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Vol. 47.
Páginas 137-171 (Enero 2013)
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Manuel Stephens
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Hermafrodita-andrógino

El Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española (rae), en su vigésima segunda edición (2001), define la palabra hermafrodita como proveniente del francés hermaphrodite, y sus dos primeras acepciones son: 1. adj. Que tiene los dos sexos; 2. adj. Dicho de una persona: con tejido testicular y ovárico en sus gónadas, lo cual origina anomalías somáticas que le dan la apariencia de reunir ambos sexos. Por su parte, el prestigioso Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico de Joan Corominas nos dice que el vocablo hermafrodita es tomado del latín Hermaphroditus, “personaje mitológico hijo de Hermes y Afrodita, que participaba de los dos sexos; nótese la pintoresca alteración por etimología popular manflorita(o/ito), manflor(a), manflórico, empleada popularmente en toda América” (Corominas 1980). Los significados que dan ambos diccionarios coinciden en la mención de la coexistencia de dos sexos, pero se diferencian en que la rae no presenta la palabra como sustantivo, uno de sus usos posibles, a pesar de que da una definición biomédica de esta condición corporal e incluso proporciona un juicio valorativo: “origina anomalías somáticas en una persona que le dan la apariencia de reunir ambos sexos”. Asimismo, la rae no da raíz grecolatina alguna cuando es evidente que este es el origen de la palabra. En contraste, Corominas se centra en el origen mitológico de Hermafrodita como nombre propio, Hermaphroditus, y hace particular mención a las palabras derivadas de él en el habla popular latinoamericana que señalan despectivamente el afeminamiento masculino.

Las ligeras variaciones en la significación de hermafrodita aumentan cuando la rae, en su primera acepción de andrógino (una vez habiendo proporcionado, al igual que Corominas, la etimología: “del latín androgynus, y este del gr. ¿νδρóγυνoς, der. de ¿ν¿ρ, ¿νδρóς “varón” y γυν¿ “mujer”), nos remite de inmediato al adjetivo hermafrodita (la apariencia de reunir ambos sexos), y en la segunda nos dice: “Dicho de una persona: cuyos rasgos externos no se corresponden definidamente con los propios de su sexo”, con lo cual no se alude a la engañosa pero cierta combinación de los sexos en las gónadas establecida en hermafrodita, sino a la existencia de un sexo único que no se exterioriza en plenitud. Respecto a andrógino, Corominas define la palabra diciendo que se refiere a aquel “que tiene órganos sexuales masculinos y femeninos”, con lo cual se equiparan de forma definitiva ambos vocablos: se dice de un ser que es simultáneamente macho y hembra.

Podemos observar cómo hermafrodita y andrógino refractan entre sí algunos de sus significados, los cuales dependen, entonces, del contexto discursivo en que se inserten. Asimismo, vemos que las definiciones anteriores contienen una fuerte carga ideológica, como es evidente en la velada insistencia de la rae que habla de apariencia cuando acaba de aseverar la copresencia de tejidos que también han sido clasificados como femeninos y masculinos. En las definiciones de la rae subyace la normatividad de las sociedades occidentales modernas que establece que los individuos pertenezcan sólo a uno de dos sexos que son esenciales.

Uno de los primeros en cuestionar la impronta social de tener un sexo verdadero es Michel Foucault. El pensador francés asevera que durante siglos no hubo una exigencia tal de la forma en que se manifiesta con la gestación y preminencia del pensamiento positivista, y lo ejemplifica de forma precisa con el caso de los hermafroditas, de quienes durante siglos se pensó que “simplemente tenían dos sexos”:

A cada uno su identidad sexual primera, profunda, determinada y determinante: los elementos del otro sexo que puedan aparecer tienen que ser accidentales, superficiales o, incluso, simplemente ilusorios. Desde el punto de vista médico, esto significa que, ante un hermafrodita, no se tratará ya de reconocer la presencia de dos sexos yuxtapuestos o entremezclados, ni de saber cuál de los dos prevalece sobre el otro, sino de descifrar cuál es el sexo verdadero que se esconde bajo apariencias confusas (Foucault 1985: 13).

En la praxis social, es imposible sustraerse a la normatividad que ejerce la hegemonía heterosexual —a cada cual su sexo verdadero— y desmarcarse de lo que Judith Butler, profundizando mediante pautas surgidas del pensamiento foucaultiano y feminista, llama la matriz heterosexual; es decir, la causalidad de que el sexo determina el género y este, a su vez, el deseo sexual, que necesariamente debe ser heterosexual. No obstante, y como antítesis de las ideologías más conservadoras, existen personas cuyos cuerpos y sexualidades no responden a esta normatividad, y que viven en sus bordes. Veamos un ejemplo de la manera en que las sexualidades marginales se entrelazan, identifican y contrastan, influyendo así en nuestra percepción del sexo y el género.

Homo-trans-inter

La película Tiresia (2003), del director francés Bertrand Bonello, muestra en sus primeras escenas las relaciones nominales, discursivas y de representación que se gatillan cuando el referente es un cuerpo que contradice la bipolaridad de los sexos. El filme comienza con imágenes de lava incandescente y en movimiento que llenan la pantalla.1 Tras la aparición del título en grandes letras mayúsculas vemos el close up de un personaje femenino con los hombros desnudos. No hay movimiento de la cámara; el personaje traslada con lentitud su mirada, modifica un poco la posición de la cabeza y observa al horizonte. La mujer baja la mirada, y su rostro queda de frente con los ojos entrecerrados, lo cual devela un enigmático estado de profunda introspección. El hecho de que el espectador pierda la visión de los ojos de este personaje tras sus párpados es una metáfora visual que anticipa su futuro, que ya está sugerido por las connotaciones míticas del nombre Tiresias: el adivino ciego.

Corte. Aparece un puente para autos sobre un río y, mediante un pausado panning, se va descubriendo una ciudad: fábricas, edificios antiguos y modernos en una tarde nublada y fría. La toma se va cerrando hasta quedar de frente a una calle que desemboca en un puente paralelo al que se presenta al inicio. Un hombre vestido de negro, Terranova,2 camina con las manos dentro de los bolsillos de su chamarra. Hasta este momento, hemos estado escuchando una voz masculina en off que dice: “Pronto estaré en mi jardín de rosas. Pronto, aguardo. Aromas falsos. Mucho mejores que los verdaderos. El original es vulgar por su pasado. Sólo es un ensayo, un intento. Porque la ilusión de una cosa no es esa cosa. La copia es perfecta”.3

La toma se cierra en un plano americano,4 en el que Terranova camina hacia la cámara. Corte a un espacio interior, lo vemos arreglando una habitación y luego salir de la misma. En este lapso se sigue escuchando la voz en off, la cual el espectador ya reconoce como la de este hombre: “La copia es perfecta. Tal como la veo. Tal como la siento. Esta noche, mi jardín una vez más, mis rosas una vez más. Incluso si sólo hay una. Un hermoso día. Ya no dormir sin ti. Incluso nunca volver a dormir”.

Cambia la escena y vemos el perfil de Terranova en primer plano conduciendo su auto. Corte, y el personaje camina por la iluminada sala de escultura grecolatina en un museo. Se detiene.5 Aparece la escultura de un personaje desnudo tendido boca abajo. Con un travelling que reproduce la mirada del hombre, se rodea la escultura: observamos la espalda, su estrecha cintura, los redondeados glúteos y la cadera, los pies, los muslos, los senos y, entonces, el espectador descubre los genitales masculinos de el/la yacente. El hermafrodita tiene apoyada la sien izquierda sobre sus brazos y mira en sentido opuesto al lugar desde donde Terranova observa. La imagen se mantiene fija por unos segundos. Se contempla el plácido rostro del hermafrodita, su delicado peinado, el cuello, la espalda y uno de sus brazos. Tras unos segundos, al fondo se ve la figura del hombre desplazándose, y la imagen del hermafrodita permanece un poco más. Terranova continúa recorriendo la sala y queda frente a otra escultura de un personaje de pie, cuyos rasgos se asemejan a los del hermafrodita tendido. Esta escena orienta de forma decisiva el sentido del texto cinematográfico, así como los afanes de Terranova, quien permanece como un horizonte para la elaboración del significado de lo que sigue a continuación.

Pasamos a un sombrío y húmedo jardín, antes de que anochezca; tras unos segundos, Terranova lo abandona, y lo vemos de nuevo conduciendo su auto. La voz en off se hace audible de nuevo:

Pobre jardín. Mierda de jardincito. No hay una flor que sea una flor. Jardincito de mierda. Sin aromas. Cada una de ustedes, rosas mías, casi llego. Quisiera conocerlas. De hecho, ya las conozco. A ti, a ti y a ti también te conozco. Anhélame, casi llego. Mi jardín de rosas. Rosas llenas de espinas. Falsos aromas mucho mejores que los auténticos. El original es vulgar, un intento.

Finalmente, para lo que nos ocupa, se observa un bosque donde trabajan prostitutas, a quienes poco a poco reconoceremos como personas transgénero. Los clientes las rondan en sus autos y a pie; la seducción y el comercio sexual son incesantes. Entre las trabajadoras sexuales encontraremos de nuevo a la mujer que vimos al inicio de la película.

La secuencia con que comienza Tiresia aglutina y revela, mediante la conjunción de imágenes y la voz en off de Terranova, una serie de presupuestos relacionados con la condición hermafrodita. Descubre la dialéctica entre las connotaciones de la propia palabra y la construcción en el imaginario cultural de el/la/lo hermafrodita. Terranova dirige y significa a través de su mirada, la fantasía y sus palabras.

La mujer con que abre la película parecería haber desaparecido, pero en realidad permanece en la mente del espectador como un personaje indeterminado todavía: ¿quién es y qué sentido tuvo su presencia? El diálogo interno de Terranova, contrastado con imágenes urbanas, espacios cerrados y un jardín infecundo, confluye en las rosas —cuyo referente son las prostitutas trans—, “llenas de espinas. Falsos aromas mucho mejores que los auténticos. El original es vulgar, un intento”. La relación entre lo auténtico, aquello que está “acreditado de cierto y positivo por los caracteres, requisitos o circunstancias que en ello concurren”, en oposición a lo falso, que en este caso implicaría “falto de ley”,6 tiene resonancias particulares respecto al deseo de Terranova. Los términos se invierten de cierta manera: la norma que dicta lo auténtico se revela como un vulgar intento al buscar un modelo esencialista que en realidad es históricamente invariable, una ilusión que se quedará en el intento. Mientras tanto, lo falso —categoría dada por su vínculo con lo auténtico—, al no apegarse a la normatividad heterosexual, se desarrolla en un ámbito de permisividad, de menor sujeción social, el cual permite una condición psicosexual y estética que se desprende de los moldes convencionales.

