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¿Podría la verdadera esclava sexual dar un paso adelante?1
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Julia O’Connell Davidson
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Durante la última década, un amplio rango de actores estatales y no gubernamentales han mostrado una creciente conciencia y preocupación por el hecho de que la industria sexual puede ser sitio de varias formas (a veces extremas) de explotación y abuso. Al interior, la inquietud particular se ha enfocado en fenómenos descritos como esclavitud sexual y trata con fines de explotación sexual, y, en el discurso antitrata dominante, dos afirmaciones se han enunciado tantas veces que han adquirido una cualidad como de mantra. La primera es que la trata de personas ocurre a escala masiva en todo el mundo. La trata se describe como un negocio de siete mil millones de dólares anuales que involucra a decenas de miles de mujeres y menores de edad: “Nadie discute que hoy en día la trata ha alcanzado proporciones alarmantes, y su magnitud afecta a muchos países, ya sean países de origen, de tránsito o de destino” (Javate de Dios 2002: 1). La segunda es que las personas traficadas son víctimas de la esclavitud moderna y deberían ser tratadas como tales, afirmación que hacen por igual ministros del gobierno y portavoces de ong que ejercen presión al respecto.

Dada la indiscutible y alarmante magnitud del fenómeno, y el hecho de que durante al menos los últimos cinco años muchas agencias internacionales y gobiernos le han dado gran prioridad al problema y han destinado sustanciosos recursos para combatirlo, es desconcertante descubrir que la cifra de personas que han sido identificadas como víctimas de trata y que han recibido ayuda es muy pequeña. El Reino Unido es buen ejemplo de lo anterior. En el año 2000, un informe oficial interno estimaba que cada año entre 140 y 1400 mujeres y niñas estaban siendo traficadas a Gran Bretaña con fines de prostitución, y recomendaba que la policía prestara especial atención a la prostitución en locales en donde era más probable que estuvieran siendo confinadas las mujeres y niñas víctimas de trata (Kelly y Regan 2000). Asimismo, se han ido incorporando leyes nuevas para afrontar este fenómeno supuestamente creciente, se ha establecido un proyecto especial financiado por el Estado para apoyar a las víctimas de trata (Poppy Project), y las distintas fuerzas policiacas han trabajado en colaboración con las autoridades migratorias para identificar y rescatar a las mujeres traficadas con fines de explotación sexual. Sin embargo, si quienes están implicados en el diseño e implementación de estas medidas en verdad creen que cientos de mujeres están siendo traficadas hacia Gran Bretaña cada año con fines de explotación sexual, y si su deseo de ayudarlas es sincero, entonces deben estar desilusionados por los resultados.

En 2003, la Unidad de Vicios y Centros Nocturnos de la policía metropolitana de Londres encontró 295 infractoras en materia de migración durante sus visitas rutinarias a salones de masaje y saunas londinenses, de las cuales solo cuatro o cinco fueron identificadas como víctimas de trata y remitidas al Poppy Project. El resto fueron deportadas (o “expulsadas por vía administrativa”, según la jerga migratoria). Ese mismo año, el Poppy Project recibió el gran total de 15 mujeres remitidas desde otras instancias, y en sus instalaciones albergaba a 24 mujeres. Las redadas en prostíbulos cerrados de otros lugares también han generado cifras igual de bajas de víctimas de trata. Al entrar en contacto con las autoridades, las cantidades inmensas y crecientes de víctimas de trata que necesitan protección tienen la mala costumbre de transformarse en inmigrantes ilegales que deben ser deportadas sumariamente. En el caso de las migrantes indocumentadas que trabajan en el sector sexual, ser identificadas como personas potencialmente vulnerables a abuso y explotación con frecuencia suele implicar que se ven expuestas a mayores riesgos, en lugar de que puedan recibir protección y hacer valer sus derechos. En términos más generales, pareciera que, a pesar de la creciente atención que se presta a las violaciones de los derechos en la industria del sexo y al caudal de nuevos protocolos y declaraciones internacionales, leyes nacionales e iniciativas políticas diseñadas para combatir dichos abusos, en realidad ha habido poco progreso en términos del fomento o la protección de los derechos humanos o laborales de quienes se prostituyen.

Este artículo explora la relación entre dicha falta de progreso y el énfasis actual de las políticas públicas sobre las esclavas sexuales y las víctimas de trata. Asimismo, examina la investigación financiada por el Consejo de Investigación Económica y Social del Reino Unido (esrc)2 y se enfoca primordialmente en el Reino Unido, aunque el mismo argumento básico pueda hacerse en relación a las políticas y prácticas de otros países.

Esclavitud, esclavitud moderna y trata

Describir la trata de personas como “ni más ni menos que esclavitud moderna”, como lo hiciera hace poco la procuradora general Harriet Harman (AntiSlavery International 2005), es un truco retórico poderoso. No obstante, tomar dicha afirmación en términos literales nos conduce a un espinoso terreno filosófico y político, pues los académicos siempre han tenido problemas para demarcar prolijamente la autonomía y la esclavitud, y el trabajo en libertad y el trabajo forzoso, como categorías opuestas (Brace 2004). El problema es que incluso cuando se le entiende según la definición que de ella se da en la Convención sobre la Esclavitud aprobada por la Sociedad de las Naciones (1926), la cual establece que la esclavitud es el “es el estado o condición de un individuo sobre el cual se ejercitan los atributos del derecho de propiedad o algunos de ellos”, la esclavitud implica un paquete de falta de libertades, no todas las cuales son exclusivas de la esclavitud. Algunos de los atributos del derecho de propiedad pueden y suelen ser ejercidos sobre grupos a quienes no se les concibe socialmente como esclavos, como serían esposas, hijos, empleados y atletas profesionales (Patterson 1982; Brace 2004; O’Connell Davidson 2005). Si bien nos inquieta la esclavitud como forma de explotación laboral, no hay una línea del todo clara entre esta y el trabajo asalariado en libertad. La esclavitud siempre ha estado en un extremo del continuum de la explotación que se oculta con la servidumbre y otras formas de explotación, en lugar de existir como un fenómeno aislado e independiente (Lott 1998).

La búsqueda de una línea definida entre esclavitud y libertad persiste en los relatos de esclavitud moderna. Por ejemplo, en el libroDisposable People: New Slavery in the Global Economy, Kevin Bales empieza señalando que la “nueva esclavitud” es un fenómeno muy distinto de otras formas de opresión y de explotación laboral:

Tener apenas lo justo para sobrellevar las cosas, con un salario que apenas si te permite sobrevivir, podría denominarse esclavitud remunerada, pero no es esclavitud. Los aparceros tienen una vida difícil, pero no son esclavos. El trabajo infantil es terrible, mas no necesariamente es esclavitud (Bales 2000: 5).

