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Vol. 51.
Páginas 36-49 (Junio 2016)
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Los criterios de diseño arquitectónico de la vivienda moderna desde la perspectiva de género
The criteria for the architectural design of modern housing from a gender perspective
Critérios de desenho da habitação moderna a partir da perspectiva de gênero
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Javier Caballero Galván
Instituto Tecnológico de la Construcción, Universidad del Valle de México, Ciudad de México, México
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Resumen

Si se entiende el espacio arquitectónico como una estructura espacio-objetual codificada en el orden simbólico del patriarcado-capitalista, y por tanto, como una producción cultural en la que se expresa materialmente esta organización socioeconómica, entonces el diseño arquitectónico de la vivienda moderna parte de criterios fuertemente influidos por la desigualdad de género. En este trabajo se abordan dos de ellos: la dicotomización espacial, criterio que subdivide la vivienda en espacios públicos y privados, y la función del espacio, que asigna actividades y significados específicos para cada uno de estos. Desde ahí, se preservará y justificará un discurso de regulación y normalización colectiva en el que el sexo masculino mantendrá una modalidad de privilegio a partir de la subsunción de todo lo femenino. La vivienda devendrá así un nodo de significaciones encargadas de obstaculizar la transformación política que la relación entre los sexos debe construir para lograr establecer una sociedad verdaderamente democrática.

Palabras clave:
Diseño arquitectónico
Género
Vivienda
Abstract

If architectural space is understood as a spatial-objectual structure encoded in the symbolic order of the capitalist patriarchy, and therefore as a cultural production in which this socioeconomic organization is physically expressed, then the architectural design of modern housing is based on criteria heavily influenced by gender inequality. This paper addressed two of these: spatial dichotomization, a criterion that subdivides housing into public and private spaces, and the function of space, which assigns specific activities and meanings to each of these. A discourse of collective regulation and normalization will therefore be preserved and justified and the male sex will maintain a modality of privilege on the basis of the subsumption of everything female. Housing will therefore become a significance node responsible for hampering the political transformation that relations between the sexes must construct to establish a truly democratic society.

Keywords:
Architectural design
Gender
Housing
Resumo

Os critérios do desenho arquitetônico de habitação moderna estão fortemente influenciados pela desigualdade de gênero. Estrutura espaço-objetal, codificada na ordem simbólica do patriarcado capitalista, o espaço arquitetônico é uma produção cultural onde fica materialmente exposta esta organização socioeconômica. Sobre isso, este artigo aborda dois critérios: a dicotomização espacial, que divide a habitação em espaços públicos e privados, e a funcionalidade dos espaços, que aloca atividades e significados específicos para cada um deles. Com isso, será preservado e justificado um discurso de regulamento e normalização coletiva em que o sexo masculino irá manter uma forma de privilégio na subsunção do sexo feminino. A habitação vai se transformar assim num nó de significados que dificultam a transformação política necessária para conseguir estabelecer uma sociedade verdadeiramente democrática.

Palavras-chave:
Desenho arquitetônico
Gênero
Habitação
Texto completo
Introducción

Aunque en apariencia coexisten separados, el diseño arquitectónico y el género yacen totalmente vinculados; uno y otro se implican, se modifican, se denotan y connotan. Desde luego que no es una distancia casual, sino que forma parte del modo en que entendemos e interpretamos el espacio en la modernidad capitalista. Espacio y materia física se nos han presentado como entidades distintas, escindidas y desligadas; como si el primero fuera solo soporte de la segunda. Pero esta idea platónica, pretendidamente objetiva, invisibiliza su verdadero sentido: un vacío que por su composición pareciera tener que quedar marginado de los análisis sociales.

El espacio y su diseño, materializado en un contenedor físico significado, tiene una participación en la vida social más grande de lo que usualmente se piensa; se trata de una significación que inexorablemente surge de la estructura mítica, simbólica y ética que constituye a una cultura. En este sentido, es análogo a la construcción del género, pues de igual forma es una significación hecha sobre un espacio que casi siempre consideramos ausente: el cuerpo. Ambos, cuerpo y espacio arquitectónico, debido a su obviedad y evidencia son producciones culturales muchas veces soslayadas a pesar de su enorme potencial simbólico. En consecuencia, uno y otro “desaparecen” como una forma de evadir el cuestionamiento de lo esencial: aquello que nos muestra quiénes somos y en qué creemos.

Conocer el significado del cuerpo y del espacio arquitectónico implica comprender la estructura de las relaciones afectivas y materiales que constituyen el núcleo ético-mítico cultural (Dussel, 2006).

Este trabajo pretende mostrar la forma en que los criterios utilizados para diseñar la vivienda moderna surgen de la misma fuente en que se ha construido la diferencia sexual, una diferencia que ha significado desigualdad social, opresión y marginación. Se trata, en efecto, de criterios que forman parte de los dos sistemas de opresión global: el patriarcado y el capitalismo. Me parece que en la medida en que la vivienda sea develada como su expresión material, como la síntesis de un determinado tipo de relaciones y de condiciones sociales y materiales, mucho más fácil resultará modificar la configuración de un espacio marcado por una desigualdad perenne.

Si bien es cierto que la arquitectura, en su extensión y complejidad, está signada por la subordinación femenina, pretendo concentrarme en la vivienda, porque es ahí donde se ha condensado en mayor medida esta desigualdad. Un espacio en el que se trazó la falsa división público-privado y desde donde el movimiento feminista contraargumentó que lo personal era político. Parto entonces de un nodo que, de ser un espacio de transformación política, devino mercancía al servicio del patriarcado-capitalista y que, de ser lugar de la intersubjetividad y del trabajo reproductivo, ha devenido dispositivo de control en el que se han fijado los códigos del comportamiento asignado para cada género.

