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Vol. 18. Núm. 1.
Páginas 20-28 (Enero 2004)
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La disciplina colegial y el principio de legalidad
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LUIS FERNANDO BARRIOS FLORESa
a Área de Derecho Administrativo de la Universidad de Alicante.
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En este artículo se describe la potestad disciplinaria de los colegios oficiales de farmacéuticos y su adecuación al principio de legalidad. Adicionalmente se formula una propuesta de reforma legal acorde con nuestro texto constitucional.

La Constitución incide en diversos aspectos del ejercicio profesional farmacéutico. Además de las libertades de elección de oficio y de ejercicio (art. 35 en relación con el 10.1 CE ) y de la libertad de empresa (art. 38 en relación con el 33 CE), aborda la regulación de las profesiones tituladas, disponiendo que las mismas se regulen por ley (arts. 36 y 53.1 CE), atribuyéndose al Estado la competencia exclusiva para la regulación de las condiciones de obtención, expedición y homologación de títulos académicos y profesionales (art. 149.1.30.º CE) y a los colegios profesionales la ordenación del ejercicio profesional propiamente dicho (art. 36 CE).

POTESTADES NORMATIVA Y DISCIPLINARIA DE LOS COLEGIOS PROFESIONALES

La mencionada labor de «ordenación del ejercicio profesional» constituye la esencia justificativa de la institución colegial. Es antigua la discusión sobre su naturaleza jurídica (Fanlos, 1992), aunque mayoritariamente se destaca su «carácter bifronte», comprensivo de intereses públicos y privados. Dualidad ésta que es reconocida pacíficamente tanto por la doctrina, como recuerda la sentencia del Tribunal Constitucional STC 89/1989 («la inmensa mayoría de la doctrina considera a los colegios como corporaciones que cumplen a la vez fines públi cos y privados») (Puyol, 1996), como por la jurisprudencia. Ejemplo de esto último son las SSTC 123/1987 y 23/1984, que se refieren a los colegios como «corporaciones sectoriales, representativas de intereses profesionales que se constituyen para defender los intereses privativos de sus miembros, pero que también cumplen fines de indudable interés público (disciplina profesional, normas deontológicas, sanciones penales o administrativas, etc.)».

Faceta pública

Sin menosprecio de la función privada de representación (art. 5.c y g de la Ley de Colegios Profesionales, en adelante LCP) o de defensa de los intereses profesionales (art. 5.u LCP), lo que parece evidente es que la faceta pública prima sobre cualquier otra y da sentido a la propia existencia colegial. De otro modo no podría justificarse la colegiación obligatoria (Baena, 1968; Del Saz, 1996), que tiene sentido desde el momento en que la incorporación al Colegio conlleva el sometimiento a unas normas y a una disciplina que vertebran el ejercicio, ordenan la actividad y velan por la ética y dignidad profesional (5.i LCP) a la vez que sirve para el control del cumplimiento de la normativa general y colegial (5.t LCP). La exclusiva defensa de los intereses privados (profesionales) no precisa de la corporación colegial, pues la Constitución refiere otras fórmulas, bien asociativas generales (art. 22 CE) o incluso específicamente profesionales (art. 52 CE).

Es precisamente la defensa de los intereses públicos, mediante la ordenación del ejercicio profesional, la que fundamenta la existencia de ambas potestades ­normativa y disciplinaria­ delegadas por el Estado (Ariño, 1973).

La potestad normativa requeriría un estudio particularizado, que se ha dejado para mejor ocasión. Baste indicar aquí que los colegios profesionales, además de por las normas legales, están regulados por otro tipo de normas: «los Colegios Profesionales, sin perjuicio de las leyes que regulen la profesión de que se trate, se rigen por sus Estatutos y por los Reglamentos de Régimen interior» (art. 6.1 LCP).