La nueva esclavitud, según la definición de Bales, también difiere de lo que tradicionalmente se ha entendido en diversos sentidos como esclavitud. No es una condición ligada a un estatus legal o político de exclusión, ni necesariamente implica enajenación después del nacimiento, ni es una condición permanente. Las diferencias étnicas no son relevantes para la nueva esclavitud, y la nueva esclavitud no es una característica de un modo de producción distinto o independiente. La plusvalía se extrae del trabajo del nuevo esclavo prácticamente de la misma manera en la que se extrae del trabajo realizado en libertad. Para Bales, la nueva esclavitud es parte de un ámbito económico oscuro y sin regular en el que la gente puede ser tratada como “herramientas completamente desechables para el enriquecimiento” (Bales 2000: 4). Es el lado oscuro e ilegal de la globalización. Y, dado que es imposible distinguir a los nuevos esclavos de los esclavos asalariados, así nos remitamos a su estatus legal o social, o a la forma en la que la clase dominante se apropia las ganancias que generan, Bales no puede más que insistir en que la nueva esclavitud difiere de la esclavitud salarial en tanto que se trata del “control total de una persona por parte de otra con fines de explotación económica” (Bales 2000: 6, las cursivas son mías). Sin importar cuán dura sea la vida de los esclavos asalariados, su vida no está siendo controlada por completo por otra persona, lo que implica que son capaces de tomar decisiones.

La noción de control total es un gancho bastante frágil en el cual colgar el concepto de esclavitud. De hecho, si se usa esta definición, muchos de los antiguos esclavos no contarían como nuevos esclavos; por ejemplo, no todos los de las sociedades esclavistas en Estados Unidos y el Caribe eran controlados por completo por sus dueños legales, pues había quienes incluso podían involucrarse en comercio autónomo (incluyendo el comercio de servicios sexuales) o hasta participar en alguno de los distintos tipos de resistencia (Beckles 1989; Lott 1998; Geary 2004). Establecer una oposición entre control total y decisión plantea las preguntas de qué tanto poder de decisión y cuántas posibles opciones se tienen. Si la deuda —sea real o ficticia— se usa como medio para controlar a un/a empleado/a, ¿se trata de control absoluto, o el/la deudor/a tiene algún poder de decisión sobre si cumplir o no con las exigencias de la persona a quien le debe? ¿La oportunidad de renunciar representa una elección aunque traiga consigo el riesgo de que te acusen con las autoridades migratorias y te deporten?

El concepto de trata también está rodeado de una serie de problemas filosóficos y de definición, y las disputas acerca de cuáles son sus límites son aún más acaloradas dado que diversas entidades y grupos la consideran un problema por razones muy diferentes, además de que sus intereses políticos al respecto son muy distintos. Mientras que el interés de los gobiernos en la trata se fundamenta sobre todo en las preocupaciones que despiertan la inmigración irregular y la delincuencia organizada transnacional, los intereses de las ong defensoras de derechos humanos suelen bastarse en inquietudes más amplias sobre la esclavitud moderna, según la definición de hace unos párrafos. Al mismo tiempo, los grupos feministas abolicionistas como catw consideran que la trata es la base —y el emblema— de la creciente globalización de la explotación sexual de las mujeres (Raymond 2001). Las feministas abolicionistas sostienen que es imposible que las mujeres acepten prostituirse, pues la prostitución las deshumaniza y cosifica. Por lo tanto, la prostitución es una forma de esclavitud y, dado que nadie puede elegir ser esclavo, todas las prostitutas están ahí porque son víctimas de trata (Barry 1995; Jeffreys 1997).

Hasta hace poco, no había acuerdos internacionales sobre la adecuada definición legal de trata. Tras muchos debates entre quienes tenían intereses políticas de por medio, en noviembre del año 2000 la Asamblea General de Naciones Unidas adoptó la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional, y con ella dos protocolos nuevos, uno sobre tráfico ilícito de inmigrantes y otro sobre trata de personas: el Protocolo para prevenir, reprimir y sancionar la trata de personas, especialmente de mujeres y niños. En este último, la trata se define como:

[...] la captación, el transporte, el traslado, la acogida o la recepción de personas, recurriendo a la amenaza o al uso de la fuerza u otras formas de coacción, al rapto, al fraude, al engaño, al abuso de poder o de una situación de vulnerabilidad o a la concesión o recepción de pagos o beneficios para obtener el consentimiento de una persona que tenga autoridad sobre otra, con fines de explotación. Esa explotación incluirá, como mínimo, la explotación de la prostitución ajena u otras formas de explotación sexual, los trabajos o servicios forzados, la esclavitud o las prácticas análogas a la esclavitud, la servidumbre o la extracción de órganos.

Este Protocolo ha redefinido el estándar internacional de trata en tanto que contempla la posibilidad de que la gente sea víctima de trata con fines distintos a la explotación sexual, y también se dice que “establece nuevos parámetros con respecto a la protección de los derechos de las personas traficadas” (Pearson 2002: 16). El Protocolo contra la trata entró en vigor en diciembre de 2003, y durante el siguiente año fue ratificado por 117 países, muchos de los cuales habían emprendido esfuerzos por alinear sus propias leyes con él. Además, tanto las entidades políticas supranacionales como el Consejo de Europa, como las feministas abolicionistas y las ong defensoras de derechos humanos implicadas en las campañas contra la trata, están instando a los demás gobiernos para que también lo hagan.

Sin embargo, el Protocolo también ha sido sujeto a fuertes críticas. Su definición del término trata no describe un solo acto unitario que derive en un resultado específico, sino que más bien se refiere a un proceso (captación, transporte y control) que puede organizarse de distintas maneras e implicar una serie de acciones y resultados diferentes. La trata, al igual que las concepciones tradicionales de esclavitud, viene en un paquete que da pie a la discusión con respecto a qué acciones y resultados específicos, y en qué combinación particular, deben incluirse bajo su manto. Esto se complica aún más porque muchos de los elementos constitutivos de la definición de trata contenida en el Protocolo presentan problemas propios de definición (por ejemplo, no hay consenso internacional sobre la definición de explotación sexual, o ni siquiera de explotación), y porque los abusos que caben bajo el manto de la trata pueden variar en términos de gravedad, lo que genera un continuum de experiencias, en lugar de una sencilla dicotomía (Anderson y O’Connell Davidson 2002).

