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Vol. 61. Núm. 4.
Páginas 205-212 (Enero - Enero 2009)
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La cirugía vascular del siglo xxi. Reflexiones desde la ética
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R. Fernández-Samos
Autor para correspondencia
rafasamos@telefonica.net

Dr. Rafael Fernández-Sainos. Sección de Angiología y Cirugía Vascular. Complejo Asistencial de León. Altos de Nava, s/n. E-24071 León.
Sección de Angiología y Cirugía Vascular. Complejo Asistencial de León. León, España.
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LA CIRUGÍA VASCULAR DEL SIGLO XXI. REFLEXIONES DESDE LA ÉTICA
Resumen

La cirugía vascular del siglo xxi, cada vez más dependiente de la tecnología, incluye muchos desafíos éticos. Nuestra obligación es mantener una continua reflexión y debate para no alejarnos de los principios de la ética y del humanismo, con el paciente como centro y fin último de nuestra actividad profesional. [ANGIOLOGÍA 2009; 61: 205-12]

Palabras clave:
Cirugía
Endovascular
Etica
Responsabilidad
Tecnología
Vascular
VASCULAR SURGERY IN THE 21ST CENTURY. REELECTIONS EROM AN ETHICAL POINT OE V1EW
Summary

The vascular surgery of the 21 st century, with its increasing dependence on technology, entails many ethical challenges. Our obligation is to sustain ongoing reflecüon and debate in order to ensure that we do not drift away from the principles of ethics and humanism, where the patient is the focus point and ultimate aim of our professional activity. [ANGIOLOGÍA 2009; 61: 205-12]

Keywords:
Endovaseular
Ethics
Responsibility
Surgery
Technology
Vascular
Texto completo

La vicia es corta, el arte largo, la occisión fugaz, la experiencia insegura, el juicio difícil. Es preciso no sólo hacer uno lo debido, sino también que el enfermo, los presentes y las circunstancias externas contribuyan a ello [1].

La cirugía ha exigido de continuas reflexiones acerca de lo que los cirujanos han realizado en las diversas épocas históricas, en donde su adiestramiento, profesionalismo y conductas éticas han permanecido indisolubles, intentando mantener destrezas, experiencias y honestidad, con la intención suprema de curar y evitar daños innecesarios [2].

La ética médica de hace medio siglo se resumía en la frase: ‘la relación médico-paciente es el encuentro entre una conciencia y una dolencia’. El personaje del médico, casi mítico, asumía todo el protagonismo, definiéndose como un ser virtuoso, superior y responsable [3], de total fiabilidad. La regla general era la resignación ante los problemas de la salud, el sufrimiento o la muerte.

Pero a medida que la cirugía evolucionaba y se introducía en la práctica quirúrgica el principio de autonomía del paciente, se erosionaban conceptos y preceptos utilizados durante años, provocando en los cirujanos la necesidad de una mayor atención y responsabilidad para discutir y decidir sobre problemas éticos [4], que hoy en día también aparecen en los que se denominan problemas éticos institucionales, derivados de las políticas de salud, de la gerencia de los hospitales, de la distribución de recursos y de las condiciones laborales [5].

La cirugía se ejerce con la mente, con el corazón y con las manos [6,7]: es un proceso científico intelectual, conlleva un propósito humanitario y se ejecuta mediante procedimientos manuales. Como tal, es un arte porque en la expresión del cirujano sólo cabe la perfección, que resulta del conocimiento, de la capacitación, de la habilidad y de la experiencia. Este conjunto se denomina idoneidad.

Como la cirugía conlleva la mayor responsabilidad entre todas las actividades humanas, sólo quien posea idoneidad debe ejercerla. Y lo debe hacer con discreta violencia, buscando siempre el bien inmediato y seguro del enfermo. Sólo así puede justificarse nuestra profesión, en donde es esencial el cuándo y el cómo.

Nuestra vocación es, necesariamente, de superior categoría [8], porque el acto quirúrgico se lleva a cabo, directamente o en acciones paraclínicas necesarias, sobre un ser humano. El respeto al mismo es considerado como principal valor ético, reconociendo su dignidad incondicional: el bien buscado en nuestra actividad, para ser honesto y satisfactorio, tiene que recaer en la persona misma que nos confía su cuidado [9].