En este sentido, resulta importante repensar la vivienda, pues en esta se ha cifrado la reproducción de la vida que ha estado ausente de todo análisis económico. El cuidado de la vida, que anteriormente estaba conectado con el trabajo productivo, ha sido relegado y confinado a un espacio físico desvinculado totalmente del componente colectivo. La vivienda es hoy confinamiento y claustro de prácticas que se creen prescindibles y que, por el contrario, resultan indispensables para el modo de producción capitalista.

La estructura espacio-objetual

Es importante, para empezar, hacer consciente que la estructura espacial que rodea nuestro cuerpo y nuestro trabajo es producto de un discurso elaborado por el sistema dominante. Pensemos en una habitación. Imaginemos los objetos ahí desplegados; tal vez una cama, un escritorio, una lámpara; entidades que son a su vez conjuntos de componentes más pequeños. De igual forma que estos, el conjunto habitación es tal porque está vinculado a través de diversas redes discursivas, es decir, por relaciones de color, de texturas, de posición o de estilo formal. Pero la totalidad de ese conjunto es mucho más amplia y no puede existir sin una subjetividad que lo refiera. Lo que permite formar al conjunto habitación es un discurso que ensambla las piezas de una forma específica y que debe por fuerza anidarse primeramente en dicha subjetividad. Por ello puede decirse que los espacios, y el conjunto unificado de objetos que hay en ellos, son fiel reflejo de las personas que los producen.

Al respecto, Baudrillard (1969) señala que esta totalidad es de orden moral, porque ahí quedarán materializadas las relaciones personales del grupo que cohabita en ese continente espacio-objetual. Sin embargo, Baudrillard olvida mencionar que estas relaciones son también relaciones de poder, y que la familia tradicional, con que el autor asocia este orden, no es simplemente un grupo humano unido por el parentesco, sino una forma ideológico-política mediante la cual el proyecto liberal del siglo xix logró ajustar el orden social al orden económico; un sistema que adjudicó a las mujeres el papel de cuidadoras y que logró privarlas de su participación en el espacio público.

Podemos afirmar, entonces, que la vivienda se convertirá en la representación material de la subordinación femenina, de su explotación y confinamiento, y que la estructura espacio-objetual, formal y temporal, que la vivienda burguesa estipuló como un verdadero arquetipo hegemónico, será un sistema codificado en esta opresión. En efecto, esta estructura tendrá además como objetivo desactivar por completo la capacidad de las mujeres para subvertir este orden y velar el sentido político que toda estructura espacio-objetual porta por el hecho de estar significada a través de las relaciones sociales. En resumen, se trata de inhibir lo que Arendt (1997) denominó la “acción política”, aquella que es capaz de modificar a través de un acto consciente (a través del discurso) la intersubjetividad, es decir, la esfera de lo común. Más que un acto de continuidad, la “acción” es un acto de irrupción que requiere colocar la individualidad dentro de lo público. Pero debemos tener cuidado, porque no hablamos de simple voluntad ni de un simple acto producto de la necesidad, sino del principio de pluralidad vinculada con la libertad que es propia de la condición humana. Solo a partir de este principio podemos hilar el discurso que es en sí la estructura espacio-objetual. Componer un sistema de espacios y de objetos, con la consciencia de que en realidad lo que componemos e intervenimos es el orden social, es la única forma en que podemos contrarrestar la plétora de discursos, normas y dogmas que las personas especialistas del espacio y del diseño hemos generado especialmente para quienes habitan la urbe capitalista. Por ello, el cuerpo femenino, su trabajo y el espacio que ocupan para realizarlo se han convertido en lugares constantemente colonizados para eliminar cualquier intento de sublevación.

Así que en un proceso lleno de vicisitudes, de errores y de aciertos, el diseño urbano, el diseño industrial, y principalmente el diseño arquitectónico han fundamentado los criterios que actualmente rigen la producción del espacio habitable. Criterios que, por supuesto, no fueron generados por una individualidad ni por un grupo de estas, sino que son producto de la forma en que tanto el capitalismo como el patriarcado han ido paulatinamente cooptando todas y cada una de las dimensiones sociales en que nos desarrollamos.

En particular, me referiré a dos criterios dignos de atención: el criterio de diseño que subdivide el espacio de la vivienda en público y privado, y el criterio que hace del espacio habitable un nodo de funciones, pues ambos son criterios paradigmáticos del discurso arquitectónico profundamente obviados e invisibilizados, lo cual los hace poderosamente influyentes. Tal vez posteriores análisis podrán mostrar que son muchos más de dos, pero por lo pronto son suficientes para colocar sobre la mesa la forma en que arquitectos y arquitectas continuamos colaborando con un sistema que mantiene la desigualdad de género como punto de partida.

El criterio dicotómico

Para comenzar a diseñar la vivienda urbana es preciso conocer las necesidades de los/as usuarios/as, es decir, aquellas actividades que los espacios habrán de satisfacer y que son necesidades hasta cierto punto estandarizadas. Haciendo un análisis detallado de estas, encontraremos que cualquier vivienda puede reducirse al esquema cocina-recámara-baño, una tríada que requiere para resolverse un relato que la legitime y que le permita en consecuencia imponerse como el núcleo básico de toda vivienda. Si bien puede pensarse en un primer momento que estos espacios responden simplemente a las necesidades fisiológicas, aclararé, sin negarlo, que esta idea forma parte de un discurso que detallaremos en el siguiente apartado.

