género y más bien estar atenta a lo que, a través de las prácticas discursivas regionales, conducía a entender la lógica que se desplegaba en la cultura regional acerca de la diferencia sexual. Poco a poco pasé a pensar en el género como un particular principio simbólico central en el orden social regional, vinculado con la manera en que se intentaba simbolizar la diferencia sexual y estrechamente tejido en la cultura local cuya lógica había que descifrar. Esto implicaba tres cosas: una, que el género es el resultado de un esfuerzo significante; dos, que dicho esfuerzo es siempre un intento fallido, y tres, que no hay manera de aislar el registro del género de los otros registros simbólicos que conforman un orden sociocultural particular.

Esta perspectiva me permitió el análisis de las configuraciones culturales locales considerando las prácticas discursivas mismas como vías de construcción de género, en lugar de verlo como el efecto de las prácticas discursivas; es decir, planteo que son estas últimas las que, en su puesta en acto, construyen género en su imbricación con otros circuitos discursivos importantes para la producción de las identidades regionales. De esta manera logré analizar a los sujetos en una actuación del género sumamente efectiva en términos culturales y en términos del interés por reproducir y sostener el orden social regional. No se trataba de describir a los hombres y a las mujeres de la región, sino de rastrear lo femenino y lo masculino como principios simbólicos en movimiento en la cultura regional y de analizar a los sujetos locales que producía el género al entrar en combinación con otros registros simbólicos, así como de descubrir los efectos del principio simbólico de género en las relaciones sociales y en las distintas expresiones de la cultura local.

En concordancia con lo anterior, el análisis de los datos empíricos de la investigación fue mostrando que el uso generalizado del género como sinónimo de desigualdad, o como sinónimo de mujeres, no resultaba útil para la comprensión buscada del orden discursivo de género, por lo cual me distancié de esa perspectiva y en su lugar comencé a trabajar en el registro simbólico que implicaba la pregunta de si el género tenía un referente en “lo real” y al cuestionamiento de la existencia de una correspondencia directa entre las categorías de género —mujer/hombre o femenino/masculino— con los individuos concretos diferenciados por el esquema bipolar de clasificación anatómica. A partir de ahí entendí que las categorías de género (ya sea “hombre”, “mujer”, “gay” o cualquier otra) son imaginarias, no tienen como referencia en lo real a un tipo de persona, sino que se trata de una posición simbólica en un conjunto de relaciones formales definidas por el principio ordenador de género. Se podía, llegado ese punto, parafrasear a Donald (1996) cuando habla acerca del pronombre “yo” —el cual denota una posición en un conjunto de relaciones lingüísticas, es decir, una posición vacía que hace posibles los enunciados únicos de quien lo utiliza y que, por lo tanto, igualmente puede ser ocupada por cualquier persona—; es decir, me di cuenta de que las categorías de género también denotan un lugar vacío que puede ser ocupado por cualquier persona: ocupado en el sentido de hablar desde ahí, no en el de recibir de este una identidad sustancial al hacerlo.

Esta perspectiva me llevó fuera del callejón sin salida en el que atrapa la ideología de las identidades esencialistas que implica el uso del género como concepto que podría explicar por sí mismo las diferencias imaginarias; además, permitía observar las ambigüedades, las paradojas y las contradicciones inevitablemente presentes en la realidad social, como parte sustantiva de los datos de investigación. Es decir, me di cuenta de que con esta perspectiva era posible distinguir posiciones subjetivas transitorias asumidas como lugares provisionales desde donde los sujetos hacían planteamientos o declaraciones, pero que no necesariamente los definían al situarse ahí: los varones de la región se situaban, en el performance cultural de la charrería, en la posición de cierta masculinidad desde donde se establecían principios definidos no solamente en cuanto a las relaciones de género, sino también respecto a la identidad regional, al nacionalismo y a las relaciones políticas más amplias, al igual que las muchachas que concursaban en los certámenes de belleza asumían una posición simbólica no solamente de cierta feminidad, sino también de cierta moralidad vinculada con la identidad regional, nacional y otros registros simbólicos. De esta manera descubrí una panorámica mucho más flexible y móvil que dejaba ver matices más ricos en el universo estudiado y, sobre todo, que hacía visibles los límites de las identidades —que se revelaban muy restrictivas— y, por lo tanto, los espacios para observar una posible y siempre fugaz subjetivación que permitía reflexionar el importante tema de la agencia social.