El cirujano está autorizado a realizar toda intervención que redunde en beneficio del paciente, pero debe rehusar, por principio, todo aquello que pueda causar un mal o que perjudique el curso del proceso o la salud en general. Y no debe poner en práctica nada que sólo suponga un lucimiento personal, que tenga dudosa utilidad o que sea potencialmente nocivo. Lo que se hace en medicina se interpreta por sí mismo a la luz de lo que se debería hacer, y los fines deben implicar siempre una referencia al bien, porque la esencia de la praxis médica es la ayuda al paciente y se encuentra en la base de todas las modalidades asistenciales, desde la antigüedad.

El acto quirúrgico representa una agresión cruenta, tal vez una de las formas más demostrativas de cómo un enfermo puede poner, literalmente, su vida en nuestras manos, depositando toda su confianza en nosotros [10], por lo que debe indicarse y practicarse con la convicción de que es la mejor opción terapéutica que permite, dentro de lo humanamente posible, ofrecer la curación bajo el sustento de una consciente capacidad profesional y un comportamiento ético.

Como cirujanos estamos obligados a actuar conforme a la lex artis ad hoc[11], entendida como el criterio valorativo de la corrección del concreto acto médico ejecutado por el profesional de la medicina, que tiene en cuenta las características del médico que lo practica, de la profesión, de la especialidad, complejidad y trascendencia vital del acto y, en su caso, de la influencia de otros factores, para calificar dicho acto de conforme o no con la técnica normal empleada.

La cirugía se practica porque de ella se deriva, generalmente y según la lex artis, un beneficio, pues de otro modo no deberíamos hacerlo. La lex artis significa el modo de hacer bien las cosas, y la malpraxis sería no cumplir adecuadamente, salvo justificación muy razonada, con los preceptos destinados a este fin. La regla clásica de la ética médica primum non nocere viene definida en buena medida por la lex artis y los criterios de indicación, de no indicación y de contraindicación.

La malpraxis implica romper las reglas del juego apartándose del camino del bien hacer, viciando el acto médico e incurriendo en serios compromisos con el paciente, su familia, la institución en la que se trabaja, el resto de profesionales y la sociedad misma.

Las complicaciones y los errores que pueden acontecer en la cirugía tienen distinta consideración si surgen de una correcta praxis: ‘Lo peor no es cometer un error, sino tratar de justificarlo, en vez de aprovecharlo como aviso providencial de nuestra ligereza o ignorancia’ (S. Ramón y Cajal). Los errores nunca desaparecerán de la práctica médica, pero nuestro objetivo es reducirlos al mínimo humanamente posible [12].

No se puede pedir a ningún médico el don de la infalibilidad [13]; de lo contrario, todas las complicaciones posibles y las muertes probables deberían ser pagadas por los profesionales de la salud, lo cual es absurdo. Si la ciencia médica no es exacta y el médico no tiene poderes absolutos, parece evidente que tiene derecho al error: fracaso o error no tienen por qué ser equivalentes a responsabilidad si el médico obra con la diligencia debida al caso, aunque se equivoque [14]. Lo que se debate no es un resultado inadecuado, sino si ese resultado se origina de un acto que no sigue las reglas imprescindibles, habida cuenta de la disponibilidad de medios y de las circunstancias.

Como cirujanos, alguna vez hemos sido testigos del hecho de que un error se haya intentado minimizar, calificándolo como complicación, haciendo recaer sobre el paciente toda esa eventualidad, que era evitable. Eso es decepcionante: el deber de honestidad requiere que el cirujano sepa distinguir siempre qué complicaciones han surgido de un error, porque la actitud ética sería reconocerlo [15].

Debido a la variedad de tratamientos, al avance tecnológico y a la presión de la industria, puede resultar difícil mantener los principios éticos. Las confusiones y las actitudes alejadas de la ética aparecen cuando la ciencia y la tecnología, en su arrollador avance, rebasan al humanismo, cuando no crecen a la medida de las necesidades del hombre sino de sus propios intereses, cuando el imperio de la máquina es tan poderoso que nos hace pensar que el mejor tratamiento sólo es posible a través de la tecnología punta.