La metáfora que construye Terranova, basándose en la rosa, funciona en tanto esta es una flor que a lo largo de la historia ha sido manipulada, y se han creado múltiples variedades de la misma. “Dispersa por el mundo en casi cuatro mil variedades, su proclividad a la hibridación (fémina promiscua) le abre posibilidades magníficas, casi ilimitadas. [...] Su resistencia a los extremos térmicos y su empeño de vida quedan manifiestos en que puede subsistir en la vecindad del círculo ártico o en los parajes calcinados de los trónicos” (de la Peña 1999: 16). El carácter híbrido de la rosa se vincula, de manera simbólica en la mística de Terranova, a través de la combinación de características sexuales femeninas y masculinas. El sentido que va construyendo el personaje se decanta con la visita al Hermafrodita dormido del museo y tiene un cierre con las prostitutas trans. Terranova es un esteta en busca de un ideal de belleza hermafrodita o andrógina —si atendemos a la sinonimia que emerge entre ambos términos—.

La androginia, en una de sus conceptualizaciones, se relaciona con lo divino y, por tanto, con un estado de completitud anterior a la división sexual, como lo señala José Ricardo Chaves:

[...] la androginia rechaza el cuerpo, dice no al deseo efímero de la pasión para más bien consumarse en el gozo de lo atemporal, en una pretendida superación de los sexos, en su trascendencia, a veces en su (con)fusión. Lo suyo tiene que ver con una mí(s)tica coexistencia y superación de los opuestos, la famosa coincidentia oppositorum. Es en este sentido que a veces se asocia la androginia con la asexualidad, que concibo, freudianamente, como sexualidad sublimada y no como ausencia de sexualidad (Chaves 2005: 25-26).

Y, en efecto, la búsqueda del ideal andrógino de Terranova en la sublimación de la sexualidad y el artificio se hace manifiesta en su alusión a las rosas, en la reiteración de la idea de que “el original es vulgar por su pasado. Sólo es un ensayo, un intento. Porque la ilusión de una cosa no es esa cosa. La copia es perfecta”, y en que, una vez habiendo raptado a Tiresia, la mujer transgénero, se abstiene de tener contacto sexual alguno con ella. El deseo de Terranova se cumple en la posesión y dominio de una persona —una copia— que para él representa un ideal de perfección en el goce contemplativo de un cuerpo que rompe con los originales de los dos sexos.

Esta secuencia fílmica se estructura por una sucesión de figuraciones que manipulan la elaboración paulatina de síntesis de sentido por parte del espectador. Antes de tener la perspectiva que permite reconocer en Tiresia a un personaje transgénero, el espectador ha transitado por significaciones que se suceden como negociaciones de la anterior: va de mujer a hermafrodita, y finalmente a transgénero, hasta este momento. Con la escena de la prostitución en el bosque, incluso aparecerán, de manera tangencial, términos como travestismo, homosexualidad y bisexualidad. La relabora- ción de sentidos que propone el repertorio de este texto cinematográfico evidencia que las categorías sexuales mencionadas conforman un apretado tejido de diferencias y similitudes, debido a su estatus marginal respecto de la normatividad de la matriz heterosexual.7

En razón de esta dinámica taxonómica relacional, Chaves puntualiza que todos estos términos que definen sexualidades no hegemónicas forman una red nominal amplia en la que hay que visualizarlos reticularmente: “Separar demasiado por puro prurito conceptual puede llevar a establecer una falsa oposición, en la medida en que ser diferentes no significa ser opuestos” (Chaves 2005: 27). La película de Bonello atiende a esta red nominal de sexualidades marginales y nos permite abundar en el mapa discursivo que podría permear, a nivel cultural, el tipo de representación que reconstituya un lector cuando entra en contacto con un personaje clasificado como hermafrodita.

Los arquetipos clásicos

Tiresia presenta una relación intertextual directa con la mitología grecolatina. Las historias del vidente Tiresias y del efebo Hermafrodito —cuyo nombre preside privilegiadamente lo concerniente a la mezcolanza sexual—8 son hipotextos omnipresentes para configuraciones posteriores del andrógino y del hermafrodita.

Existen varias versiones del mito de Tiresias —la reinterpretación contemporánea que hace Bonello es una más— e incluso el vidente es un personaje itinerante en narraciones de la época clásica, lo cual contribuye a la extensión y difusión de su historia. Uno de los episodios más conocidos es el narrado por Ovidio en Las metamorfosis (8 d.C.). Estando Júpiter y Juno departiendo, el dios asegura que el placer sexual de las mujeres es mayor al que experimentan los hombres, y ella lo contradice:

Deciden consultar el parecer del entendido Tiresias, que conocía el placer de los dos sexos, puesto que había golpeado con un palo en el verde bosque los cuerpos de dos grandes serpientes que estaban copulando y entonces, ¡cosa admirable!, de hombre se convirtió en mujer, y así permaneció durante siete otoños. Al octavo, volvió a verlas y dijo: “Si tan grande es el poder que entrañan los golpes que recibís, ahora también os heriré para que cambiéis la condición de su autor”. Una vez que fueron golpeadas esas mismas serpientes, volvió a su primitiva forma y condición natural (Ovidio 2006: 40).

Tiresias da la razón al dios; la iracunda Juno castiga al sabio quitándole la vista, y Júpiter, para resarcirlo, le otorga el don de la profecía. Tiresias vivió como hombre y mujer de manera sucesiva, como Orlando en la novela del mismo título, de Virginia Woolf, un andrógino de la literatura del siglo xx que cambia alternadamente de sexo a lo largo de casi cuatro siglos. A nivel psíquico, Tiresias tiene el conocimiento de los avatares de haber vivido en dos sexos, pero nunca ostenta características físicas de ambos de forma simultánea, como sí sucede con el hijo de Hermes y Afrodita, cuya historia también es recreada por Ovidio.

Hermafrodito, adolescente quinceañero cuyo nombre es la combinación de los de sus progenitores, reúne en sí rasgos fisonómicos de ellos, por lo que es de una belleza sin igual. Viajando por tierras griegas, del Monte Ida a Caria, en Asia Menor, el efebo llega a la fuente donde habita la náyade Salmacis, quien se enamora de él con tan sólo verlo. Ella intenta seducirlo, y Hermafrodito se niega a acceder a sus deseos. Salmacis finge marcharse, pero se oculta en el bosque y sigue acechándolo. Cuando el efebo se desnuda y se sumerge en la fuente, Salmacis no resiste más y lo aprisiona:

El descendiente de Atlas se resiste y deniega a la ninfa el placer esperado. Ella lo estrecha, lo estruja con todo su cuerpo y, pegándose a él estrechamente, le dijo: “Puedes luchar, cruel, pero no huirás; así dispongáis, ¡oh dioses!, que jamás llegue el día que se separe de mí y yo de él”. Esta súplica se ganó a los dioses, pues se unen los dos cuerpos en uno y toman un mismo aspecto. Como cuando alguien une dos ramas bajo una misma corteza y ve que se unen al crecer y las dos a la vez van desarrollándose, así los miembros se unieron con un tenaz abrazo y no son dos, sino una forma doble, de modo que no puede decirse ni mujer ni hombre. No parecen ninguno de los dos y son el uno y el otro (Ovidio 2006: 34).

Es difícil de imaginar la forma que adquiere el personaje en su metamorfosis que, como apunta Chaves, ahora debería llamarse Hermesalmacis.

Tiresias y Hermafrodito son dos figuraciones cuya sexualidad extraordinaria es paradigmática. Mas, en la tradición clásica, Platón ya había consignado una versión sobre la mezcla sexual. En el Simposio (circa 308 a.C.), Aristófanes narra una fábula sobre el andrógino que también nos permite disertar sobre la corporalidad hermafrodita. Según el personaje, en otro tiempo los seres eran redondos, tenían dos brazos y dos piernas, una sola cabeza con dos caras y dos genitales. Estos seres eran hombre-hombre, mujer-mujer y hombre-mujer; este último “formaba una especie particular, y se llamaba andrógino, porque reunía el sexo masculino y el femenino; pero ya no existe y su nombre está en descrédito” (Platón 2009: 508).9

Estas criaturas dobles tenían fuerza y vigor asombrosos, y decidieron combatir a los dioses; como castigo, Zeus los divide para debilitarlos y aumentar el número de quienes sirven al Olimpo. Tras su separación, las mitades se esfuerzan por encontrarse la una a la otra, con el deseo de recobrar la unidad perdida. El andrógino, de acuerdo con Aristófanes en Platón, personifica la unión hombre-mujer y, por tanto, implica la relación heterosexual. La forma en que este es representado en El banquete descarta las variantes homosexuales con las que después históricamente se le ha ido vinculando. A diferencia de las mitades andróginas que intentan refundirse para volver a un estado de completitud original en Platón, en el caso de Hermafrodito encontramos humillación y rabia por la aciaga mezcla de la que es sujeto.

La androginia de Tiresias y la bz'sexualidad de Hermafrodito —en la acepción de duplicación sexual y no como la entendemos hoy en día como atracción por personas de uno u otro sexo— muestran la manera en que están entretejidas categorías sexuales que señalan un desprendimiento de la normatividad sexual binaria. Estas se abren a la posibilidad de ser superpuestas, con lo que se produce un cierto grado de indeterminación semántica en los usos cotidianos, razón por la cual deben ser contextualizadas. Sin embargo, apunta Chaves:

La mayor confusión conceptual se da entre androginia y hermafroditismo. La primera siempre apunta a una condición espiritual, trascendente: la imposible conjunción sexual en el plano histórico que sí puede darse, sin embargo, en un nivel superior, metafísico. Hay generalmente un anhelo por llegar a una visión celestial o a un estado místico; tiene que ver con lo ideal. En el extremo opuesto, en el hermafroditismo se está hablando de una coexistencia física de atributos sexuales mixtos. Lejos de ser un ideal, es una realidad ominosa y torna en monstruo a quien la padece, por lo que la sociedad reacciona con su marginación y su muerte (Chaves 2005: 26).

El mismo autor señala que, a partir del siglo xx, la androginia se constituirá también como un fenómeno intelectual, no sólo místico. La androginia como insignia política ha sido una vía para impulsar la transformación de las representaciones sexuales hegemónicas y aparece de forma recurrente en ámbitos como el literario o el del activismo feminista, por ejemplo. En el caso del hermafroditismo, por el contrario, observamos que, aparte del personaje mitológico, son prácticamente inexistentes las figuraciones literarias que contribuyen de manera directa a la reconstrucción y vigencia del hermafrodita a lo largo de la historia.

En el mito ovidiano, el metamorfoseado Hermafrodito escapa a la descripción, pues no parece ni hombre, ni mujer, y es los dos a la vez. El del efebo es un cuerpo violentado que produce un ser como una identidad fracturada. La unión con Salmacis es a todas luces disconforme, y sólo queda a Hermafrodito la furia y el pedir a sus padres que quienes entren a la fuente sean diezmados en su virilidad. En oposición —y retomo con esto la película Tiresia—, en su visita al museo, Terranova contempla al armónico y plácido Hermafrodita dormido. La escultura es una idealización del hermafroditismo, un ideal andrógino posible.