Por esta vía, el análisis de las configuraciones de género regionales estudiadas me permitió poner a prueba el potencial explicativo de las herramientas conceptuales centrales de los estudios de género y conocer sus límites; pude saber que este concepto, además de no tener la posibilidad de explicar en sí mismo las desigualdades sociales de manera automática y directa, y de no ser transparente su nexo con el poder, era más bien un importante rehén en el juego político de las identidades y un recurso retórico de alto poder. Poco a poco llegué a la conclusión de que el género debe ser considerado como un elemento que participa en la configuración de un terreno de interacción discursiva que, en su ambigüedad y oscuridad semántica, no es muy útil para la comprensión del mundo social, pero sí para delimitar la arena social para el debate y el posicionamiento político de los actores en relación con la lógica de la diferencia sexual, en un registro marcado por el exceso significativo y la inestabilidad semántica. De esta manera, fui entendiendo el género como un término más útil para el juego político que para la comprensión (Verstehen) de los procesos sociales y que, en dicho juego, lo central es que el género era un término que, por una parte, producía efectos perversos al ser usado de manera oportunista en el contexto finisecular de la crisis de las identidades, y por otra, era un término despojado de un significado pleno que estableciera los límites para su uso indiscriminado, al establecer con precisión un supuesto uso correcto o verdadero.

El malestar de la representación

La otra experiencia que ilustra los efectos que produce la ambigüedad del género en las prácticas socioculturales es la de haber ocupado el puesto de coordinadora de un centro de estudios de género en una universidad pública mexicana en dos momentos distintos: una, la de fundación de dicho centro —antes de la investigación doctoral relatada— y otra, posterior a esta, que tenía el objetivo de consolidar el organismo como un espacio serio de investigación. La primera etapa se caracterizó más bien por la confusión de la misión del nuevo centro y por los esfuerzos que se requerían para abrir un espacio académico nuevo en la universidad en la que el principal reto era su legitimación.6 En la segunda etapa cobraron relevancia las discusiones conceptuales y académicas que problematizaban el campo de trabajo, lo cual condujo a un replanteamiento de los objetivos de la nueva instancia universitaria, ahora mucho más orientados a la labor de investigación y mucho menos al activismo feminista.7

Ocupar el puesto de la coordinación no solamente implicó las usuales miserias del cada vez más intenso trabajo administrativo en el mundo académico, sino que dicho puesto parecía definido por la misma ambigüedad que caracterizaba el término género y la misma tensión no resuelta entre una intencionalidad comprensiva y una intencionalidad política. Por una parte, había una demanda implícita, tanto institucional como social, de hablar en nombre de las mujeres, de intervenir en el movimiento político por sus derechos y, además, de atender y dar respuesta a situaciones conflictivas tales como la violencia sexual o la interrupción de un embarazo no deseado, que se planteaban a su equipo de trabajo. Por otra parte, se exigía probar que los estudios de género eran un campo sólido y útil académicamente, capaz de justificar el presupuesto y los esfuerzos institucionales invertidos en su creación, y que además contara con un cuerpo docente y de investigación con suficientes credenciales y prestigio académico.

Si bien el proceso de abrir un espacio nuevo, de formar un equipo humano y de dar entrada en la universidad a los estudios de género —que en otras partes del mundo habían ya conquistado un sitio importante en las ciencias sociales— trajo diversas satisfacciones, también es cierto que ocupar ese lugar poco a poco fue produciendo un malestar personal que solamente con la ayuda de un serio análisis pude entender como un síntoma relacionado no solamente con aspectos personales, sino como un síntoma del propio campo de los estudios de género que había que sistematizar y reflexionar en el debate conceptual.