Por eso, el cirujano debe poseer habilidad específica y experiencia, disposición de ánimo y conocimientos claros, para poder utilizarlos junto con sus manos, los instrumentos y las técnicas actuales, con el objeto de eliminar la enfermedad, prolongar la vida y mejorar su calidad y dignidad, con la perspectiva de dos responsabilidades: la moral (propia del médico) y la jurídica (propia de la sociedad).

La conciencia es el argumento elemental y primario de toda responsabilidad, que no puede estar a merced de las contingencias [16]. La educación de nuestra responsabilidad comienza en la propia conciencia, que no es un tribunal ciego, sino el tribunal de nuestra razón, que juzga nuestras acciones como buenas o malas, correctas o incorrectas.

Si la responsabilidad privada exige rendirnos cuentas a nosotros mismos, la responsabilidad pública, jurídica o social, implica a las consecuencias de nuestra conducta por la que debemos de dar cuenta de nuestros actos a los demás. En nuestra actividad profesional, esta responsabilidad social nos compromete con el enfermo en primer lugar, que siempre confía que el médico esté de su parte, pero también con su familia, con las instituciones y con nuestros colegas.

Todo procedimiento quirúrgico tiene riesgo: es una verdad irrefutable. Este hecho hace necesaria una evaluación cuidadosa del paciente, de las condiciones del centro donde se trabaja, del efecto estadístico probado de los medios terapéuticos que piensan emplearse y sus efectos secundarios, sin olvidar el autoexamen sobre las condiciones personales y profesionales propias, como exigencias para el cálculo del riesgo, imprescindible en cirugía.

El cirujano asume una obligación de medios y como tal se compromete no sólo a cumplimentar las técnicas previstas para la patología en cuestión con arreglo a la ciencia actual, sino a aplicarlas con el cuidado y precisión exigibles, de acuerdo con las circunstancias y los riesgos inherentes a cada intervención [17].

Contando con el consentimiento del paciente, previamente informado, el cirujano está asumiendo junto a él un riesgo calculado al iniciar una intervención, y ese riesgo previsto, gracias a su capacidad profesional, podrá ser superado con aproximación científica y preparación técnica, que únicamente habrían de variar circunstancias extraordinarias.

Pero el consentimiento informado, por sí solo, no exime al cirujano de responsabilidad frente al paciente. Una firma no equivale a una exoneración, pues ante la ley se estaría renunciando a algo a lo que no se puede renunciar, como es el derecho a la salud y la integridad del organismo: el paciente, antes de asentir y en ejercicio cié su autonomía, debe recibir una comunicación efectiva y veraz. Apartarse de la fórmula del consentimiento informado supone un retorno al paternalismo médico, ocultando o manipulando la información, a fin de asegurar que las decisiones sean acordes con la opinión del cirujano [18].

Es la ciencia la que debe estar al servicio del hombre y no el hombre al servicio de la ciencia. El paciente es un fin en sí mismo (el único o principal fin) y no un medio para obtener otros fines, por mucho que éstos puedan ser potencialmente útiles. Bajo esta última visión, donde prima el interés para el paciente, se sostiene la relación de confianza entre paciente y médico. Esta misma confianza, sin embargo, puede favorecer situaciones peligrosas, tanto para el paciente como para el cirujano, cuando se introducen tratamientos no suficientemente validados [19]. Cuando se oscurece la diferenciación entre práctica clínica e investigación o innovación surgen interferencias tanto en el consentimiento informado como en el concepto de la integridad profesional.

Las normas éticas y los derechos humanos son universales porque es universal la dignidad humana sobre la que se fundamentan. El respeto a esa dignidad es lo que obliga a los médicos a obtener el consentimiento informado de manera comprensible y acorde con el lenguaje y la cultura de la persona. El respeto y la sinceridad son dos maneras de tener en cuenta la autonomía del paciente, su libertad para decidir y su derecho a recibir información sobre lo que le ocurre [20].

Aunque no exista siempre la obligación de decir toda la verdad, en todo caso el médico no debe mentir ni inducir a engaño [21], aunque sólo fuera por la razón pragmática de que la mentira erosiona y socava la confianza, y la confianza es demasiado preciosa, demasiado esencial en las relaciones profesionales, como para ponerla de esa manera en entredicho. Porque si la mentira no se evita o no se enmienda, los daños pueden ser graves e irreparables [22].

