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Vol. 32.
Páginas 45-80 (Enero - Junio 2015)
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LA REGENERACIÓN DEMOCRÁTICA EN EL CONSTITUCIONALISMO ESPAÑOL: UN ANÁLISIS DE LAS RECIENTES MEDIDAS LEGISLATIVAS
THE DEMOCRATIC REGENERATION IN THE SPANISH CONSTITUTIONALISM: AN ANALYSIS OF THE RECENT LEGISLATIVE MEASURES
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Sergio Castel Gayán1
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Resumen

El sistema jurídico-político español está asistiendo en los últimos tiempos a un intenso debate en torno a la necesidad de promover un proceso de regeneración democrática ante el actual contexto de desafección política. El legislador, tanto estatal como autonómico, han iniciado un estrategia normativa encaminada a dar respuesta a las demandas sociales, conformando un paquete legislativo cuyo objetivo es ahondar en el concepto de buen gobierno, y, en especial, revisar el estatuto de los cargos públicos y sus formas de acción política, garantizar la transparencia y la información pública, así como profundizar y renovar el derecho de participación ciudadana en las políticas públicas. Este trabajo pretende analizar y reflexionar sobre los aspectos más importantes de este nuevo régimen jurídico, que debe suponer un punto de inflexión en la consolidación del Estado democrático de derecho.

Palabras clave:
calidad democrática
constituciona-lismo español
política y ciudadanía
buen gobierno
transparencia pública
participación ciudadana.
Descriptors:
democratic quality, spanish constitutionalism, politics and citizenship, good government, public transparency, civil participation.
Abstract

The juridical-political spanish system is present in the last times at an important debate concerning the need to promote a process of democratic regeneration before the current context of political indifference of the citizenship. The legislative, both state and autonomous power, they have initiated one normative strategy directed to giving response to the social demands, shaping a legislative package which aim is to go deeply into the concept of good government and, especially, to check the statute of the public charges and his forms of political action, to guarantee the transparency and the public information, as well as penetrating and renewing the right of civil participation in the public policies. This document tries to analyze and to think about the most important aspects of this new juridical regime, which must suppose a point of inflexion in the consolidation of the democratic State of right.

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I. IDEAS INICIALES Y CONTEXTUALES

Transcurridas más de tres décadas desde la aprobación de la Constitución Española de 1978 (CE78), la sólida consolidación del sistema democrático y la plena normalidad en que se han desarrollado sus instituciones no ha evitado el surgimiento de un intenso debate en torno a la desafección política de la ciudadanía. Un repaso a los datos que ofrecen los barómetros del Centro de Investigaciones Sociológicas permite observar cómo una de las principales preocupaciones sociales es la situación política, en concreto, el descenso progresivo de los indicadores de confianza política, así como la consideración de la corrupción, el fraude y la política en general, como algunos de los problemas principales que existen actualmente en España.

No obstante, conviene precisar que la aparición de fallas o esclerosis del sistema representativo no significa una crisis en los fundamentos y la adhesión a la democracia, fuertemente arraigada entre la sociedad española, sino una crisis en su funcionamiento, que parece cuestionar la aplicación actual del concepto liberal de democracia. El Estado democrático de derecho se enfrenta al reto de impulsar un proceso de regeneración y profundización democrática, como respuesta a las actuales demandas sociales que exigen reflexionar acerca de la calidad de la democracia española.

A fin de que madure el vínculo entre poderes públicos y confianza ciudadana, los gobiernos más adelantados configuran marcos legales que pretenden incorporar valores y mecanismos que facilitan la buena acción política. Se debe entender que la consolidación de la calidad democrática se halla íntimamente ligada al modus operandi de la acción de gobierno, reconociendo referencias jurídicas, morales o éticas como inspiradoras de las instituciones públicas. Su relevancia radica, sin duda, en el hecho de que los poderes públicos desarrollan un papel decisivo en los países democráticos, entre otros aspectos, como garantía de igualdad y de solidaridad y como defensores del Estado de derecho, de una manera estrictamente ligada a la confianza que la ciudadanía les deposita.

En este sentido, la CE78 garantiza en su artículo 9.3, entre otros, los principios de legalidad, seguridad jurídica, responsabilidad e interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, e impone a las administraciones en su artículo 103 el deber de servir con objetividad a los intereses generales, así como de actuar de acuerdo con los principios de eficacia y sometimiento pleno a la Ley y al derecho. Estos preceptos constitucionales, al consagrar el conjunto de principios que deben inspirar la actuación de los poderes públicos, sientan las bases para la regulación tanto de la materia de buen gobierno en sentido amplio como del establecimiento de un régimen específico en la acción política y administrativa.

Bajo este paraguas constitucional, los estatutos de autonomía de última generación parecen haber asumido los actuales debates y resaltan la necesidad de promover una profundización democrática. Estos estatutos, como norma institucional básica de cada comunidad autónoma (artículo 147, CE78), incorporan referencias continuas al ideal del buen gobierno y buena administración,1 bien mediante declaraciones genéricas —promoción de valores democráticos— o a través de preceptos específicos y sectoriales —derechos de calidad, transparencia, participación ciudadana, etcétera—. Así, a modo de ejemplo, el Estatuto aragonés compromete “a sus poderes públicos en la promoción y defensa de la democracia” (preámbulo), recogiendo diversos mandatos dirigidos a una cultura de valores democráticos (artículo 30); el andaluz ordena a los poderes públicos promover “el desarrollo de una conciencia ciudadana y democrática plena” (artículo 11), y el valenciano tiene como objetivo “reforzar la democracia” (artículo 1.3).

En este marco político, jurídico y social, en los últimos años se está asistiendo al surgimiento de un “boom normativo” con el afán de renovar el régimen jurídico que ordena los principales pilares del sistema democrático, poniendo en marcha “paquetes legislativos”, tanto a nivel estatal como autonómico, con los que se pretende dar respuesta a las demandas sociales de regeneración democrática, dar cabida y profundidad al modelo de buen gobierno y, en última instancia, generar una mayor legitimidad frente a los ciudadanos.

Es cierto que el debate abierto en torno a las medidas normativas necesarias para este fin tiene un carácter estructural, transversal y expansivo, redefiniendo cuestiones amplias y profundas, como, por ejemplo, la reforma del régimen electoral o la financiación de los partidos políticos. Sin embargo, en este trabajo se van a analizar aquellos aspectos sobre los que el legislador español ya ha empezado a actuar. En concreto, y a efectos de un estudio sistemático, aquí se reflexionará en torno a los tres pilares que parecen haber focalizado la reciente intervención normativa para promover ese buen gobierno: la renovación del estatuto de los altos cargos y la previsión de nuevos principios inspiradores de su actuación; la mejora de la transparencia pública, permitiendo a la sociedad un conocimiento cada vez más profundo del proceso de toma de las decisiones que les afectan, y el reconocimiento de mayor cotas de participación de la ciudadanía en las políticas públicas.

II. DEL ESTATUTO DEL CARGO PÚBLICO AL CONCEPTO GLOBAL DE BUEN GOBIERNO1. Reflexiones conceptuales y nuevo marco normativo

El primer gran bloque del paquete legislativo que se viene impulsando en el sistema español es la reforma del estatuto jurídico de los altos cargos. Y en este sentido una primera reflexión merece ser destacada: algunas normas recientemente aprobadas denotan una voluntad más global del legislador al incorporar otros aspectos directamente asociados al concepto de buen gobierno. La legislación española parece transitar de una vertiente simplista basada casi exclusivamente en la regulación del alto cargo y su estatuto, a una versión amplia, que ordena los pilares más importantes de ese concepto de buen gobierno, como la calidad, la rendición de cuentas, la planificación y evaluación o la responsabilidad.

Ninguna ley define el buen gobierno, tarea de muy difícil resolución, dado que se trata de un concepto multidimensional y en ocasiones muy asociado a connotaciones ideológicas. Pero el legislador español sí está incorporando progresivamente una serie de principios íntimamente relacionados, como el de gobernanza o integridad,2 cuyo significado nos acerca a la filosofía más profunda de esa idea de buen gobierno. Son precisamente estos dos términos los que transcriben el “elemento cualitativo” que parece haber triunfado en el reconocimiento jurídico del buen gobierno, y que, en una visión primaria, adopta una doble vertiente: legalista y ética. La cultura postburocrática del siglo XXI configura el buen gobierno como aquel que no sólo cumple con el ordenamiento jurídico, sino que también incorpora garantías adicionales en forma de referentes morales y éticos. Por tanto, este genérico concepto de buen gobierno viene a defender la prevalencia de los intereses comunes y de la ética pública, por encima de la connivencia con intereses individuales y privados.

Desde una perspectiva internacionalista, conviene traer a colación las recomendaciones de la OCDE, que invitan a diseñar una infraestructura compuesta por diversos componentes integrados en tres funciones: control —marco legal, mecanismos adecuados de responsabilidad y participación y escrutinios públicos—; orientación —compromiso político, códigos de conducta y mecanismos de socialización profesional como la educación y la formación—, y gestión —condiciones sólidas de servicio público y coordinación de esta infraestructura a través de un departamento u organismo central con competencias en materia ética—.3 Por su parte, el Código Iberoamericano de Buen Gobierno lo define como “aquél que busca y promueve el interés general, la participación ciudadana, la equidad, la inclusión social y la lucha contra la pobreza, respetando todos los derechos humanos, los valores y procedimientos de la democracia y el Estado de derecho”. En el ámbito del derecho comunitario, hay que citar el Libro Blanco sobre la Gobernanza de 2001 como una de las grandes referencias, al contener un conjunto de recomendaciones cuyo fin es profundizar en la democracia mejorando su calidad y aumentar la legitimidad de las instituciones, regenerando las prácticas y los procedimientos que utilizan las administraciones en su práctica diaria en coherencia con los principios de buena gobernanza, de apertura, de participación, de responsabilidad, de eficacia y de coherencia.