Una cuestión importante fue, por ejemplo, advertir que el puesto implicaba un lugar simbólico cargado de sobreentendidos morales, éticos y políticos, además de suponer que ahí descansaba un supuesto saber y la representación de un contingente para mí irrepresentable.8 El malestar me llevó a cuestionar no solamente mi posición, sino a pensar críticamente en el objeto de estudio del campo de trabajo académico, de tal manera que cuando por fin logré abandonar el puesto, fue una especie de liberación de una exigente e imprecisa demanda institucional y social. Entendí claramente la función opresiva de las identidades, tanto en el sentido de abrazar una clasificación subjetiva limitadora y fija, como del encargo de interpretar los supuestos ideológicos asignados vagamente a quien habla en nombre del género. Semejante compromiso produjo un inicial sentimiento de impostura combinado tanto con cobrar conciencia del servicio que hacía a la institución, al representar aquello que la institución misma era incapaz de comprender y de revisar en sí misma para transformarlo, como con la consecuente sensación de una radical falta de la libertad de pensamiento, el espíritu crítico y la creatividad necesarios para la práctica de la investigación.

Parte del proceso descrito implicó reconocer que en la comunidad académica estaba una de las fuentes más abundantes de los usos imprecisos del término género y uno de los lugares en los que más se operaba con disimulo respecto a dicha imprecisión.9 En el ámbito académico, el género suele sustancializarse, creando el efecto de que su significado es pleno, único, claro y transparente cuando se usa como sinónimo de mujeres o de desigualdad social, sin que por lo general se haga precisión conceptual alguna; por otra parte, el disimulo académico respecto a la confusión semántica del género puede verse también en el trato indistinto del término como concepto, como categoría, como objeto, como adjetivo, como sistema, como esquema, como estructura, como proceso, como indicador, como problema, como perspectiva, entre otros usos.10

A pesar de lo anterior, es obvio que el término género iba poco a poco ganado el lugar de un vocablo de uso extendido y corriente. De hecho, hablar de género llegó muy pronto a ser un signo de corrección política en una confusión entre la palabra y quien la enuncia.11 Lo cual alumbra un aspecto más de lo que significa el término: quien habla de género parecía investirse de cierta moralidad considerada como deseable, aunque —como lo ha señalado Butler— lo que se hallaba implicado en el mismo término fuera una serie de supuestos contradictorios con dicha corrección. De este modo, si alguien habla de género —académicos, políticos, ciudadanos en distintas luchas—, aparece como “mejor” y “más moderno” que quien no lo hace, lo cual revela que lo que está entonces en juego, en realidad, es tanto un desacuerdo sobre el género en tanto objeto de discusión como el tema acerca de la calidad de quienes hacen del género un objeto de discusión.12

Pude notar que, en la coordinación del centro de estudios de género, el hecho mismo de hablar de género tenía implicaciones políticas y éticas importantes que borraban todo intento de subjetivación en relación con las identidades, así como con los marcos institucionales o ideológicos. Entendí que el habla de género, a partir del desacuerdo y del esfuerzo por disimular dicho desacuerdo en el seno de su discurso, hace de todo ello un acto político en tanto que dicha lógica caracteriza la racionalidad política que marca los límites de una determinada arena y que “autoriza” a los actores que pueden ocupar un lugar en esta. De este modo se entra de lleno en el campo de la política de las identidades de género sin advertir que detrás de dichas identidades solamente está la necesaria nada contra la cual chocamos sin cesar, el lugar vacío que, aunque al ser tal posibilita la apariencia, la conducta y la conciencia que garantizan el reconocimiento (Donald, 1996, p. 307), no es ciertamente el camino de la subjetivación. Hablar de ser mujer u hombre, gay o travesti o en nombre del género, no es hablar solamente de identidades, sino también de las actuaciones implicadas en la lógica de la diferenciación sexual que, en conjunto, distribuye lugares y funciones en el plano de lo sensible y cierra el paso a un proceso de subjetivación en términos más amplios.

El desfase entre lo que había comenzado a entender sobre el género a través de la investigación y las exigencias implicadas en el puesto de coordinación de un centro donde se estudia el género, fue muy claro. Ese lugar me exigía representar algo que era útil en el juego de las identidades, para la institución y para otras instancias, pero que yo había entrevisto en su dimensión más problemática, por lo que era para mí imposible asumir alguna representación. Supe que hay “algo” del género que no está en ninguna parte y que tampoco se puede “decir”, porque se escapa en el decir mismo del habla sobre el género; supe también que ese “algo” tiene que ver con la ilusión y la pretensión de contar con un “saber” acerca de la diferencia sexual y de fijar su significado. Asimismo, que se relaciona con la necesidad de encontrar en lo real un referente que garantice la existencia de un claro saber acerca de ello. Concluí que, si algo bueno podía hacerse entonces, era dejar el lugar vacío para que algo nuevo sucediera y, al mismo tiempo buscar, desde lugares marginales más neutrales, perspectivas teóricas que aportaran nuevos elementos para seguir pensando el género.