Potestades complementarias

Este artículo se centra en la potestad disciplinaria y, particularmente, en uno de sus principios básicos: el de legalidad. Esta potestad es complementaria de la función de ordenación de la profesión atribuida a los colegios profesionales (Del Saz, 1996). O, mejor dicho, desempeña un papel instrumental. Hoy en día es indiscutiblemente reconocida. Como afirmara Baena del Alcázar en su ya clásica monografía (Baena, 1968), la LCP supuso una importante innovación en esta materia, al hacer desaparecer facultades disciplinarias que antes se reconocían a la Administración Central. Ya desde antes (Jordana, 1961; Entrena, 1966), y con mayor razón desde la LCP de 1974 (Martín-Retortillo, 1996), la doctrina ha destacado la existencia de esta importante función colegial. Como recientemente recuerda Germán Valencia, junto a las Administraciones públicas de carácter territorial existen otros entes públicos especializados de tipo corporativo que también disponen por atribución legal de una potestad «de naturaleza disciplinaria en relación con un círculo de personas delimitado por la calidad de miembros de la organización» (Valencia, 2000).

Jurisprudencia

De igual modo, en el plano jurisprudencial el reconocimiento de esta potestad es unánime. La jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos admite sin mayor reparo la fórmula disciplinaria colegial (véanse los casos Le Compte, Van Leuven y De Mèyere de 28 de junio de 1981; Albert y Le Compte de 10 de febrero de 1983; Barhold de 25 de marzo de 1985 y Casado Coca de 24 de febrero de 1994). Y otro tanto sucede con la jurisprudencia española (STS 22.2.1956 en referencia concreta al colegio de farmacéuticos). Y otro tanto sucede cuando la STS 3.3.1990 --y en el similar sentido las SSTS 30.5.1988, Az. 4514; 27.4.1988, Az. 3241; 23.9.1988, Az. 7252; 16.3.1989, Az. 2089; 3.3.1990, Az. 2133; 18.9.1991, Az. 7753; 30.5.1994, Az. 4474; 17.6.1994, Az. 5085--afirman que la corporación colegial es «tradicional depositaria de una potestad disciplinaria». Potestad disciplinaria que se justifica en la STS 3.ª 17.6.1994 (ponente, Baena del Alcázar), acudiendo al ya mentado carácter bifronte de la corporación colegial: «Pues lo cierto es que resulta una característica típica de los colegios profesionales en nuestro derecho que se superpongan intereses públicos y privados, lo que sin duda ha sido querido o consentido por el legislador, debiendo atender esta jurisdicción a la protección del interés público, el cual exige, como repetidamente se ha dicho, llevar a cabo una interpretación extensiva de las potestades disciplinarias de los colegios» (fundamento jurídico [FJ] 5.º).

La configuración autonómica del Estado a partir de la Constitución de 1978 tuvo una importante incidencia en esta materia. Al amparo de lo establecido en el art. 148.2 CE, los sucesivos estatutos de autonomía fueron asumiendo competencias sobre colegios profesionales. En ejercicio de dichas competencias se vieron aprobadas leyes sobre colegios profesionales que en todo caso reconocieron la potestad disciplinaria colegial: art. 6.g de la Ley 6/1995, 29 diciembre de Consejos Andaluces de Colegios Profesionales; art. 18.1.b de la Ley 2/1998, de 12 de marzo, de Colegios Profesionales de Aragón; art. 11.1.e de la Ley 10/1998, de 14 de diciembre, de Colegios Profesionales de las Islas Baleares; art. 10.c de la Ley 10/1990, de 23 de mayo, de Colegios Profesionales de Canarias; art. 10.l de la Ley 1/2001, de 16 de marzo, de Colegios Profesionales de Cantabria; art. 21.c de la Ley 10/1999, de 26 de mayo, de Creación de Colegios Profesionales de Castilla-La Mancha; art. 12.a de la Ley 8/1997, de 8 de julio, de Colegios Profesionales de Castilla y León; arts. 5.a y 16.f de la Ley 13/1982, de 17 de diciembre, de Colegios Profesionales de Cataluña; art. 5.a de la Ley 6/1997, de 4 de diciembre, de Consejos y Colegios Profesionales de la Comunidad Valenciana; arts. 11.c y 24.f de la Ley 11/2002, de 12 de diciembre de Colegios y Consejos de Colegios Profesionales de Extremadura; arts. 9.c y 26.e de la Ley 11/2001, de 18 de septiembre, de Colegios Profesionales de Galicia; art. 9.a de la Ley 4/1999, de 31 de marzo, de Colegios Profesionales de La Rioja; arts. 14.c y 24.e de la Ley 19/1997, de 11 de julio, de Colegios Profesionales de Madrid; arts. 9.a y 20.g de la Ley 6/1999, de 4 de noviembre, de Colegios Profesionales de Murcia; arts. 24.d y 36.1 de la Ley 18/1997, de 21 de noviembre, de ejercicio de las profesiones tituladas y de Consejos y Colegios Profesionales del País Vasco.