Estos posicionamientos y recomendaciones internacionales están centrando profusamente la atención del legislador español a través de diferentes iniciativas legislativas que en la actualidad han entrado en su fase más intensa. Entre estas iniciativas, a nivel estatal hay que citar el Código del Buen Gobierno de los Miembros del Gobierno y de los Altos Cargos de la Administración General del Estado, que enumera una serie de principios éticos y de conducta que proporcionan un marco de acción política inspirado en valores como la transparencia, la objetividad, la integridad, la imparcialidad o la responsabilidad.4 El siguiente gran paso fue la aprobación de la Ley 5/2006, del 10 de abril, de regulación de los conflictos de intereses de los miembros del gobierno y de los altos cargos de la administración general del Estado, que introduce nuevas exigencias y cautelas que tratan de garantizar que no se van a producir situaciones que pongan en riesgo la objetividad, imparcialidad e independencia del alto cargo. Recientemente, la Ley 19/2013, del 9 de diciembre, de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno, recoge una serie de obligaciones que deben cumplir los responsables públicos previendo las consecuencias jurídicas derivadas de su incumplimiento. Pero también en el ámbito autonómico se ha desplegado un importante desarrollo normativo que, en una línea similar a la estatal, trata de configurar un nuevo estatuto del alto cargo y amplía el objeto de regulación hacia ese ideal de buen gobierno. Una carrera normativa que se está traduciendo en la aprobación de leyes de buen gobierno, de gobierno abierto, de incompatibilidad o de conflictos de intereses.

Uno de los aspectos más novedosos e importantes del nuevo régimen jurídico es la asunción de un concepto amplio de alto cargo, otorgando una fuerza expansiva al ámbito subjetivo de aplicación. Se avanza y profundiza en el camino impuesto por el marco constitucional ampliando el concepto de alto cargo con la finalidad de incluir en el sistema de control y garantías al mayor universo posible de quienes ejercen funciones públicas. Si bien el concepto de alto cargo no se ha recogido tradicionalmente en la legislación española, esta situación parece encontrar su fin, y el legislador empieza a recoger este concepto de forma expresa, definiéndolo como el personal de “libre elección y designación política o profesional que desempeña funciones vinculadas a la toma de decisiones en la acción de gobierno”. Bajo este amplio marco conceptual y excesivamente indeterminado, la Ley realiza una interpretación extensiva mediante el “sistema de listado”, en el que se relacionan de forma amplia todos los cargos incluidos en este régimen jurídico,5 considerando como tales a aquellas personas que ejercen las funciones de mayor responsabilidad en cualquiera de los entes que conforman las tres vertientes del sector público (administrativa, empresarial y fundacional). Además, se considera oportuno introducir una cláusula abierta que permita identificar como alto cargo a las personas que por su elevada responsabilidad deban estar sometidas a un régimen singular, siempre que cumplan un requisito formal: su designación debe ser efectuada mediante decreto o acuerdo del Consejo de Gobierno (designación política).6

2. Medidas para el buen gobierno

La nueva legislación constituye un instrumento dirigido a promover una cultura de integridad pública al establecer valores irrenunciables y, en consecuencia, delimitar las obligaciones de buen gobierno, las medidas correctoras en caso de incumplimiento y las actuaciones básicas para evitar situaciones de conflicto de intereses. En concreto, y esta es una de las novedades más importantes del nuevo régimen jurídico, la Ley no se limita a incorporar una perspectiva negativa (“de no hacer”), sino que añade medidas positivas (“de hacer”). De este modo, el concepto y régimen legal del buen gobierno se proyecta sobre lo que podemos denominar una estructura dual: medidas activas y medidas pasivas. Siguiendo un criterio finalista, la diferencia entre ambos tipos de medidas radica en el objetivo último perseguido por el legislador, de modo que mientras las primeras promueven esa nueva visión dinámica/transformadora/positiva encaminada a reavivar la acción política en términos de acción, resultados e impactos, las medidas pasivas focalizan su impacto en la perspectiva estática/control y se preocupan por controlar la acción de gobierno y evitar la desviación de poder, renovando y mejorando los mandatos clásicos para adaptarse a un nuevo contexto.

Entre las medidas activas del buen gobierno, las previsiones legislativas más importantes son las siguientes:

  • Códigos de buen gobierno. La regulación legal de los códigos éticos constituye una de las principales novedades del nuevo régimen jurídico, entendiendo que para la creación de un entorno de buen gobierno y buena administración es conveniente la concienciación de los altos cargos. Los códigos que guían con sus principios la acción política asumen la doble función de instrumento orientador y de control, distinguiendo entre principios éticos y de conducta, si bien algunas normas se empiezan a apartar de esta clasificación más clásica al distinguir entre principios de conducta individual, principios de calidad institucional y principios de relación con la ciudadanía. Para garantizar una plena aplicación de sus contenidos se prevé que su incumplimiento activa un sistema interno de seguimiento, que puede concluir con el cese de la personal; se crean comisiones de ética pública con funciones de impulso, coordinación y seguimiento del código, y se dota a los códigos de una estrategia de comunicación a través de acciones de difusión, medidas formativas que faciliten la adquisición de conocimientos y habilidades o imponiendo la obligación de dar cuenta al Parlamento del cumplimiento de los códigos a través de un informe.

  • Transparencia política. En este ámbito, la Ley relaciona el principio de transparencia con la acción de gobierno, y lo define como el nivel de accesibilidad y publicidad que el gobierno ofrece a la ciudadanía en relación con sus actividades públicas y la garantía del ejercicio del derecho de los ciudadanos a la información sobre el funcionamiento interno del gobierno y sus instituciones, como también de todos los aspectos que afectan a la gestión política. Para desarrollar este punto, el legislador impone una serie de obligaciones, como la publicación del currículum de los altos cargos o la información al Parlamento de sus nombramientos, con la posibilidad de solicitar comparecencias para que defiendan su idoneidad para el cargo y su proyecto para la acción de gobierno.

  • Planificación y evaluación de la acción política. El buen gobierno requiere una función ordenadora y reactivadora de la vida social y económica por medio de acciones que implementen los principios que constituyen la esencia de la gobernanza. La planificación es uno de estos principios, considerada como la herramienta de carácter estratégico y operativo imprescindible para la correcta gestión de la acción política que permite analizar el tránsito de la situación de partida hacia el escenario referencial y su grado de cumplimiento. En este sentido, algunas leyes obligan al gobierno a aprobar y presentar al comienzo de la legislatura un documento de planificación (plan de gobierno), en el que se deben identificar los objetivos estratégicos perseguidos, las actividades y medios necesarios para alcanzarlos, una estimación temporal para su consecución, la identificación de los órganos responsables de su ejecución, así como los indicadores que permitirán su seguimiento y evaluación, debiéndose identificar los proyectos de ley, los principales planes y programas sectoriales y las actuaciones más significativas. La evaluación se convierte en la pieza que cierra este engranaje, como instrumento imprescindible para determinar el grado de eficacia de la acción de gobierno y el nivel de satisfacción de la ciudadanía con las políticas implementadas. Las leyes más avanzadas optan por introducir un sistema mixto de evaluación, pues impone la obligatoriedad de la evaluación para determinados ámbitos (por ejemplo, aquellas intervenciones públicas que superen una cantidad determinada o aquellos planes gubernamentales y actuaciones significativas que se identifiquen en el plan de gobierno) y una voluntariedad para el resto (cada órgano de la administración puede acordar autónomamente la evaluación de sus políticas públicas). Además, se definen los criterios que informan este sistema de evaluación, el alcance de su aplicación, las modalidades y los contenidos, así como la obligatoriedad de su registro y publicación. Estas previsiones pretenden garantizar no sólo el principio de transparencia, sino también la implantación de la rendición de cuentas a través del control de los compromisos autoasumidos por el gobierno.

Por lo que se refiere a las medidas pasivas, estas se centran fundamentalmente en el ámbito de los conflictos de intereses,7 como aquellas situaciones en las que los sujetos obligados por la ley intervienen en la adopción de decisiones relacionadas con asuntos en los que confluyen intereses de su puesto público con intereses privados propios o de familiares o intereses compartidos con terceras personas.8 Pues bien, aquí el legislador adopta un enfoque eminentemente preventivo dirigido a evitar que puedan surgir conflictos entre intereses públicos y privados en la toma de decisiones.9 Se articulan instrumentos para impedir que el conflicto pueda siquiera llegar a producirse, por más que se establezcan los mecanismos adecuados para que prime siempre el interés general frente al interés privado en el supuesto de que el surgimiento del conflicto no se hubiera podido evitar. No obstante, esta naturaleza preventiva es del todo compatible con el imprescindible régimen sancionador. Así, la respuesta legislativa para evitar la concurrencia de situaciones o acciones que vulneren la adecuada gestión de estos conflictos viene dada por tres grandes tipos de instrumentos que podemos clasificar en preventivos, de control y de represión.

Entre los instrumentos de prevención más importantes hay que señalar en primer lugar el control de los nombramientos de determinados altos cargos. El gobierno, con carácter previo a su nombramiento, debe poner en conocimiento del Parlamento el nombre de la persona propuesta, y solicitar la comparecencia ante la Comisión que corresponda para presentar al candidato e informar sobre el cumplimiento de la Ley reguladora del régimen de los conflictos de intereses.

En segundo lugar, la previsión de un régimen específico de incompatibilidades, cuyo objeto es garantizar la independencia e imparcialidad de las actuaciones de los altos cargos, asegurar la absoluta dedicación a las funciones que les son propias y propiciar una mayor eficacia en el funcionamiento de la acción política y administrativa. Así, este régimen exige la dedicación exclusiva del alto cargo a sus cometidos públicos; prevé la prestación de la retribución única (no pueden percibir más de una retribución con cargo a los presupuestos públicos ni ninguna otra que provenga de una actividad privada, salvo las excepciones establecidas en la Ley), y define con exactitud las actividades públicas, privadas, electivas y de docencia que son compatibles, considerando incompatibles las demás.

Las prohibiciones posteriores al cese como alto cargo constituye el tercer gran instrumento. La Ley refuerza el control en el ejercicio de actividades privadas con posterioridad al cese de los altos cargos (de dos a cinco años siguientes al cese) e impide, cuando se den los requisitos legalmente previstos, suscribir ningún tipo de contrato con los organismos del sector público, bien personalmente o a través de empresas o sociedades en las que participen. En otros casos se declara que los altos cargos no pueden prestar ningún tipo de servicio ni mantener relación laboral o mercantil con las empresas o sociedades privadas con las que hayan tenido relación directa debido al desempeño de las funciones propias del cargo. En cualquier caso, estas actividades deben ser declaradas con carácter previo a su inicio para su análisis por el órgano competente.

La reciente legislación añade un conjunto adicional de instrumentos que tienen como meta reforzar la objetividad y neutralidad, y entre las que cabe citar el control de participaciones societarias en entidades que tengan alguna vinculación contractual con el sector público; la regulación de los obsequios o donaciones que pueden recibir los altos cargos durante el ejercicio de sus funciones; o los deberes de abstención e inhibición de los altos cargos ante el surgimiento de un conflicto de intereses.