El Hermafrodita dormido refleja el gusto en el periodo helenístico por lánguidos desnudos, por efectos de sorpresa y teatralidad. Está diseñado para ser visto tal como nos lo presenta la mirada de Terranova: primero mediante el gozo y admiración que produce la sinuosa figura femenina desnuda, para causar luego el asombro al revelar, de modo realista, la verdadera naturaleza del personaje. Este contraste, lúdico y erótico, manipula las emociones del espectador —de ahí su teatralidad— y en cierta medida da vida y pone en movimiento a la escultura, que pierda así su estaticidad. Los distintos “hermafroditas dormidos”, siguiendo a Marie Delcourt (1969: 78, 85), pertenecían a la escultura de género, en la cual el artista busca agradar y, en ocasiones, divertir, y no pretende traducir ningún sentimiento religioso. Asimismo, puede que este tipo de obras fueran una variante de la “Bacante agotada”.

Por el contrario, el hermafrodita en la literatura de siglos posteriores a la época clásica, en las raras ocasiones en las que aparece, es un personaje secundario que se le asocia con lo monstruoso, el exceso, lo vicioso y con la incontinencia sexual. Se le relega al campo de la teratología: es un monstruo, a pesar de conservar también los principios representacionales de los hermafroditas escultóricos. Es un arquetipo del imaginario cultural de occidente que ha permanecido activo y prácticamente inalterado por siglos. Donatian Alphonse François, Marqués de Sade, nos sirve para ejemplificar en términos literarios los lugares comunes de esta creencia. En Juliette (1798), la perversa protagonista admira, en la galería Uffizi de los Medici, en Florencia, la escultura de un hermafrodita, tal como lo hace Terranova en París siglos después:

[...] mis ojos recayeron sobre el Hermafrodita. Sabéis que los romanos, muy apasionados por este tipo de monstruo, los preferían para sus libertinas orgías: sin duda éste es uno de los que tenían mayor reputación lúbrica. Es indignante que el artista, al cruzarle las piernas, no haya mostrado lo que caracteriza el doble sexo; se le ve tumbado en una cama, exponiendo el culo más hermoso del mundo [...] Culo voluptuoso que deseó Sbrigani, asegurándome que había jodido uno de una criatura parecida, y que no había un placer más delicioso en el mundo (Sade 2006: 193; las cursivas son mías).

El placer desbocado que puede producir una criatura como la descrita en Sade se justificaría por la coexistencia de dos sexos en ella. Pero, fuera de los terrenos de la imaginación, nunca ha existido (o al menos no todavía) un ser humano cuyo cuerpo presente los órganos sexuales masculino y femenino en su totalidad y en perfecta combinación. Es importante resaltar que los cuerpos hermafroditas en el arte helenístico y la literatura están configurados mediante la fusión de ideales de belleza del hombre y la mujer, y no en la observación de la realidad, ya que:

Una confusión anormal de los órganos de la generación era para los antiguos la monstruosidad por excelencia. Cuando nacía un niño con los signos reales o aparentes del hermafroditismo, la comunidad entera se consideraba amenazada por la cólera de los dioses. Para conjurar sus efectos, había primero que suprimir a la criatura anormal, cargada de este modo con unas faltas de las que era un claro signo. Y como a los antiguos les repugnaba matar cuando es tan fácil dejar morir, se abandonaba al recién nacido (Delcourt 1969: 63; las cursivas son mías).

En la actualidad, debido a los avances médicos y quirúrgicos que permiten la intervención y transformación de cuerpos, es posible acercarse más a un ideal corporal que combine características sexuales. La transgeneridad que implica una metamorfosis corporal voluntaria causa la fascinación y obsesión esteticista de Terranova por la copia perfecta y su reacio desprecio por el vulgar original. Sin embargo, nacer con un cuerpo hermafrodita todavía sigue causando aversión y activa mecanismos médicos de normalización que conducen a la modificación quirúrgica de los cuerpos de estos bebés (Delcourt 1969: 99-100).

Desde la época clásica, los términos hermafrodita y andrógino han sido usados de forma indistinta, y muchas veces se asociaban con el afeminamiento y las prácticas sexuales entre personas del mismo sexo, como lo demuestra James Saslow (1989). El autor establece que estas significaciones se mantienen prácticamente estables hasta el Renacimiento, pero incluso es posible afirmar que es así hasta el día de hoy. Además, a partir de las últimas décadas del siglo xix, se sumarán a la red nominal de las sexualidades y cuerpos que varían de la hegemonía binaria heterosexual los términos homosexualidad, bisexualidad, transgeneridad, transexualidad e intersexualidad, categoría que refiere al hermafrodita contemporáneo de carne y hueso.10

Las construcciones sexogenéricas son múltiples e históricamente contingentes. La obsesión de Terranova con la copia perfecta, retomando el filme de Bonello, implica la creencia de que existe un original, aunque lo caracterice como intento vulgar. Pero, en la práctica, es imposible hablar de un original del sexo, cuando ni siquiera las ciencias han logrado articular una definición totalizadora de este. Los parámetros que se consideran para definirlo son parciales y pueden o no coincidir con otras clasificaciones; hasta el momento, estos son: genéticos (carga cromosómica), gonádicos (tejido y estructura de las gónadas), genitales (morfología de los genitales internos o externos), somáticos (caracteres sexuales secundarios), hormonales (perfil hormonal), legales (según el sexo con el que se esté inscrito) y psicosociales (comportamiento sexual). La Sociedad Española de Ginecología y Obstetricia señala que “en breve hablaremos (o ya podríamos hablar) de un sexo génico, si atendiéramos a la situación de la carga génica de todos aquellos factores que configuran la diferenciación sexual”. Sin embargo, sexo, nos dice Judith Butler, es un ideal regulatorio:

No es una realidad simple o una condición estática de un cuerpo, sino un proceso [histórico] mediante el cual las normas reguladoras materializan el “sexo” y logran la materialización en virtud de la reiteración forzada de estas normas. Que esta reiteración sea necesaria es una señal de que la materialización nunca es completa, de que los cuerpos nunca acatan enteramente las normas mediante las cuales se impone su materialización (Butler 2002: 18).

Esta conceptualización del sexo va a la par de la noción sobre la constitución del género propuesta por la misma Butler: la performatividad. El género, apunta, no es en manera alguna una identidad estable, sino “una identidad instituida por una repetición estilizada de actos que produce una apariencia de sustancia y no una identidad de una sola pieza”, es “una identidad construida, un resultado performativo llevado a cabo, que la audiencia social mundana, incluyendo los propios actores, ha venido a creer y actuar como creencia”. Lo anterior implica que, al ser variables según el contexto los actos que conforman el género —no cosificados y naturalizados—, son susceptibles de ser constituidos de otra manera, y existe la posibilidad de transformar el género: “lo que se llama identidad de género no es sino un resultado performativo, que la sanción social y el tabú compelen a dar. Y es precisamente en este carácter de performativo donde reside la posibilidad de cuestionar su estatuto cosificado” (Butler 1998: 297).

La rígida división entre hombre/masculino y mujer/femenino que produce el poder de la matriz heterosexual arroja a la marginalidad social a individuos cuyos cuerpos y comportamientos varían de esta normatividad, como Tiresia. Pero esto no merma en forma alguna la fascinación esteticista de Terranova por la mujer transgénero, al contrario, la exalta; Tiresia no es el intento vulgar que son los originales de los sexos, debido a su cuerpo ambiguo. Cuando ella comienza a virilizarse —pues los efectos de las hormonas se desvanecen durante el cautiverio al que es sometida—, Terranova no puede soportarlo y, cual Juno, ciega con unas tijeras a quien fuera el objeto amado.

En la segunda parte de la película, Tiresia termina por ser vist@ como un monstruo, a pesar de haber obtenido el don de la videncia, y al final será atropellad@ y muert@ por un sacerdote católico.11 En una amarga y dura ironía de la cinta, después del crimen, el padre François aparece arreglando un jardín de rosas, y se escucha su voz en off diciendo: “Sé que es pecado. Las rosas no son un invento ni de Dios ni del hombre, quien tomó lo que Dios creó y lo transformó.12 Doy gracias al Señor por haberme traído al mundo en estos tiempos y no en la época en la que las rosas no existían”. Por motivos propios, tanto el padre François como Terranova, a su modo, asesinan a Tiresia. Para este último, ella ya no cumple con su ideal de belleza, y para el primero implica una suerte de redención del mundo, pues cree que está eliminando al Mal; pero, paradójicamente, lo que aniquila el religioso es la manifestación de lo extrahumano, lo inexplicable, de lo divino en la tierra, una más de las taras del cristianismo. En la transgeneridad mundana y la videncia andrógina por las que transita Tiresia se hace patente la imposición de la mirada masculina y de la hegemonía patriarcal que actúa sobre su ser socialmenteabyecto. Aunque el cuerpo de Tiresia ha sido voluntariamente modificado, la situación de discriminación y castigo es la misma para quienes nacen con una anatomía que varía respecto de los estereotipos sexuales.

La negación de la existencia en lo real de cuerpos intersexuales se expresa en su exilio centenario de la literatura. Los discursos ideológicos que históricamente hemos heredado continúan irradiando la creencia en la imposibilidad de un cuerpo que no se defina como macho o hembra. Si llega a asomarse un hermafrodita en alguna obra, responde a una configuración enraizada en el mito, como una creación del pensamiento místico- religioso o como lo que la medicina y el derecho establecen como no verdadero. Vistos como monstruos, como freaks, los hermafroditas en las letras no representan una figuración que nos hable en sí de ellos mismos; [...] desde la época de Poe, han tratado de convertir los prodigios humanos en metáforas de algo más: el predicamento del artista, la opresión del pobre, el terror de la sexualidad o la naturaleza ilusoria de la vida social. Por lo tanto, no nos brindan una idea satisfactoria de lo que se sentirá ser el actor de un destino anómalo e inevitable (Fiedler 1995: 30).

¡Un-Dos-Tres por Herculine!

Fiedler establece que, antes del siglo xix, los freaks eran tratados en cosmografías, manuales de ocultismo, enciclopedias y tratados médicos, y que eran catalogados no como fantasías, sino como hechos inteligibles de la naturaleza. Sin embargo, “[aunque se jugaba] con la tendencia de los normales a ver a los otros anormales a través de una retícula mitológica, a los auténticos freaks de espectáculo se les consideraba fuera de lugar en el mundo del finjamos que, es decir, en la literatura imaginativa” (Fiedler 1995: 26). Esta situación no ha cambiado significativamente en lo concerniente a los hermafroditas.

Foucault define la figura del monstruo como un principio de inteligibilidad en el que se combina lo imposible y lo prohibido. Desde la Edad Media hasta el siglo xviii, lo que caracteriza al monstruo es la mezcla de los reinos animal y humano, de dos especies, de dos sexos, etc.:

El marco de referencia [del monstruo humano] es la ley. La noción de monstruo es esencialmente una noción jurídica —jurídica en el sentido amplio del término, claro está, porque lo que define al monstruo es el hecho de que, en su existencia misma y su forma, no sólo es violación de las leyes de la sociedad, sino también de las leyes de la naturaleza—. Es, en un doble registro, infracción a las leyes en su misma existencia. El campo de aparición del monstruo, por lo tanto, es un dominio al que puede clasificarse de jurídico biológico. Por otra parte, el monstruo aparece en este espacio como un fenómeno a la vez extremo y extremadamente raro. Es el límite, el punto de derrumbe de la ley y, al mismo tiempo, la excepción que sólo se encuentra, precisamente, en casos extremos. Digamos que el monstruo es lo que combina lo imposible y lo prohibido (Foucault 2006: 61).