Ninguna discusión existe, por tanto, en lo que respecta al reconocimiento de la potestad sancionadora colegial. El tema --y el problema-- se encuentra a otro nivel, como a continuación se verá.

EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Para Weber el Estado moderno, al igual que toda asociación política, sólo puede definirse en términos de los medios específicos que le son propios, es decir el uso de la coacción, incluso hasta llegar a la fuerza física (Weber, 1985). Dicha fuerza coactiva tiene dos clásicas manifestaciones: la penal y la administrativa.

Garantías

En el Estado de Derecho el poder punitivo penal está sometido a unas garantías, materiales y formales, que se expresan en los postulados de lex scripta, previa, certa et stricta (STC 151/1997, FJ 4.º), que constituyen «el contenido esencial del principio de legalidad del Derecho estatal sancionador» (STC 22/1990, FJ 7.º). Por ello es preciso que una norma escrita con rango legal y de forma predeterminada establezca de forma cierta tanto los ilícitos como las consiguientes sanciones. Así, por ejemplo: «El que ejerciere actos propios de una profesión sin poseer el correspondiente título académico expedido o reconocido en España de acuerdo con la legislación vigente, incurrirá en la pena de multa de seis a doce meses» (art. 403 Código Penal).

El poder punitivo administrativo se encuentra cercano al penal. No en vano «... ha de recordarse que los principios inspiradores del orden penal son de aplicación, con ciertos matices, al derecho sancionador, dado que ambos son manifestaciones del ordenamiento punitivo del Estado tal y como refleja la propia Constitución (artículo 25, principio de legalidad) y una muy reiterada jurisprudencia de nuestro Tribunal Supremo» (STC 18/1981, 8 junio). Así las cosas, era inevitable que las garantías penales se trasladasen --al menos en lo esencial-- al ámbito sancionador administrativo. Como señala Valencia, a partir de la STC 42/1987 (FJ 2.º) «cuyas palabras se han convertido en un canon habitualmente reiterado en Sentencias posteriores» (Valencia, 2000), el derecho fundamental a la legalidad comporta en el plano normativo una doble exigencia o garantía formal (reserva de ley) y material (de certeza o taxatividad): «El derecho fundamental así enunciado incorpora la regla nullum crimen nulla poena sine lege, extendiéndola incluso al ordenamiento sancionador administrativo, y comprende una doble garantía. La primera, de orden material y alcance absoluto, tanto por lo que se refiere al ámbito estrictamente penal como al de las sanciones administrativas, refleja la especial trascendencia del principio de seguridad en dichos ámbitos limitativos de la libertad individual, y se traduce en la imperiosa exigencia de predeterminación normativa de las conductas ilícitas y de las sanciones correspondientes. La segunda, de carácter formal, se refiere al rango necesario de las normas tipificadoras de aquellas conductas y reguladoras de estas sanciones, por cuanto, como este Tribunal ha señalado reiteradamente, el término «legislación vigente» contenido en dicho art. 25.1 es expresivo de una reserva de ley en materia sancionadora». Esta cita jurisprudencial sintetiza en unas líneas los dos ejes básicos de las garantías que conlleva el principio de legalidad: la material (predeterminación normativa de ilícitos y sanciones) y la formal (rango de las disposiciones sancionadoras). Es interesante profundizar algo más en estos dos planos, siguiendo la excelente exposición del Prof. Valencia Martín.