Para este artículo es de particular relevancia el hecho de que el Protocolo esté enmarcado dentro de la Convención contra la Delincuencia Organizada Transnacional y agrupado junto con un protocolo sobre tráfico ilícito de inmigrantes que refleja la preocupación hacia la inmigración ilegal como parte y parcela de una supuesta amenaza de seguridad planteada por organizaciones criminales transnacionales, en contraste con la preocupación por los derechos humanos de los migrantes (véase Beare 1999; amc 2000; Anderson y O’Connell Davidson 2002; Kapur 2005). En conjunto, los protocolos contra el tráfico y contra la trata presuponen una frontera definida entre categorías migratorias opuestas —migración voluntaria y consensual versus migración involuntaria y no consensual—, suposición que se ha demostrado en muchas investigaciones que sobresimplifica en exceso los sistemas y procesos que facilitan la migración irregular en la vida real, además de que pasa por alto la complejidad y la variedad de relaciones sociales entre migrantes irregulares y quienes se benefician directa o indirectamente de su explotación (véase, por ejemplo, Parrenas 2001; Agustín 2002; King 2002; Andrijasevic 2003; Lutz 2004). Crucialmente, el Protocolo contra la trata es problemático desde la perspectiva de los derechos humanos y de los migrantes, puesto que le da particular relevancia a situaciones en las que los abusos en el lugar de destino se vinculan con el uso de la fuerza o de engaños durante el proceso migratorio. Es decir, no se exige a las autoridades estatales cumplir con nuevos y mejores estándares de protección de los derechos de cualquier migrante que sea sometido/a a engaños, uso de la fuerza o explotación al interior de sus fronteras, sino solo de quienes también han sido embaucados y explotados en el proceso migratorio.

Este último problema fue reconocido de manera implícita en el informe del Grupo de expertos en la trata de seres humanos convocado por la Unión Europea en 2003, en el cual se señala que, de hecho, el trabajo forzoso es el elemento crucial del Protocolo y se establece que “las intervenciones políticas deben enfocarse en el trabajo y los servicios forzados, incluyendo los servicios sexuales forzados, la esclavitud y los resultados de la trata análogos a la esclavitud —sin importar cómo lleguen las personas a estar en esa posición—, en lugar de (o además de) los mecanismos propios de la trata” (Comisión Europea 2004: 53). A pesar de lo bienvenida que es esta declaración, no resuelve por completo los problemas ya mencionados. El concepto mismo de trabajo forzoso plantea problemas de definición (véase Anderson y Rogaly 2005). Ciertamente, como reconoce un informe reciente sobre trabajo forzoso en la economía mundial realizado por la Organización Internacional del Trabajo, “la línea divisoria entre el trabajo forzoso en el estricto sentido jurídico y las condiciones de trabajo extremadamente pobres en ocasiones es muy sutil” (2008: 200). Incluso si los dilemas conceptuales pudieran resolverse, el Protocolo contra la trata seguiría siendo un instrumento altamente selectivo con el cual abordar el problema general del trabajo forzoso, puesto que, al estar enmarcado por la Convención contra la Delincuencia Organizada Transnacional, solo los delitos migratorios y la actividad de la delincuencia organizada pueden detonar las intervenciones del Protocolo. Como se argumentará a continuación, esto significa que dichas intervenciones no pueden más que enfocarse en una parte muy limitada y reducida del problema.

¿Atrapar a la víctima?

Hace poco me invitaron a participar en un congreso sobre trata. En el correo electrónico de la invitación, el productor del congreso me dijo que “tenía gran interés en que hubiera al menos una presentación sobre la cuestión de qué les ocurre a las víctimas de trata una vez que son capturadas por las autoridades”. No había la menor duda de que no eligió sus palabras de forma intencional, pero aun así sentí que esa combinación lingüística, que la idea de capturar a las víctimas, decía mucho sobre las limitaciones del discurso antitrata dominante visto desde la perspectiva de los derechos humanos. La trata, enmarcada como un asunto de prevención y control del delito, ha sido presentada como un fenómeno orquestado por despiadadas redes delictivas organizadas trasnacionales. Esto no solo hace posible que los gobiernos propongan medidas para prevenir la migración irregular como si se trataran también de medidas contra la trata, sino que también implica que las autoridades con la responsabilidad de contener la migración ilegal y combatir el crimen organizado al mismo tiempo deben ser agentes de primera línea encargados de rescatar a las víctimas de trata. Suele asumirse de manera implícita, o a veces explícita, que al arrojar la red para capturar a quienes incurren en delitos migratorios y a las personas implicadas en una serie de actividades criminales —como aquellas asociadas con la prostitución, la distribución de drogas y el tráfico de personas—, también se atrapará a las víctimas.

Dejando de lado por el momento los problemas y conflictos de intereses que pueden surgir cuando se espera que la policía y los agentes migratorios atrapen tanto a los criminales como a las víctimas, es importante señalar que las aguas en donde pescan estos agentes son sumamente limitadas. El conjunto de violaciones cubiertas por la definición de trata contenida en el protocolo de Naciones Unidas (violencia, captación, coacción, engaño y explotación) ocurren tanto al interior de los sistemas legales e ilegales de migración para el empleo, como al interior de sistemas, legales e ilegales, de migración para los hogares privados.3 Sin embargo, no es probable que los migrantes que han sido sujetos al abuso y la explotación dentro de los sistemas migratorios legales sean capturados por la policía o los agentes migratorios, pues, cuando se trata de los migrantes que trabajan en la mayoría de los sectores en el Reino Unido, no hay autoridad alguna investida con el deber y el poder de corroborar que no están siendo explotados, o, si lo están, para descubrir si esa explotación se relaciona con el uso de la fuerza, el endeudamiento o el engaño durante el proceso migratorio.

Aunque se suele elogiar el Protocolo de Naciones Unidas por haber ampliado la definición internacional de trata de modo que ahora también se reconoce como víctimas de trata a personas trasladadas con fines distintos a la explotación sexual, en la práctica, el sector sexual sigue siendo el principal foco de atención de las iniciativas antitrata de muchos países. No obstante, identificar a las víctimas de trata dentro del sector sexual requiere que las autoridades sean capaces de distinguir entre trabajo forzoso y condiciones laborales extremadamente pobres, tarea nada sencilla. Antes de examinar cómo conciben esta distinción la policía y los agentes migratorios británicos, ilustraré brevemente el alcance del problema con ejemplos de relaciones de empleo y condiciones laborales tomados de una sola forma de prostitución en una sola ciudad: Londres.