El relato al cual me refiero, por el momento, es el de la distinción público-privado. Este es un binomio que por ningún motivo se pone en consideración dentro de la formación arquitectónica, y mucho menos entre la población que tiene acceso al diseño de una vivienda; en primer lugar, porque es un rasgo de la ideología dominante normalizado en la estructura de la vida cotidiana, y en segundo lugar, porque las acotaciones disciplinares impiden la intervención en temáticas ajenas a su campo, de tal suerte que, siendo el análisis dicotómico un tema fuera del alcance arquitectónico, su estudio está prácticamente vedado.

Ahora bien, ¿por qué este binomio posibilita el arquetipo de la vivienda? ¿Por qué lo público-privado se convirtió en un criterio de diseño arquitectónico?

Para el sujeto moderno, la fragmentación del mundo material y su paulatina disgregación no constan de pequeñas unidades que mantengan una interacción conjunta, sino que su marco de sentido ha reducido toda esta complejidad a una simple división en partes surgida de la posición que este ocupa en el proceso epistémico. Al percatarse de su existencia, el individuo constata que se encuentra inserto en un mundo que no-es él, que es otra cosa y que por ende se halla fuera de toda comprobación existencial. El mundo puede ser o no, pero su conciencia no le rebatirá su propia presencia. Partida así la realidad, dividida en aquello que soy y en aquello otro que no-soy, deviene la polaridad presencia-ausencia, la cual determinará el fundamento de la epistemología occidental.

Para Maffía (2005), la característica de esta bivalencia codificada en los pares dicotómicos es que es exhaustiva y excluyente, lo que significa que, por un lado, forma una totalidad sin que quepa alternativa alguna, y por el otro, que si algo pertenece a un lado del par, automáticamente deja de pertenecer al otro. Además, las dicotomías evidentemente nacen sexualizadas, porque el sujeto epistémico, el-que-conoce y que subyace al cogito ergo sum, es sin duda un varón. En efecto, el sistema patriarcal traducirá, a partir de su propia lógica, este principio filosófico en el binomio masculino-femenino y lo convertirá en una premisa dentro del sistema social de la Ilustración.

Pero además, el pensamiento dicotómico alcanzará el proyecto político liberal emanado de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, en el que para construir a este “hombre” libre y acreedor a ciertos derechos será necesario establecer esferas de acción que le permitan ejercerlos. Sin ser explícito, el documento se referirá a una esfera pública en la que la libertad del individuo deberá garantizar la libertad de los demás, y una esfera privada en la que se fundará el derecho natural a la propiedad y al ejercicio de la libre elección. La ley será entonces el instrumento encargado de regular la relación entre ambas esferas y la interacción entre la multiplicidad de libertades; pero en tanto que esta es ontológicamente prohibitiva, es decir, que lo que no se señala en ella se permite, la esfera privada quedará exenta de tal regulación. Esta exención obviamente no pasará inadvertida, sino que será precisamente la esencia de la teoría política liberal.

En efecto, siendo esta distinción jurídica de esferas la condición sine qua non del proyecto burgués, la sociedad decimonónica occidental en su conjunto se verá sometida a una serie de prácticas que harán visible dicha dicotomía, por lo que su legitimidad, siempre tensionada, no solo quedará sujeta a la estructura de la vida cotidiana, sino que será material recurrente dentro de las producciones artísticas y culturales. Tanto la arquitectura como el urbanismo, poderosos agentes simbólicos de cualquier proyecto político, se verán inmersos en esta espiral de cambio que irá organizando la vida social al amparo de esta dicotomización, por lo que rápidamente sus apologistas introducirían en estas disciplinas la forma en que la configuración espacial habría de participar.

Al tiempo que el espacio urbano y la vivienda se transfiguraban, aparecería con la rápida prosperidad que la burguesía neerlandesa alcanzó durante el siglo xvii un concepto que a la postre sintetizará la dicotomía público-privado en todo el mundo occidental: la intimidad (Rybczynski, 2009). La aparición de esta noción significará una nueva manera de entender el tiempo y el espacio, de construirlos y experimentarlos, pues la idea de una vida interior, delimitada por la interacción social, supondrá una acotación física que no podrá quedar limitada al cuerpo.

Así que la resignificación y reconfiguración del espacio se pondrá en marcha en principio con la parcelación de la ciudad: la calle se convertirá en el territorio de lo público, en el espacio del reconocimiento, de lo visible, de lo abierto: de lo masculino, mientras que la vivienda se irá convirtiendo en el espacio de las mujeres, en el espacio de lo íntimo, de lo cerrado, de lo no visible; espacio en el que se realiza la sexualidad, el sueño, la enfermedad y la muerte. Y será en este donde la intimidad quedará significada de forma diferente para cada género, pues si bien el desarrollo del sujeto escindido ha sido la base sobre la que se ha edificado el marco de sentido burgués que actualmente codifica el mundo, no representará lo mismo para hombres que para mujeres.