Género, emancipación social e identidades

Aunque los límites conceptuales y políticos del género se habían hecho patentes en el fin del sigloxx, al mismo tiempo también para entonces el término se había ya convertido en un comodín lingüístico cuya imprecisión conceptual se revelaba, no obstante, útil para hablar de casi cualquier cosa que tuviera que ver con la diferencia sexual. Sobre todo, era útil para el moderno discurso —tanto académico como político— que hacía referencia a las mujeres y a su situación de desigualdad. Este poderoso papel que adquirió el término fue el vehículo para entrar fácilmente en las explicaciones de la sociología espontánea y del saber común acerca de las relaciones sociales derivadas de las maneras de entender la diferencia sexual, así como en las luchas en contra de la discriminación y en los discursos de la corrección política.

En tanto que el sentido del término se fue vinculando con la posición que ocupa quien lo usa o con el deseo de ocupar una posición particular al usarlo, resultó muy rápida su adopción por los más diversos públicos. En un inicio, quienes más lo usaban eran mujeres feministas, académicas o militantes. Luego comenzó a ser usado por académicos y académicas que asumieron que el género era una variable necesaria de incluir y considerar en las ciencias sociales, tanto para romper la apariencia de universalidad —desde siempre tripulada por el polizonte de lo masculino— como por querer evitar ser tachado de premoderno al quedar fuera de los paradigmas de vanguardia.13 Igualmente usaban ya el género quienes militaban en los movimientos de lucha por y en defensa de las mujeres, y otros militantes de causas sociales que consideraban que, al hablar de género, se definía un sujeto particular y se hacía una declaración completa de principios, creencias y estrategias de acción, es decir: que se presentan a sí mismos como progresistas y sensibles a la desigualdad social. Más adelante, también comenzaron a hablar de género funcionarios, candidatos y gobernantes que habían comprendido que se trataba de una palabra que abría puertas y les daba una fachada de progresistas (además de que da acceso frecuente a bolsas de dinero para financiar acciones que promueven la equidad de género).14 También usan el género las mujeres que participan en política y que consideran que necesitan conmover a otras mujeres con el argumento de que serán representadas por compartir con ellas un cuerpo de mujer y, por lo tanto, de que deben elegirlas; y a otros hombres, para aprobar sistemas de cuotas y otras medidas afirmativas. También usan ese término los miembros del movimiento LGBTI, porque les permite incluir sus luchas identitarias en un marco amplio que asegure el reconocimiento y la participación en el ámbito público, en donde se debaten intereses relativos a la diferencia sexual.

En otra dirección, también usan el vocablo género los sectores católicos más conservadores, quienes lo denuncian como un caballo de Troya semántico, con el que —según ellos— se pretende deslizar sentidos que amenazan sus principios y valores.15 Los periodistas y los medios en general lo usan para referirse a todo aquello que haga referencia a los sexos, por vago que sea; igualmente lo usan las agencias oficiales de promoción y protección de las mujeres, que hacen sinónimos los términos “mujer” y “género”; y también quienes diseñan políticas públicas con orientación antidiscriminatoria, a quienes el género les resulta útil para englobar las prácticas excluyentes vinculadas con el amplio tema de la sexualidad y las identidades.

En la primera década del sigloxxi el discurso académico sobre el género estableció que este término no se refería solamente a las mujeres y los varones —lo cual ya había sido documentado por el nacimiento de los estudios de la masculinidad dentro del campo de los estudios de género— y comenzó a ser utilizado en relación con la diversidad de las prácticas sexuales y opciones eróticas. La declaración de que la categoría “mujer” era solamente una de las categorías del género permitió pensar que “ser hombre” no era nada más otra categoría de género, sino que cualquier otra identidad que se derivara de prácticas o posicionamientos sexuales específicos daba lugar a identidades sexuales de género equivalentes a “ser mujer” o “ser hombre”, en tanto que cada una de ellas significaba una postura que demandaba reconocimiento identitario en relación con distintas maneras de situarse frente a la diferencia sexual que comenzaban a multiplicarse como efecto del discurso antidiscriminatorio.