El espectro de las condiciones laborales y las relaciones de empleo en apartamentos privados en Londres

En noviembre de 2005, Gavril Dulghieru, un moldavo residente en Londres, fue condenado por conspiración para facilitar la inmigración ilegal, uso indebido de tarjetas de crédito robadas, falsificación, lavado de dinero y conspiración de trata con fines de explotación sexual y prostitución. Las mujeres que traficaba trabajaban turnos de 20 horas en burdeles ubicados en Park Lane, Mayfair y Soho, recibían solo una comida al día y se les cobraba por el uso de los cubiertos:

Se les obligaba a tener relaciones sexuales con hasta 40 hombres al día por apenas £10 por sesión para pagar deudas de £20 000 por cada una, precio por el cual habían sido compradas. Se les cobraba renta y se les penalizaba si se negaban a tener sexo anal o sexo sin protección, o si no le atraían al cliente [...] Una joven de 23 años relata que debía pagar £300 al día para vivir encerrada en un sótano compartido, y que sus captores la amenazaban con matar a su familia. Como muchas víctimas de trata, la egresada de ciencias computacionales fue llevada a Gran Bretaña con engaños y promesas de un empleo respetable y bien remunerado en un hotel o un restaurante, pero terminó en un burdel. “Creía que matarían a mi familia”, dijo en la Corte. “Creía que no había forma de escapar de esta situación. No creía que tuviera una vida por delante. Quería huir, pero todo estaba cerrado con llave. Nos mantenían encerradas todo el tiempo. Me decían que necesitaba ir con los clientes y que debía tener sexo con ellos. Me sentía muy mal. La primera vez, no pude hablar después de hacerlo” (Cowan 2005).

La joven de 23 años aquí citada se ciñe a la idea e imagen popular de una víctima de trata. Se le llevó al Reino Unido con engaños y con la promesa de que tendría un empleo respetable; la encerraron en un edificio y la obligaron (por medio del uso de amenazas de muerte contra su familia y de la exigencia del pago de una deuda) a proveer servicios sexuales, experiencia que la devastó a nivel psicológico.

Un segundo ejemplo de las condiciones laborales y de las relaciones de trabajo proviene de una entrevista realizada a “Pat”, una extrabajadora sexual que dirige tres apartamentos o burdeles privados en Soho, y que emplea indirectamente a nueve trabajadoras sexuales, de las cuales solo una es ciudadana británica. Pat no recluta a las trabajadoras de manera activa ni en el Reino Unido ni en el extranjero, por lo que no participa en la facilitación ni en el arreglo de los trámites migratorios de las trabajadoras sexuales a quienes da trabajo. En vez de eso, las mujeres que están buscando trabajo (las cuales pueden o no estar siendo coaccionadas por quienes arreglaron su entrada al país) le llaman por teléfono o tocan a su puerta, y le piden que las incluya en sus catálogos. Los apartamentos están abiertos 24 horas al día, todos los días del año, excepto en navidad y año nuevo, y las trabajadoras sexuales cubren turnos de 12 horas dentro de un sistema de listas. En cada apartamento solo trabaja una mujer a la vez, lo que significa que, en promedio, cada trabajadora del catálogo de Pat cubre entre cuatro y cinco turnos, y trabaja entre 48 y 60 horas cada semana. Puesto que es ilegal emplear directamente a una trabajadora sexual, las de Pat no reciben un salario establecido por turno, sino que se les exige que le paguen a Pat £350 por cada turno trabajado, suma que en teoría paga la renta del lugar y otros servicios proporcionados por Pat (publicidad del burdel, contratación de una sirvienta que tome llamadas y limpie el apartamento, provisión de comida, té y café, y de otros artículos necesarios para la realización de su labor, como pañuelos desechables, sábanas limpias, uniformes y precauciones de seguridad, como circuito cerrado de televisión).

No obstante, aunque la relación entre Pat y la trabajadora sexual se constituye como un contrato entre dos empresarias independientes más que como una relación de empleo, es Pat quien determina las tarifas de los servicios y determina las reglas relativas a las prácticas laborales; de ese modo, ejerce bastante control sobre su ritmo de trabajo. Los burdeles privados en Soho cubren principalmente la demanda de servicios sexuales breves y económicos. Esto se ve reflejado en el sistema de precios de Pat, el cual está basado en unidades de tiempo sumamente breves. El servicio más barato disponible es penetración sexual en posición de misionero o sexo oral durante 10 minutos por £20. Si el cliente quiere tanto penetración como sexo oral en ese periodo de 10 minutos, le cuesta £25; si quiere sexo oral y penetración en una posición distinta a la de misionero, le cuesta £30. La siguiente unidad de tiempo es de 15 minutos, luego de 20 y luego de 30, hasta llegar a la unidad más extensa, que es de una hora y cuesta £120 por penetración sexual y sexo oral. El sexo anal tiene un costo adicional de £100, y los precios por sexo oral sin condón y por eyacular sobre los senos o el cuerpo de la trabajadora son mucho mayores (£140), sin importar la unidad de tiempo.

Si todos los clientes que llegaran durante un turno pidieran el servicio más económico, entonces, para pagarle a Pat el costo del turno (£350), la trabajadora necesitaría atender a 18 clientes antes de empezar a tener ganancias propias. Y, si después atendiera a otros 17 clientes, terminaría —como las prostitutas forzadas de Gavril Dulghieru— teniendo relaciones sexuales con una gran cantidad de hombres por apenas £10 por sesión. En la práctica, muchos clientes piden servicios más costosos, o se dejan convencer de gastar más en cosas extra, y las trabajadoras sexuales dependen en particular de clientes regulares, quienes tienden a pasar más tiempo con ellas y a solicitar servicios más costosos. Pat afirma que, en un turno de 12 horas, las trabajadoras suelen sacar £700, por lo que por lo regular se llevan a casa unos £350 por día. Aun así, puede darse el caso de que, en un mal día, las trabajadoras sientan la presión financiera de involucrarse en actos que en otras circunstancias se negarían a hacer y que traen consigo potenciales riesgos a la salud, como sexo oral sin condón o sexo anal.