También dentro del ámbito preventivo se recogen instrumentos de transparencia de intereses, actividades, bienes y derechos patrimoniales. La Ley prevé un sistema declarativo dual, al obligar al alto cargo a formular tanto una declaración de actividades e intereses como la declaración de bienes y derechos patrimoniales, acompañada, en ocasiones, de las declaraciones tributarias del alto cargo (y de forma preceptiva o voluntaria del cónyuge) que gravan la renta y el patrimonio. Estas declaraciones deben inscribirse en el correspondiente registro creado para el depósito, archivo, custodia, inscripción y, en su caso, información y acreditación de las declaraciones y obligaciones documentales establecidas en la Ley.

Al entender que la transparencia de estas declaraciones aumenta la confianza ciudadana en los gobernantes al hacer posible la comprobación de su acción y trayectoria profesional, como regla general el contenido de las declaraciones de actividades e intereses es público (acceso ciudadano, publicación en el Boletín Oficial o publicación en el Portal de Transparencia), mientras el acceso al registro de bienes y derechos patrimoniales es reservado, de modo que únicamente personas incardinadas en determinadas instituciones u órganos pueden tener acceso, como el máximo responsable político del que dependa orgánicamente el alto cargo, el parlamento, los órganos judiciales, el Ministerio Fiscal o el defensor del pueblo. Como excepción, alguna ley reconoce su carácter público, pero omite en la publicidad aquellos datos referentes a su localización a efectos de salvaguardar la privacidad y seguridad de sus titulares.

Junto a las medidas preventivas, la Ley prevé instrumentos de control y atribuye a diferentes órganos la fiscalización del cumplimiento del régimen instituido. En concreto, el legislador suele atribuir esta función a la Inspección General de Servicios, a un departamento competente en materia de buen gobierno o a un órgano específico (por ejemplo, la Oficina de Evaluación Pública de las Illes Balears o la Oficina de Conflictos de Intereses del País Vasco). Estos órganos deben elevar periódicamente al gobierno, para su ulterior remisión al Parlamento, un informe con la relación nominal de declaraciones de los altos cargos, así como del cumplimiento por parte de los mismos, del régimen de conflicto de intereses, e indicar en su caso las infracciones que se hayan cometido y las sanciones que hayan sido impuestas con identificación de sus responsables. Sin embargo, el déficit existente en su hipotético carácter independiente sitúa este control en un plano secundario de importancia, dado que la dependencia última del personal de estos organismos hacia el Poder Ejecutivo (sometimiento al principio de jerarquía) impide que este control sea realmente operativo.10

Finalmente, el régimen de infracciones y sanciones constituye el instrumento de represión más importante (sin olvidar su naturaleza preventiva), y cuya esencia es reforzar la eficacia de la regulación de los conflictos de intereses. La ausencia de este régimen en el estatuto clásico del alto cargo ha constituido uno de los grandes problemas para una aplicación efectiva de los principios de imparcialidad, responsabilidad y objetividad. Así, el establecimiento de un régimen sancionador permite que el incumplimiento de las obligaciones legales conlleve penalizaciones efectivas, con una tipificación de las infracciones y sanciones correspondientes y el correspondiente procedimiento de incoación y sanción.

En este sentido, la Ley estatal 19/2013, del 9 de diciembre, de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno, consagra un régimen sancionador estructurado en tres ámbitos: infracciones en materia de conflicto de intereses, en materia de gestión económico-presupuestaria y en el ámbito disciplinario. Además, se incorporan infracciones derivadas del incumplimiento de la Ley Orgánica 2/2012, del 27 de abril, de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera. La comisión de las infracciones previstas en la Ley (la normativa autonómica en este sentido sigue un mimetismo absoluto) da lugar a la imposición de sanciones, como la destitución en los cargos públicos que ocupe el infractor, la no percepción de pensiones indemnizatorias, la obligación de restituir las cantidades indebidamente percibidas, la obligación de indemnizar a la hacienda pública o la prohibición de que la persona infractora vuelva a ocupar un alto cargo por un periodo de tiempo determinado (por lo general, entre cinco y diez años).

3. A modo de conclusión

Conviene cerrar este primer bloque con una serie de reflexiones sobre la filosofía que incide, o debería incidir, sobre el nuevo “boom normativo”. Aquí se pretende resaltar la necesidad de que si bien un discurso política y socialmente correcto puede conducir a la fijación de normas que compitan por un endurecimiento del estatuto jurídico, el legislador debe tener presentes las exigencias propias de la buena acción política y la necesidad de gestionar los delicados equilibrios del buen gobierno.11 El primer equilibrio es el que conecta transparencia política y calidad democrática, y hace referencia al empobrecimiento de la vida política cuando el principio de transparencia se absolutiza y convertimos la democracia en una ‘política en directo’, que se agota en una vigilancia constante e inmediata. Uno de los efectos derivados de la vigilancia extrema sobre los actores políticos es que les lleva a sobreproteger sus acciones y discursos, precisamente en un momento en el que la democracia está hoy más empobrecida por los discursos que no dicen nada que por el ocultamiento expreso de información.12

El segundo equilibrio se centra en la necesidad de compatibilizar la visión de restricción-control de la Ley con la promoción de la competencia y la acción política. Si bien es necesario prever un régimen restrictivo que garantice una acción política acorde a los principios éticos y legales del buen gobierno, el espíritu que debe guiar este régimen preventivo es el de “combinar ponderadamente severidad y moderación, de manera que el impedir la generación de conflictos de intereses no suponga al mismo tiempo obstaculizar indebidamente la incorporación de personas de valía a elevados puestos de responsabilidad” (Exposición de motivos de la Ley de Cantabria 1/2008, del 2 de julio, reguladora de los Conflictos de Intereses de los Miembros del Gobierno y de los Altos Cargos de la Administración de Cantabria).13

Finalmente, el equilibrio entre control y proactividad. El régimen del buen gobierno debe compatibilizar, como hemos visto, la perspectiva estática-negativa, dirigida a evitar comportamientos abusivos, con la visión dinámica-transformadora-positiva, encaminada a reavivar la acción política en términos transformadores. Lo contrario supondría el riesgo de reducir la relación Estado-sociedad atendiendo a problemas de funcionamiento de las instituciones y la falta de un código de ética, sin referir la dimensión de transformación social. Y en esta línea, parece que la Ley empieza a dar tímidos pasos, a través de previsiones relacionadas con la planificación gubernamental y la evaluación de las políticas públicas, estructurando un sistema de rendición de cuentas y evaluación transparente.

III. EL NUEVO RÉGIMEN JURÍDICO DE LA TRANSPARENCIA PÚBLICA: PROFUNDIZACIÓN Y LÍMITES1. Aspectos fundamentales del nuevo marco legislativo

La regulación y profundización del principio de transparencia pública constituye el segundo gran bloque sobre el que está incidiendo el reciente paquete legislativo de regeneración democrática. La justificación de este interés es del todo obvia si se comprende que la transparencia dota al ciudadano de información accesible sobre la organización y actuación de los poderes públicos, garantizando un conocimiento real sobre la legalidad y la oportunidad con los fines públicos de los procedimientos y decisiones políticas y administrativas. Está claro que existe una correlación positiva entre transparencia, fortaleza democrática, menos corrupción, más legitimidad de los poderes públicos y más eficacia y eficiencia de las políticas públicas. Pero no debemos obviar otros efectos positivos más allá de la rendición de cuentas, como la promoción del principio de corresponsabilidad, el fomento de una sociedad crítica y participativa o la generación de riqueza y crecimiento económico.

Tomando como marco de referencia el Convenio del Consejo de Europa sobre Acceso a los Documentos Públicos, del 18 de junio de 2009, en fechas recientes se está produciendo en España una eclosión de normas con rango de ley, que tratan de garantizar, ampliar y reforzar la transparencia de la actividad pública. Tras la aprobación de la Ley estatal 19/2013, del 9 de diciembre, de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno, la mayoría de las comunidades autónomas han iniciado una carrera normativa para elaborar sus propias leyes de transparencia y acceso a la información pública (a excepción de las comunidades navarra y extremeña, que aprobaron sus normas con anterioridad a la ley estatal), y cuyo hilo común es eliminar o, cuando menos, reducir la imagen de opacidad e inaccesibilidad, acercando al régimen español a los parámetros de las democracias consolidadas.

Un análisis exhaustivo del reciente marco normativo es inviable por razones de extensión de este trabajo. Por ello, a efectos de realizar un estudio sobre las cuestiones más importantes, podemos estructurar el nuevo régimen jurídico en torno a cuatro grandes pilares. El primero hace referencia al ámbito subjetivo de aplicación, caracterizado por una visión expansiva en la medida en que se deben sujetar a las reglas de transparencia todos los sujetos que ejercen potestades administrativas o presten servicios públicos. En el intento de corregir la consolidada tendencia hacia la “huida del derecho administrativo”, se somete al régimen de transparencia como obligado principal al Poder Ejecutivo (gobierno y administración), así como a la amplia panoplia de personificaciones jurídicas instrumentales dependientes de aquéllas. Pero el pleno significado de la transparencia, como de manera acertada se ha señalado, exige ampliar aún más su filosofía. La política pública de transparencia y acceso a la información pública gubernamental es sólo una cara del principio democrático, pues la otra pertenece a la sociedad, que solicita a los gobiernos, por ejemplo, transparencia y rendición de cuentas, sin plantearse a sí misma las mismas exigencias.14 Por este motivo, la Ley pretende ser de aplicación a las entidades privadas que reciben o se financian con fondos públicos, con la idea de que la ciudadanía mantenga su derecho a la transparencia también en relación con estas actuaciones.

Por tanto, la legislación de transparencia salta el ámbito público para alcanzar también al sector privado si en su actuación se sirve de recursos públicos, y lo hace a través de diferentes grados de sujeción:

  • Obligación de suministrar información. Las personas privadas, físicas y jurídicas, que presten servicios públicos o ejerzan funciones delegadas de control u otro tipo de funciones administrativas están obligadas a suministrar a la administración toda la información necesaria para el cumplimiento de las obligaciones previstas en la Ley. Esta obligación también se extiende a las personas adjudicatarias de contratos del sector público, así como a las personas beneficiarias de las subvenciones.

