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Vol. 47. Núm. 141.
Páginas 1207-1215 (Septiembre - Diciembre 2014)
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Reseña del libro
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Ricardo Méndez-Silva*
* Intestigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM
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El libro La reforma constitucional sobre derechos humanos. Una guía conceptual, ha sido coordinado por el jurista Pedro Salazar y en el que han intervenido especialistas prestigiosos, José Luis Caballero y Luis Daniel Vázquez, con el apoyo de un equipo de asistentes que es de justicia mencionar: Paulina Barrera, Vladimir Chorny, Rebeca Ramos Duarte y Claudia Espinosa.

Prevalecen dos circunstancias felices, dignas de ser resaltadas; primeramente, el libro ha sido auspiciado por la Cámara de Senadores a través del Instituto Belisario Domínguez, una muestra adicional del interés y compromiso del Poder Legislativo federal con la causa y la exigencia de los derechos humanos que encontró su máxima expresión con la reforma constitucional de junio de 2011, respaldada por la solidaridad y la responsabilidad de las entidades federativas. Es un signo alentador, pues el quehacer legislativo en la materia apenas comienza en una realidad asaltada por resistencias y retrocesos en constante acecho.

En el libro se lee que nuestro país llegó tarde a los nuevos derroteros en materia de derechos humanos y, justamente, en mis labores académicas he sido testigo de esa tardanza desesperante. En 1967, cuando inicié mi carrera de profesor e investigador universitario, el régimen de los derechos humanos se encontraba todavía en una fase declarativa. La entrada en vigor de los dos pactos de derechos humanos de Naciones Unidas fue en 1976. Ya funcionaba el Tribunal Europeo de Derechos Humanos desde principios de los años cincuenta, pero en nuestra región apenas empezaban a sacudirse las conciencias gubernamentales y a extenderse en las poblaciones la compresión cabal de su importancia para el vivir colectivo.

En efecto, la Convención Americana de Derechos Humanos se firmó en San José de Costa Rica en 1969, pero entró en vigor casi un decenio después, en 1978. México fue reticente a sumarse a estos avances convencionales. Desde mi observatorio académico participé argumentalmente a favor de que el país se adhiriera a los dos pactos de las Naciones Unida sobre derechos humanos y a la Convención Americana. Ello ocurrió hasta 1981 y es dable sostener que fue merced a que el embajador Jorge Castañeda y Álvarez de la Rosa ocupaba el cargo de secretario de Relaciones Exteriores. No obstante, la entrega no fue apasionada pues el país se reservó la aceptación de la competencia obligatoria de la Corte Interamericana de Derechos Humanos hasta 1998, cuando el peso de la historia hacía insostenible la marginación, y ello, en buena medida, por la gestión en ese entonces del doctor Héctor Fix-Zamudio, ex juez y ex presidente de la Corte Interamericana.

Otros botones de muestra, en relación con la ratificación del Estatuto de los Refugiados de 1951 insistí también en que México se adhiriera, más aún porque en la práctica ha sido un observante generoso de la política de asilo. De manera incomprensible hubo de transcurrir casi medio siglo para que México se sumara al régimen bienhechor. Fui crítico de las reservas que con motivo del anacrónico artículo 33 de la Constitución Política se presentaron a algunos instrumentos internacionales como el propio Estatuto de los Refugiados, la Convención de los Apátridas, la Convención Americana de Derechos Humanos y el acto de suscripción de la competencia obligatoria de la Corte Interamericana, como queda dicho, en 1998, reserva, dicho sea de paso, de legalidad dudosa. El artículo 33 ha sido finalmente remozado con motivo de la reforma constitucional de 2011 en materia de derechos humanos aunque en la nueva versión la expulsión del país de un extranjero se sujeta a una audiencia previa sin que exista ninguna clarificación sobre el sentido de la expresión y pendiente todavía de que se expida una reglamentación secundaria con garantías mínimas de tipo procesal.