Dado que solo entrevistamos a Pat y no a alguna de sus trabajadoras, es imposible saber si alguna de las migrantes que ella emplea de forma indirecta están trabajando para pagar la deuda en la que incurrieron durante el proceso migratorio, pero otras investigaciones realizadas con mujeres migrantes que laboran en la industria del sexo sugieren que es probable que algunas de ellas estén en esa situación (véase, por ejemplo, Andrijasevic 2003; Agustín 2005). La necesidad de pagar dicha deuda, sobre todo si se combina con la presión de pagar hospedaje en Londres y de mantener a familiares en el país de origen, podría ejercer una fuerte presión para que la mujer siguiera trabajando para Pat y aceptara un cierto volumen de clientes a quienes les proporcionara servicios que de otro modo se negaría a ofrecer.

Un tercer ejemplo proviene de una entrevista realizada a “Ava”, otra extrabajadora sexual que dirige un apartamento burdel en el East End londinense y emplea indirectamente a once trabajadoras sexuales, seis de las cuales son ciudadanas británicas. El apartamento está abierto entre 11 am y 10 pm, y a diario hay dos trabajadoras sexuales que cubren juntas el turno de once horas. Ava no ofrece empleo de tiempo completo a las mujeres que trabajan para ella, aunque algunas terminan trabajando tantas horas a la semana como las trabajadoras de Pat, pues hay quienes también tienen empleo indirecto en otros apartamentos burdel o salas de masaje. Al igual que Pat, Ava no recluta a las trabajadoras de forma activa —las mujeres se le acercan en busca de trabajo—, pero, como se señaló en relación con Pat, es posible que las mujeres de nacionalidad distinta a la británica estén trabajando para pagar la deuda contraída con un tercero que se hizo cargo de sus trámites migratorios. No obstante, si es el caso, las mujeres implicadas no se expondrían al mismo grado de explotación que aquellas que trabajan para Pat. Ava les da todos los servicios que provee Pat, pero no les cobra una tarifa por ello. En vez de eso, las ganancias de cada trabajadora se dividen por igual entre ella y Ava, de modo que la trabajadora no debe cargar con el costo de un mal día, además de que es imposible que termine endeudada con la casa al final del día, como ocurre en los establecimientos que funcionan con el sistema de tarifa por turno. Ava establece el precio de los servicios, los cuales están en un nivel similar a los del apartamento de Pat en Soho. Sin embargo, a diferencia del trabajo con Pat, aquí no hay tarifa de diez minutos, y la estructura de precios, así como la relación de empleo, no están diseñadas para fomentar un alto rendimiento a bajo costo.

Las reglas de Ava también son particulares y derivan en prácticas laborales distintas. Ava no permite que sus trabajadoras ofrezcan servicios sin condón, regla que es fundamental por la forma en la que publicita su apartamento en internet como un lugar limpio y seguro en el cual adquirir servicios sexuales. Asimismo, insta de forma activa a quienes trabajan con ella a que se nieguen a proveer servicios con los que no se sientan cómodas. Ava explica que les dice a sus trabajadoras que está mal asumir que perderán clientela si no aceptan hacer todo lo que los clientes piden:

En todo caso es a la inversa; entre menos ofrezcas, más trabajo tendrás. Está de por medio la cuestión de la seguridad, como también el hecho de que los hombres te ven y piensan: “Bueno, le debe gustar hacer lo que ofrece, porque se siente con la libertad de no ofrecer aquello que no le gusta”.

En el burdel de Ava no hay gran rotación laboral. De hecho, varias de las mujeres que trabajan para ella llevan ahí años, lo cual sin duda evidencia que las condiciones laborales y las posibilidades de ingresos que ofrece son buenas, en comparación con las de otros establecimientos similares.

Y ahora con ustedes... ¡la verdadera esclava sexual!

De forma muy efectiva, los grupos feministas abolicionistas como catw han ejercido gran presión en los círculos políticos nacionales e internacionales para convertir la trata con fines de explotación sexual en un problema inmenso y en crecimiento, el cual implica la esclavitud y tortura de mujeres y niñas prostituidas. Los materiales de campaña que producen reflejan su visión de la prostituta como objeto, víctima y esclava, pues incluyen reproducciones gráficas de la violencia y el daño asociados a los “actos sexuales de la prostitución que se asemejan a la violación” (Hughes 2000: 3); testimonios de mujeres y niñas que han sido golpeadas y violadas por los proxenetas, o torturadas por clientes sádicos; listas de enfermedades físicas y padecimientos psicológicos que sufren las mujeres prostituidas; imágenes de mujeres traficadas como si fueran títeres o trozos de carne, o como cabezas decapitadas que han sido empacadas cual si fueran juguetes sexuales. Estas imágenes de “cuerpos doloridos: perforados, sangrientos e indefensos” han sido reproducidas en los materiales antitrata creados por varias organizaciones dominantes, tales como la Organización Internacional para las Migraciones o la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, así como en campañas informativas para crear conciencia sobre la trata (Aradau 2004: 264).

Sin embargo, aunque las integrantes de catw y otras abolicionistas feministas consideran que es imposible que una mujer acepte por voluntad propia ofrecer servicios sexuales y que por lo tanto todas las migrantes que se prostituyen (y más bien todas las prostitutas, sean o no migrantes) son víctimas de trata que necesitan protección y ayuda, los políticos y los responsables de la elaboración de políticas públicas tienden a ser más selectivos en su postura sobre quién sí califica como una esclava sexual y quién no. En la mayoría de los países, para tener la oportunidad de ser identificada como víctima de trata y de ser asistida por las autoridades, la mujer o niña migrante que trabaja en la industria sexual necesita primero demostrar que no eligió ni aceptó trabajar como prostituta, y después que ha padecido gran sufrimiento físico. Por ejemplo, en Estados Unidos, la Ley de Protección a las Víctimas de Trata del año 2000 pone varios mecanismos de protección a disposición de las víctimas de formas graves de trata, pero el acceso a los mismos está restringido y “depende en gran medida en la distinción entre inocentes víctimas de prostitución forzada y trabajadoras sexuales culpables que sabían desde antes que realizarían trabajo sexual” (Pearson 2002; véase también Chapkis 2005: 57-58).