Para los varones, la intimidad es una reclusión momentánea, una especie de pasaje transitorio que nos permite descansar de la constante interacción pública; en cambio, para las mujeres, la intimidad ha significado una condición inherente a su identidad, una forma de vivir en reclusión permanente. Esta intimidad codificada en clausura, confinamiento, invisibilidad y permanencia gestará la figura de la mujer doméstica, la cual, a decir de Armstrong (1991), se irá configurando a través de los manuales de conducta del siglo xvii y de las novelas románticas del siglo xix, los cuales fueron prescribiendo el comportamiento de las mujeres con base en la exaltación de las características supuestamente “naturales” que eran (y siguen siendo) consideradas virtudes propias del sexo, tales como “ternura, compasión, docilidad, recato, emotividad, mesura, abnegación”, así como de un “sentido innato de sacrificio y de dedicación hacia los otros (la familia)” (Brito, 2012). En este sentido, y por primera vez en la historia, se confiará a las mujeres el papel de generar orden y paz, aplicando la sensatez a la educación de los hijos y a la economía de los hogares; ambas virtudes, necesarias para el triunfo de la moral burguesa.

La creación de este modelo tendrá la ventaja de ser difundido como algo asequible para todas las mujeres, pues todas podían llegar a ser mujeres domésticas o amas de casa, aunque también:

La ficción doméstica se convirtió en algo prácticamente al alcance de cualquier hombre, ya que todo varón, no importa que se encuentre en la posición más baja de la escala social, puede tener acceso a una mujer doméstica y al espacio que se construye en torno a ella: el hogar y la familia. En dicho espacio, todos los varones tienen un poder absoluto y vertical sobre sus miembros (Brito, 2012).

Así, la ficción doméstica, término a partir del cual Nancy Armstrong identificará este modelo de mujer, irá cooptando y modelando los cuerpos femeninos como forma hegemónica de identidad, negándoles cualquier intervención o participación política a cambio de un espacio exclusivo: el de la reproducción y el cuidado del ciudadano universal, desde luego, siempre varón. Con ello, el espacio de lo doméstico cercará a las mujeres en al menos tres sentidos: en el desempeño de las actividades de cuidado que solo ellas ejecutarán; en la construcción de una identidad dependiente de la realización de dichas actividades, y en la creación de un espacio físico significado para realizar las labores domésticas y el desarrollo de esa identidad.

Es cierto que el confinamiento de las mujeres al interior de la vivienda, a su cuidado y mantenimiento, ha sido una constante en muchas culturas, pero ello no debería distraer ni justificar que la burguesía europea haya invertido una gran cantidad de recursos para subordinar, explotar y apropiarse del trabajo femenino a partir de la creación de un espacio cercado. Solo con el desarrollo de la perspectiva de género feminista se irá develando lo que en realidad era este: un espacio de reclusión denominado eufemísticamente hogar, y en el que se situó lo que le interesaba producir a la burguesía para mantener el orden social que la economía liberal demanda: la pareja heterosexual y la fuerza de trabajo surgida de ella.

Incluso si la casa representa para ellas como para los hombres un lugar apartado de lo social y de lo público, es cierto que no es a título personal, como personas que se encuentran ahí, sino como esposas y madres. La casa está concebida con relación a una pareja, una familia, incluso si el padre se encuentra a menudo ausente, de manera que una mujer siempre está ahí entregada a la otra parte. Esta ausencia de autonomía es ciertamente más comportamental que arquitectónica, pero se traduce en la arquitectura: en nuestros países y para la mayoría de la población, el dormitorio es común (las mujeres pertenecientes a la aristocracia o a la alta burguesía tenían o tienen derecho a su habitación), y si existe una habitación adicional es el despacho del marido, del compañero (Collin, 1993, p. 235).

La composición del ámbito doméstico acarrea tras de sí una forma de clausura milenaria, por lo que no es asunto menor considerar que las paredes de las habitaciones de la vivienda estén impregnadas de un modo de existencia femenina que les recuerda en todo momento que no se pertenecen. Perrot (2011) afirma que la habitación interior es donde transcurre la vida normal de las mujeres y que paradójicamente será el lugar en el que actúan más para los demás que para sí mismas. Absortas totalmente en el trabajo de cuidado y en la preservación de la dignidad del hogar, Perrot se pregunta de qué forma las mujeres logran hacerse de un espacio propio, si piensan en ello, si resulta factible encontrarlo. Al menos, lo que está claro es que el supuesto espacio privado no será el lugar en el que las mujeres hayan podido construir ni desarrollar una subjetividad desvinculada de la esfera familiar.

La fuerza ideológica que mantiene la creencia generalizada según la cual la vivienda es el lugar de las mujeres ha hecho que los estudios arquitectónicos y urbanos, en lugar de buscar la causa que ello implica, se ciñan a concebirla y a naturalizarla como el espacio de la acción femenina. De esta manera, la identidad femenina quedará anquilosada en la interioridad de la vivienda que, a decir de Del Valle (1996), se traducirá en un origen espacial y en un punto de partida y llegada desde el que se regularán todos los desplazamientos. Pero además, esta interioridad se volverá metáfora de su propia subjetividad, pues el mundo exterior solo tendrá sentido si se encuentra conceptuado desde el mundo interior. En efecto, la estancia femenina en el espacio público solo ha podido entenderse como una estancia transitoria, efímera, que halla su razón en la extensión de las actividades que las mujeres realizan en el espacio interior (Del Valle, 1996).