Una vez en el quirófano, el paciente es un ser débil, vulnerable e indefenso, no tiene capacidad de opinar o de oponerse a nada. El cirujano debe ser extremadamente correcto para no someterlo a sufrimientos no previstos, no abusando de la confianza depositada en nosotros. No es un argumento válido que basándose en la curva de aprendizaje se puedan causar daños irreversibles, falsamente autojustificados, sobre todo cuando el beneficio demostrado, o que se espera alcanzar, es muy pobre o nulo. La curva de aprendizaje no puede erigirse en argumento justificativo de una mayor morbimortalidad. Es decir, el cirujano no pue de someter a su paciente a riesgos no relacionados con su proceso, diferentes a las condiciones patológicas por las cuales se lleva a cabo el acto quirúrgico, y el paciente no debe ser sometido a procedimientos, en ningún caso, que puedan comportar peligro adicional para su salud [23]. La principal lealtad del médico es la que debe a su paciente y la salud de éste debe anteponerse a cualquier otra conveniencia [24].

La cirugía innecesaria, la que se efectúa sin beneficio del paciente, va en contra del principio de no maleficencia (al no considerar las consecuencias de los daños y agresiones), va en contra del principio de justicia (al incurrir en uso inadecuado de recursos) y violenta muchas veces las normas del consentimiento informado, incluyendo la veracidad.

Se manifiesta el concepto de ‘innecesaridad’ [25] cuando el cirujano falla en el cumplimiento de la norma fundamental de primero no hacer daño, cuando la cirugía no tiene fundamento en las indicaciones médicas, cuando se hace una valoración incompleta de las condiciones de un paciente, si se actúa con falsedad o malicia para inducir la aceptación de una indicación o una técnica, con intención de mercadotecnia o de lucro, o cuando la intervención se enmarca en un protocolo de investigación que se aparta de los derechos del paciente y de las normas éticas internacionales. Se deben evitar, por tanto, los procedimientos terapéuticos y actos intervencionistas que puedan ser calificados como innecesarios.

Hoy en día, los cirujanos vasculares corremos el peligro de utilizar la tecnología antes del conocimiento y antes del sentido común [26]. La cirugía vascular ha sufrido un cambio profundo con el advenimiento del concepto endovascular, en donde la tecnología progresa con mayor rapidez que la capacidad para establecer evidencia antes de ser aplicada, lo cual tiene implicaciones éticas significativas [27]. Porque no es simplemente la misma cirugía ejecutada con instrumentos diferentes, sino que en realidad puede representar una nueva teoría quirúrgica que, embargo, todavía está por definir.

En este panorama de innovación, en que la cirugía vascular tiende a ser más dependiente de la tecnología, se desvanecen muchos de los límites tradicionales. La industria intenta producir alternativas para facilitar la resolución de los problemas en la práctica quirúrgica, considerando siempre la eficiencia, la seguridad y la comodidad; soluciones que a menudo están precedidas de modelos artesanales creados por los propios cirujanos o en colaboración con laboratorios de bioingeniería.

Pero esa rápida expansión e imperativo tecnológico supone nuevos retos y nos obliga a emplear nuevas técnicas sin el entrenamiento adecuado y sin acogernos a la supervisión propia del período de enseñanza reglada, con dificultades para aprender, desarrollar, practicar o enseñar estos procedimientos, o manejar dispositivos complejos, escasamente validados.

En suma, han comenzado a borrarse los límites definidos entre cirugía vascular tradicional y endovascular, que puede ser también terapéuticamente agresiva y limitadora de las indicaciones operatorias propiamente dichas [28], con sus repercusiones éticas, mientras nos adaptamos a estas nuevas acciones, para que no se produzca una confusión de decisiones frente al enfermo vascular.

La cirugía endovascular plantea la necesidad de enfocar la atención hacia la capacitación en nuevas habilidades y métodos muy diferentes de los tradicionales. La concepción del acto quirúrgico ha cambiado sustancialmente, pasando a ser una secuencia ordenada de uso de tecnología y de instrumentación avanzadas. El acto quirúrgico, antes esencialmente sensorial, es ahora una actividad ‘ingenieril’, y en la medida en que se hace cada vez más dependiente de la tecnología, puede sufrir un proceso de deterioro intelectual, a menos que, como sistema teórico, esté permanentemente consciente del progreso y del cambio.