Es decir, el desorden de la naturaleza trastorna el orden jurídico, y entonces aparece el monstruo. Este funcionamiento jurídico-natural es muy antiguo. Foucault menciona que por épocas se ha privilegiado a algún tipo de monstruo: el hombre bestial en la Edad Media, los hermanos siameses en el Renacimiento13 y los hermafroditas en la Ilustración, alrededor de quienes se empezará a elaborar una nueva configuración del monstruo humano que será incluida en la categoría de los anormales, junto con las figuras del individuo a corregir y el niño masturbador. Desde finales del siglo xviii y cada vez con mayor fuerza a lo largo del xix, “se disocia el complejo jurídico natural de la monstruosidad hermafrodita. Contra el fondo de que no es más que una imperfección, una desviación (podríamos decir, por anticipado, una anomalía somática), aparece la atribución de una monstruosidad que ya no es jurídico natural sino jurídico moral; una monstruosidad que es de la conducta, y ya no de la naturaleza” (Foucault 2006: 80). De lo anterior se desprende que no existe el hermafroditismo, sino gustos perversos, por lo que se impone asignar a cada cual su sexo verdadero.

De acuerdo con Joan Vendrel Ferré, el proceso de cambio en el estudio y significación de los cuerpos —que se intensifica notablemente y adquiere mayor velocidad a partir del siglo xix— se inicia con la filosofía cartesiana:

El cuerpo-carne premoderno es el lugar del misterio, mientras que el cuerpo-máquina de Descartes se convierte en el lugar del saber anatomo-fisiológico, base de la medicina moderna. El desencantamiento de la carne, pues, pasa por la anatomización del ser humano, que verá su cuerpo convertido en una máquina, objeto de una práctica reparadora y de mantenimiento (Vendrel 2004: 86).

Con la pujante medicalización decimonónica del sexo, surgen descripciones de una amplia serie de sexualidades que se apartan de la bipolaridad hegemónica. Estas categorías, como apunta Foucault, no sólo reprimen, sino que producen esta nueva clase de sujetos, pero, entre todos ellos, el hermafrodita seguirá corriendo con la peor de las suertes. Las teorías biomédicas que intentan su clasificación y asignación al sexo masculino o femenino niegan tácitamente su corporalidad.

En su importante y vasta investigación sobre el hermafroditismo y sobre cómo la medicina inventa el sexo, Alice Domurat Dreger puntualiza que conforme avanza el siglo xix parece haber una explosión de hermafroditismo humano y aumenta la atención que se le presta. Entre las causas está que una mayor población tenía acceso a cuidados médicos y, por lo tanto, a revisiones genitales que sacaban a luz variantes anatómicas. Pero, en el interés por el hermafroditismo subyace, principalmente, un mecanismo de control social:

[...] la cantidad de tinta y ansiedad dedicadas a los hermafroditas probablemente también se incrementaron entre los médicos y los científicos a finales del siglo xix porque ese periodo vio una proliferación de gente, como las feministas (entre quienes había médicas) y los homosexuales, que vigorosamente desafiaban las fronteras sexuales. Este desafío de límites resultó en una reacción concomitante por parte de médicos y científicos para insistir en definiciones más estrechas de las formas aceptables de virilidad y feminidad, y entonces, más cuerpos cayeron en la escala de lo dudoso (Dreger 2000: 26; traducción de las EE).

Como parte de las investigaciones que combaten cualquier desviación del axioma decimonónico un cuerpo/un sexo, André Tardieu anexa las memorias de una hermafrodita en la segunda parte de su obra La question de l'identité, titulada Cuestiones médico legales de la identidad en sus relaciones con los vicios de conformación de los órganos sexuales (1874). Este texto, recuperado por Foucault en la década de 1970, es el primer testimonio autobiográfico de su tipo y, al contrario de lo que hubiera esperado Tardieu, promoverá la aceptación de la corporalidad hermafrodita en los siguientes siglos. Las memorias pertenecen a una hermafrodita francesa a quien, a los 22 años, se le reasigna médico-legalmente el sexo masculino y se le rebautiza como Abel.

Adélaíde Herculine Barbin, llamada comúnmente Alexina, nace el 8 de noviembre de 1838 en Saint-Jean-d’Angély. Su padre muere siendo ella una niña. Algunos años de su infancia los pasa en un hospicio separada de su madre y luego es internada en el convento de las Ursulinas de Chavagnes, donde recibe educación y destaca notablemente entre sus compañeras. A su salida de este, trabaja en la misma casa que su madre como doncella de “la Señorita” y continúa cultivándose de manera autodidacta. A los 17 años, ingresa a la Escuela Normal de Oléron y, dos años después, trabaja por el mismo lapso de tiempo como institutriz en un pensionado donde conoce a Sara, con quien tiene una intensa relación amorosa. Tras padecer malestares físicos internos y con cierta culpa sobre su anatomía y deseos, Herculine comienza un periplo —en el cual consulta a eclesiásticos y médicos— que termina con la corrección de su sexo en 1860.

Mujer con un alto grado de educación, Herculine había sido una ávida lectora de obras literarias e históricas. Las metamorfosis de Ovidio, a las que se refiere explícitamente en dos ocasiones, la trastornan, sensación que interpretará después como un presentimiento de lo que le esperaba: “¡Qué destino me aguardaba, Dios mío! ¡Y qué juicio van a dar de mí aquellos que me han seguido en esta trayectoria increíble, que ningún ser vivo había recorrido antes!” (Barbin 1985: 52; las cursivas son mías). Al tener un cuerpo y deseos que en el ámbito de la ley son repudiados, Herculine se debatirá entre la moral de su medio sociocultural —del que ella es partícipe y trágicamente ayuda a sostener— y la esperanza de una vida normal que le es prometida por confesores, médicos y juristas. Dará bandazos entre la rabia de saberse fuera de sí, como Hermafrodito, y la asunción de una posición de suma superioridad en la desesperación por asumirse como un ser humano único, pero posible: “Desde lo alto de mi orgullosa independencia, me constituyo en juez” (Barbin 1985: 117). Al haber vivido como mujer y como hombre se convierte en un moderno Tiresias; Herculine/Abel asciende simbólicamente así a un estado de cuasi divina androginia,14 de sublimación de los sexos que, sin embargo, no logrará eliminar su furia ni su profunda depresión:

Por una excepción de la que no me vanaglorio, me ha sido dado, con el título de hombre, el conocimiento íntimo y profundo de todas las aptitudes, de todos los secretos del carácter de la mujer. Yo leo su corazón como en un libro abierto. Podría contar todas sus pulsaciones. Poseo, en una palabra, el secreto de su fuerza y la medida de su debilidad. Por eso, yo sería un marido detestable; además, presiento que todos mis gozos quedarían envenenados por el matrimonio, y abusaría, quizá cruelmente, de mi inmensa ventaja, la cual acabaría volviéndose contra mí (Barbin 1985: 118).

Con la reasignación de su sexo verdadero, Herculine sólo puede establecer una relación especular con las narrativas míticas o del seráfico andrógino para autorepresentarse. Por su cuerpo anómalo, Herculine es presa de vigilancia y control sociales que la conducen finalmente a la muerte. No hay duda de que ella es perfectamente una mujer por crianza y podría haber continuado viviendo con esa identidad. La madre de Sara y dueña del internado, la figura de autoridad inmediata que podía influir directamente en su bienestar, pretendía no ver la relación que mantenía con su hija e inclusive se empeña en mantenerla oculta, con lo que el amor entre las jóvenes pudo haberse prolongado tal vez indefinidamente. Pero Herculine se somete por voluntad a la auscultación del poder que enarbolan los hombres —la religión, la ciencia, la ley— y pretende convertirse socialmente en un varón. Herculine actúa de conformidad dentro de la bipolaridad de los sexos. Al haber vivido siempre ligada a instituciones religiosas, no cuenta con elementos que la puedan dignificar socialmente como una mujer lesbiana con una anatomía particular. Como aclara Judith Butler: “[la hermafrodita] advierte y disfruta su diferencia respecto de las otras jóvenes a quienes desea, pero esta diferencia no es una simple reproducción de la matriz heterosexual del deseo. Sabe que su posición en ese intercambio es transgresora, que es usurpadora de un privilegio masculino, como dice Herculine, y que impugna ese privilegio aun cuando lo repite” (Butler 2001: 132).

Lo descabellado de la transformación a la que se somete, con la consecuente eliminación de toda su vida pasada y la destrucción de una identidad construida por más de 20 años, la mantiene alerta y la angustia, pero la deja indefensa. Incluso llega a pensar que su reasignación médico-legal de sexo es inconcebible, calificando su transición social a hombre con palabras que persisten en el campo semántico relacionado con el hermafroditismo, aunque no es consciente de la posibilidad real de esta última categoría como tal:

Por momentos me preguntaba si no era el juguete de algún sueño imposible.

Este resultado inevitable, y que no había previsto e incluso deseado, me aterraba ahora como una monstruosidad escandalosa. En definitiva, yo lo había provocado, y tenía que hacerlo, sin ninguna duda; pero, ¿quién sabe? Tal vez me había equivocado. Un cambio tan brusco, que iba a ponerme en evidencia de forma inesperada, ¿no iba en contra de todas las conveniencias?

[...]

El mundo, tan severo, tan ciego en sus juicios, ¿me tendría en cuenta un gesto, que podría pasar por lealtad, sin empeñarse más bien en desnaturalizarlo, en hacer en él un crimen?

¡Ay!, no pude hacerme entonces todas estas reflexiones. La vía estaba abierta, y yo estaba impulsada por la idea del deber que cumplir. No calculaba (Barbin 1985: 92-93; las cursivas son mías).

Para Herculine el hecho de empezar a vivir como hombre es en sí aberrante, pero tiene la creencia y el vaticinio de los otros de que este cambio reinstaurará equilibrio y plenitud, lo cual nunca sucede. Herculine/Abel empieza a escribir sus memorias en 1863 y cinco años después, en la soledad de su modesta habitación en el quinto piso de una casa situada, irónicamente en la calle de l’Ecole-de-Medicine, es encontrad@ muert@. Se suicida mediante “asfixia carbónica” y tuvo el postrer gesto de dejar una carta sobre la mesa “en la que decía que se daba muerte para escapar a sufrimientos que le obsesionaban constantemente” (Goujon 1985: 139-140).