Esta distinción es cada vez más aceptada (Doezema 1999, 2002; Harrington 2005), e incluso en países en donde la ley no descarta la posibilidad de que una mujer haya aceptado migrar para dedicarse al trabajo sexual, aunque luego haya sido explotada y se haya vuelto incapaz de escapar de esa situación, el estatus de víctima no se le otorga de forma automática a quienes han sido sujetas a los abusos contemplados en la definición de trata del protocolo de Naciones Unidas. En vez de eso, para que se le reconozca como víctima, necesitará demostrar que fue sujeta a tipos muy específicos de abuso, sobre todo violación y otras formas de violencia física. El Reino Unido es ejemplo de lo anterior. La Ley de Asilo y Migración de 2004 establece que quien facilita el traslado hacia el Reino Unido o en su interior es culpable del delito de tráfico si la persona facilitada: “es víctima de comportamientos que se contraponen al artículo 4to de la Convención de Derechos Humanos (esclavitud y trabajo forzoso)”, o “si se le somete al uso de la fuerza, a amenazas o a engaños diseñados para inducirlo a (i) proporcionar servicios de cualquier tipo; (ii) proporcionarle a otra persona beneficios de cualquier tipo, o (iii) permitirle a cualquier otra persona adquirir beneficios de cualquier clase”. Sin embargo, dado que la ley —al igual que el protocolo de Naciones Unidas contra la trata— no proporciona lineamientos claros sobre el grado de engaño, el tipo y grado de fuerza, o la clase de amenazas que deben suscitarse para que la persona califique como víctima de trata, los oficiales de policía y los agentes migratorios deben usar su buen juicio para determinar si las mujeres y niñas detenidas durante las redadas y las visitas de rutina son víctimas de trata o no.

Nuestras entrevistas preliminares con oficiales de policía y agentes migratorios en el Reino Unido sugieren que, al entrar en contacto con las autoridades, las mujeres necesitan reportarles de inmediato una serie muy específica de experiencias para poder calificar como víctimas de trata. Por ejemplo, al preguntársele cómo podía identificar si una mujer detenida durante una redada hecha en una sala de masajes era víctima de trata o no, una agente migratoria contestó que, durante el interrogatorio inicial (el cual suele ser muy breve y se realiza en una sala de interrogatorios en la estación de policía), a las mujeres se les pregunta sobre sus planes al dirigirse al Reino Unido, si sabían qué tipo de trabajo realizarían, si se habían dedicado al comercio sexual en sus lugares de origen y si hubo algún agente involucrado en su migración hacia el trabajo sexual en el Reino Unido. Y:

Si dicen que las trajeron contra su voluntad o que eran obligadas a prostituirse en su país y las vendieron para que hicieran lo mismo en otro, o que no se les permitía abandonar el edificio ni les daban de comer, eso te dice que en efecto fueron víctimas de trata.

De igual modo, un oficial de la unidad antivicio de la policía metropolitana me explicó que, en su experiencia, la mayoría de las trabajadoras sexuales migrantes que trabajan en locales en la ciudad de Londres son explotadas por los dueños de dichos establecimientos; a muchas de ellas las han engañado con relación a las ganancias y las condiciones laborales; y la mayoría trabaja para pagar las deudas migratorias. No obstante, dice también que muy pocas son forzadas o controladas por medio de violencia física o amenaza de la misma, y rara vez los establecimientos cerrados son dirigidos por la misma persona o personas que las reclutaron o que arreglaron su entrada al país. Desde esta perspectiva, resulta que pocas son víctimas de trata. El hecho de que la policía y los agentes migratorios en el Reino Unido busquen una constelación muy específica de abusos —sobre todo uno que implique conspiración para facilitar la migración ilegal, prostitución forzada por medio de violencia física o amenaza de la misma, y falso encarcelamiento— se demuestra también por los eventos circundantes a una redada llevada a cabo en una sala de masajes en Birmingham. En octubre de 2005, la policía ejerció una orden judicial por sospecha de trata de personas en una sala de masajes (de nombre Cuddles [caricias]) para rescatar a una serie de ciudadanas extranjeras que se creía que estaban siendo obligadas a prostituirse. Los oficiales de policía y agentes migratorios extrajeron a 19 mujeres del establecimiento. Quienes podían demostrar que vivían legalmente en Reino Unido (muchas eran lituanas y, por ende, ciudadanas comunitarias) eran liberadas. Las condiciones bajo las cuales trabajaban en Cuddles no fueron investigadas a profundidad. Las seis que no pudieron demostrar que estaban legalmente en el país fueron detenidas e interrogadas por oficiales del sexo masculino, quienes a veces tardaron menos de 17 minutos en preguntarles cómo habían viajado al Reino Unido y cómo terminaron trabajando en Cuddles. Con base en sus respuestas, los oficiales implicados en el caso determinaron que no eran víctimas de trata, y dos días después fueron transferidas a un centro de detención migratorio para esperar su expulsión.4

Claudia Aradau ha observado que las imágenes de cuerpos doloridos que suelen usarse rutinariamente en las campañas antitrata funcionan como:

[...] una estrategia de desidentificación [...] Puesto que las mujeres traficadas han sido sujetas a actos de crueldad, su innegable sufrimiento a manos de los traficantes hace que sus casos sean extraordinarios y distintos de aquellos de otras migrantes ilegales y prostitutas. Mientras que su trayectoria puede haber coincidido con la de otras migrantes o prostitutas, el sufrimiento las redime. Las mujeres traficadas son desidentificadas de las categorías de migrantes, criminales o prostitutas, gracias al énfasis puesto en el intenso sufrimiento físico (Aradau 2004: 257).

Asimismo, parecería que el sufrimiento físico es la prueba de fuego para los oficiales de policía y agentes migratorios encargados de distinguir a las víctimas de trata de las inmigrantes indocumentadas que laboran de manera ilegal en el sector del comercio sexual. Dicho de otro modo, el umbral de victimización es bastante alto, y ¿quién se atrevería a cuestionarlo? Sin duda no lo harán los gobiernos cuya gran prioridad es aparentar ser estrictos en materia migratoria. Tampoco las ong que más participan en campañas antitrata, pues ellas se ven atrapadas por su propia retórica. Las abolicionistas feministas insisten en que la violencia es una característica inevitable y ubicua de la prostitución, que es una forma de esclavitud sexual (Weitzer 2005), e instan a los gobiernos a actuar en contra de la trata con fines de explotación sexual con el argumento de que las mujeres y niñas inmigrantes que se dedican a la prostitución con frecuencia son sometidas a violaciones, golpizas, encarcelamiento y tortura. Por lo tanto, no están en posición de desafiar a los gobiernos para que reduzcan el umbral de victimización. Ciertamente podríamos perdonar a un oficial de policía o agente migratorio que no ha leído nada sobre prostitución —excepto las historias de terror que suelen presentar grupos como catw (en las cuales figuran muchachas encerradas en cuartos sucios que han sido quemadas con cigarrillos, laceradas con navajas, azotadas, golpeadas, drogadas, etcétera, etcétera)— por asumir que, cuando no hay evidencia de este tipo de agresión física, no se ha incurrido en violación de derechos. Asimismo, los promotores de campañas antiesclavitud que definen la esclavitud moderna como una condición en la que una persona es totalmente controlada por otra no están en posición de instar a las autoridades a trabajar con definiciones más complejas de conceptos como fuerza, engaño, coacción o explotación.