Ya desde principios de la década de 1990, Butler había iniciado un planteamiento radical de cuestionamiento al feminismo entrampado en la lucha por la igualdad que, sin embargo, resultaba paradójica al no poder abandonar la lucha por el reconocimiento, es decir, la búsqueda de una identidad única. Desde su perspectiva, aunque la identidad es fuente de seguridad frente a la angustia que abre la libertad que ofrece despojarse del confortable “nosotros”, también puede verse como aquello que impide la subjetivación. Butler cuestionaba así el potencial “liberador” que se le había atribuido al género y a las identidades derivadas de este, y planteó el objetivo de “deshacer el género” para comprender sus mecanismos.

Esta autora afirmó que el género interpela a los sujetos a partir de un deseo: el de ser reconocidos y, por lo tanto, está inserto en el núcleo de la política de las identidades. Consecuentemente, si las identidades significan proyectos que aseguran el reconocimiento haciendo o deshaciendo a la persona de una forma determinada, entonces el reconocimiento se convierte en mecanismo político productor de discriminación. Es decir, querer definirse en función de una identidad de género es abrazar las categorías sociales producidas por el poder y participar en el juego que establece quién reúne y quién no los requisitos que permiten reconocer a alguien como humano.

De esta manera, el género, según Butler, lejos de ser útil para la emancipación, tiene la función de volver al sujeto inteligible en los términos de las normas sociales vigentes, para ser así reconocido; es decir, es una clave para descifrar a los sujetos a partir de rasgos reconocibles en un sistema heterosexual y binario, que permite vivir y entender el mundo social. El género, entonces —dice Butler—, lejos de implicar el potencial que se le había supuesto, tiene la función actual de hacer referencia directa a la necesidad de identidad, con lo que se opone a la subjetivación en tanto que es parte de los ideales normativos de la sociedad.

Con el instrumental teórico que Butler aportaba en estos planteamientos aparecía una nueva posibilidad para pensar la relación entre el género y la creciente preocupación del nuevo milenio por la discriminación y la exclusión social.

El género, la diferencia y la discriminación

Partimos de que en prácticamente todas las culturas y en todos los periodos históricos es posible observar que los esfuerzos por simbolizar la diferencia sexual producen, entre otros efectos, lo que se ha definido como discriminación de género, es decir, una de las consecuencias de traducir la diferencia como aquello que engendra dos categorías básicas diferentes de seres humanos, dos identidades pretendidamente claras: quienes tienen cuerpos masculinos y quienes tienen cuerpos femeninos, a los que corresponden lugares y posibilidades diferenciadas en el mundo social. De esta primera polaridad no inocente —es decir, ya jerarquizada— se desprenden otras subcategorías en distintas posiciones en las jerarquías socioculturales.

La división imaginaria entre los sexos es el cimiento del sistema compuesto tanto por la dominación masculina, el sexismo y la heteronormatividad en relación con las prácticas sexuales, como por los criterios de discriminación y exclusión de quienes no responden a esas normas. No obstante, este sistema, formado de pares opuestos, ha sido sucesivamente cuestionado por la progresiva multiplicación de nuevas identidades de género. La primera identidad que cuestionó el esquema binario fue la homosexualidad, la cual, desde una posición de exclusión en relación con la norma heterosexual pretendidamente hegemónica, ha dado una lucha intensa por el reconocimiento de sus derechos y por conseguir un lugar en el ámbito de la política de las identidades. No obstante, en los últimos años se ha presenciado la emergencia de gran cantidad de nuevas identidades, hasta el punto en que la homosexualidad es ahora considerada por algunos como una opción sexual que forma parte del statu quo de género.