Por otra parte, en este ejercicio de memoria propuse en una reunión en el Senado de la República sobre la Corte Penal Internacional que se eliminara del código constitucional la pena de muerte por ser el país un abolicionista de facto y por la incongruencia de que México protestara por la ejecución de reos mexicanos en los Estados Unidos mientras en el texto constitucional permanecía vigente la pena de muerte. Pocos meses después se dio el paso para eliminarla del artículo 22.

Entre los desfiguros de los últimos tiempos se encuentra la reforma constitucional realizada para permitir la adhesión de México a la Corte Penal Internacional que comento párrafos adelante. Ha subsistido la aplicación extralimitada del fuero militar. Como en todos los casos, se ha ido deshojando lentamente la oposición al régimen de los derechos humanos y ha visto la luz una nueva mentalidad y una nueva cultura en gestación. Hemos llegado tarde (de por sí los mexicanos no tenemos fama de ser muy puntuales) más la siembra presente es augurio de un encauzamiento prometedor. La lucha de ayer es tomada hoy por una nueva generación de juristas, legisladores, juzgadores y ciudadanos que afrontan el trabajo técnico y asumen el desarrollo y la expansión del régimen jurídico. De ello, precisamente, da cuenta el libro objeto de la reseña.

La obra se concentra en el artículo 1o. de la Constitución Política. Si los autores se hubieran empeñado en desmenuzar los otros artículos reformados y adicionados: 3, 11, 15, 18, 29, 33, 89, 97, 102 y 105, nos hubieran ofrecido varios volúmenes enciclopédicos. Salta a la vista que se trata de un estudio erudito, pues goza de un aparato crítico importante, responde a un ordenamiento lógico del material y los diversos puntos que trata se desdoblan y ramifican de manera inteligente y sugestiva.

Una de las premisas de las que parte la obra es que la reforma de 2011 se nutre del derecho internacional, siendo éste uno de sus ejes capitales, y nos conduce a una nueva dimensión jurídica en la cual la interacción de ida y vuelta entre los ordenamientos internacional e interno es tumultuosa y enriquecedora, y claro, no exenta de complejidades técnicas y de opiniones en pugna. Los autores rastrean el linaje del artículo 1o. en los tratados internacionales, las decisiones judiciales de los tribunales internacionales, principalmente del Tribunal Europeo y de la Corte Interamericana, las influencias recíprocas entre los dos organismos jurisdiccionales y en la avalancha bibliográfica que se ha producido.

Ha de advertirse que el artículo 1o. constitucional sufrió una cirugía de fondo que le concede una nueva fundamentación a la estructura del Estado. La soberanía estatal se transforma, a la luz del derecho de los derechos humanos, en una soberanía humanitaria. Con arreglo a la nueva lógica resiento, sin embargo, que el anterior artículo 2o. se haya subsumido en el actual artículo 1o. y haya quedado en el párrafo cuatro: “Está prohibida la esclavitud en los Estados Unidos Mexicanos. Los esclavos del extranjero que entren al territorio nacional alcanzarán, por ese solo hecho, su libertad y la protección de las leyes”. Me pareció siempre un precepto luminoso, de raigambre liberal, plasmado originalmente en la Constitución de 1857 cuando en el vecino país norteño la esclavitud era todavía una monstruosidad legal. Cabe apuntar que en Naciones Unidas prosigue la lucha contra la esclavitud y la cosificación de las personas, subsisten en algunas regiones del globo al tiempo que han emergido nuevas formas de servidumbre, equiparables a la esclavitud, como los trabajos forzados, la trata de personas, el trabajo infantil, etcétera. La libertad es la fuente nutricia de la persona.