La cirugía endovascular utiliza la interlaz digital cirujano-paciente, causa mínimo trauma, minimiza las respuestas sistémicas de carácter metabólico e inflamatorio, implica menor hospitalización y puede ser realizada exitosamente por especialistas carentes del tradicional entrenamiento quirúrgico. Por eso representa una nueva clase de cirugía que modifica significativamente los patrones tanto de la práctica como de la educación y el adiestramiento.

La cirugía endovascular constituye una diferente perspectiva intelectual, con implicaciones que van mucho más allá de los aspectos técnicos de su proceder y que demanda definir los aspectos éticos, pedagógicos, de ejercicio profesional y de investigación.

Esta situación está trayendo nuevos y prometedores vientos de cambio a nuestra especialidad, pero exige más que nunca adquirir la suficiente destreza y certeza, con el fin de no provocar ningún daño evitable a los pacientes. Este modelo de actuación que, en realidad, es inherente a toda práctica quirúrgica, adquiere unas connotaciones éticas especiales al referirnos a la cirugía endovascular.

En general, se dispone de otra alternativa quirúrgica: la cirugía convencional. Por tanto, la indicación endovascular sólo tendrá sentido para cada paciente concreto si se espera conseguir un mayor beneficio (menor morbilidad potencial), también en la etapa de aprendizaje, con este tipo de cirugía.

La existencia de esa curva de aprendizaje escarpada debería ser planificada de modo que no diera lugar a situaciones límite con la experimentación en humanos: se debe tener en cuenta el derecho del paciente a una información veraz sobre el proceso quirúrgico a que va a ser sometido, respetando su libertad a elegir lo que él considere como la mejor opción, ya que estamos hablando de diferentes modos de abordaje quirúrgico para las mismas indicaciones.

En un sistema de recursos limitados, es necesario tener en cuenta la balanza coste-beneficio de estas nuevas técnicas, tanto desde el punto de vista económico como social, para justificar su introducción [29].

Todo esto se plantea porque la seguridad del acto quirúrgico es un precepto mayor que debe ocupar siempre nuestra atención, en la que también influyen factores marginales, muy importantes y poco mencionados, las habilidades de cada cirujano, y que pueden ser determinantes en los resultados y en las diferencias de efectos en situaciones ideales (eficacia) y en la práctica habitual (efectividad). Un correcto aprendizaje en cirugía endovascular no requiere únicamente conocer los límites éticos de nuestra actuación profesional, que están en general bien delimitados, sino avanzar en la ética de nosotros mismos.

Porque como cirujanos también somos conscientes de que la mayor parte de los grandes avances en la historia de la medicina y de la cirugía fueron logrados mediante procesos innovadores informales y no regulados, que resultaron enormemente productivos. Pero hoy en día, los aspectos éticos de la innovación quirúrgica deben contar, inexcusablemente, con información exhaustiva al paciente del tipo de tratamiento que se propone, completa discusión con él de los riesgos potenciales con protocolos de consentimiento informado adaptados y validados en cada caso, libertad del paciente para elegir entre la intervención más innovadora o la convencional, y aceptación y conformidad por la mayor parte de miembros del servicio o unidad asistencial para emplear esas técnicas.

La frontera que delimita un procedimiento como experimental, innovador o establecido, en cirugía, suele ser imprecisa. Aún lo es más cuando se implantan dispositivos, que difieren sustancialmente de los fármacos, mucho más regulados. Sin embargo, tanto ética como científicamente, conviene establecer límites, sin dejar a criterio individual el margen de discreción existente hoy en día en la innovación quirúrgica, mediante análisis del cociente beneficio/riesgo de la innovación propuesta [30].

Cuando las condiciones iniciales de un tratamiento innovador sean perfectamente definidas y se hayan comunicado y publicado los resultados, eventos adversos y repercusiones económicas, deben identificarse los pacientes que mejor se beneficiarían de esas técnicas mediante protocolos de investigación que validen el procedimiento [31]. La innovación, que significa creatividad, se convierte en investigación cuando la intervención se realiza en el marco de un protocolo y se orienta a crear conocimiento.