Lo femenino y su representación espacial, lo cerrado, han ido acumulando tras de sí un vínculo que la cultura traduce en una oclusión generalizada, pues bajo la sombra del racionalismo, todo conjunto, es decir, toda agrupación de objetos o conceptos, contempla dentro de sí la dicotomización interior-exterior. En este sentido, cada espacio será a su vez subdividido en subconjuntos interiores-exteriores que sin excepción irán replegando constantemente a lo femenino hacia los interiores invisibilizados. Al ser desalojada siempre de un espacio propio, la mayoría de las mujeres acude en resistencia a los objetos personales:

una caja, una pila de ropa, un pañuelo, una toquilla, una imagen piadosa, un grabado, un espejo, un mueble de su predilección, un taburete o un asiento cerca de la chimenea, un trozo de pared, un rincón propicio para el ensueño o el reposo. ¡Qué poco sabemos de los deseos, sufrimientos, e incluso, de los ardides [de estas mujeres], […] enfrentadas al escrutinio de grupo, a su indiferencia quizás y a su propia capacidad de exilio interior! (Perrot, 2011, p. 143).

Por lo tanto, de la misma manera en que la ciudad quedará dividida en espacios públicos y privados, en espacios para hombres y para mujeres, el territorio de lo privado volverá a ser dividido a partir de la dicotomía sexual. La casa, el hogar y la vivienda, constructos físicos y abstractos, afectivos y materiales, siempre guardarán el lugar central para la figura masculina. Es como si el patriarcado no pudiera evitar dicotomizar el espacio, por más pequeño que parezca, por más abstracto que se haga: siempre logrará traspasar cualquier espacialidad, cualquier temporalidad, incluso si se trata de la conciencia y la subjetividad femeninas.

Todas estas consideraciones se traducirán en el diseño arquitectónico a través de las separaciones que la vivienda ha establecido con el exterior y dentro de sí; en la forma en que ha separado el espacio de sociabilidad con el de privacidad; en la forma en que ha colocado plafones, muros y pisos; en la forma en que selecciona los materiales y colores para recordar cuál es el tipo de comportamiento que debe desplegarse; en la forma en que ha utilizado el cristal, para mostrar u ocultar a la mirada lo que la familia o los habitantes son y desean ser.

Por supuesto, modificar cada una de estas expresiones no hace desaparecer la profundidad de la dicotomía, pero coadyuva a visibilizar su ficción. Hasta cierto punto, el hecho resulta comprensible, pues el espacio no es por sí mismo fuente del discurso, sino depósito del mismo. Así que si quienes diseñamos pretendemos desarticular una dicotomía que en sí misma hace imposible establecer condiciones de igualdad entre hombres y mujeres, debemos empezar por ser conscientes de su presencia en el diseño mismo de la vivienda.

El criterio funcional

El espacio arquitectónico sin un fin, sin un objetivo específico, carece totalmente de sentido. Durante siglos, los edificios no solo han sido vehículo material sobre el que se despliega una plétora de contenidos simbólicos, sino que fundamentalmente han servido para realizar y alojar la actividad humana. La utilidad del espacio arquitectónico, como tal, no tiene por qué ser cuestionada; es inherente al objeto mismo y, sin esta, sencillamente la arquitectura no podría existir. Sin embargo, es el sentido que se le ha dado a esa utilidad donde debemos indagar.

El arquetipo de vivienda que ha sido difundido desde los albores del siglo xx es aquel que se pretende único para satisfacer las necesidades humanas, partiendo de la idea de su universalidad. Por ello, la idea de diseñar una vivienda que satisficiera este fin surgiría de la necesidad de optimizar la recuperación y el mantenimiento de la fuerza de trabajo y de reducir la vida humana a los requerimientos fisiológicos necesarios para trabajar. La lógica mecanicista, que imperó en las primeras décadas del siglo xx, impregnó todas las dimensiones de la vida humana, por lo que fue relativamente sencillo homologar el cuerpo con una máquina que tiene un fin. Así, el objetivo de este cuerpo será trabajar y consumir.

Sin embargo, esta concepción anula la complejidad humana negando que, además de las necesidades fisiológicas, los seres humanos dependemos de vínculos sociales y emocionales para subsistir; interacciones que son la esencia de la dimensión política. Por ello será importante comenzar a concebir la vivienda como sede espacial de estas relaciones afectivas, de estas distribuciones de poder y de las actividades relacionadas con el cuidado de las personas, pues reducir la vivienda a un dispositivo que satisface necesidades biológicas forma parte de una visión mecanicista que entiende la sociedad como un aparato perfectamente regulado.

Cabe entonces preguntarnos: ¿de qué forma las necesidades biológicas se convirtieron en un criterio de diseño y cómo este criterio ha contribuido a generar la desigualdad entre los sexos? Para responder comencemos planteando que la tríada espacial cocina-recámara-baño, mencionada anteriormente, esencia de la vivienda moderna, fue el resultado de la fusión de dos corrientes del pensamiento que impactaron en la arquitectura y en la política liberal del siglo xix: el positivismo y el higienismo. Dos discursos que han determinando en gran medida las pautas de diseño con las que se proyecta esta vivienda en todo el mundo occidental y que han promovido y motivado, sin manifestarlo explícitamente, la subordinación femenina.

El primero de ellos, el positivismo, tuvo el enorme acierto de crear una rápida correspondencia entre la máquina biológica y la máquina industrial, homologación que puede darnos cuenta del profundo cambio ideológico, político y social que se estaba generando en la región a partir de la industrialización. Se trata de un cambio tan profundo en la estructura individual y colectiva que terminó por modificar la forma en que se conoce y se concibe el mundo. Las diversas áreas del conocimiento no pudieron evitar hacer analogías con el funcionamiento de las máquinas y, en muchos casos, como en el de la arquitectura y el urbanismo, estas mismas se volvieron su inspiración. La fábrica, al ser el espacio de la producción seriada, adoptó una tipología muy similar a lo que contenía; paños lisos, superficies acristaladas, modulación, ortogonalidad y racionalidad exacerbada. La función interior determinó por completo el aspecto exterior.