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos admite sin mayor reparo la fórmula disciplinaria colegial

Regulación de infracciones y sanciones

En el plano formal, el principio de legalidad comporta la exigencia de que, en principio, infracciones y sanciones deban regularse en una norma con rango legal, aunque hay una diferencia entre las sanciones penales y las administrativas. Las primeras en nuestro derecho necesariamente han de regularse por ley orgánica, por afectar a derechos y libertades fundamentales (art. 81 CE). En el caso de las sanciones administrativas, basta que la norma reguladora tenga el carácter de ley ordinaria, aprobada por las Cortes Generales directamente o por vía de delegación legislativa (ex art. 82 CE); y, además, la reserva de ley es menos estricta que en el ámbito penal; es una reserva de ley «relativa» («sólo tiene una eficacia relativa o limitada» dirán las SSTC 101/1988, FJ 3.º, 29/1989, FJ 2.º y 177/1992, FJ 2.º), por lo que no es excluyente la colaboración reglamentaria a la hora de tipificar infracciones y sanciones.

Para el caso concreto de las entidades de carácter corporativo o institucional que carecen de potestad legislativa, pero cuya autonomía está legal o incluso constitucionalmente garantizada, dicha autonomía incluye la potestad reglamentaria en ámbitos materiales relacionados con dichas potestades sancionadoras, planteándose el tema concreto que aquí nos ocupa de la potestad disciplinaria de los colegios profesionales, potestad esta que se suele justificar acudiendo a la teoría de las «relaciones especiales de sujeción». Aunque la aplicación de dicha teoría no sea siempre indiscutible --señala Valencia--, lo cierto es que podría ser justificable que la Ley recurra a la colaboración reglamentaria de este tipo de entidades por vía de la expresa habilitación del reglamento para el establecimiento del completo cuadro sancionador (disciplina o colegial). Esta flexibilización del principio de legalidad ha llegado a justificarse «más por necesidad de evitar vacíos enormes en el ordenamiento jurídico que por convicción de que ésa fuera doctrina indiscutible» (STS 10.12.1998, Az. 10364).

Mientras que la garantía formal (reserva de ley) es más estricta en el ámbito penal, la garantía material sería exigible en nuestro ordenamiento con idéntico rigor en ambos casos, pues se considera que la relatividad de la reserva de ley «no debe venir acompañada, sin embargo, de un debilitamiento significativo de las exigencias materiales del principio de legalidad, por el carácter absoluto que debe tener esta garantía» (STC 42/1987, FJ 2.º). Y es que, como sigue señalando Valencia, las limitaciones a la libertad o la imposición de deberes particulares admisibles en unas relaciones de sujeción especial no debieran afectar, al menos, al nivel de previsibilidad de faltas y sanciones.

En cuanto a la tipificación de las infracciones, «el principio de legalidad no se opone a la utilización por las normas de conceptos jurídicos indeterminados (STC 50/1983, 69/1989, 270/1994, 151/1997), pero sí a la utilización de conceptos jurídicos indeterminables (SSTC 116/1993 y 270/1994), a la realización de tipificaciones genéricas o totales (STC 219/1991), excesivamente extensas (STC 306/1994) o absolutamente inconcretas (STC 57/1998), y, desde luego, a la tipificación como infracción no de conductas determinadas, sino de modos de ser o de vivir --tipología de autor-- (STC 270/1994)». En cuanto a las sanciones, «el principio de legalidad exige, en esta vertiente material, entre otras cosas, la graduación por la norma de las sanciones (STC 207/1990) o la limitación de la cuantía de las multas (STC 20/1989)» (Valencia, 2000).

PANORAMA DE LA NORMATIVA DISCIPLINARIA COLEGIAL FARMACÉUTICA

El análisis de la potestad disciplinaria de los colegios oficiales de farmacéuticos requiere el abordaje de las siguientes cuestiones: a) existencia de la potestad disciplinaria colegial; b) descripción del marco normativo en que ésta se desenvuelve; c) suficiencia/insuficiencia desde el plano de la garantía formal (reserva de ley) de dicho marco normativo, y d) suficiencia/insuficiencia de la garantía material (predeterminación normativa y tipicidad) del conjunto regulador. Todas estas cuestiones se revisan a continuación.