En el nuevo artículo primigenio de la Constitución Política se trasluce la influencia o concordancia con el artículo 1o. de la Convención Americana de Derechos Humanos. El goce de los derechos humanos se reconoce a toda persona como lo dispone la Convención y cubre a personas físicas nacionales, extranjeros, residentes o de paso y personas bajo su jurisdicción, así reza la carta magna ahora. Es de subrayarse que la Convención Americana indica expresamente que por persona debe entenderse a una persona física con exclusión de las personas morales. La Corte Interamericana ha tratado asuntos que involucran a poblaciones indígenas y ha analizado derechos colectivos como la propiedad comunitaria pero en función de cada uno de los componentes de esa colectividad. He querido pensar que ha sido una interpretación pro comunidad. Lo importante, sin embargo, es que cada caso conocido por la Corte ha abierto nuevos horizontes judiciales a partir de los cimientos normativos originales. Por ejemplo, tratándose de pueblos indígenas en el caso del pueblo Saramaka en Surinam, para determinar la procedencia de las compensaciones acordadas por la Corte en beneficio de los familiares cercanos de las víctimas, tuvo que considerar la “incivilizada” práctica de la poligamia.

Un aspecto digno de resaltarse en el primer párrafo es que los derechos humanos reconocidos son aquellos contenidos en los tratados internacionales de los que el Estado mexicano es parte, acotamiento importante pues la protección se condiciona a que estén en tratados ratificados por México. No habla de que estén en vigor y puede suceder que un tratado que ratifique México todavía no esté en vigor internacionalmente al no haberse reunido el número de ratificaciones necesarias. Es mi parecer que podría aplicarse el principio pro persona consignado en el párrafo segundo si el objetivo es conceder el radio más amplio de protección, teniendo en cuenta que para efectos internos el tratado ya ha adquirido el rango de ley suprema de la Unión y también con base en el principio de que el régimen de los derechos humanos no está sujeto a reciprocidad en lo tocante a los nacionales de Estados que no lo hubieran ratificado. Habrá quienes sostengan la otra visión, o sea, que únicamente se aplicaría el tratado en caso de que hubiera entrado en vigor internacionalmente. Las opiniones disímbolas son el pan de cada día en la materia.

De otra parte, la redacción excluye la aplicación de derechos humanos contenidos en instrumentos declarativos como las resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, ello ocurre con derechos llamados de la tercera generación como el derecho al desarrollo o el derecho a la paz o bien derechos que han empezado a ser bosquejados en resoluciones de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, como los relativos al genoma humano. Es pertinente recordar que numerosos tratados —y no sólo de derechos humanos— como los derechos del niño y de la mujer, empezaron a trabajarse en resoluciones carentes de obligatoriedad, por lo que su importancia no puede desdeñarse, inclusive, una vertiente doctrinaria sostiene que las resoluciones de órganos deliberativos internacionales conforman instrumentos de soft law, derecho suave, todavía no consagrados como derecho duro o positivo pero son guías o indicadores, normas embrionarias articuladas con otros derechos plenos, verbis gratia, los derechos de los enfermos mentales o los enfermos de SIDA. Es posible, igualmente, que siendo la costumbre jurídica una fuente principal de derecho internacional haya dado nacimiento a una norma jurídica en el plano internacional, evidenciado, nada menos que con la Declaración Universal de los Derechos Humanos del 10 de diciembre de 1948, la resolución más citada por los órganos de la Organización de las Naciones Unidas, por organizaciones del sistema y por otras instituciones intergubernamentales y de la sociedad civil. Desde otro punto de vista, las resoluciones a las que se hace referencia pueden inspirar al legislador interno, acaso a un juzgador, para delinear o complementar en lo interno una ley o una interpretación. La comunidad de derechos humanos tiene entonces a la mano una aglomeración de instrumentos para encarar el desafío de asegurar los mayores márgenes de protección acorde con el principio de la progresividad mencionado en el párrafo tercero del artículo 1o. constitucional y desmenuzado acertadamente en el libro en comento.