El pensamiento mecanicista irá cooptando paulatinamente todas las áreas de desarrollo humano y explicará, desde su peculiar posición, la forma en que debe funcionar la organización social y económica. Para ello era importante establecer un arquetipo de vivienda en el que la eficiencia fuera el baremo, pues solo así dicho funcionamiento podía ser entendido por el grueso de la población. Se estipuló entonces que la vivienda era funcional solo en la medida en que incorporara los avances tecnológicos de la época, es decir, aparatos e instalaciones que facilitaran la vida doméstica y la comodidad. Curiosamente, estas innovaciones técnicas fueron en principio totalmente despreciadas por los arquitectos (Rybczynski, 2009) y, en su lugar, ingenieros y decoradores de interiores fueron supliendo la labor arquitectónica que en un momento determinado quedó en entredicho.

Sin embargo, después de la Primera Guerra Mundial, el maestro Walter Gropius fundará la trascendente escuela de la Bauhaus, que será una especie de reacción al desplazamiento que estaba sufriendo el arte del espacio. En un principio, esta tenía como objetivo mimetizar todas las artes en una, utilizando como base el trabajo manual derivado de las artes plásticas. Pero con la llegada de algunos de los artistas constructivistas como Theo van Doesburg o László Moholy-Nagy, la Bauhaus modificaría el rumbo hacia la producción industrial y hacia la normalización y el diseño de objetos industriales de uso cotidiano. Gropius cambiará incluso el plan de estudios para dirigirlo hacia lo que consideraba una arquitectura libre de engaños y de falsas apariencias en total connivencia con el despliegue positivista.

De la misma manera en que el hombre moderno ya no viste indumentarias históricas, sino trajes modernos, también necesita una casa moderna, apropiada para él y su tiempo, equipada con todos los aparatos modernos de uso cotidiano. La naturaleza de un objeto viene determinada por lo que hace. Para que una caja, una silla o una casa funcionen correctamente tienen que haber sido estudiadas previamente, de modo que puedan desarrollar su función a la perfección; en otras palabras, el objeto debe cumplir su función de manera práctica, deber ser barato, duradero y bello (Gropius, cit. en Roth, 2008, p. 510).

Lo que aquí resulta relevante es la homologación que hace Gropius de la vivienda con los trajes modernos y los aparatos de uso cotidiano, como si aquella fuera un instrumento o un objeto de manipulación que tuviera un fin específico. Entonces ¿cuál es la función de una vivienda? ¿De qué forma podemos saber, dada la diversidad de opciones que hay de habitar, si la vivienda funciona correctamente? ¿Cómo definir la eficiencia en el habitar? Más tarde, Gropius resolverá el enigma: “En líneas generales, la mayor parte de la gente tiene las mismas necesidades en la vida. El hogar y su mobiliario son productos de consumo masivo y su diseño es más una cuestión racional que pasional” (Gropius, cit. en Roth, 2008, p. 510).

En realidad, aquí asistimos a la gestación del arquetipo hoy difundido: el de una vivienda que es una máquina para satisfacer necesidades biológicas universales.

Por su parte, el arquitecto franco-suizo Le Corbusier sintetizará esta idea en la máquina para vivir:

Estudiar la casa, para el hombre corriente, universal, es recuperar las bases humanas, la escala humana, la necesidad-tipo, la función-tipo, la emoción-tipo […]. Todos los hombres tienen el mismo organismo, las mismas funciones. Todos los hombres tienen las mismas necesidades. La casa es un producto necesario al hombre (Le Corbusier, cit. en Cevedio, 2003, p. 52).

Como puede observarse, más allá de la confianza en los esquemas universalistas emanados del positivismo y materializados por el extraordinario avance tecnológico del siglo xx, Le Corbusier insinuará que el usuario de esta vivienda es un varón; más que por su reiterado uso genérico de la palabra “hombre”, es la universalidad del sujeto referido la que se manifiesta como propiamente masculina.

La máquina para vivir se impondrá entonces como un prototipo de vivienda para el obrero y la búsqueda de su espacio mínimo proporcionado por el Estado se convertirá en el tema del Segundo Congreso Internacional de Arquitectura Moderna llevado a cabo en 1929 en Frankfurt, Alemania. Con la necesidad de realojar a la gente tras la devastación de la Primera Guerra Mundial, el arquitecto Ernst May reclamó propuestas que coadyuvaran a encontrar una nueva tipología habitacional con la máxima comodidad y la mínima inversión económica. El éxito fue rotundo, y el denominado mínimo existencial (existenzminimum) se convirtió a partir de entonces en un ejemplo internacional de la forma en que podía resolverse el problema de la vivienda obrera. En el mismo sentido apuntaban las investigaciones que Alexander Klein realizaba sobre el “mínimo de vivienda”, el cual sustentaba un mínimo existencial: mínimo biológico de aire, luz y espacio para la vida:

Ya no podemos contentarnos con aceptar como vivienda un espacio cubierto cualquiera, compartimentado con sub espacios y que carezca de sentido para la parte espiritual de nuestra existencia. La vivienda que nosotros construyamos debe estar concebida de tal modo que esté en relación activa y orgánica con las condiciones de vida y necesidades culturales de la época actual, debiendo satisfacer así mismo, las exigencias de máxima economía y simplicidad; en una palabra, debe contribuir por su parte, y desde todos los puntos de vista, a hacernos más fácil la vida, manteniendo nuestra energía física y psíquica (Klein, cit. en Mata Botella, 2002, p. 19).