Ediciones y modelos sexuales

Es importante considerar el contexto histórico y discursivo en que se dan las publicaciones de Tardieu y Foucault de las memorias de Herculine Barbin, pues determina en gran medida la recepción de un texto sui generis. A Tardieu le preocupaba poder detectar y evitar la sodomía,15 buscaba relacionar la pederastia y el afeminamiento, y abogó por la criminalización del travestismo para mantener el orden sexual. En particular, en cuanto al hermafroditismo, Tardieu sostiene que la ciencia médica es la encargada de actuar expeditamente para evitar confusiones: “Ciertamente, en este caso [el de Herculine], las apariencias del sexo femenino habían llegado muy lejos, pero, no obstante, la ciencia y la justicia se vieron obligadas a reconocer el error devolviendo a este joven a su sexo verdadero” (Tardieu 1985: 134). Tardieu participa en la construcción de un nuevo discurso sobre la sexualidad en el que convergen estudios médicos y jurídicos, y que busca separar de forma tajante los cuerpos en dos sexos, con la consiguiente desaparición del hermafroditismo. Las décadas de 1860-1870, siguiendo a Foucault, “constituyen precisamente una de esas épocas en las que con mayor intensidad se practica la búsqueda de la identidad en el orden sexual: sexo verdadero de los hermafroditas, pero también identificación de las diferentes perversiones —su clasificación, caracterización, etcétera—, en una palabra, el problema del individuo y de la especie en el orden de las anomalías sexuales” (Foucault 1985: 16). Esta es la razón por la cual a Tardieu no le importa eliminar pasajes del testimonio de Herculine que narran eventos posteriores a su reasignación de identidad legal, pues seguramente podrían contradecir su tesis, como lo señala Raquel Capurro:

Tardieu eligió así no saber, y descalificar, aquello que cuestionaba sus convicciones. El problema del verdadero sexo, para él, ya había sido bien resuelto, el resto podía perderse. Claro que, fiel a su perspectiva, desechó la pregunta acerca de la conexión entre estos procedimientos resolutivos y el hecho de que Barbin le cobrase asco a la vida y terminase suicidándose (Capurro 2004: 27).

La edición de Foucault publicada en Francia en 1978 con el título Herculine Barbin dite Alexina B.,16 por su parte, responde a improntas históricas e intelectuales opuestas a las de Tardieu. Recordemos que Foucault había inicialmente programado dedicar uno de los volúmenes de Historia de la sexualidad al hermafroditismo, y el caso de Herculine Barbin problematizaba de manera contundente la noción de sexo verdadero. El interés de Foucault en poner al descubierto este dispositivo de control lo patentiza en la edición estadounidense, Herculine Barbin: Being the Recently Discovered Memoirs of a Nineteenth-century French Hermaphrodite (1980), con la inclusión de la introducción “El sexo verdadero”, que no aparece en la francesa,17 y de la novela corta inspirada en la vida de Herculine del escritor maldito alemán Oskar Panizza: Un caso escandaloso (escrita probablemente entre 1884 y 1886).18 Dice Foucault en la introducción:

¿Verdaderamente tenemos la necesidad de un sexo verdadero? Con una constancia que roza la cabezonería, las sociedades del Occidente moderno han respondido afirmativamente. Han hecho jugar obstinadamente esta cuestión del sexo verdadero en un orden de cosas donde sólo cabe imaginar la realidad de los cuerpos y la intensidad de los placeres (Foucault 1985: 11).

Foucault establece que “se ha tardado mucho en postular que un hermafrodita debía tener un sexo, uno sólo, uno verdadero. Durante siglos se ha admitido, sencillamente, que tenía dos. ¿Monstruosidad que suscitaba el espanto y exigía el suplicio?” (Foucault 2004: 12). En su obra demuestra que, además de las condenas a muerte o al exilio en la Antigüedad y en la Edad Media, había otras maneras de lidiar con el hermafroditismo, como el asignarle al bebé un sexo al nacer o escoger el que aparecía como predominante; llegado a la edad adulta, el hermafrodita podía decidir por sí mismo si continuaba con el sexo que le fuera atribuido o si prefería el otro, condición que ya no podría cambiar, so pena de sodomía. Según Foucault, estos cambios de parecer y no la yuxtaposición de sexos fueron la causa de la mayoría de las condenas a los hermafroditas, con lo que se evidencia, subrayemos, la coacción sobre el ejercicio del deseo. La libre voluntad de elegir del hermafrodita, estipulada jurídicamente, se elimina con el ascenso de la medicina y la anatomía clínica como poder normalizador de los sexos, y en adelante serán los expertos quienes decidan (vid.Foucault 2006: 61-68).

Thomas Laqueur, en su genealogía de la construcción imaginaria del sexo y las mutaciones en sus representaciones sociales, no concuerda con Foucault en que en la antigüedad haya existido la creencia en la coexistencia de los dos sexos en un individuo. Laqueur sostiene que, hasta la época moderna, en Occidente se pensaba que sólo existía un sexo con diferencias de grado: el sexo en plenitud, que es el del hombre, del macho, y otro no plenamente desarrollado, con la misma anatomía pero invertida, que es el de la mujer, la hembra (cfr.Laqueur 1990). Pero asienta también el hecho de que había procedimientos sociojurídicos que regulaban en la práctica los usos y costumbres de las personas, incluyendo a quienes presentaban variantes físicas, pero que no estaban rigurosamente determinados por principios anatómicos. Desde finales del siglo xviii y a lo largo del xix es que se construye un discurso sobre la sexualidad que impone el tener un sexo verdadero.

Atendiendo a los sexos que se yuxtaponen en el hermafrodita o a la existencia de un sexo único con gradaciones, se observa por igual la actuación de un poder heteronormativo. El caso de Herculine Barbin, el más valioso testimonio escrito por ser el primero y el único proveniente del siglo xix, así como por la amplia documentación que suscitó y ha llegado hasta nosotros, viene a problematizar con contundencia el campo de la sexualidad. La intención presente en las ediciones de las memorias de Herculine muestra que estas publicaciones conllevan una orientación para su lectura que se explicita en los paratextos que las acompañan: la exaltación disciplinaria heteronormativa en el caso de Tardieu y, en el de Foucault, la develación de las consecuencias de la aplicación de un dispositivo de control sexual en un individuo en particular y las interrogantes que esto provoca. Con la impresión de sus memorias, Herculine contribuye sin proponérselo a renombrar desde otro lugar a los hermafroditas y alentará la conformación de una nueva clase de sujetos en el siglo xx: los intersexuales. La narración de Herculine a la larga constituye el sensible punto de partida de una recon- ceptualización del hermafrodita que l@ dota de materialidad corporal y se aleja —sin eliminarlas— de las figuraciones mítico-religiosas del andrógino que en el devenir del siglo xx se relacionarán más con comportamientos que abrazan improntas estéticas, sociopolíticas y hasta comerciales.

Una de las consecuencias más relevantes de que salgan a la luz las memorias es que los hermafroditas también conquistan un escaño en la escritura. Del recuento de los daños de Herculine editados por Tardieu se desprenden la mencionada novela corta Un caso escandaloso, de Oscar Panizza, y la novela L'Hermaphrodite (1899) de Ernest Armand Dubarry;19 las publicaciones debidas a Foucault son el detonador de Middlesex de Jeffrey Eugenides, e influyeron seguramente a la cineasta argentina Lucía Puenzo en la escritura del guión del film xxy (2007), basado en el cuento “Cinismo” (2004) del también argentino Sergio Bizzio y escrito en colaboración con él. En lo que va del siglo xxi, irrumpen al menos tres personajes intersexuales en la ficción que ya no están atados sin escapatoria a lo imaginario y que no responden al carácter metafórico que Fiedler reconoce, el cual está presente en la novela de Panizza.

Tanto Panizza como Jeffrey Eugenides se apropian de la historia de Herculine y la transforman. Lo más probable es que el escritor alemán haya leído el informe médico y las memorias en un viaje que realizó a París en 1881 para completar sus estudios de psiquiatría o, quizá al año siguiente, de regreso a su país. Un caso escandaloso desecha la narración autobiográfica y utiliza un narrador en tercera persona, pero conserva elementos medulares que remiten directamente a Herculine, como son el nombre Alexina, la relación amorosa que sostiene con una de sus compañeras que desata los mecanismos represivos, y la intervención del clero y de los médicos, quienes promueven su reasignación de sexo.

Panizza traslada la historia a un convento secularizado en 1831, con lo cual le imprime un tono libertino a la novela. Mayormente conocido por su dramaturgia, el escritor utiliza una estructura teatral en la narración: las descripciones de los personajes al inicio de la novela encajarían sin problema como didascalias en un libreto; respeta la aristotélica unidad de acción, lugar y tiempo, e incluso caracteriza a la pieza como una tragicomedia.

El narrador de Un caso escandaloso comienza el relato ubicando el lugar de la acción y con “una sucinta lista de los personajes de esta pieza” (Panizza 2004: 214); la descripción de Alexina Besnard, a quien el narrador irónicamente califica como “la heroína de nuestra historia” (Panizza 2004: 216), da algunos particulares sobre su historia familiar, su gran capacidad intelectual —especialmente para las matemáticas y las lenguas—, talento que la ha llevado a impartir algunas clases en el convento y le gana el título de la Maitresse, así como su rechazo de las manualidades femeninas:

¿La apariencia de Alexina? ¡Extraña y sorprendente! Era alta y delgada, de pasos largos y rápidos que movían sus faldas desgarbadamente; el rostro era flaco y casi feo, de no ser por cómo cautivaba su mirada imponente, rápida, penetrante, que todo absorbía, y de su hermosa nariz aguileña que en algo revelaba el insólito pensamiento de esta muchacha. Sus desfavorables ropas de convento no dejaban adivinar una figura de Afrodita, puesto que no hacía nada por mejorar su apariencia. Omitía encajes, pecheras, gorritos y —decía— añoraba usar el hábito de hermana. La voz de Alexina era áspera, con un falsete agudo como para comandar a jóvenes alumnas; en el coro se hacía notar porque de pronto cambiaba a una tesitura de contralto. Era un estuche de talentos y capacidades extraordinarias y comunes. Tenía maneras duras como el cristal de transformar su entorno a voluntad para adaptarlo según sus inclinaciones. A esta muchacha pobre, extraordinaria, bronca y poco tolerante que, comparada con las otras alumnas del Instituto, sólo contaba en su favor con sus brillantes dotes intelectuales, se unió desde el primer día Henriette, esa joven aristócrata mimada, rica, amante del lujo y las buenas maneras (Panizza 2004: 217).

Alexina se distingue por sus capacidades intelectuales y pedagógicas, así como por la facilidad con que puede controlar su entorno. Desde antes de su entrada al convento: “De todo se apropiaba con juguetona ligereza, y con la misma ligereza instruía a niñas más pequeñas. En este sentido se le consideraba un fenómeno” (Panizza 2004: 216). Las extraordinarias cualidades de Alexina para el aprendizaje y la enseñanza aminoran sus peculiaridades físicas y de comportamiento, las cuales contrastan de forma ostensible con el resto de las alumnas. Sin embargo, no son causa de rechazo alguno y se le admira tácitamente. La mirada de quienes la rodean no involucra prejuicios ni perspicacias, aunque su apariencia es peculiar; Alexina es una más de las internas del convento que no es sustancialmente diferente al resto. Mas, cuando se les descubre a ella y a Henriette durmiendo juntas, la lectura de su cuerpo y sus capacidades se trastoca.