Las categorías básicas de género se consideran “identidades sexuales”, es decir, identidades que intervienen en la definición del sí mismo a partir del género: a partir del reconocimiento social que sitúa a cada quien en una de las categorías. Sin embargo, si se asume que la categoría “mujer” no hace referencia a una realidad empírica, sino a una categoría de género, es claro que —siguiendo el mismo principio— podría entenderse así cualquier otra identidad que se derive de prácticas o posicionamientos sexuales específicos. La multiplicación contemporánea de las identidades de género ha llegado a ser muy profusa y cada identidad demanda su reconocimiento identitario al cobijo del discurso antidiscriminatorio.

A partir de esa gran dispersión identitaria puede decirse que cuando una nueva categoría de género discriminada es por fin incorporada en el conjunto hegemónico, se producen pronto e inevitablemente nuevas categorías de exclusión. ¿Esto quiere decir que, más allá de lo relativo al género, en todas las culturas, siempre y sobre todas las cosas, lo importante es producir la diferencia y todo el sistema que la sostiene, administra y distribuye? Creemos que ese es, justamente, el papel de la discriminación: el señalamiento y la exclusión del “otro”, del “cuerpo extraño” que es fuente tanto de angustias y miedos como de curiosidad y deseo en una comunidad cuyas fronteras simbólicas le permiten imaginariamente creerse un todo: cuando parece que ese todo está por fin pleno, completo, siempre se abre una puerta más que deja paso, una vez más —que parece la última y nunca lo es— a la otredad, a la diferencia.

El género ¿significante vacío o del vacío?

Yébenes (2014) señala que, en el registro simbólico, el sujeto comparte con otros su mundo de significados fundamentales a través de “una fantasía subjetivamente objetiva”, creada a partir de relaciones sociales y que es verdadera en tanto que ofrece una identidad reconocible en el mundo social. Ahora bien, en tanto que esos significados provienen del mundo de la experiencia corporal —de conductas, prácticas y creencias del orden social—, producen el efecto de coincidir con otros al habitar esos mundos pero, no obstante, el significado investido —incluso en las coincidencias— puede variar radicalmente de sujeto a sujeto y de tiempo en tiempo para el mismo sujeto de manera que, aunque lo simbólico es lo que permite que el sujeto sea un significante para otros, también apela a esa indeterminación del significado del ser social, a ese exceso que permite que seamos interpretados retrospectivamente, sin lo cual lo social no sería posible (Yébenes, 2014, pp. 43-33). De este modo, el exceso significativo tiene que ver con que, al estar en el mundo de los significantes propio de lo social, el significante está siempre sujeto a efectos retroactivos a través de los cuales pueden serle atribuidas nuevas maneras de significar; y en tanto tales, los significados conforman un sistema que, lejos de ser estable, está expuesto a la indeterminación de su apropiación en el ámbito social (Yébenes, 2014).

Esta perspectiva teórica me pareció útil para destrabar el insistente debate por encontrar el verdadero sentido del género al que hemos aludido, ya que, si se asume que el género no tiene un significado preciso, es entonces posible entender cómo, debido al exceso de significación, haya también lugar para un gran malentendido que, así como puede ser útil políticamente, puede ser también objeto del disimulo. Esto es justo lo que quisimos resaltar con el relato de la experiencia al frente de un centro de estudios de género: el género es el espacio semántico de un equívoco disimulado que es aprovechado para asentar posiciones de sujeto y definir así posiciones e identidades sólidas que marcan lugares y funciones en el plano de lo sensible. Es decir, el vacío semántico del término es aprovechado por diversos actores para inscribir en este contenidos más destinados a cubrir ese vacío que a decir algo preciso, lo cual me lleva a preguntarme si resultaría útil considerar al género como un significante vacío (Laclau, 1996) cuya ausencia de sentido propio es utilizada para poner ahí las grandes aspiraciones determinadas por los propios límites discursivos del género, a saber, explicar la desigualdad social producida a partir de la diferencia sexual y lograr la emancipación.

Si planteo que el género es un significante vacío es sobre todo por lo que representa ese vacío como un espacio útil para la acción política, y con ello estamos hablando de la capacidad de dicho término para producir efectos palpables en el ámbito social, tales como intervenir en el orden que fija la posición de los actores asignándoles una identidad y, sobre todo, como intentar incesantemente “decir” algo acerca de aquello que en realidad no se entiende, que se teme o de lo que se sabe poco en torno a la diferencia sexual. Esto último es lo que me permite también preguntarme si entonces el género es un significante vacío o, más bien, es el significante del vacío, es decir, de la imposibilidad de significar la diferencia sexual.16

Para cerrar: ¿escapar del género?