  • Obligaciones de los prestadores de servicios públicos y personas privadas que ejerzan potestades administrativas. Las personas privadas, físicas y jurídicas, que presten servicios públicos o ejerzan potestades administrativas están obligadas por las previsiones de la Ley respecto de la información relativa a las actividades directamente relacionadas con las potestades públicas que ejerzan y los servicios públicos que gestionen.

  • Otros sujetos obligados. Los partidos políticos, organizaciones sindicales y organizaciones empresariales, en todo caso, y las entidades privadas (iglesias, confesiones, comunidades y otras entidades inscritas en el Registro de Entidades Religiosas, las corporaciones, asociaciones, instituciones, entidades representativas de intereses colectivos) que perciban durante el periodo de un año ayudas o subvenciones públicas en cuantías superiores a las fijadas en la Ley (entre 50,000 y 100,000 euros) o cuando un porcentaje del total de sus ingresos anuales (como regla general el 40%) tengan carácter de ayuda o subvención pública, siempre que alcancen una cuantía mínima (entre 5,000 y 25,000 euros), deberán cumplir las obligaciones de transparencia establecidas en la Ley.

Adentrándonos en el segundo y tercer gran pilar del nuevo régimen jurídico, la transparencia de la actuación pública se articula a través de dos grandes conceptos, que responden a dinámicas diferentes: la publicidad activa y el derecho de acceso a la información pública. La publicidad activa implica la difusión por propia iniciativa de la información que poseen los poderes públicos, y exige por tanto una actitud proactiva de estos en tanto deben hacer pública la información exigida por la Ley, lo solicite la ciudadanía o no. Este régimen incluye una profusa y extensa relación de contenidos sometidos a transparencia, al entender que son de interés para la ciudadanía: información institucional y organizativa; relativa a los altos cargos y al personal de libre nombramiento; patrimonio de los poderes públicos; sobre planificación y evaluación; materia normativa; procedimientos, cartas de servicio y participación ciudadana; contratos, convenios y subvenciones; económica, financiera y presupuestaria; ordenación del territorio y medio ambiente; obras públicas; o información estadística y resultados de proyectos de investigación.

En cualquier caso, esta relación de contenidos sometidos a publicidad activa, aunque es extensa, no es exhaustiva. Antes al contrario, se formula de manera que adquieren la condición de elementos mínimos y generales, de modo que en aras de una mayor transparencia en la actividad del sector público se fomenta la publicidad de cualquier otra información pública que se considere de interés para la ciudadanía, debiéndose incluir en todo caso aquella información cuyo acceso se solicite con mayor frecuencia. Por tanto, la idea de partida es la puesta a disposición de la información pública de forma progresiva y de la manera más amplia y sistemática posible, y para ellos se utilizan las tecnologías y plataformas que posibiliten un acceso universal y gratuito.

Esto último es importante: el régimen de publicidad activa se halla íntimamente asociado a las oportunidades ofrecidas por las TIC. Las leyes de transparencia aprovechan toda su potencialidad como instrumento privilegiado para la difusión de la información pública y regula el Portal de Trasparencia, dependiente de un departamento específico de la administración, y en el que se incluye toda la información relativa a los contenidos de publicidad activa y aquella otra cuyo acceso se solicite con mayor frecuencia. Se trata de atribuir una naturaleza centralizadora a estos portales, convertidos en canales que permiten unificar toda la información exigible por la Ley, y garantizar así la accesibilidad del ciudadano. La dispersión de la información en la web de los diferentes órganos y departamentos supondría sin duda una nueva burocratización, en este caso de corte tecnológico, de modo que la publicidad de los datos sin este modelo integrador dificultaría el ejercicio de este derecho.

A diferencia de la publicidad activa, en el derecho de acceso a la información pública es la ciudadanía la que toma la iniciativa, al solicitar a los poderes públicos la información que obra en su poder. Este acceso se configura como un verdadero derecho de naturaleza cuasiuniversal, lo que se traduce, en su vertiente procedimental, en que para el ejercicio de este derecho no es necesario motivar la solicitud ni invocar la Ley, así como que la regla general es el acceso a la información, considerando excepción la denegación o limitación del acceso,15 por lo que se impone en estos casos el deber de motivar las resoluciones denegatorias. Además, en una clara tendencia hacia la universalización de este derecho, la Ley atribuye la titularidad tanto a las personas físicas, cualquiera que sea su nacionalidad (en algunas normas se atribuye incluso a menores de edad a partir de los catorce años), como a cualquier tipo de persona jurídica.

La regulación de este derecho de acceso se centra fundamentalmente en esa vertiente procedimental, intentando ordenarlo de la manera más simple y escueta posible sin sujeción a grandes formalidades, con objeto de facilitar y agilizar su ejercicio. En concreto, conviene resaltar de este procedimiento los siguientes aspectos:

  • Fomento de la tramitación electrónica. Las personas o entidades incluidas en el ámbito de aplicación de la Ley deben promover la presentación de las solicitudes de información por vía telemática; además, deben estar disponibles en las sedes electrónicas los modelos normalizados de solicitud.

  • Deber de auxilio y colaboración. Las plataformas de transparencia deben establecer guías de orientación para localizar la información solicitada y los órganos que la posean. Asimismo, la Ley exige que el personal al servicio de las entidades obligadas deba ayudar e informar a las personas que lo requieran sobre la forma y el lugar en que pueden presentar sus solicitudes de acceso a la información.

  • Silencio administrativo. Una vez transcurrido el plazo máximo para resolver sin que se haya dictado y notificado una resolución expresa, se entiende, como regla general, que la solicitud ha sido desestimada. Sin embargo, algunas leyes, con el afán de prever un régimen favorable al principio de transparencia, reconocen un silencio estimatorio, lo que no encaja con la interpretación dada por el dictamen 707/2012 del Consejo de Estado en relación con la ley estatal, al entender que la solución dada por esta norma (silencio desestimatorio) resulta lógica y adecuada a derecho.16

  • Régimen de impugnaciones. Las resoluciones dictadas en materia de acceso a la información pública son recurribles directamente ante la jurisdicción contencioso-administrativa, sin perjuicio de la posibilidad de interposición de una reclamación potestativa ante el consejo de transparencia creado en la mayoría de las leyes. Las nuevas leyes tratan con el reconocimiento de esta reclamación de garantizar una respuesta independiente, rápida y eficaz a las reclamaciones de los ciudadanos, al margen de la garantía judicial última.

  • Acceso a la información. Desde la óptica de facilitar a la ciudadanía el ejercicio de su derecho, el acceso se realiza preferentemente por vía electrónica, salvo cuando no sea posible o el solicitante haya señalado expresamente otro medio, y de modo gratuito, si bien la obtención de copias y la transposición a formatos diferentes del original están sujetas al pago de las tasas establecidas.

El nuevo régimen jurídico se cierra con la regulación de la organización y actuación administrativa, aspectos que integran la infraestructura institucional que se está creando para garantizar la aplicación del principio de transparencia. En cuanto a la organización, tanto la ley estatal como las leyes autonómicas crean consejos de transparencia, como órgano colegiado que, actuando con independencia orgánica y funcional, tiene encomendados el fomento, control y protección de la transparencia de la actividad pública. Pese a la configuración jurídica dada por el legislador, aquí radica una de las principales críticas recibidas por el modelo que se está construyendo, al entender que la dependencia última de estos consejos sobre el Poder Ejecutivo relativiza esa autonomía y matiza el ideal de un control real y efectivo, además de prever una composición en la que existe sobrerrepresentación de la administración pública y un importante déficit en cuanto a presencia de la sociedad civil. El diseño de la organización administrativa se completa con la configuración de un departamento competente en materia de transparencia, al que corresponde el diseño, coordinación, evaluación y seguimiento de las políticas de transparencia, y las unidades de transparencia existentes en cada departamento para garantizar la correcta aplicación de la ley.

En cuanto a la actuación administrativa, esta se desenvuelve fundamentalmente en la arena del fomento, la planificación y el control. Como medidas propias de la primera tipología de intervención, se prevé la puesta en marcha de planes formativos en materia de transparencia, con especial énfasis en la sensibilización del personal al servicio del sector público; la creación de distintivos para reconocer a aquellos sujetos que destaquen por la aplicación de políticas de transparencia en el seno de su organización; o las actuaciones de divulgación y difusión institucional específicamente dirigidas a facilitar el conocimiento por la ciudadanía de la información que resulta accesible y de los cauces disponibles para poder acceder a ella. A través de la planificación se pretende ordenar de forma homogénea la implementación del nuevo modelo, exigiéndose la elaboración y aprobación de un plan estratégico de transparencia que aborde las medidas que contribuyan a promover y desarrollar las políticas en esta materia. Por su parte, la actuación de control se canaliza a través de los consejos de transparencia (como órgano de fiscalización y evaluación), la emisión de informes anuales sobre el grado de aplicación de la ley o la evaluación global transcurridos cuatro años desde la entrada en vigor y su posterior remisión al Parlamento.

Junto a estos cuatro grandes pilares que son comunes a la nueva legislación de transparencia (ámbito de aplicación, publicidad activa, derecho de acceso y organización administrativa), cabe añadir un quinto elemento, que si bien no está generalizado en las leyes recientemente aprobadas, constituye una garantía fundamental. Se trata de la previsión de un régimen de infracciones y sanciones, que persigue actuar no tanto como mecanismo coercitivo o represor, sino también como garantizador efectivo del derecho de la ciudadanía a la transparencia pública, arbitrando así los mecanismos necesarios y adecuados para que la nueva cultura de la transparencia no quede en una mera declaración de intenciones. En concreto, este régimen se articula sobre la distinción entre la responsabilidad de los altos cargos y personal al servicio de las entidades públicas (imposición de sanciones disciplinarias) y la responsabilidad de las restantes entidades privadas sujetas a la obligación de publicación de información y aquellas que tienen el deber de suministrar información a la administración (imposición de sanciones económicas). Y son responsables de las infracciones, aun a título de simple inobservancia, por las acciones u omisiones tipificadas en la Ley con dolo, culpa o negligencia.

2. Reflexiones finales

Finalmente, y como hemos hecho en el análisis del buen gobierno, conviene cerrar este segundo apartado con una serie de reflexiones en torno al régimen jurídico de la transparencia pública, haciendo referencia a dos cuestiones clave: la primera, específica del modelo español y de cualquier sistema políticamente descentralizado, y la segunda, aplicable con carácter general a cualquier legislación reguladora del derecho a la transparencia.