En el convento se intuía que había un romance entre Alexina y Henriette, quienes estaban juntas todo el tiempo y se besaban repetidamente, se alejaban de las demás y se sabía que en los últimos seis meses habían dormido juntas. Su especial relación había sido tolerada hasta ese momento —como suele suceder con los enamoramientos en las escuelas para niñas y adolescentes— a pesar de que algunas alumnas habían presenciado o escuchado actos abiertamente sexuales entre ellas. La comprobación de su amor lésbico se da cuando Henriette se queda dormida y no regresa a su cama antes de que despierte el alumnado para continuar con el secreto:

Cuando hoy en la mañana les quitaron las cobijas en presencia de varias compañeras, sus pies estaban entrelazados y sus cuerpos casi desnudos; Alexina tenía piernas gruesas y cubiertas de pelo, como el diablo. Este último giro, acompañado por una exclamación a coro, un “¡Ah!” de repugnancia, fue desaprobado por el Abad, puesto que no estaba seguro si el diablo tenía pelos en las piernas, y en todo caso, qué tan peludo era (Panizza 2004: 227).

La corroboración de que Alexina tiene un cuerpo singular y la condena a un lesbianismo abierto, intensifican y ponen al descubierto los juegos de poder y la lucha de intereses que mantienen permanentemente los directivos del convento, la doble moral y el fanatismo de las alumnas y de los habitantes del pueblo, así como la regulación de los cuerpos que busca la medicina positivista. Las alumnas avisan al Abad sobre el pecaminoso descubrimiento y la Hermana Primera ve una coyuntura para subir de rango lamentándose exageradamente por el incidente:

En ese momento se abrió la otra puerta en la habitación de Monsieur, y entró Madame la Supérieure. Las jóvenes se echaron atrás, por respeto y como si las hubieran descubierto. Sólo la Hermana Primera permaneció en su sitio, la mirada fija en la Supérieure. En esta mirada y su respuesta en los ojos de Madame, podía reconocerse toda una situación. Y si Monsieur l'Abbé hubiera sido más perceptivo, habría podido ver que la historieta de amor de colegialas entre Henriette y Alexina, de lo que en apariencia se trataba, proveía a aquellas dos damas de un terreno para medirse; y que Henriette, la sobrina de Madame, de manejarse bien la batalla, representaba, obviamente, el punto de partir del cual se revelaría el lado sospechoso de Madame, la vulnerabilidad de su posición, para sacarla del juego (Panizza 2004: 223; las cursivas son mías).

Panizza transforma la biografía íntima, exaltada y trágica de Herculine en una sátira de los usos y los excesos del poder religioso, político y médico. Alexina ocupaba un lugar privilegiado en cuestiones académicas por sobre el resto de las alumnas, y su cuerpo y preferencias transgresores de las normas les proveen una oportunidad de humillarla. Bajo improntas morales, las descripciones resignifican las hasta entonces inofensivas características sexuales secundarias de Alexina, al extremo de verla como un íncubo, alegando, entre otras cosas, que por su inteligencia no podía ser una mujer, “era demasiado inteligente y sabía casi todo; no era suave como otras chicas, sino salvaje y dura [...] era un espíritu maligno en forma de muchacha que un buen día, de pronto, entre estrépito y pestilencia, iba a desaparecer” (Panizza 2004: 227). Las descripciones de Alexina son proporcionadas por los personajes y dicen más de sus ideologías que de la hermafrodita. Alexina tiene la palabra sólo mediante un par de cartas confiscadas por la Hermana Primera cuando Henriette intentaba esconderlas y entregarlas al Abad, y en una escena con este último expone la ausencia de pecado en la relación con su amiga: “¡mi amor por Henriette es limpio como la nieve del monte Hebrón; mis sentimientos son como palomas que nada saben del mal!” (Panizza 2004: 233). Pero hay un momento clave en que el narrador, habiéndose focalizado en ella, experimenta una revelación sobre su conformación anatómica:

Cuando, comenzando por la cabeza, [el médico] tomaba medida de todo, y luego auscultaba lo que cualquiera esconde por pudor, y con ello le propinaba severos dolores, tales que tuvo que gritar, ahí comenzó a pensar. Ella sabía: estaba formada distinto a las otras muchachas, a Henriette. Pero eso no le había llamado tanto la atención; ¿acaso no eran todas distintas de una manera u otra? (Panizza 2004: 242).

Alexina reconoce que independientemente de sus características físicas no puede ser sino una mujer.20

Con la revisión médica para determinar su sexo verdadero, el narrador eclipsará a Alexina en la narración. Esta escena se desarrolla en una habitación por cuya puerta entreabierta la Superiora escucha cómo es auscultada la Maîtresse. El, hasta hace algunas horas, incuestionable cuerpo femenino de Alexina, acusada de estar poseída por el diablo, queda totalmente fuera del campo de visión de la Superiora e incluso del alcance del narrador, quien sólo reproduce las frases y los sonidos provenientes del cuarto contiguo sin acceder a este. Al coartar en este punto su omnisciencia, el narrador anticipa la segregación social y el ocultamiento de que será objeto Alexina una vez terminado el incidente en el convento. El diagnóstico del médico sobre el sexo de la paciente, autorizado por el pensamiento positivista, recurre a caracterizaciones sexuales fisionómicas:

Alexina es, como muchacha, de estatura excepcional; también como hombre debe considerarse entre los más altos. El rostro delgado muestra la expresión de elevada inteligencia; la mirada es decididamente masculina, convergente. Bajo muy prominentes cejas, asoman un par de ojos negros, inteligentes, veloces; ningún rastro de barba; el cabello un poco más largo de como lo usan normalmente los hombres, pero lejos de alcanzar el largo del cabello de las muchachas (Panizza 2004: 244).

En el extenso dictamen médico, se incluyen aspectos conductuales determinados por condicionamientos culturales como pruebas para corroborar el sexo verdadero del paciente, a los cuales aún en la actualidad se les continúa dando este uso. En Middlesex, el doctor Luce apunta sobre Callie, la protagonista (luego Cal, el protagonista) hermafrodita:

primera impresión: La expresión facial del sujeto, si bien un tanto severa a veces, es en general agradable y receptiva, con sonrisas frecuentes. El sujeto baja frecuentemente la vista, de una forma que expresa modestia o timidez. De movimientos y gestos femeninos, sus andares ligeramente desgarbados concuerdan con el estilo de su generación. Aunque debido a su estatura pueda pensarse a primera vista que el sujeto es de sexo indeterminado, una observación atenta conducirá a la conclusión de que efectivamente es una chica. De hecho, posee una voz suave y velada. Inclina la cabeza cuando le hablan y no pontificia ni expresa sus opiniones con esa actitud intimidante característica de los varones. Con frecuencia formula observaciones humorísticas (Eugenides 2005: 555).

Esencialismos sobre la diferencia sexual, como que los hombres siempre han sido y serán cazadores y las mujeres recolectoras, están implícitos en observaciones sobre los comportamientos y la personalidad como las anteriores. El médico que tiene en sus manos el futuro de Alexina destruye su identidad femenina; en adelante, ella “debe ser considerado un hermafrodita masculino. Alexina es un hombre, y un hombre capaz de procrear”,21 con lo que se reclama su reasignación de sexo en el registro civil.

Cuando Panizza escribe la novela, ya se ha estado gestando un importante cambio en el estatus social de los hermafroditas con base en discursos biomédicos que propugnan la existencia de un sexo verdadero para cada individuo, y se impone el axioma un cuerpo-un sexo, que a su vez conducirá a un sexo-un género. Con el hecho de que Alexina sea prácticamente una exiliada a lo largo de la narración, a pesar de ser el centro de la trama, Panizza evidencia la angustia que producen un cuerpo y una sexualidad que cuestionan el binarismo sexual, y se mofa de la ansiedad social por hacerlos a toda costa inteligibles dentro de la norma. Judith Butler establece que:

Las presuposiciones que hacemos acerca de los cuerpos sexuados, si son de uno u otro sexo, de los significados que se dice les son inherentes o la consecuencia de que estén sexuados de una manera dada, de pronto se ven significativamente desvirtuados por los ejemplos que no cumplen con las categorías que naturalizan y estabilizan ese campo de cuerpos dentro de los términos de las convenciones culturales. Por lo tanto, lo raro, lo incoherente, lo que queda afuera, nos permite comprender que el mundo de categorización sexual que damos por hecho es construido y que, en realidad, podría construirse de otra manera (Butler 2001: 141).

Adelantándose a su tiempo, Panizza expone incipientemente el carácter constructivista de la diferencia sexual, que ya había estado presente cuando se les permitía a los hermafroditas decidir a qué sexo querían pertenecer. En Un caso escandaloso, Alexina se ve transformada en el orden de lo simbólico por dogmatismos religiosos, políticos y médicos detentados por los personajes. El quedar fuera de los estándares corporales femeninos conlleva la activación de mecanismos represivos y de destierro social, mismos que se ejercen de manera literal en la novela de Panizza. Lo último que lacónicamente sabemos de ella es que: “Ese mismo día, Alexina fue llevada a la casa de sus padres en su lugar de origen” (Panizza 2004: 244). A la hermafrodita se le niega cualquier participación en el entramado de la sociedad, en este caso condensado en el microcosmos del convento.

Sintomáticamente, con su expulsión, Alexina personifica la práctica ausencia de hermafroditas reales en la literatura hasta años recientes. Esto constituye una paradoja pues, no obstante que son catalogados como seres irreales, no han sido participes en la ficción.

Los logros de los movimientos feminista, gay, trans y queer preceden la ruta para que las personas intersexuales cuenten con visibilidad social y accedan finalmente a las artes en general. Un caso escandaloso pone en escena la hipocresía y la aversión de las sociedades que niegan la corporalidad hermafrodita. La perspectiva del narrador de Panizza va un paso adelante en la aceptación de corporalidades y sexualidades que abaten los fundamentalismos de la normatividad heterosexual, aunque, como la de Herculine, está circunscrita por lo que se conoce en su tiempo. El retrato de Alexina que producen el narrador y los personajes es semejante al que hace Herculine de ella misma cuando narra su entrada a la Escuela Normal —ambas tienen 17 años— y ejemplifica la transgresión de los parámetros fisionómicos y anatómicos convencionales y biológicos de lo femenino, que perduran hasta nuestros días:

[...] instintivamente sentía vergüenza de la enorme distancia que me separaba de ellas, físicamente hablando.

A esa edad en que se desarrollan todos los encantos de la mujer, yo no tenía ni el aire lleno de abandono ni la redondez en los miembros que revelan a la juventud en flor. Mi tez, de una palidez enfermiza, denotaba un estado de sufrimiento constante. Mis rasgos tenían una cierta dureza que era imposible ocultar. Un ligero vello cubría mi labio superior y una parte de mis mejillas. Se comprende que esta peculiaridad diera pie con frecuencia a bromas que yo quise evitar utilizando frecuentemente las tijeras a modo de cuchillas. Solo conseguí, como era natural, espesarlo más y hacerlo más visible todavía. Tenía también el cuerpo literalmente cubierto, y evitaba cuidadosamente desnudar mis brazos, incluso con los calores más fuertes, cuando así lo hacían mis compañeras [recordemos la lucha de las mujeres de la familia Stephanides, incluida Callie, contra el vello y sus visitas al salón de belleza The Golden Fleece]. En cuanto a mi cintura, era de una estrechez verdaderamente ridícula. Todo esto saltaba a la vista y me daba cuenta todos los días. Debo decir, sin embargo, que era generalmente querida por mis maestras y compañeras, y este afecto lo correspondía pero de una manera casi temerosa. Yo había nacido para amar. Todas las facultades de mi alma me impulsaban a ello; bajo una apariencia de frialdad y casi de indiferencia, tenía un corazón de fuego (Barbin 1985: 43-44).