Sin dejar de reconocer la diversidad y el ingenio de las propuestas presentadas, en el fondo el mismo discurso las amparaba. La vivienda mínima era la respuesta a un problema multifactorial que no era necesariamente arquitectónico, sino primordialmente político. ¿De qué otra forma puede explicarse la reducción de la vida humana a la optimización de sus funciones biológicas? ¿Por qué debe optimizarse la serie de actividades realizadas al interior de la vivienda? ¿Cuál es la razón que justifica descomponer los movimientos humanos y convertirlos en información cuantificable y verificable? La vivienda mínima era un espacio que pretendía lograr la máxima comodidad, pero ¿qué significa esto? ¿Quién determina qué es la máxima comodidad y cómo se obtiene?

Las respuestas a estas interrogantes pretenderá resolverlas el higienismo, la segunda corriente de pensamiento dominante durante el siglo xix. Producto de la presión fisiocrática que denunciaba la irracionalidad de la administración estatal en la crianza de la infancia y de la cual obtenía pocos beneficios (Donzelot, 1998), la higiene se irá convirtiendo en el eje de las políticas públicas destinadas a conservar a una parte significativa de la población. Probado estaba que se trataba de una potencial fuerza de trabajo, así que la muerte prematura debida a las precarias condiciones de habitabilidad representaba en realidad una pérdida para el propio Estado.

Si bien las epidemias que habían azotado Europa durante los primeros años del siglo xix generaron las primeras leyes higienistas, la preocupación de la clase dirigente por sanear las ciudades comenzó a convertirse en una prioridad, pues la higiene guardaba tras su justificación médica la impronta del pensamiento burgués, que tan afecto era (y sigue siendo) a las técnicas de clasificación social.

Sin inferir que las medidas adoptadas no fueron positivas, es importante reconocer el efecto de segregación que ocasionaron al interior de las sociedades. Por ejemplo, en Francia, las familias burguesas comenzarán a deshacer la enorme red de nodrizas que hasta entonces se había consolidado como una costumbre, y sobre la base de la teoría de los fluidos comenzará a sospecharse que la transmisión de la maldad y del mal comportamiento se daba por medio de la lactancia (Donzelot, 1998). A partir de entonces, la responsabilidad de la insalubridad mental o corporal recaerá sobre los domésticos, aquellas personas del campo que habían llegado a la ciudad por circunstancias diversas y que se habían encargado del cuidado de los infantes burgueses para ganarse la vida. Los tratados médicos del siglo xviii comenzaron a divulgar la conveniencia de conservar a los hijos y de mantenerlos apartados de los domésticos.

Para Donzelot, esta reorganización social tendrá dos estrategias bien diferenciadas: aquella orientada a la difusión de la medicina doméstica, es decir, al establecimiento del conjunto de técnicas por medio de las cuales la burguesía podía sustraer a su descendencia de influencias que consideraba terribles, y la de controlar la reproducción de las personas pobres para obtener trabajadores al menor costo público. La crianza de la infancia aparecerá entonces como un importante diferenciador de clase y encontrará en la medicina familiar el medio más adecuado para ir definiendo sus líneas de acción.

La introducción del médico en la célula familiar producirá la figura de la madre-cuidadora, la cual se irá convirtiendo en parte de la identidad de las mujeres burguesas. En 1876, el higienista Fonssagrives escribe en la introducción a su Diccionario de la salud:

Por otro lado, me propongo enseñar a las mujeres el arte de la enfermería doméstica […]. Tengo la ambición de hacer de la mujer una enfermera perfecta, que comprenda todo, pero que comprenda sobre todo que su papel es ese, y que a la vez es noble y caritativo. El papel de las madres y el de los médicos son y deben ser claramente distintos. Uno prepara y facilita el otro; se complementan o más bien deberían complementarse en interés del enfermo. El médico prescribe, la madre ejecuta (Fonssagrives, cit. en Donzelot, 1998, p. 21).

Esta última sentencia, que es una simple asignación de roles en apariencia inocua, es una síntesis conceptual de lo que sucedió a nivel social. El saber, siempre del lado masculino, y la ejecución sin cuestionamiento, colocada del lado femenino, harán que las funciones de la mujer-cuidadora pasen inadvertidas en la progresiva transformación del espacio doméstico y en la profunda transformación urbana. Más bien, se irán fijando las medidas higienistas amparadas en el saber científico y en menos de medio siglo quedarán como una condición sine qua non de la vivienda y la ciudad burguesas. Con todo, no deja de parecer paradójico que por un lado se haya construido una figura responsable del cuidado de la familia y que, por el otro, no se le haya suministrado el espacio necesario para dicho desempeño. Sin embargo, la aparente contradicción quedaba resuelta si se comprende que en realidad lo que el patriarcado capitalista estaba construyendo era una figura capaz de realizar el mantenimiento de la fuerza de trabajo, y la atención de la salud física y emocional del jefe de familia, sin que ello requiriera inversión por parte del capitalista.