La primera cuestión tiene que ver con la propia naturaleza jurídica de este derecho, y que ha sido objeto de diferentes interpretaciones dentro del constitucionalismo español: su consideración como derecho constitucional autónomo de configuración legal, que encuentra su anclaje en el artículo 105, CE78, o, por el contrario, manifestación concreta de la libertad de información del artículo 20.1.d, CE78. Desde una perspectiva comparada y desde la óptica de los tratados y convenios internacionales, el derecho de acceso a la información ha ido adquiriendo rango de derecho fundamental, bien como derecho autónomo, bien como parte del contenido de la libertad de información-expresión (en esta línea, el derecho de acceso ha alcanzado este rango en el derecho comunitario al ser incluido en el artículo 42 de la Carta de los Derechos Fundamentales).

La solución adoptada en España por el legislador se sitúa en la primera interpretación, al configurar con base en el artículo 105, CE78, un derecho que habrá de regularse por ley ordinaria, y que no tiene carácter de derecho fundamental. Este debate tiene importantes consecuencias prácticas, dado que la fuerza del derecho de transparencia varía de acuerdo con la solución que se adopte, las garantías del mismo serán de diferente intensidad (la consideración de derecho fundamental otorga la protección jurisdiccional a través de un procedimiento preferente y sumario, es susceptible de ser invocado en un recurso de amparo, y su desarrollo está reservado a la Ley Orgánica) y su posición quedará más o menos fortalecida en caso de colisión con otros derechos fundamentales, como la protección de datos personales.

Compartimos con Emilio Guichot la interpretación evolutiva del derecho fundamental a la libertad de información a la luz del Convenio Europeo de Derechos Humanos, que permitiría abordar una nueva perspectiva del derecho de acceso. Sin olvidar, además, que si en la jurisprudencia constitucional este derecho conecta directamente con el propio principio de Estado democrático, que precisa de una opinión pública informada, y esta afirmación se hace incluso respecto a información sobre personajes famosos, con cuánta mayor razón puede predicarse esto mismo de información que detenta la propia administración relacionada con la gestión de los asuntos públicos. Una interpretación pertinente si se pretende dotarlo de mayor garantía, no desprotegerlo frente a otros derechos conectados y extender su ámbito subjetivo a todos los poderes públicos de cualquier ámbito territorial.17

Esto último nos lleva al fondo de la primera cuestión que se pretende plantear aquí. La interpretación constitucional que se le ha dado a este derecho permite un desarrollo legislativo exhaustivo por parte de las comunidades autónomas. Y esta cuestión genera efectos y consecuencias de indudable importancia en un sistema políticamente descentralizado como el español. Así, se empieza a observar la creación en el Estado autonómico de una importante heterogeneidad normativa, lo que nos lleva a la relación entre calidad federal y ruptura del principio de igualdad.18 La diversidad de criterios que se empiezan a reconocer en los textos aprobados y en los borradores publicados generará probablemente una cierta segmentación, un mapa de diecisiete modelos de transparencia con un desigual grado de exigencias para el ejercicio de un derecho íntimamente ligado al principio democrático. Son varios los ejemplos que pueden reflejar esta heterogeneidad, como la disparidad organizativa con la creación o no de órganos de transparencia y su relación con el Estado; el sentido del silencio administrativo en el procedimiento de solicitud de información pública, o la diferente intensidad del régimen de publicidad activa prevista por el legislador autonómico.19

El segundo aspecto que merece una reflexión profunda tiene que ver con el diseño y aplicación del reciente régimen jurídico para evitar que los mandatos legales queden en “papel mojado”. Y esto nos conduce a su vez a dos ámbitos diferentes: el qué (relevancia) y el cómo (accesibilidad). Respecto al primero, para conformar un modelo efectivo no basta con hacer un simple vaciado de información, sino que es necesario ciudadanizar el régimen de la transparencia. La relevancia de la información tiene que relacionarse con el destinatario, que es la ciudadanía, entendiendo que lo que le interesa a esta no es necesariamente lo que interesa —o entiende que puede interesar— a los poderes públicos.20 En cuanto al cómo, la información que se pone a disposición debe ser clara, actualizada, objetiva, veraz, de calidad y, como señala Cunill Grau, accesible. Así, la accesibilidad se vincula no con los datos que se proporcionan, sino cómo se proporcionan.

Uno de los riesgos de la sociedad de la información es, paradójicamente, la posible opacidad generada por el exceso. La gran cantidad de datos generados por la administración exige una información estructurada, lo que conduce a la necesaria distinción entre transparencia y transparencia accesible. Una de las claves será reducir la burocratización y complejización en su acceso y contenido. Para conseguir un sistema realmente transparente no basta con el acceso a los datos, sino que se necesita acompañar la información de la claridad suficiente para su comprensión. Y ello es de suma importancia en la actual sociedad de la información, donde Internet puede convertirse en un instrumento de opacidad que dificulta el control. La transparencia constituye así un reto para la cultura política imperante, porque se mueve en un mundo de gran complejidad, en el cual es difícil fijar los límites, las reglas, distinguir lo trascendente de lo prescindible, destacar lo prioritario de lo baladí. Desde esta perspectiva, y atendiendo al uso del lenguaje empleado en el suministro de la información pública, Castelazo también alerta de los riesgos de la comunicación retórica y demagógica, inherente en muchas ocasiones al discurso político: un requisito básico de la transparencia es el lenguaje directo, el del dominio común (no por ello nimio), el que es fácilmente comprensible, cuidando no caer en estrategias propagandísticas y/o publicitarias que se contradigan en el terreno de los hechos.21

IV. El Nuevo Derecho De ParticipaciÓN CIUDADANA. LA PROMOCIÓN De La Democracia Participativa1. La renovación del derecho de participación desde el actual bloque de constitucionalidad

El último gran bloque que integra lo que hemos denominado los paquetes legislativos para la regeneración democrática es la renovación y profundización del derecho de participación ciudadana. En este sentido, como punto de partida, conviene recordar que una interpretación sistemática del texto constitucional permite identificar la democracia representativa como la base sobre la que se asienta la democracia constitucional española.22 Así, en referencia al derecho fundamental del artículo 23, CE78, que reconoce las dos modalidades de participación política —directa y a través de representantes—, la interpretación del Tribunal Constitucional en relación con los institutos de democracia directa confirma su carácter accesorio respecto a la participación indirecta.23 La jurisprudencia constitucional se decanta claramente por una primacía de los mecanismos de democracia representativa sobre los de participación directa (STC 76/1994, FJ 3), al resaltar que “la participación política —como manifestación de la soberanía popular— se ejerce normalmente a través de representantes y que, excepcionalmente, puede ser directamente ejercida por el pueblo” (STC 119/1995, del 17 de julio).

Más allá de estas manifestaciones concretas de la participación política, el texto constitucional acoge, a lo largo de su articulado, otras referencias a la participación. En especial, como señala Esther Martín, el artículo 9.2, CE78,24 opera como un mandato habilitador de la acción pública, y constituye al mismo tiempo una cláusula legitimadora que ofrece cobertura constitucional a cualesquiera otras manifestaciones del fenómeno participativo, que, no habiéndose contemplado expresamente en su articulado, canalicen la intervención de los ciudadanos en el proceso de adopción de decisiones colectivas.

De este modo, el Tribunal Constitucional ha distinguido de forma nítida entre dos formas de democracia: la democracia política, que como acabamos de ver se ejerce fundamentalmente a través de las instituciones representativas y puede venir complementada con formas de participación directa, y la democracia participativa, definida por el alto tribunal como un conglomerado de instituciones participativas que tiene en común un componente o dimensión sectorial, de defensa de intereses particulares o concretos de los individuos o los grupos en los que estos se integran. En la línea de esta distinción, la jurisprudencia constitucional ha interpretado con una cierta filosofía restrictiva la democracia participativa, al deslindar el derecho fundamental de participación política del artículo 23, CE78, de otras fórmulas de participación ciudadana derivadas de ese mandato general del artículo 9.2, CE78.

Esas formas de participación ciudadana en su modalidad de democracia participativa no pueden ser consideradas manifestación del artículo 23, CE78. Así se ha pronunciado en reiteradas ocasiones el Tribunal Constitucional, que ha afirmado que el derecho fundamental que ampara el artículo 23, CE78, no abarca el derecho de los ciudadanos a participar “en todos los asuntos públicos, cualquiera que sea su índole y su condición” (STC 51/1984, FJ 2), y que en dicho precepto no se configura un “derecho general de participación o, en otras palabras, una cláusula abierta —a integrar legislativamente y sin límites— que permitiera cualificar como derecho fundamental a cualesquiera previsiones participativas que puedan incorporarse al ordenamiento”, para concluir que en el ordenamiento constitucional español “sobre la base del art. 23.1, no todo derecho de participación ha de ser siempre un derecho fundamental” (ATC 942/1985, FJ 3, final). Por tanto, el Tribunal deja fuera del artículo 23, CE78, cualesquiera otros títulos de participación que, configurados como derechos subjetivos o de otro modo, puedan crearse en el ordenamiento, pues no todo derecho de participación es un derecho fundamental (STC 119/1995, FJ 3).25

Estas otras medidas participativas que no constituyen participación política se configuran como una “mera manifestación del fenómeno participativo que tanta importancia ha tenido y sigue teniendo en las democracias actuales” (STC 103/2008, FJ 2). Aquí se aprecia que, en paralelo a ese deslinde restrictivo, la jurisprudencia constitucional ha asumido también un carácter favorable en torno a la democracia participativa y su promoción, “consagrando un conjunto de derechos y prestaciones que ofrecen a la ciudadanía la posibilidad de conocer, incidir, participar e incluso contribuir a transformar la realidad social, económica y política” (STC 136/1999). Del mismo modo que el Tribunal Constitucional reconoce la constitucionalización del mandato general a los poderes públicos de promover la participación y su configuración como derecho subjetivo en ámbitos determinados, señala que nos encontramos ante una manifestación “del fenómeno participativo… y al que fue especialmente sensible nuestro constituyente”, que lo ha formalizado como “un mandato de carácter general a los poderes constituidos para que promuevan la participación en distintos ámbitos” (artículos 9.2 y 48, CE) o como un verdadero derecho subjetivo (así, por ejemplo, artículos 27.5 y 7, 105 y 125, CE)”.