Tras una infancia y adolescencia en que Herculine y Alexina no sufrieron ningún tipo de represión relacionada con sus cuerpos abyectos, en la adultez son orilladas a ceñirse a los paradigmas estéticos y anatómicos del binarismo sexual; al no apegarse fielmente a la corporalidad femenina y por sus preferencias sexuales, las estructuras de poder involucradas actúan eliminando su vida como mujeres y las obligan a asumir una identidad masculina. Ambas hermafroditas son objeto de la imposición de la normatividad heterosexual que, al sojuzgarlas y normalizarlas, persiste en considerarlas seres anormales que, por lo tanto, deben ser vigilados y controlados, y las arroja a la marginalidad social con funestos resultados. Refiriéndose a Herculine Barbin, Butler argumenta sobre los sujetos que desestabilizan la matriz heterosexual y su relación con la ley:

Está [la hermafrodita] afuera de la ley, pero la ley mantiene este afuera dentro de sí misma. En efecto, él/ella encarna la ley no como sujeto titular sino como un testimonio patente de la capacidad misteriosa de la ley para producir sólo las rebeliones que —por fidelidad— con toda seguridad se derrotarán a sí mismas y a aquellos sujetos que totalmente subyugados, no tengan más opción que reiterar la ley de su génesis (Butler 2001: 137).

Irónicamente, al negar la corporalidad hermafrodita, la ley está produciendo a estos sujetos. Siguiendo el pensamiento de Foucault y Butler, Rodrigo Parrini señala que “el poder no sólo actúa de modo prohibitivo, sino productivo; no se le puede estudiar sólo por lo que enuncia, sino también por lo que silencia” (Parrini 2007: 38). La normatividad sexual decimonónica y la ejercida a lo largo del siglo xx hasta su última década, con la emergencia del activismo intersexual, no da elementos que permitan a los hermafroditas siquiera vislumbrar la posibilidad de construir una identidad de sexo-género anclada en su condición anatómica, hormonal o genética.

La novela de Panizza incorpora al hermafrodita como una figuración mediante la cual puede hacer una ácida crítica a los devaneos del poder religioso y médico. A través del caso de Alexina se habla de algo más, de las metáforas temáticas de que habla Leslie Fiedler.

Las memorias de Herculine Barbin son en definitiva el hipotexto moderno y realista del hermafrodita en la literatura, así como tema relevante de debate filosófico, psicológico, sociológico e histórico. Herculine, anclada en su tiempo y espacio, cumple con las narrativas literarias, médicas, legales y culturales a su alcance para reconocerse y autoafirmarse, las cuales no coadyuvaban en nada para que sobreviviera al estupor de la reasignación de sexo a la que es/se sujeta. Triste paradoja, la hermafrodita no alcanzó siquiera a vislumbrar su participación en la revolucionaria conciencia que generaría a la distancia.

Imitaciones paratextuales

La producción de estudios y clasificaciones biomédicas sobre el hermafroditismo humano surgidas desde el siglo xix son instancias que posibilitan su entrada al mundo de la letra y la ficción. Estas corporalidades periféricas abandonan lentamente las ferias de los freaks y los terrenos de la teratología. Sin embargo, los saberes sobre la intersexualidad todavía están constreñidos a grupos minoritarios, están cercados en la biología, la medicina, el derecho y, por otro lado, en los ámbitos que fundan las propias personas intersexuales y en las teorizaciones feministas, gays, lesbianas y queers.

Durante el proceso de esta investigación, escuché el comentario de un estudiante universitario de posgrado en el que calificaba de mediocre a xxy porque no se había “desarrollado el lado femenino de Alex”, la protagonista. Las construcciones socioculturales sobre el hermafroditismo, que siguen permeando en las sociedades, independientemente de niveles intelectuales y económicos, permanecen atados a la creencia de que el hermafrodita tiene los dos sexos, que literalmente tiene vagina y pene, ovarios y testículos, y, por lo tanto, puede y debe actuar indistinta y diferencialmente ambos roles de género. El comentario del estudiante muestra el desconocimiento sobre la existencia de variaciones corporales respecto de la masculinidad y feminidad típicas, y se inscribe en la normatividad de la matriz heterosexual. La regla esencialista decimonónica un cuerpo-un sexo, se ha traducido sin escalas en un sexo-un género, aunque no sea así en la praxis, como establece Teresa de Lauretis:

[...] género no es lo mismo que sexo —el cual es un estado natural, puesto que el género corresponde a la representación de cada individuo de acuerdo con una relación social particular. Esta relación es preexistente al individuo y se predica sobre la base de una oposición conceptual y rígida (estructural) de dos sexos biológicos. Es esta estructura conceptual lo que las estudiosas feministas de las ciencias sociales han denominado “el sistema sexo/género” (de Lauretis 1991: 283).

En el fondo, el estudiante citado apelaba a la figuración mítico-artística popular del hermafrodita y desconocía —quizá inconscientemente— la posibilidad de la existencia de un amplio conjunto de corporalidades intersexuales que no conllevan una actuación de género fija. El término hermafrodita mantiene puntos de contacto con lo mítico, la homosexualidad y los numerosos trans. Intersexualidad se utiliza para referirse a variaciones anatómicas consideradas ambiguas o engañosas, y está coloreada con ideologías contrarias a la diversidad sexual.

Las personas intersexuales suelen utilizar las categorías hermafrodita e intersexual indistintamente, pero arrostran sentidos que no están connotados en contextos científicos. Los argentinos Mauro Cabral y Ariel Rojman, miembros del movimiento intersex, proporcionan una definición muy amplia que despeja incógnitas sobre el hermafroditismo/intersexualidad, la cual será nuestra referencia en adelante y que está signada históricamente por la experiencia intersexual y su relación con los mecanismos médicos de normalización a que se enfrentan a partir del siglo xx:

La definición de intersexualidad que utilizamos [...] se separa de las connotaciones puramente diagnósticas de su empleo biomédico, para ser enunciada desde una posición eminentemente subjetiva. De este modo, llamamos intersexualidad al conjunto de situaciones en las que la bioanatomía de una persona —y, en particular, su aparato sexual-reproductivo— no conforma los standards culturalmente vigentes de corporalidad femenina o masculina (standards que actúan, es preciso recordarlo, como ideales de enorme eficacia regulativa). Esta no-conformidad corporal (no-conformidad entre carne y cuerpo genéricamente sexuado, podríamos decir) puede adoptar formas diversas (clítoris “demasiado” grandes, penes “demasiado” pequeños, ausencia de vagina, órganos “malformados”, etc.) que no necesariamente comprometen la asignación de un género al nacer, sino que marcan una diferencia dada respecto de un standard asociado con la diferencia sexual como naturaleza binaria. Caer fuera del standard corporal de la feminidad o la masculinidad ha implicado para much*s otr*s niñ*s intersex el sometimiento a tratamientos de “normalización” corporal, a través de intervenciones quirúrgico-hormonales y sociales (como reasignaciones de género, cambios de nombre, etc.), realizados en la primera infancia, sin el consentimiento de la persona intersex en cuestión, y muy frecuentemente mantenidos en secreto hasta la adultez. Como personas intersex sometidas en su niñez y adolescencia a estos tratamientos —que denunciamos como mutilación genital infantil intersex— incorporamos decisivamente la experiencia del daño como parte central de la definición de intersexualidad, cuando intersex se enuncia en primera persona, cuando nuestro nombre es intersex (Cabral y Rojman 2004: 5).

Herculine Barbin se suicida en febrero de 1868, en los albores del periodo que Alice Domurat Dreger llama “The Age of Gonads” (1870-1915), época en que se acepta que, en casos dudosos, lo que define el sexo verdadero eran las gónadas, es decir, la presencia de tejido ovárico o testicular en el paciente. Debido al estado en que se encontraba la medicina entonces, esto sólo era posible de corroborar post mortem, como sucedió en el caso de Herculine.

El cambio de estafeta en la historia de la ciencia sexual por los surgimientos de nuevas teorías llegó pronto. En los primeros años del siglo xx se descubre que los mamíferos pueden presentar ovotestis: glándulas sexuales con tejido ovárico y testicular, lo que fractura el imperio de las gónadas. A la definición del sexo por medio de las gónadas le sucederán la endocrinología y, más tarde, la genética.

Lo que se denomina sexo y los varios procedimientos para definirlo son enteramente contingentes, como confirma Dreger: “Qué significa ser varón, hembra o hermafrodita —y cómo sabes si eres varón, hembra o hermafrodita, y qué te ocurría si fueras identificado/a como varón, hembra o hermafrodita— es específico de cada época y lugar” (Dreger 2000: 9-10; traducción de las ee). Anne Fausto-Sterling clarifica aún más el carácter histórico de lo que se llama sexo haciendo hincapié en el rol decisivo de lo social:

[...] etiquetar a alguien como hombre o mujer [...o hermafrodita] es una decisión social. Podemos usar el conocimiento científico para ayudarnos a tomar la decisión, pero sólo nuestras creencias sobre el género —y no la ciencia— pueden definir nuestro sexo. Además, nuestras creencias sobre el género afectan el tipo de conocimiento que los científicos producen sobre el sexo, para empezar (Fausto-Sterling 2000: 3; trad. de las ee; las cursivas son mías).

Las narrativas sociales, científicas, filosóficas, literarias, testimoniales, etc. que atraviesan las definiciones sobre el sexo-género son el resultado del devenir y las interacciones dialécticas entre estas mismas. Cabral, por ejemplo, reformulando la máxima de Simone de Beauvoir sobre las mujeres, dice que “En nuestra cultura nadie nace intersex. Brutalmente se llega a serlo” (Cabral y Rojman 2004: 3).

La escritura testimonial de Herculine Barbin inaugura una trayectoria que dará voz a las personas intersexuales. En Estados Unidos se llega a un punto clave apenas en 1993 con la fundación de la Intersex Society of North America, presidida desde entonces por Cheryl Chase. La apuesta política del activismo intersexual está logrando que los monstruos hermafroditas sean considerados personas. La irrupción de los intersexuales en las artes bajo paradigmas realistas es, en gran medida, resultado de la visibilidad que han adquirido a través de acciones políticas. Sin embargo, condicionamientos culturales como los referidos antes se activarán, casi inevitablemente —tal cual sucedió con el estudiante—, con los paratextos presentes en la novela de Eugenides, comenzando por el título.

La denotación inmediata de la palabra Middlesex podría ser que designa una región geopolítica: el condado inglés del cual formaba parte la ciudad de Londres; misma que terminaría por absorber la mayoría de su territorio con la consecuente abolición de la demarcación original en 1965. Pero este significado se modifica con los paratextos de la cuarta de forros.