El mismo párrafo primero establece que el ejercicio los derechos humanos y las garantías reconocidas por la Constitución no podrán suspenderse ni restringirse salvo en los casos y bajo las condiciones que la misma Constitución señala. El artículo 4o. del Pacto de Derechos Políticos y Civiles de las Naciones Unidas, del cual es parte México, contiene un núcleo duro de derechos que en ninguna circunstancia pueden suspenderse, éstos son: el derecho a la vida en el sentido de que ninguna persona puede ser privada arbitrariamente de ella, la prohibición de la tortura y de las penas crueles, infamantes o degradantes, la prohibición de la esclavitud y de otras formas de servidumbre, la prohibición de encarcelamiento por obligaciones de tipo contractual, el derecho a una personalidad jurídica, el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión. El célebre núcleo duro ha venido ensanchándose por la adopción de otros instrumentos convencionales, en fallos judiciales y también en documentos no vinculantes como los informes institucionales.

Es una grata sorpresa advertir que el renvío que hace el artículo 1o. al 29 constitucional contiene un listado de derechos ampliados con respecto al antecitado artículo 4o. del Pacto de Derechos Civiles y Políticos. Con arreglo a nuestra ley fundamental no pueden suspenderse la no discriminación, el reconocimiento de la personalidad jurídica, la vida, la integridad personal, la protección a la familia, el derecho a un nombre, a una nacionalidad, los derechos de la niñez, los derechos políticos, la libertad de pensamiento, de conciencia, de religión, el principio de legalidad, de irretroactividad, la prohibición de la pena de muerte, la prohibición de la esclavitud y de otras formas de servidumbre, la prohibición de la desaparición forzada, la tortura y las garantías judiciales indispensables para la práctica de tales derechos. Es una visión de más amplia cobertura a la del Pacto. Ya ronda el medio siglo de que éste fue aprobado y ejemplifica nítidamente el carácter expansivo del régimen de los derechos humanos y su índole progresiva.

El interjuego entre el derecho interno y el derecho internacional impone a los internacionalistas la necesidad de sumergirse en el derecho interno, y viceversa, al estudioso del derecho interno a abrirse de lleno al derecho internacional, de otra suerte patinaremos en suelos jabonosos. Un punto citado en el libro me llama la atención (p. 76): una tesis aislada de la Segunda Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación del 22 de agosto de 2012:

… es reconocido en el ámbito internacional, en el texto del artículo 46 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados entre Estados y Organizaciones Internacionales, al prever la posibilidad de aducir como vicio en el consentimiento la existencia de una violación manifiesta que afecte a una norma de importancia fundamental en su derecho interno.

Sí, pero procede una aclaración. En el derecho internacional prevalece la idea de la interpretación de un precepto en su contexto y no sólo de manera aislada. En este caso no puede pasarse por alto lo contemplado en el artículo 27 de la propia Convención que a la letra dice “Una parte no podrá invocar las disposiciones de su derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado”. Es indubitable para los Estados parte de la Convención que el artículo 27 consagra la norma pacta sunt servanda y es la regla general. El supuesto del artículo 46 se refiere a una eventualidad específica y perfectamente delimitada, la manifestación del consentimiento de un Estado para obligarse por un tratado emitido “en violación a una disposición de su derecho interno concerniente a la competencia para celebrar tratados”. Nótese, se restringe a ésta circunstancia, en violación a una norma relativa a la concertación de los tratados, esto es, en la situación derivada de una “ratificación irregular”, por ejemplo, que se haya ratificado internacionalmente un tratado sin que mediara aprobación por el órgano legislativo interno competente, el Senado en nuestro caso, o que no se hubiera dado en el órgano competente la mayoría necesaria, como acaece en la Constitución estadounidense que exige una mayoría de dos terceras partes de los senadores para la aprobación de un tratado. En el caso mexicano se podrían visualizar los acuerdos ejecutivos, aquellos en los que sólo participa el Ejecutivo y que tienen rango de tratados conforme a la Ley de Tratados de 1992 sin que estén previstos en la Constitución Política, pero ésta es harina de otro costal por el momento.