Sin duda, los mandatos e interpretaciones constitucionales, repasados aquí de forma sucinta, han encontrado en los estatutos de autonomía de última generación una aceptación significativa. A diferencia de los primeros estatutos que reconducían su mirada a la participación política, las recientes normas estatutarias focalizan la atención en la promoción de la democracia participativa, añadiendo un nuevo derecho de participación ciudadana del que parece desprenderse la idea de que es necesaria la intermediación del legislador para hacer efectivo y real su ejercicio y configurar esta democracia participativa como auténtico derecho subjetivo.26

De este modo, el reconocimiento estatutario del nuevo derecho de participación está siendo objeto de un intenso desarrollo a nivel legal, al reconocer nuevos principios, instrumentos y cauces participativos.27 Este escenario normativo que parece consolidarse está adquiriendo una creciente heterogeneidad, de modo que algunas comunidades autónomas optan por su regulación a través de leyes específicas de participación ciudadana (comunidad valenciana, Canarias o Andalucía), mientras otras lo hacen en conexión con el principio de transparencia pública (Aragón, La Rioja, Asturias o Castilla y León), en el ámbito del gobierno abierto o buen gobierno (Navarra, Extremadura o Baleares), incluyendo el nuevo régimen en la norma reguladora de la organización y funcionamiento de la administración pública (País Vasco) o dirigiendo su estrategia de naturaleza política hacia la fragmentación en diferentes normas (Cataluña).

Si bien la técnica normativa difiere de un territorio a otro, el elemento común a todas estas leyes es su objeto de regulación. Como ya se ha adelantado, el foco de atención de esta nueva legislación es la configuración de nuevos instrumentos de democracia participativa, como complemento y perfeccionamiento de la democracia representativa: “con la presente Ley se pretende desarrollar los derechos democráticos de la ciudadanía y de los grupos en que se organiza por medio de los procesos, prácticas e instrumentos de democracia participativa que complementen y perfeccionen los derechos y las técnicas de la democracia representativa” (Exposición de motivos del anteproyecto de Ley de Participación Ciudadana de Andalucía).28

2. El régimen jurídico del nuevo derecho de participación: aspectos fundamentales

Atendiendo al contenido material de las leyes autonómicas, la heterogeneidad existente se manifiesta en el diferente grado de intensidad del nuevo régimen jurídico. Algunas normas profundizan de forma exhaustiva en su regulación, reconociendo diversos derechos e instrumentos, introduciendo importantes novedades jurídicas que tratan de favorecer la participación ciudadana y adoptando una visión amplia de la política participativa. Otras leyes son extremadamente limitadas, quizá por el protagonismo asumido por el principio de transparencia pública y el concepto de buen gobierno. Sin embargo, un repaso exhaustivo a la reciente normativa permite extraer tres “círculos” que constituyen el hilo común y núcleo duro del nuevo régimen jurídico: derechos específicos de participación, nuevos instrumentos participativos y medidas de fomento.

A. Derechos específicos para la participación ciudadana

El reconocimiento de derechos específicos —que concretan y materializan el genérico derecho de participación ciudadana para ámbitos o fines concretos—, incluye tanto aquellos que se encuentran regulados en otras leyes (derecho a la información, a la audiencia, de petición o de iniciativa legislativa) como nuevos derechos, que son los que centran la atención del legislador. Entre estos últimos se regulan los siguientes:

  • Derecho a participar en la elaboración y evaluación de los programas y políticas públicas, así como en la evaluación de los servicios públicos. El legislador ordena, de forma genérica, el impulso de los medios necesarios para que los ciudadanos puedan colaborar en el diseño y elaboración de programas anuales y plurianuales, reconociendo asimismo el derecho de los ciudadanos a ser consultados periódica y regularmente sobre su grado de satisfacción con los servicios públicos y con las actividades gestionadas por la administración. Dentro de esta categoría, especial atención merecen, por su novedad desde una perspectiva comparada, el derecho de iniciativa ciudadana para proponer la puesta en marcha de políticas públicas, propuesta que deberá ir apoyada por un número determinado de firmas, y que otorgan la posibilidad de reunirse con representantes de la administración para explicar detalladamente las cuestiones que plantea su iniciativa (artículo 25 del anteproyecto de Ley de Participación Ciudadana de Andalucía), y el derecho de participación en la elaboración de los presupuestos públicos, permitiendo a la ciudadanía opinar y proponer alternativas en cuanto al orden de prioridades en los distintos capítulos del presupuesto, mediante mecanismos de democracia directa debidamente estructurados u otros procesos e instrumentos participativos.

  • Derecho de participación en la elaboración de las disposiciones administrativas de carácter general. La Ley reconoce un derecho específico de “remisión de sugerencias o recomendaciones” a través de un procedimiento en el que las aportaciones son tenidas en cuenta por la administración, y su admisión o rechazo exige una justificación motivada para, posteriormente, ponerlas en conocimiento de quienes las han promovido, debiendo publicar la respuesta en la plataforma correspondiente.

  • Derecho a la iniciativa reglamentaria. Este derecho constituye una novedad de primer orden, como figura que permite a los ciudadanos impulsar la confección de normas reglamentarias, y al gobierno, sin renunciar a su capacidad última de decisión y dirección de las políticas públicas, incorporar a su acción aquellas demandas ciudadanas que, por su apoyo amplio y su acierto, merezcan tal consideración. Las propuestas que tienen que ser apoyadas por un número determinado de firmas deberán contener el texto propuesto y una memoria justificativa con explicación detallada de las razones que aconsejan la tramitación y aprobación de la iniciativa, otorgando la posibilidad de acudir al trámite de defensa del proyecto, de modo que la administración debe llamar a comparecencia a las personas promotoras para escuchar sus argumentos y hacer las aclaraciones que considere pertinentes.

  • Derecho a recabar la colaboración de los poderes públicos. Los ciudadanos tienen derecho a solicitar la colaboración de la administración para realizar actividades sin ánimo de lucro que fomenten la participación ciudadana. En concreto, las aportaciones públicas pueden consistir, entre otras, en el patrocinio de la actividad, la cesión temporal u ocasional de bienes públicos, el apoyo técnico para su realización, el apoyo a la difusión y conocimiento de la actuación a través de los distintos canales de comunicación institucionales, premios, reconocimientos o menciones u otras medidas similares.

  • Derecho de propuestas o actuaciones de interés público. Este derecho permite a los ciudadanos formular propuestas de actuación, mejoras o sugerencias en relación con el funcionamiento de los servicios que presta la administración, debiendo promover ésta el reconocimiento público de aquellas iniciativas que hayan posibilitado una mejora de los servicios. En cualquier caso, no se admitirán iniciativas que defiendan intereses individuales o corporativos que sean ajenos al interés general o que tengan un contenido imposible, inconstitucional, ilegal o constitutivo de delito.

B. Instrumentos específicos de participación ciudadana

El segundo gran “círculo” ordenado en la reciente legislación es la previsión de diversos instrumentos participativos con los que se pretende garantizar un ejercicio real, efectivo y de calidad del nuevo derecho de participación ciudadana. Estos instrumentos se desenvuelven exclusivamente en el ámbito de la participación formal e institucional, al ser definidos como los mecanismos utilizados por la administración pública para hacer efectiva la participación y la colaboración de todos los ciudadanos y ciudadanas, sin discriminación, en los asuntos públicos.

En concreto, los nuevos instrumentos de participación ciudadana, en cuyo funcionamiento deben regir los principios de igualdad y transparencia, son los sondeos y encuestas, los foros de consulta, los paneles ciudadanos, los jurados ciudadanos, la audiencia ciudadana, los procesos de participación ciudadana, las consultas participativas, así como aquellos “otros que resulten adecuados o que hayan demostrado su idoneidad para el cumplimiento de los objetivos de participación ciudadana”.29 Sin duda, son los procesos de participación ciudadana y las consultas participativas los instrumentos que merecen la mayor atención del legislador. El proceso de participación ciudadana o proceso de deliberación participativa se define como aquel que, garantizando las fases de información, debate y retorno, permite el contraste de argumentos y motivaciones expuestos en un debate público integrado en un procedimiento de formulación y adopción de una política pública en el que se abre un espacio por parte de los órganos competentes de las administraciones para conocer los intereses, posiciones y propuestas de la ciudadanía. Por su parte, las consultas participativas constituyen aquel instrumento que tiene por objeto el conocimiento de la opinión de un determinado sector o colectivo de la población, mediante un sistema de votación de contenido no referendario (naturaleza consultiva no vinculante) sobre asuntos de interés público que les afecten.

Otros instrumentos que también reciben un tratamiento especial son aquellos íntimamente conectados a las TIC. En concreto, la Ley prevé diversos canales para la promoción de la participación electrónica, como redes sociales e instrumentos de comunicación social en Internet —foros, blogs, plataformas de video, comunidades, u otros recursos web, o dispositivos de telecomunicaciones móviles— y, sobre todo, a través de los portales institucionales de participación ciudadana, bajo la denominación de Portal de Gobierno Abierto, de Participación Ciudadana o de Transparencia.30

Tan importantes, como el mero reconocimiento de los instrumentos participativos, son los rasgos y la naturaleza jurídico-política que el legislador parece atribuirles. Entre estos, cabe citar en primer lugar su carácter no vinculante o, como señala alguna ley, su “carácter orientativo en el diseño de las políticas públicas”, en línea con ese modelo de democracia participativa que se pretende impulsar. La toma de las decisiones corresponde únicamente a los órganos representativos, cuyas facultades de decisión no pueden ser menoscabadas por las formas, medios y procedimientos de participación ciudadana que se habiliten en estas leyes. No obstante, y aquí radica una de las principales novedades: el nuevo derecho de participación y sus instrumentos sí comprometen políticamente a los cargos públicos, tal y como se desprende de los diversos pronunciamientos legales tendentes a garantizar la rendición de cuentas. En concreto, se obliga a motivar la decisión pública cuando esta no asuma total o parcialmente los resultados derivados de los procesos participativos o de las consultas participativas, así como a recoger el resultado de los instrumentos participativos en un informe de participación que evalúe cómo esa participación ha condicionado o ha influido en la actuación administrativa.

Un segundo rasgo que caracteriza a los nuevos instrumentos participativos es el predominio de los principios bidireccional y deliberativo. Se trata de reconocer la capacidad decisional a los poderes públicos, pero desde una óptica que ha de enfocarse prevalentemente hacia la “bidireccionalidad”; es decir, del poder público a la ciudadanía, y de ésta hacia el primero. Estos principios encuentran su máxima expresión en aquellos cauces que reconocen la iniciativa ciudadana (participación de “abajo a arriba”). Bajo la mirada de este enfoque bidireccional, además de abrir las decisiones públicas a los ciudadanos en las cuestiones planteadas por los poderes públicos, se habilitan cauces que les permiten promover o proponer por propia iniciativa esa participación, de modo que su impulso no se configure como un monopolio del poder público. Así, además del derecho de iniciativa reglamentaria analizado anteriormente, también se prevé la iniciativa ciudadana para promover procesos de participación ciudadana o para convocar consultas participativas.