Preguntarse si el género es un significante vacío permite considerar la importancia de pensar después el espacio semántico construido por dicho término como el lugar potencial de un desacuerdo —dado que los múltiples significados posibles están en debate constante— y, con esto, ser productivamente infiel a las posturas consagradas que enuncian “el verdadero sentido del género”. No se trataría ya entonces de “descifrar” un sentido oculto en dicho significante para tornarlo pleno, sino de proponer más bien proteger su vacío semántico de modo que pueda ser el espacio para seguir debatiendo lo que en un momento dado e indeterminadamente “puede ser” en la lógica de la diferenciación sexual; para posibilitar maneras de subjetivación más allá de las que, hasta ahora, configuran la manera de hablar y de actuar el género, encerrándolo en supuestos sentidos verdaderos y plenos que obturan la disidencia significante.

Es cierto que los intentos por descifrar y simbolizar la diferencia sexual conducen a distintos esfuerzos; es cierto que el deseo, la castración y la otredad generan movimientos diversos para descifrar lo que se formula como un enigma. También es cierto que el vacío produce angustia y conduce a intentar saturarlo de sentido. Pero es igualmente cierto que no es arbitrario ni inocente el sentido que se le asigna, el significado con el cual es cargado. De hecho, es a veces justamente a partir de presupuestos de género que el significante es significado, como bien lo señaló Butler, y esto no resulta precisamente emancipador.

Propongo entonces asumir el vacío implicado en el término género y dejarlo así para, siguiendo la lógica del desacuerdo, abrir la posibilidad de un fértil debate y de posibilitar la subjetivación para, por decirlo de alguna manera, “librarse” del género, es decir, librarse tanto de las identidades y de las etiquetas que producen como de la supuesta superioridad moral derivada de su uso; renunciar a los privilegios de la diferencia canonizada para palpar las posibilidades de la subjetivación. Al “librarse del género” también quiero decir librarse de los encargos ideológicos y morales implicados en el hablar de género.

“Librarse del género” entonces también podría ser una invitación para abrir la puerta de un intrincado laberinto semántico y dejar que entre aire nuevo que oxigene los procesos de búsqueda teórica necesarios, no para dar una imposible e indeseable pureza conceptual a un significante, sino solamente para avanzar un poco en la posibilidad de decir algo verdadero de aquello que queremos comprender.

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Este concepto fue elaborado por Lacan al final del seminario sobre las estructuras freudianas de la psicosis y desarrollado en otro posterior (sobre el deseo y su interpretación), a partir de la idea de los puntos de sutura entre las distintas superficies de una tela al fabricar muebles. Lacan lo utiliza para hablar del efecto retroactivo producido por la apertura/clausura de la frase en su desarrollo temporal.

La revisión por pares es responsabilidad de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Es sabido —y siempre repetido en los textos sobre el tema en español— que, en nuestro idioma, la palabra género tiene muchos problemas para ser relacionada de manera directa con las categorías de masculino y femenino, a diferencia de lo que sucede con el vocablo inglés gender (Lamas, 1996). De estas dificultades se desprenden muchos equívocos, pero, sobre todo, se desprende el acuerdo tácito de que, a pesar de esto, el género se utilizará como si dichos equívocos no se dieran.

Una versión reducida de este trabajo fue presentada en el acto de conmemoración de los 20 años de trabajo del Centro de Estudios de Género (CEG) de la Universidad de Guadalajara el primero de octubre del 2014. Agradezco al Dr. Benjamín Arditi su disposición para conversar conmigo las ideas expuestas en esa primera versión. También agradezco, aunque a ciegas, a quienes dictaminaron este texto de una manera tan cuidadosa y detallada que me permitió reelaborar e intentar mejorar la primera versión enviada a Debate Feminista a partir de sus señalamientos y sugerencias.

Esta tarea se lleva a cabo en otra parte (Palomar, 2015).