El artículo 46 de la Convención de Viena consigna como regla general la imposibilidad de alegar la invalidez de un tratado aunque en un malabarismo normativo ofrezca una salida compromisoria “a menos que esa violación sea manifiesta y afecte a una norma de importancia fundamental del derecho interno”. Puede afectarse a una norma de derecho interno y entonces alegarse la nulidad pero, hay que subrayarlo, sólo en el supuesto de una ratificación irregular. Y la determinación sería inevitablemente casuística ya que poco o nada dice la expresión “una violación manifiesta”.

Retomo el caso del artículo 21 constitucional reformado ex professo para abrir el paso a la ratificación del Estatuto de la Corte Penal Internacional. El chauvinismo del que hablaba al principio campeó dentro del país cuando se aprobó el Estatuto de Roma en 1998. Resonaban voces delirantes, si México ratificaba el instrumento se desmoronaría el sistema jurídico mexicano, por lo que las corrientes conservadoras lograron influir en una poco honrosa reforma constitucional en el sentido de que para cada caso concreto en el que se involucrara el Estado mexicano se requeriría la aprobación del Ejecutivo federal y del Senado de la República; era una verdadera reserva encubierta. El Estatuto de Roma prohíbe expresamente la presentación de reservas —una tendencia que intenta abrirse paso en el derecho internacional a fin de eliminar las reservas en los tratados multilaterales de derechos humanos— pero en el caso mexicano se acudió a un tipo de prestidigitación normativa, en lo interno se dio la solución del artículo 21, acaso para calmar a las malas conciencias, en tanto en el plano internacional se ratificó llanamente sin ninguna reserva. En el hipotético caso de que llegara a darse un suceso que motivara la aplicación del artículo 21 —en contra de lo dispuesto por el Estatuto de Roma y de la propia ratificación del país— prevalecería el sentido de la ratificación internacional sin importar el disparate de la solución del artículo 21.

El artículo 1o. contiene en el párrafo tercero las obligaciones del Estado de acuerdo con el régimen inaugurado en la escala constitucional: “deberá prevenir, investigar, sancionar y reparar las violaciones a los derechos humanos, en los términos que establezca la ley”. Despunta la obligación de reparar, cuestión vital en un medio en el que son abundantes todavía las violaciones a los derechos humanos y en donde las víctimas han permanecido en el orden interno en la indefensión, abandonadas fatalmente a su suerte. El reto asume proporciones formidables de cara a las fabulosas aportaciones de la Corte Interamericana: la restitutio in integrum, compensaciones pecuniarias dada la imposibilidad de cumplir en todos los casos con la anterior, la moneda y forma en la que deban efectuarse cuando se trate de defunciones, daños físicos y morales de las víctimas directas y de sus familiares o en la eventualidad de una afectación al proyecto de vida de una persona y otras modalidades que se extienden hasta el infinito, la publicación de las sentencias incluida en las lenguas nativas cuando ello sea procedente, su difusión por medios colectivos como la radio y la televisión; la construcción de escuelas y de hospitales, la celebración de ceremonias públicas de desagravio, la edificación de monumentos y colocación de placas rememorativas de los hechos, y un largo etcétera.

En el libro se insiste en la necesidad impuesta por la reforma constitucional de hacer una revisión pormenorizada del aparato jurídico mexicano, nunca como ahora es urgente una labor de compatibilización de la normatividad existente y de un quehacer laborioso sobre los textos que se negocian y finalmente se acuerdan. La misión hacia adelante es del tamaño del mundo, compleja, tremendamente compleja, desgastante en lo emocional y propicia a retrocesos, pero a la vez motivante por su nobleza. Existe una legión nutrida de personas en todos los rincones del globo involucrados en el compromiso de forjar realidades mejores para la familia humana y para cada uno de sus miembros. No tengo duda de que libros como el que se reseña ilustrará a los lectores sobre esta temática que a todos compromete.

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