¿Qué es lo opuesto a la esclavitud sexual?

Las feministas abolicionistas enfatizan que toda la prostitución califica como esclavitud sexual. Esta forma de esclavitud moderna no tiene una contraparte de trabajo sexual ejercido libremente. Por lo tanto, desde esta perspectiva, la víctima de esclavitud sexual no es capaz de cambiar su estatus de víctima y de esclava si lucha por el reconocimiento de sus derechos humanos, civiles o laborales dentro de la industria del sexo, sino solo si se la rescata o se la libera de su condición de prostituta. Otras académicas y activistas feministas han hecho fuertes y extensas críticas a esta postura, al hacer énfasis en la capacidad de las mujeres y en su derecho a actuar como agentes morales al interior de la prostitución, así como en que el abuso y la explotación dentro del sector sexual están íntimamente vinculados con el hecho de que a las trabajadoras sexuales rara vez se les reconocen los derechos civiles y laborales que poseen otros ciudadanos y trabajadores (Alexander 1997; Bindman 1997; Chapkis 1997; Nagle 1997; Kempadoo y Doezema 1998; Kempadoo, 1999).

Sin embargo, el debate político internacional sobre la trata y el trabajo forzoso en el sector sexual no suele estar familiarizado con la postura de lo que podría constituir lo opuesto a la esclavitud sexual. Esto se debe en parte a que las ong que luchan a favor de los derechos humanos y de los niños, que activamente ejercen presión en el asunto al igual que los políticos, suelen asumir que la discusión entre abolicionistas y activistas defensores de los derechos de las trabajadoras sexuales puede hacerse a un lado mientras se discute el auténtico problema (pues se parte de que todos están de acuerdo en que la esclavitud sexual está mal y que por lo tanto se deben enfocar en ese consenso en lugar de dejarse arrastrar hacia un debate moral y político aparentemente insoluble sobre la prostitución). También se debe a que las y los abolicionistas feministas y de corte religioso en conjunto constituyen un grupo de presión muy poderoso en términos económicos y políticos, al cual pocos pueden darse el lujo de oponerse. Por ejemplo, el informe de la Organización Internacional de Trabajo sobre el trabajo forzoso que ya he mencionado discute “la trata y la explotación sexual forzosa” y no el trabajo no forzoso en el sector sexual, y se enfoca sobre todo en la situación de aquellas mujeres y niñas que han sido orilladas a prostituirse por medio de engaños, y en el papel de los “ poderosos grupos delictivos organizados” que controlan la industria sexual y orquestan “la trata de personas” (ilo 2005: 52). Aunque el informe estima que “la explotación sexual comercial forzosa” representa 11% de los casos de trabajo forzoso en el mundo actual y contiene mucha información que puede ser relevante para asegurar los derechos humanos básicos de quienes laboran en los segmentos más explotadores de la industria sexual, no somete al sector sexual al mismo tipo de análisis que hace sobre otros sectores. Puede suponerse que es porque la oit requiere financiamiento de Estados Unidos para desarrollar su alianza mundial contra el trabajo forzoso, lo cual se vería amenazado si la oit usara el término “trabajadora sexual” o si se atreviera siquiera a esbozar una perspectiva de cómo proteger lo mejor posible a las trabajadoras sexuales en tanto trabajadoras.

Mientras tanto, en el Reino Unido, un reporte gubernamental reciente sobre la prostitución (Home Office 2004, 2005) ahonda solo en la condición de niñas, jóvenes y consumidoras de drogas que se prostituyen, así como de aquellas obligadas por medio del uso de violencia física a prostituirse. De no ser por un par de pistas recientes que ha dado el gobierno de que consideraría implementar medidas para permitir que dos o tres trabajadoras sexuales laboren juntas en lugares cerrados, en realidad no ha abordado en lo más mínimo la situación de aquellas mujeres y hombres que consideran la prostitución una forma de trabajo, y cuya vulnerabilidad —si existe— surge precisamente porque se les niegan derechos y protección como trabajadores según la existente ley sobre prostitución o, en el caso de inmigrantes indocumentados, por su estatus migratorio irregular.

En pocas palabras, la esclavitud sexual se ha convertido el foco de atención de la política, pero su contraparte —la prostitución como trabajo— sigue siendo casi invisible. Al comentarlo, no pretendo sugerir que los derechos de quienes venden servicios sexuales pueden ser garantizados y protegidos con el simple hecho de legitimar la industria sexual y regularla como a cualquier otro sector. No hay razones para suponer que una mera ampliación de las leyes laborales existentes que cubra el trabajo sexual garantizará de forma automática los intereses de las trabajadoras más vulnerables. Véase el análisis que hace Blackett (1998: 1) de cómo las empleadas domésticas “siguen siendo esencialmente invisibles”, a pesar de haber sido incluidas en las regulaciones laborales generales en la mayoría de los países, puesto que la promulgación de muchas leyes y acuerdos laborales no abordan la especificidad de la relación de trabajo entre empleada doméstica y empleador. En lo que al trabajo doméstico concierne, surgen otros problemas: los empleadores se interesan en contratar inmigrantes porque son “menos exigentes y más flexibles en cuanto a horas de trabajo”; las empleadas domésticas migrantes suelen estar “en una posición precaria debido a la condición jurídica insegura en la nación huésped”; para muchas mujeres el trabajo doméstico suele ser la única forma de encontrar empleo en el extranjero y de huir de la pobreza en su país de origen; y la “sindicalización de las empleadas domésticas está llena de obstáculos” (ilo 2005: 50-51). Estos elementos también son pertinentes para el sector sexual y resaltan dilemas muy reales en materia de la necesidad de una regulación estatal más concienzuda. Para muchas migrantes que venden servicios sexuales, es más probable que la visibilidad sea sinónimo de deportación que de garantía de derechos y protección laboral.