En la primera edición (Farrar, Straus & Giroux, 2002), aparecen dos comentarios respecto a la historia de Callie, la protagonista: “De hecho, ella no es en realidad una niña en absoluto” y “una rara mutación genética echa a andar la metamorfosis que transformará a Callie en un ser a la vez mítico y perfectamente real: un hermafrodita”. Mientras que en la primera edición de Picador, posterior a la premiación de la novela con el Pulitzer para obras de ficción en 2003, los editores comentan: “Para entender por qué Calliope no es como las otras niñas, ella tiene que descubrir un culposo secreto de familia, y la asombrosa historia genética que convierte a Callie en Cal”. Ambas ediciones son puntuales respecto de la sexualidad genéticamente determinada de Cal; de esta manera, el condado Middlesex del título se verifica como un juego lingüístico que conduce a “Middle-sex”, a un sexo intermedio, a uno entre los sexos o, tal vez, a un tercer sexo. Sin embargo al ser las variaciones intersexuales desconocidas por la mayoría de los lectores, seguirían subyaciendo condicionamientos culturales en cuanto a la sexualidad de quien protagoniza la novela. Debido al estrecho tejido de la red nominal de las sexualidades periféricas, podría esperarse que la historia tenga un/a narrador/a homosexual; que la trama involucre una operación de reasignación de sexo; que, en conexión con el hermafroditismo visto como la coexistencia total de ambos sexos, se proyecte la narración como perteneciente a la literatura fantástica o a la ciencia ficción; o una combinación matizada entre las anteriores. Con la lectura del texto, Middlesex —sin perder ninguna de las connotaciones anteriores— se conecta con la primera acepción de la palabra que anotamos: es el nombre de la calle en que está la casa donde Callie pasará la mayor parte de su infancia y adolescencia:

El implacable Cadillac negro siguió a toda pastilla, llevándonos a mi padre, a mi hermano y a mí fuera de aquella ciudad desgarrada por la guerra. Cruzamos un diminuto canal que, como un puente levadizo, separaba Detroit de Grosse Pointe. Y entonces, antes de que pudiéramos darnos cuenta del cambio, estábamos en a casa del Bulevar Middlesex (Eugenides 2005: 331).

Los paratextos, en las ediciones de Middlesex, plantean una incógnita a despejar por el lector, quien para lo cual recurre necesariamente a la sedimentación de la tradición que Paul Ricoeur llama inteligencia narrativa: “la familiaridad con las obras, tal como aparecieron en la sucesión de las culturas de las que somos herederos” (Ricoeur 2004: 395). Pero, debido a que l@s hermafroditas reales han estado expulsad@s por siglos de la sociedad —y de las letras—, las referencias son prácticamente inaccesibles y resulta particularmente complicado situar conceptual y visiblemente al personaje central.

Para llegar a Middlesex, las figuraciones literarias del hermafrodita han experimentado una trayectoria de creciente secularización. No obstante, el hermafroditismo es algo inestable en su representación para la mayoría de los lectores. La competencia del lector frente al texto está determinada por sus horizontes culturales que, en cuanto a las sexualidades periféricas, han sido socialmente limitados por improntas ideológicas.

Otra orientación de la lectura que también indica los paratextos en Middlesex es que como lectores nos enfrentamos a una narración vinculada con la construcción de la identidad de la/el protagonista. La primera edición apunta: “Un lapso de ocho décadas —y una adolescencia inusualmente extraña— conforma la esperadísima segunda novela de Jeffrey Eugenides, una grandiosa y completamente original fábula de genealogías cruzadas, complejidades de género e incitaciones del deseo profundas y desaliñadas”; mientras que la edición de Picador menciona personajes como Tristam Shandy, Ishmael y Holden Caulfield, y describe la trama como “la pasmosa historia de Calliope Stephanides y tres generaciones de los Stephanides, familia estadounidense de origen griego”, además de que incluye numerosas citas de críticas de la novela en las primeras páginas que señalan los géneros literarios con que esta se afilia, entre los que se impone el bildungsroman.

El paradigma genérico que preside Middlesex se inscribe plenamente en la tradición de narraciones sobre el devenir individual del protagonista y está en concordancia íntima con las narraciones de Hermafrodito y Herculine, que también son identitarias al centrarse en la relación entre el individuo y los otros, entre la persona y la sociedad. De esta manera, para la construcción de una identidad, Cal recurre a una serie de estrategias narrativas formalizadas que se dirigen a representar lo que, por su condición corporal, en la práctica social sigue siendo irrepresentable, como lo ejemplifica la experiencia intersexual de Cabral, quien declara en entrevista:

—Cuando el género como lenguaje se vuelve poco claro, se produce un ruido en la comunicación, como si se estuviera escuchando un dialecto extranjero. Siguiendo con la analogía, una persona intersex habla la masculinidad y la feminidad como si fueran segundas lenguas.

—¿Y la propia?

—No existe, es inarticulable.

Responde Mauro, sin dejo de conmiseración (Fondevila 2009: 1).

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Esta introducción está ambientada con el ominoso Allegretto de la Sinfonía no. 7 en La mayor, opus 92, de Ludwig van Beethoven.

Este nombre nunca se menciona en los diálogos, pero aparece en los créditos, y tiene un sentido simbólico por la pasión que despliega el personaje; Terra = tierra / Nova = nueva.

La traducción de los diálogos de la película está a cargo de Gerardo Balderas.

El personaje se observa desde las rodillas hasta la cabeza.

Por el piso de mármol rosa y blanco, la cantidad de obras expuestas y el origen francés de la producción, se puede saber que se trata de la sala de arte helenístico del Museo de Louvre.

Ambas son definiciones de la rae.

Esto se ejemplifica en la convivencia de grupos activistas que buscan obtener visibilidad y derechos bajo construcciones identitarias basadas en la sexualidad, los cuales es común que asuman el título colectivo de "Comunidad lgbti": lésbico-gay-bisexual-travesti-transgénerotransexual y, más recientemente, intersexual.

En algunas traducciones, se llama al personaje "Hermafrodita", lo que en español implica dejar de lado su sexo/género masculino anterior a la transformación.

La película Hedwig and the Angry Inch (2001), de John Cameron Mitchell, narra la historia de un adolescente de Berlín oriental que se enamora de un soldado estadounidense y se somete a una operación de cambio de sexo para casarse con él y emigrar a su país, lo cual tendrá resultados muy diferentes a los esperados. Años después, el/la protagonista es líder de una banda de rock y narra su vida a través de composiciones que interpreta en conciertos en restaurantes; entre sus canciones, hay una sobre los andróginos de la fábula de Platón que se ilustra con dibujos animados. En la Biblia, antes del episodio en que Yahvé duerme a Adán para quitarle una costilla y crear a Eva, el Génesis asienta que "creó Dios al hombre a imagen suya; a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó" (1:27). La enigmática última frase —que remite al andrógino como origen de la vida en numerosas culturas— no tiene repercusión en adelante, y Adán —el hombre— se encuentra nuevamente solo. La ausencia de Lilith en la Biblia y la inmediata subyugación de Eva, la primera pecadora, a Adán —"te sentirás atraída por tu marido, pero él te dominará" (3:16)— nos hablan de la imposición de un sistema patriarcal.

Según Alice Domurat Dreger, Richard Goldsmith, en su artículo de 1917, "Intersexuality and the Endocrine Aspects of Sex", puede ser el primer investigador biomédico en usar el término intersexual para referirse a un amplio rango de ambigüedades sexuales, las cuales incluyen lo que con anterioridad se conocía como hermafroditismo (Dreger, 2000: 31).

El personaje es interpretado por el mismo actor que hace el papel de Terranova.

El diálogo conduce a pensar en lo diabólico.

La película Brothers of the Head (2005), dirigida por Keith Fulton y Louis Pepe, es un ejemplo de las posibilidades satíricas latentes en figuras poco explotadas como es la de los siameses.

Es probable que Herculine, quien menciona a dos importantes escritores de la época como son Alexandre Dumas y Paul Féval, conociera la novela Serafina (1835) de Honoré de Balzac, texto casi doctrinal que reproduce el pensamiento místico de Emmanuel Swedenborg sobre la androginia; el tono de Herculine se asemeja en ocasiones a la voz del andrógino balzaciano: ”He vencido a la carne por la abstinencia, he vencido a la falsa palabra por el silencio, he vencido a la falsa ciencia por la humildad, he vencido al orgullo por la castidad, he vencido a la tierra por el amor, he pagado mi tributo por el sufrimiento, me he purificado quemándome en la fe, he deseado la vida por la oración: espero adorando, y estoy resignado” (Balzac, 1977: 17).

Originalmente, el término sodomía hacía referencia a cualquier tipo de comportamiento o práctica sexual que se desviara de la norma judeocristiana. Aunque el sexo anal y el intercambio sexual entre personas del mismo sexo eran lo más perseguido, la sodomía se identificaba generalmente con lo que a partir del siglo xix se clasifica como homosexualidad, relación semántica que se ha fortalecido (Delcourt, 1969).

Foucault publica las memorias como parte de una colección que dirigiría, titulada irónicamente Les vies parallèles, por la alusión a la obra de Plutarco sobre hombres ilustres. La colección de Gallimard no llegó a concretarse, por lo que está conformada solamente por el texto de Barbin.

La edición española publicada en 1985 está a medio camino entre la francesa y la norteamericana, ya que incluye la introducción, pero no la novela corta de Panizza, así como una introducción del editor y un estudio sobre el pensamiento de Foucault de Antonio Serrano: "Una historia política de la verdad”.

Oskar Panizza, escritor alemán (1853-1921), es autor de El concilio de amor (1894), obra teatral abiertamente antirreligiosa por la que fue encarcelado, así como después fue perseguido por el contenido de sus obras. En México, recordamos la violencia de que fue objeto el montaje del Concilio de amor, dirigido por Jesusa Rodríguez, por parte de grupos fundamentalistas, misma que llegó hasta la destrucción de la escenografía. Panizza ejerció la psiquiatría por un tiempo sin abandonar su trabajo literario. Desarrolló con los años delirios paranoicos y terminó sus días en un sanatorio.

Ha sido imposible conseguir esta novela. Aparentemente las novelas de Dubarry, que se publicaron entre 1892 y 1902, no han tenido reimpresiones y no tengo noticia de que haya habido alguna edición en español. Existe una reedición en inglés de Les invertis (le vice allemand) en Elibron Classics. Dubarry fue un periodista relacionado con la política y la divulgación científica; sus textos abordan temas como el fetichismo, el hermafroditismo y la homosexualidad bajo la óptica médico-legal de la naciente psiquiatría.

Tal como Callie, en Middlesex, no se lo cuestiona por las mismas razones o por sus inclinaciones lésbicas: "¿Acaso debía pensar que no era una chica? ¿Sólo porque me sentía atraída hacia otra chica? Eso pasaba todo el tiempo. Y en 1974 ocurría más que nunca. Se estaba convirtiendo en el pasatiempo nacional" (Eugenides, 2005: 496-497).

El narrador sugiere que, durante la auscultación, Herculine es víctima de un cierto tipo de abuso por parte del médico, lo que se sustenta por el reporte final en el que este asevera que "evidentemente debido a una momentánea excitación psíquica, [tuvo] una involuntaria ejaculatio seminalis, que bajo observación en el microscopio probó presentar espermatozoides normales y en movimiento".

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