Este principio bidireccional viene completado con el fomento deliberativo, como un paso más en el ideal democrático, y condición imprescindible para superar la evidente desafección y apatía democrática. Y es que la democracia participativa no pretende sólo el incremento del decisionismo ciudadano —pues para ello valdrían instrumentos unidireccionales—, sino el acercamiento de la ciudadanía a sus representantes a través de un proceso deliberativo que permita reducir esa distancia tantas veces denunciada entre aquellos.31 De este modo, se puede afirmar que los instrumentos que mayor atención reclaman por parte del legislador son aquellos en los que se genera un debate público entre poderes públicos y sociedad civil, como por ejemplo los procesos de participación ciudadana o la previsión de trámites para la defensa de iniciativas ciudadanas.

Otros rasgos de los nuevos instrumentos participativos que merecen ser resaltados son aquellos que persiguen reducir los riesgos de dirigismo de los poderes públicos. Entre estos, el principio de inicialidad, en virtud del cual el instrumento participativo debe impulsarse en un momento en el que la opinión ciudadana aún pueda influir en la política pública correspondiente; es decir, en la fase inicial del procedimiento, o el “carácter preceptivo de los instrumentos de participación ciudadana”, estableciéndose la obligación de su puesta en marcha para políticas o ámbitos determinados —como proyectos de ley en general o planes y programas de actuación sectorial— a través de términos como “deberán” o “tienen que”, restringiendo así la libertad de decisiones de la administración.32

C. La organización y el fomento de la participación ciudadana

El tercer “círculo” del nuevo marco normativo es, como sucede en materia de transparencia, la regulación de la organización e intervención administrativa. El legislador, con el afán de institucionalizar y consolidar el impulso de una auténtica política de participación ciudadana, reconoce la existencia de un departamento competente en materia de participación ciudadana, con funciones de asesoramiento y coordinación, así como la creación, en algunos casos, de unidades específicas de participación ciudadana en cada departamento. Esta organización administrativa se completa con la previsión de comisiones de coordinación interdepartamental, entendiendo que la transversalidad del nuevo derecho de participación y, en definitiva, el carácter innovador y transformador que pretende impulsar este marco normativo, aconsejan la creación de instrumentos que promuevan una eficaz coordinación para la interiorización global de esta apuesta política.

Esta organización administrativa debe intervenir, por mandato legal, por medio de medidas de fomento, cuyo objeto es incentivar experiencias participativas de calidad y generar una nueva cultura política tanto en el personal al servicio de las administraciones como en la propia sociedad civil. Estas medidas de fomento se dirigen al apoyo de las entidades ciudadanas, entendiendo que el tejido asociativo es la expresión colectiva del compromiso de los ciudadanos, y de las entidades locales, como ente político y administrativo más cercano a la ciudadanía y escenario natural de la participación ciudadana. Para el cumplimiento de estos objetivos, la Ley prevé una amplia gama de medidas incentivadoras, de naturaleza económica (subvenciones), técnica (apoyo, asistencia y asesoramiento), honorífica (distintivos y reconocimientos) y educativa (planes de formación y sistema educativo).

V. CONSIDERACIONES FINALES

En respuesta a las actuales disfunciones del sistema democrático y al progresivo deterioro institucional, el legislador español ha iniciado una carrera legislativa para reestructurar determinados pilares esenciales del sistema político. Las normas reguladoras del concepto amplio de buen gobierno y, de modo específico, la renovación del régimen jurídico del estatuto de los cargos públicos, de la transparencia pública y del derecho de participación ciudadana, pretenden configurar cauces legales destinados a mejorar la calidad democrática y de la acción política, así como impulsar un mayor control social.

Sin embargo, una adecuada legislación, como palanca de cambio en esta tarea transformadora, debe ir acompañada, en primer lugar, de una estrategia ordenada que provea de manera efectiva la implementación de los principios analizados a lo largo de este trabajo. Una estrategia cuya articulación se encuentra en su fase embrionaria y caracterizada por contornos imprecisos en un marco normativo que profundiza su disparidad. Y en segundo lugar, e igual de importante, conviene tener presente que las obligaciones y derechos que configura el legislador autonómico no depende exclusivamente de un marco jurídico e institucional determinado, de la articulación de multitud de cauces o vías o de grandes proclamaciones, sino que el éxito final va a estar condicionado sobre todo por la voluntad política, el liderazgo y la adecuación de este modelo a la realidad política y social.

Licenciado en derecho por la Universidad de Zaragoza; investigador-colaborador en la Fundación “Manuel Giménez Abad” de Estudios Parlamentarios y del Estado Autonómico; miembro del cuerpo de funcionarios superiores de la administración de la Comunidad Autónoma de Aragón; jefe de servicio de participación ciudadana del Departamento de Presidencia y Justicia del Gobierno de Aragón, España.

Entre otros, los artículos 31 del Estatuto andaluz, 12 del Estatuto castellano-leonés, 14 del Estatuto balear, 30 del Estatuto catalán y 9 del Estatuto valenciano. Para un estudio del derecho a la buena administración en el sistema jurídico español, véase Rodríguez-Arana, Jaime, “El derecho a la buena administración”, Deliberación. Revista para la Mejora de la Calidad Democrática, núm. 2, 2012, pp. 13-34.

A modo de ejemplo, la Ley 4/2011, del 31 de marzo, de la buena administración y del buen gobierno de las Illes Balears, al recoger los principios que informan el buen gobierno hace referencia a la gobernanza: “los servidores y las servidoras públicos tienen que velar por el fortalecimiento y el fomento de la gobernanza, entendida como las normas, los procesos y los comportamientos que afectan a la calidad del ejercicio del poder o influyen en él, basados en los principios de apertura, de participación, de responsabilidad, de eficacia y de coherencia. La gobernanza se basa en una nueva forma de entender la interacción de las instancias públicas tradicionales, los entornos cívicos y económicos y la ciudadanía. Se perseguirá la coordinación y la cooperación entre las diferentes administraciones públicas y en el interior de cada una, para hacer posible el desarrollo de un gobierno multinivel”; y a la integridad: “los gobiernos tienen que asegurar un alto nivel de buenas prácticas y tratar de impedir las malas prácticas mediante políticas, medidas e infraestructuras que garanticen la integridad en su acción e iniciativas”.

Bautista, Diego, “Los códigos éticos en el marco de las administraciones públicas contemporáneas: valores para un buen gobierno”, Revista de las Cortes Generales, núm. 65, 2005, pp. 99-101.

Este Código de Buen Gobierno ya reconocía expresamente esa dualidad legalista y ética: “se hace necesario que los poderes públicos ofrezcan a los ciudadanos el compromiso de que todos los altos cargos en el ejercicio de sus funciones han de cumplir no sólo las obligaciones previstas en las leyes, sino que, además, su actuación ha de inspirarse y guiarse por principios éticos y de conducta” (exposición de motivos).

La Ley 1/2014, del 26 de junio, Reguladora del Código de Conducta y de los Conflictos de Intereses de los Cargos Públicos de Extremadura, constituye un modelo de referencia en este ámbito al regular el denominado Catálogo de Cargos Públicos. Su artículo 4 ordena al gobierno la aprobación de este catálogo que, siendo accesible a toda la ciudadanía a través de la página web institucional, tendrá naturaleza constitutiva, siendo preciso que el cargo público figure en el catálogo, para que la ley resulte aplicable.

La delimitación del concepto de alto cargo representa gran esfuerzo debido a la inexistencia de una definición acuñada. Y en este sentido y con referencia a la técnica del listado, Meseguer Yebra critica la enumeración exhaustiva e individualizada de los altos cargos, porque obliga a modificarla cada cierto tiempo o a acudir a inciertos criterios interpretativos. Como no existe un concepto jurídico de alto cargo, se ha hablado de esta categoría como un concepto social que no ha sido definido hasta el momento por el ordenamiento jurídico. Meseguer, Joaquín, Régimen de conflictos de intereses e incompatibilidades de los miembros del gobierno y altos cargos de la administración, Bosch, 2007, p. 77.

Las estrategias de prevención de los conflictos de intereses están destinadas a prevenir la corrupción y combatirla, entendiendo que son políticas constitucionales, puesto que pretenden definir las reglas del juego: Lowi, Theodore J., “Four Systems of Policy, Politics and Choice”, Public Administration Review, 32 (4), 1972, p. 301.

Se sigue de cerca la definición genérica de conflicto de intereses de la OCDE: “un conflicto de intereses implica un conflicto entre deber público y el interés personal de un cargo público, en el que el interés personal del cargo público podría influir indebidamente en la realización de sus tareas y responsabilidades oficiales” (OCDE, 2004).

En este sentido, Villoria considera dentro del concepto amplio de conflicto de intereses no sólo las situaciones donde se da, de hecho, un conflicto inaceptable entre los intereses de un cargo público en tanto ciudadano personal y su deber como cargo público, sino también las situaciones en las que hay un aparente conflicto de intereses, y en las que hay un conflicto de intereses potencial. Se da un conflicto de intereses aparente cuando hay un interés personal del que se puede pensar, razonablemente, que puede influir en el deber del cargo público, aunque de hecho no haya tal influencia indebida o no pueda haberla. La posibilidad de que surja la duda sobre la integridad del cargo y de su organización obliga a considerar que el conflicto de intereses aparente es una situación que hay que evitar. Villoria, Manuel, “Evaluación de las políticas y prácticas sobre los conflictos de intereses: un informe comparativo”, Administración & Cidadanía: Revista da Escola Galega de Administración Pública, vol. 1, núm. 1, 2006, p. 219.

Es necesario tener un organismo independiente que se responsabilice del sistema de detección; una organización que tenga el personal idóneo y poder suficiente para investigar y procesar cuando sea necesario. En este sentido, Arana aboga, al analizar el régimen estatal, por una oficina que debiera estar al margen del Poder Ejecutivo (“puede ser que un régimen jurídico bien elaborado, exigente, quede en papel mojado si no hay garantías razonables de su cumplimiento”). Va siendo hora de que la administración también en este tema deje de ser juez y parte. Rodríguez-Arana, Jaime, El ciudadano y el poder público: el principio y el derecho al buen gobierno, Reus, 2012, p. 78.