Varias activistas que defienden los derechos de las trabajadoras sexuales argumentan que dichos problemas podrían solucionarse si se les otorga a las prostitutas “el derecho de atravesar fronteras estatales y nacionales, y de obtener permisos de trabajo como los de otros inmigrantes”, así como de hacer que “el trabajo sexual se someta a los mismos tipos de regulación que han reducido los accidentes laborales en [...] otros lugares de trabajo que a veces son peligrosos” (Alexander 1997: 93). Sin embargo, se pasa por alto las posturas complejas y variables que adoptan en relación a la prostitución quienes comercian con sexo. En la actualidad, buena parte del comercio sexual ocurre en un contexto no regulado y clandestino, en una economía improvisada que se ubica fuera de la sociedad civil, entendida esta como “un sistema social, cultural y ético conformado por el mercado, el sistema legal y las asociaciones voluntarias con la finalidad de promover el bienestar de la comunidad” (Brace 2002: 334). Sin duda esta es una de las razones por las cuales se estigmatiza la prostitución, aunque también explica por qué quienes están excluidos de la sociedad civil —como migrantes indocumentadas, adolescentes que han huido de casa, consumidoras de drogas, etcétera— suelen recurrir a ella como medio de supervivencia. No es para nada claro si en realidad desean incorporarse a la sociedad civil como trabajadoras sexuales, aun si esta opción estuviera a su alcance.5

En términos más generales, no hay muchas razones para confiar en el Estado como aliado de las luchas por proteger los derechos de quienes comercian con sexo (Chapkis 1997; O’Connell Davidson 2003). La despenalización sin regulación estatal —enfoque político que defienden algunas feministas y activistas defensoras de la prostitución— no es precisamente una alternativa atractiva, pues respalda “el tipo de regulación industrial mínima que hasta Milton Friedman aprobaría” (Shrage 1994: 83). Por lo tanto, no creo que haya una respuesta política única y simple a la prostitución que proteja a quienes comercian con sexo. Sin embargo, lo que sí creo es que el debate político sobre el trabajo forzoso en el sector sexual no puede ignorar la discusión más general sobre la regulación de dicho sector, así como la cuestión de la trata no puede aislarse del amplio fenómeno de la migración.

Ante la falta de un debate sobre la especificidad del trabajo sexual, los detalles de la regulación laboral y la existencia de estándares mínimos aplicables al trabajo de las prostitutas, así como sobre lo que constituye un nivel de explotación inaceptable en el ámbito de la prostitución (explotación propia o por parte de un empleador), es peligroso hablar de prostitución forzada y de esclavas sexuales. Sin cierto consenso sobre los estándares y normas que habrían de ser aplicables, es imposible determinar de qué lado de la línea que separa el trabajo forzoso de las condiciones laborales extremadamente pobres caen mujeres como las que trabajan para Pat, y por lo tanto es imposible emprender acciones para asistirlas como víctimas de trabajo forzoso o identificar estrategias para mejorar su situación como trabajadoras libres que realizan trabajo pobre. Si, por ejemplo, no logramos determinar el máximo de clientes que se puede esperar que atienda una trabajadora sexual al día, el pago mínimo por servicio sexual prestado, el número máximo de veces que puede cualquier trabajadora sexual aceptar tener sexo anal de forma segura, y los estándares mínimos de otras cuestiones sanitarias y de seguridad asociadas al trabajo sexual en específico, es imposible distinguir entre los tres empleadores previamente descritos si no es a través de la alusión al uso de la fuerza física.

En el Reino Unido, el régimen migratorio actual y la falta de estándares laborales en el sector sexual se combinan para dejar a muchas migrantes irregulares en una postura en la que no tienen mucha más alternativa que aceptar condiciones laborales extremadamente pobres y relaciones de empleo muy explotadoras. Lo menos que pueden esperar (al menos en teoría, si no es que en la práctica) es que el Estado les proporcione protección de un empleador que las encierra en un edificio y las viola, golpea o amenaza con matar a sus familias. Los insignificantes y nimios criterios existentes dan carta blanca a los empleadores para que establezcan cualquier contrato que se les antoje con las trabajadoras sexuales, y quizá lo más notable de la industria sexual es que existen algunos empleadores como Ava que intentan elevar los estándares por encima del mínimo más fundamentalmente básico que es no ejercer violencia física contra las empleadas. Más que ser un paso adelante para garantizar los derechos y la protección de quienes están sujetas a relaciones de trabajo explotadoras y a condiciones laborales pobres en el contexto del comercio sexual, el énfasis actual de las políticas públicas puesto en las esclavas sexuales y en las víctimas de trata limita las obligaciones que tiene el Estado para con estas mujeres

Traducción: Ariadna Molinari Tato

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Este artículo se publicó originalmente en Feminist Review, vol. 83, 2006. Se reproduce con permiso de su autora. La autora agradece al Economic and Social Research Council, el cual inanció la investigación en la cual se basa este artículo (apoyo R000239794), y a Bridget Anderson, quien es cotitular del apoyo y con quien se desarrollaron las ideas presentadas en este trabajo.

Ese estudio se enfoca en los mercados de trabajadoras sexuales migrantes y locales en Reino Unido y España, e incluye entrevistas con quienes poseen o administran establecimientos del sector sexual y emplean de manera indirecta trabajadoras sexuales inmigrantes, así como con individuos que consumen estos servicios sexuales.

Anderson y Rogaly (2005) ofrecen algunos ejemplos especialmente perturbadores de trabajo forzoso al que han sido sometidos migrantes que entraron al Reino Unido a través de canales legales y que fueron empleados de forma legal en la economía formal, incluyendo el sector público.

Las seis habrían sido expulsadas cuatro días después, de no ser por la presión exhaustiva que se ejerció en ese caso. Al poco tiempo, fueron interrogadas por trabajadoras del Poppy Project, quienes identificaron a dos de ellas como víctimas de trata.

También vale la pena señalar que algunas personas que se prostituyen de forma activa desean vivir y trabajar en un mundo aislado de la sociedad civil, sin ser limitadas por controles estatales ni por regulaciones burocráticas, y con absoluta libertad para tomar decisiones individuales sobre el tipo de contratos que establecen. Dichas personas pueden estar a favor de la despenalización de la prostitución, aunque no necesariamente desean verse restringidas por el mismo tipo de regulaciones que protegen (y también constriñen) a los trabajadores en otros lugares peligrosos de trabajo.

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