Hay que decir que estos efectos no son necesariamente negativos; en algunos casos, la ambigüedad del término abre lugar a descubrir nuevos aspectos de lo que se pretende entender.

Por supuesto que esto no quiere decir que todas las experiencias que se dan de distintas maneras en ambos planos impliquen lo mismo para sus muy diversos sujetos; si me atrevo a hablar de las propias no es con un afán de generalización, sino con la intención de mostrar lo que planteo en este trabajo en la dimensión de las prácticas.

Hay que tomar en cuenta que en esa época (1994), solamente en la Universidad Nacional existía un Programa de Estudios de Género; el centro de estudios del que se habla en este trabajo era uno de los primeros dedicados específicamente a los estudios de género en la provincia mexicana. Además, no es irrelevante el hecho de que este centro se había pensado originalmente, desde la estructura institucional, como un “centro de estudios de la mujer”, y que el cambio de nombre fue el resultado de una intensa negociación a partir del argumento de que los estudios de género eran ya la vanguardia de los estudios feministas. También fue fundamental en la fundación del centro la intención política de un funcionario universitario que quería participar en la política estatal y que ingenuamente pensó que eso le redituaría en votos de las mujeres. Vemos, pues, que ya en el origen mismo de este centro se jugó la ambigüedad del género en sus distintas vertientes semánticas.

Las vicisitudes de la experiencia vivida fueron muchas y de diversa índole; sin embargo, en tanto que el objetivo de este trabajo no es dicha experiencia sino los resultados reflexivos de esta, no se presentan detalles de esa historia en este lugar.

¿En nombre de quién es que yo debía hablar, de las mujeres, y así participar en la confusión del género con mujeres? ¿En nombre del saber académico o de la acción política? ¿En nombre del feminismo? Y, si era así, ¿de cuál? ¿En nombre del género? ¿Qué podía significar tal cosa?

Me refiero a la habilidad inconsciente que hace que “aunque nunca podamos estar seguros [de un significado], sigamos participando en el campo social [como si estuviéramos seguros de dicho significado] porque [finalmente] el campo social es el único lugar en el que podemos intentar dilucidar lo que significan las cosas y lo que significamos nosotros […] para los otros” (Yébenes, 2014, p. 47).

Con lo anterior no quiero decir que esto suceda solamente en el ámbito académico, sino que hablo de cómo se jugó en este a partir de la experiencia.

Fue, curiosamente, con el primer gobierno panista en México (2000-2006) que el género comenzó a aparecer profusamente en los discursos de funcionarios y en documentos oficiales.

Estamos con esto siguiendo a Rancière (2007) en su propuesta sobre el desacuerdo, con lo que se querría decir que de lo que se trata al hablar de género es, más que de cualquier otra cosa, de hablar del lugar del hablante en el escenario público, es decir, de su reconocimiento y autorización como actor en el mundo político, aunque esto no quiere necesariamente decir que eso baste para producir un argumento. Muchas veces, dice Rancière, la disputa por el reconocimiento solamente produce ruido, diríamos en este caso, “ruido de género”.

Es, además, interesante notar que el uso del término género por los académicos no desplaza los términos vinculados a otros paradigmas teóricamente rebasados, sino que solamente se suma a estos sin precisar la ventaja de su introducción.

Llega a ser cómico que, en esta lucha por recursos económicos, personajes abstrusos del mundo político parecen tornarse repentinamente democráticos al emprender sorpresivas campañas contra la violencia de género o acciones similares, completamente desconectadas de su actuación política general.

El sábado 10 de septiembre de 2016 se realizó una marcha nacional de estos sectores en México que protestaban por la iniciativa presidencial difundida en el pasado mes de mayo sobre el matrimonio igualitario. En el discurso de quienes protestaban se encontraban expresiones tales como la necesidad de defender a la familia de la “ideología de género”, con lo que hacían vaga alusión a un supuesto adoctrinamiento de los niños en las escuelas oficiales conducente a lo que temen y que formulan como “eliminar la heterosexualidad” o a “promover la homosexualidad”.

En este punto, el concepto “significante” estaría más cerca de la formulación que hace Lacan (1958) en relación con el falo, que de la hecha por Laclau en el campo de la filosofía política, anotada más arriba.

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