Ahora bien, la vivienda incorporará las medidas sanitarias desde dos flancos bien definidos: por un lado, lo hará a partir de la reglamentación expedida por la autoridad pública, basada exclusivamente en los criterios que por entonces difundía el saber médico: ventilación, iluminación, suministro de agua, etc. Y por el otro, al igual que la indumentaria y las costumbres, la higiene se introducirá en la vivienda como un dato de clase. Además de ir incorporando las novedosas tecnologías domésticas, lo hará adoptando los materiales que la industria ponía en el mercado, materiales tecnificados y totalmente alejados del lenguaje rústico o tradicional, desde entonces ligado con la suciedad, el atraso y la pobreza. La tipología se volverá cada vez más desprovista de ornato y se irá consolidando un lenguaje de grandes superficies lisas y de ángulos rectos que suministrarán una apariencia clínica. En este sentido, el cristal podría convertirse en la metáfora sanitaria perfecta.

La aparición de la vivienda higiénica quedó perfectamente articulada con la vivienda que tenía que funcionar para satisfacer las necesidades biológicas, así que la salud corporal, una necesidad orgánica, se instaurará como una justificación más para entender la vivienda como una máquina para vivir desprovista de sentido político. Con todo, es necesario cuestionar: ¿en realidad la vivienda por sí misma vela por la satisfacción de las necesidades biológicas y de salud de los miembros que la habitan?

Me parece que la invisibilidad del trabajo de cuidado ha sido solapada por los criterios de diseño que intentan erigir una vivienda que pretende “funcionar” por sí misma; como si la simple incorporación de las tecnologías domésticas, o bien, de la correcta articulación espacial, fuera suficiente para que la salud y las necesidades biológicas se satisfagan; no advertimos que ese funcionamiento es posible debido a la estructura social que ha asignado el cuidado exclusivamente a las mujeres por el hecho de serlo. En realidad, diseñamos bajo ese supuesto y, en el mejor de los casos, resolvemos las necesidades que esta mujer-cuidadora tiene. Lo común como diseñadores es concentrarnos en el objeto por sí mismo, actitud fetichista que sin duda es inherente al movimiento funcionalista, pero sobre todo funcional al patriarcado capitalista.

Hacia un criterio de diseño arquitectónico feminista

Tenemos que diseñar la vivienda de otra manera, pensarla desde otro lugar. Se trata, pues, de comenzar a construir un criterio de diseño que logre materializar el sentido político de la producción espacial, de comenzar a utilizar paradigmas que resignifiquen el lenguaje arquitectónico anquilosado en la ideología patriarcal y que logren configurar una estructura espacio-objetual que coadyuve a crear y mantener relaciones equitativas entre los sexos. En este sentido, es de vital importancia comenzar a criticar la idea hegemónica según la cual el espacio es aquello que nos rodea, pues además de escindirnos de este, nos hace pensar que se trata de un recipiente neutro en el que depositamos nuestras actividades y por el que desplazamos nuestros cuerpos. Pero el espacio, como el tiempo, es una categoría que se produce en la intersubjetividad, y por tanto, es una dimensión de lo político que simultáneamente expresa lo que somos.

En efecto, para esbozar lo que se podría convertir en un criterio de diseño espacial feminista, me centro en lo que Carrasco (2001) denomina sostenibilidad de la vida, la cual no solo contempla las necesidades materiales para mantener y desarrollar la vida humana, sino que además las vincula con los cuidados y los afectos, la seguridad psicológica, la creación de relaciones y vínculos, y todas aquellas actividades invisibilizadas por la idea de un espacio habitado por un sujeto autosuficiente, invulnerable, autónomo y exclusivamente biológico.

Además, y de crucial importancia, es comenzar a concebir que el cuidado de las personas es una tarea colectiva que no solo le concierne a las mujeres; se trata de un trabajo arduo sin reconocimiento ni paga que al final permite que la vida humana sea posible. Compartir el cuidado debe formar parte de todo programa social y de toda agenda política, por lo que a manera de conclusión podemos trazar dos ejes fundamentales para comenzar no solo a producir espacios significados en la igualdad y en la justa distribución del trabajo de cuidado, sino también para comenzar a resignificar lo que nos rodea:

  • a)

    Al colocar en el centro del diseño arquitectónico de la vivienda el trabajo de cuidado de una manera compartida se hace necesario tener espacios polifuncionales que sirvan para ello; mezclar usos, concebir una estructura de objetos en los que cada habitante pueda expresar su individualidad y su relación con los/as otros/as, repensar el proceso constructivo para que puedan participar los/as propios/as habitantes y deje de ser una tarea especializada. En síntesis, se trata de comenzar a pensar en una vivienda en la que la distribución espacial y la estructura espacio-objetual provea a todos sus integrantes de los elementos necesarios para desarrollar las actividades de gestión y cuidado.

  • b)

    Y en segundo lugar, debemos considerar que la vivienda es un nodo de interacción que no está aislado, sino que está inserto en una red de nodos totalmente vinculados. Expandir la vivienda al barrio, a la colonia y a la ciudad implica diseñar espacios que se extienden en el contexto urbano. Reconocer la proximidad de los recursos y la accesibilidad con la que cuentan los/as habitantes en el espacio urbano modifica sustancialmente el esquema endogámico y fragmentado que el diseño de la vivienda patriarcal promueve.

En suma, diseñar con perspectiva de género debe convertirse en una prioridad y empujar en ese sentido se vuelve una urgencia. No importa que la sociedad patriarcal en la mayoría de las ocasiones nos imponga lo contrario; no importa si nos adaptamos en ocasiones al sistema económico imperante; en ello radica el esfuerzo, la lucha, la simiente en la configuración de un hábitat que materialice y simbolice la igualdad de condiciones entre mujeres y hombres.

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