Castel, Sergio, “Reflexiones sobre el marco normativo del buen gobierno”, Revista Cuadernos Manuel Giménez Abad, Zaragoza, núm. 6, 2013, pp. 172-174.

Innerarity, Daniel, Un mundo de todos y de nadie. Piratas, riesgos y redes en el nuevo desorden global, Madrid, Paidós Estado y Sociedad, 2013, pp. 95 y 96. Existe lo que Innerarity denomina “beneficios diplomáticos de la intransparencia”, entendiendo así que la exigencia de una transparencia total podría paralizar la acción pública.

La tesis que se defiende en este trabajo es asumida también por Arana, al señalar que si a los altos cargos se les exige, con buen criterio, dedicación exclusiva a la función pública que tengan encomendada, también debemos ser conscientes de que si pretendemos contar con buenos profesionales, las retribuciones han de ser proporcionales al sector privado. Si no se paga bien a los altos cargos, entonces se corre el peligro de no atraer a la dirección de órganos públicos a determinadas personas. Éste es un tema delicado, pero que algún día habrá que afrontar, pues en ocasiones alcanzan los cargos de relevancia pública personas con muy poca experiencia profesional y demasiada dependencia, sobre todo económica, de las cúpulas de los partidos que los proponen. Rodríguez-Arana, Jaime, La dimensión ética de la función pública, México, INAP, 2013, p. 80.

Castelazo, José R., Administración pública: una visión de Estado, 2a. ed., México, INAP, 2010, p. 8.

En este sentido, se distinguen entre límites al derecho de acceso y causas de inadmisión. Entre las primeras, la Ley recoge un largo listado de límites, como la seguridad nacional, la defensa, las relaciones exteriores o la seguridad pública. Como causas de inadmisión se encuentra aquella información que esté en curso de elaboración o de publicación general; las referidas a información que tenga carácter auxiliar o de apoyo, como la contenida en notas, borradores, opiniones, resúmenes, comunicaciones e informes internos o entre órganos o entidades administrativas; relativas a información para cuya divulgación sea necesaria una acción previa de reelaboración; dirigidas a un órgano en cuyo poder no obre la información cuando se desconozca el competente; o que sean manifiestamente repetitivas o tengan un carácter abusivo no justificado con la finalidad de transparencia de la Ley.

Según el dictamen del Consejo de Estado, la información puede versar sobre una multiplicidad de actividades públicas, y puede incluir en muchos casos datos relativos a materias o a terceros dignos de una especial protección. Desde esta perspectiva, es evidente que el derecho de acceso a la información puede potencialmente entrar en conflicto con otros derechos e intereses (el derecho a la intimidad, el derecho al honor o el derecho a la protección de datos de carácter personal, así como el secreto profesional, la propiedad intelectual o la protección del medio ambiente, entre otros) que, en determinados supuestos, hayan de prevalecer sobre aquél. Siendo ello así, no cabe admitir la posibilidad de que, como consecuencia de la falta de resolución expresa en plazo de una solicitud de acceso, esos derechos puedan resultar vulnerados.

Guichot, Emilio, “El proyecto de Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública y el margen de actuación de las comunidades autónomas”, Revista Andaluza de Administración Pública, núm. 84, 2012, pp. 102 y 103.

Desde otra perspectiva constitucional, las posibles desigualdades jurídicas entre ciudadanos de comunidades autónomas en el acceso a la información pública por divergencias en las condiciones, límites o garantías del ejercicio de este derecho, pueden vulnerar el artículo 138, CE, en materia de igualdad de derechos y obligaciones. Ruiz-Rico, Catalina, “Transparencia y participación en el derecho autonómico: un análisis constitucional”, Revista Internacional de Doctrina y Jurisprudencia, vol. 6, núm. 1, 2014, pp. 2 y 3.

La normativa estatal podría reconducir las posibles disparidades y situaciones de desigualdad no justificadas que pudieran derivarse de la acción normativa de las comunidades autónomas. Velasco, Clara Isabel, “Análisis en clave competencial del proyecto de Ley estatal sobre Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno”, Revista d’estudis autonòmics i federals, núm. 17, 2013, p. 293.

Cunill, Nuria, “La transparencia en la gestión pública. ¿Cómo construirle viabilidad?”, Estado, Gobierno y Gestión Pública. Revista Chilena de Administración Pública, Santiago de Chile, Universidad de Chile, núm. 8, 2006, p. 29.

Castelazo, José R., Administración pública…, cit., pp. 244 y 245.

No sólo se concedió un papel protagonista a los partidos políticos al identificarlos como el “instrumento fundamental para la participación política” (artículo 6, CE78), sino que además se conjugó con un reconocimiento limitado y cauteloso de mecanismos de democracia directa. Martín, Esther, “Los derechos de participación política y administrativa en la Constitución y en los estatutos de autonomía. Especial referencia al Estatuto de Autonomía de Cataluña”, Espaço Jurídico, Brasil, vol. 14, núm. 3, 2013, p. 115.

A esta concepción restrictiva de la democracia directa se añade el posterior pronunciamiento contenido en la STC 119/1995, del 22 de agosto, en la que el Tribunal acaba identificando, a modo de numerus clausus, a los referéndums previstos en los artículos 92, 149.1.32, 151, 152, 167 y 168 de la CE78, la iniciativa legislativa popular (art. 87.3 de la CE78) y el Concejo Abierto del artículo 140 de la CE78 para el ámbito local, como los únicos instrumentos a través de los cuales puede satisfacerse el derecho de participación directa que ampara el artículo 23.1 de la CE78 (FJ 3).

Artículo 9.2, CE78: “Corresponde a los poderes públicos… facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”.

De esta manera, para poder considerar la participación como un derecho fundamental al amparo del artículo 23.1 de la CE78, es necesario que se trate de una participación política; es decir, de una manifestación de la soberanía popular, que normalmente se ejerce a través de representantes, y que, excepcionalmente, puede ser directamente ejercida por el pueblo, lo que permite concluir que tales derechos se circunscriben al ámbito de la legitimación democrática directa del Estado y de las distintas entidades territoriales que lo integran, quedando fuera otros títulos participativos que derivan, bien de otros derechos fundamentales, bien de normas constitucionales de otra naturaleza, o bien, finalmente, de su reconocimiento legislativo (STC 119/1995, FJ 3).

Para un análisis pormenorizado de la regulación de derechos participativos en los estatutos de autonomía de última generación, véase Expósito, Enriqueta y Castellà, Josep Maria, “Los derechos políticos y ante la administración en el Estatuto de Autonomía de Cataluña”, en Aparicio, M. A. et al. (coords.), Derechos y principios rectores en los estatutos de autonomía, Barcelona, Atelier, 2008, pp. 61-94. Véase también Pérez Reyes, “Los derechos de participación en los estatutos de autonomía recientemente reformados”, Revista de Derecho Político, núm. 73, 2008.

Para un estudio sobre la evolución de la reciente legislación de participación ciudadana en España, véase Castel, Sergio, “Gobierno abierto en el Estado autonómico: régimen jurídico y estrategias”, en Bermejo Latre, José Luis y Castel Gayán, Sergio (coords.), Monográfico XIV de la Revista Aragonesa de Administración Pública “Transparencia, Participación Ciudadana y Administración Pública en el siglo XXI”, 2013, pp. 159-201, o Tur, Rosario, “Participación ciudadana y evolución hacia la democracia identitaria. Análisis al hilo de la última oleada de reformas estatutarias”, La solidaridad en el Estado autonómico, Fundación “Profesor Manuel Broseta”, 2012, pp. 119-148.

Hay que traer a colación, en este sentido, el concepto propuesto por el profesor Pizzoruso, quien definía a la democracia participativa como la participación ciudadana, ya sea de forma individual o colectiva, en asuntos que directa o indirectamente les afectan, y que, articuladas en un proceso, éste concluye con la decisión final adoptada por el poder público. La capacidad “decisional” se convierte así en el elemento de distinción. Por tanto, el objetivo no es ni debería ser, ni mucho menos, abrir un nuevo escenario que provoque el resurgimiento del debate clásico entre democracia representativa y democracia directa; se trata de construir nuevos espacios que, como complemento al sistema representativo, permitan generar una interacción entre poderes públicos y ciudadanía que implique a ésta en mayor medida en los asuntos públicos. Pizzorusso, Alessandro, “Democrazia rappresentativa e democrazia partecipativa”, Studi in memoria di Carlo Esposito, Roma, CEDAM, 1973, vol. III, pp. 1473 y ss.

Atendiendo al principio de flexibilidad como uno de los criterios que debe regir el nuevo régimen jurídico, el legislador pretende adaptarse a la evolución y dinámica de las metodologías participativas, reconociendo esta cláusula abierta y habilitante que permite incorporar nuevos instrumentos.

Las TIC pueden proyectarse en las diversas concepciones de la democracia, coexistiendo dos versiones diferentes atendiendo a su grado transformador. Por un lado, la versión fuerte, donde las TIC vienen a ser la excusa para superar el sistema político actual, latiendo así una apuesta por una democracia directa, en la que cada ciudadano puede expresar instantáneamente desde su pantalla de ordenador su punto de vista: Sodaro, Michael, Política y ciencia política, Madrid, McGraw-Hill, 2006, p. 136. Por otro, la versión débil, que defiende el uso de las TIC dentro de la lógica interna de la democracia representativa mejorando su funcionamiento a través de instrumentos complementarios; es decir, apuesta por estrategias que buscan una nueva manera de hacer política de forma más participada y primando los elementos relacionales de las TIC: Subirats, Joan, “Los dilemas de una relación inevitable. Innovación democrática y tecnologías de la información y de la comunicación”, Democracia digital. Límites y oportunidades, Barcelona, Trotta, 2002.

Tur, Rosario, “Participación ciudadana y evolución…”, cit., p. 125.

Este carácter preceptivo encuentra, no obstante, dos excepciones o matizaciones. En primer lugar, se prevé la posibilidad de no aplicar los instrumentos participativos a la vista de posibles circunstancias de urgencia o excepcionalidad, debiéndose motivar la improcedencia o imposibilidad de llevar a cabo el proceso. En segundo lugar, la previsión de límites a la participación, al señalar determinadas políticas o acciones excluidas del ejercicio de los instrumentos de participación, bien para no confundir procedimientos en los que ya se prevé expresamente un trámite de participación —sin perjuicio de reconocer su complementariedad—, bien para casos especiales en los que no sea oportuno dilatar el procedimiento o actuación administrativa.

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