El arsenal de ese conocimiento quirúrgico actual tiene una vida media tan corta que a lo largo de su vida profesional el cirujano vascular deberá preocuparse no tanto por no olvidar lo aprendido, como por adquirir nuevas destrezas y evidencias. Pero porque no todo lo nuevo es mejor [32], debemos tener las ideas claras para saber distinguir entre lo posible y lo imposible, entre lo deseable y lo indeseable, entre lo que es sensato y lo que no lo es, para saber elegir el camino de la moderación y el juicio correcto, teniendo siempre como precepto fundamental decidir lo mejor para el paciente, ya que muchas de las opciones se basan en estadísticas o en trabajos de investigación que miden resultados de técnicas, con pocas evidencias y sin medir la calidad de vida o la satisfacción del enfermo.

Corremos el peligro de llegar a ser buenos especialistas técnicos polivalentes como mero producto de las fuerzas e intereses que gobiernan el mercado. Corremos el peligro de caer en lo que se ha denominado la ‘trampa del progreso de la medicina’, definida como aquella que se basa en la innovación constante, en el desarrollo tecnológico acelerado, en la demanda creciente de servicios sanitarios, en el sesgo hacia la curación en detrimento del cuidado, en el encarecimiento, en el riesgo profesional, en la economía insoportable y en la incertidumbre ética [33]. Para la ética quirúrgica, la crisis de objetivos obedece a una confusión sobre el fin último de la medicina, el bien propio por el que se nos reconoce y que da sentido a nuestro ejercicio profesional.

Lo ético no sólo debe estar en la cirugía como profesión, sino que debe manifestarse en toda la conducta del cirujano, y aceptar que todos sus actos profesionales deben ser éticamente válidos. En cirugía, por la clara sucesión de causas (patología quirúrgica) y efectos (actos quirúrgicos), por la agresión física y real sobre el cuerpo de un paciente, es donde la relación médico-paciente adquiere dimensiones de gran impacto [34], tanto si se obtiene un éxito como si se presentan complicaciones, y más si se detecta una cirugía innecesaria.

En este punto de evolución, sigue vigente el principio de que sólo puede haber una cirugía éticamente correcta: aquella que siendo realmente necesaria y desde el dominio de la técnica quirúrgica, se asienta para su práctica en fundamentos biológicos y en el reconocimiento de la agresión que provocamos [35]. Compaginar agresión y beneficio es el gran reto de los principios éticos en cirugía, que deben ser considerados como obligación de naturaleza moral que gobierna la práctica de la medicina.

Dado que no se puede predecir el futuro, la ética quirúrgica tiene que ser flexible y abierta a cambios y ajustes. Sin embargo, debemos mantener los principios básicos, en especial los valores de compasión, competencia y autonomía, además de la preocupación por los derechos humanos fundamentales. No importa cuáles sean los cambios que ocurran como consecuencia de los avances científicos o tecnológicos y los factores sociales, políticos y económicos, siempre habrá enfermos vasculares que necesiten nuestro cuidado.

Como cada nueva técnica incluye muchos desafíos éticos, los cirujanos tendremos que mantenernos informados también sobre los progresos en la ética médica [36], e introducir la formación curricular en ética en la carrera de medicina y en el programa docente de nuestra especialidad [37].

La conciencia, la medicina, nuestra profesión y el bien de los pacientes han de ser siempre prioritarios. El cirujano debe considerar si su capacidad, su destreza o su conocimiento de las técnicas más modernas está a la altura de lo que se necesita en cada caso. Porque, más allá de las idealizaciones retóricas, la vocación implícita también significa tener siempre presente la conclusión de que el profesional debe saber autolimitarse cuando las circunstancias le impiden mantener en pie los principios de la ética [38].

Si se actúa de esta manera, se entenderá fácilmente que la ética no es un factor limitante de la innovación, de la investigación o de la actuación profesional, sino una decidida apuesta por el ser humano y su dignidad. Ser prudente, en el sentido clásico, significa nada más y nada menos que saber aplicar la norma adecuadamente. Un acto quirúrgico será correcto cuando esté hecho con conocimiento, pericia y técnica, y será bueno cuando además cumpla con las exigencias de la ética.

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