Existencia de la potestad disciplinaria colegial

Es indiscutible la existencia de la potestad disciplinaria colegial farmacéutica. Aparece reconocida en la Base IV.1.ª de la Orden de 28 de septiembre de 1934 (Gaceta, 4 de octubre) que aprueba los Estatutos de los Colegios Oficiales de Farmacéuticos («Compete a los Colegios: 1.º Imponer multas y sanciones»), atribución que se complementa con una función de investigación cuando ello sea exigible («4.º Realizar las investigaciones oportunas esclarecedoras del exacto cumplimiento de las disposiciones vigentes»). Este reconocimiento también se produce en sede jurisdiccional. Además de la ya citada STS 22.2.1956, más recientemente la STS 3.ª, 17.6.1994, refiriéndose también a la profesión farmacéutica afirma que «el ejercicio de potestades públicas por los colegios profesionales es normal, es nuestro derecho y viene consagrado por el ordenamiento jurídico, debiendo entenderse que una interpretación restrictiva de la potestad disciplinaria debe considerarse antisocial y por tanto contraria a todas las reglas que inspiran el ordenamiento, al ser la citada potestad la única ejercida sobre los profesionales liberales para la vigilancia y mejor cumplimiento de sus deberes en cuanto tales», pues «de no existir dicha potestad de los Colegios, los profesionales liberales no estarían sometidos a poder disciplinario ninguno. En consecuencia, dicha potestad disciplinaria debe interpretarse de modo amplio, de manera que suponga un robustecimiento de los poderes públicos del colegio profesional» (FJ 2.º).

Además, baste traer aquí a colación la enumeración de las leyes autonómicas citadas que reconocen potestades disciplinarias a los colegios profesionales en general.

Marco normativo

La descripción del marco normativo colegial farmacéutico requiere alguna precisión. Por un lado, a nivel estatal la legislación colegial está integrada por la Ley 2/1974, 13 de febrero de Colegios Profesionales, la Orden del Ministerio de Trabajo, Sanidad y Previsión de 28 de septiembre de 1934 (Gaceta de Madrid, 4 de octubre) y la Orden del Ministerio de la Gobernación de 16 de mayo de 1957 (BOE, 5 de junio). Este conjunto normativo parte del Estatuto para el Régimen de los Colegios de Farmacéuticos, aprobado por Orden del Ministerio de Trabajo, Sanidad y Previsión de 28 de septiembre de 1934, que contempla tres tipos de normas, correspondientes cada una a diferentes capas de la organización corporativa. En primer lugar, el propio «Estatuto» que contiene el régimen de todos los Colegios provinciales. En segundo lugar, el «Reglamento de orden interior» de cada uno de los Colegios de Farmacéuticos, aprobado por cada uno de ellos aunque respetando el Estatuto (general). En tercer lugar, un «Reglamento de índole interior de la Unión Farmacéutica Nacional» --sustituida posteriormente por el Consejo General de los Colegios Oficiales de Farmacéuticos» por Orden de 12 de enero de 1938--, que era la junta representativa de todos los colegios farmacéuticos (este reglamento fue aprobado por la Dirección General de Sanidad [Base XXXII.e]). Este sistema se asimilaba al que luego diseñaría la Ley de Colegios Profesionales: el Estatuto General (equiparado al Estatuto de 1934), los Estatutos particulares (equiparados a los Reglamentos de orden interior) y los Estatutos propios del Consejo General (Calvo, 1998). La Ley de Bases para la Organización de la Sanidad Nacional de 25 de noviembre de 1944 respetó el anterior sistema, aunque introdujo la innovación, que se materializó en la Orden del Ministerio de Gobernación de 16 de mayo de 1957, de aprobar un Reglamento del Consejo General de Colegios Oficiales de Farmacéuticos. E introdujo otra importante reforma: a partir de entonces sería el Consejo General y no los propios Colegios el que tuviera competencias para aprobar los reglamentos de los colegios provinciales (art. 3.a). Posteriormente, en sesión celebrada los días 2 a 6 de diciembre de 1957, el Consejo General de los Colegios Oficiales de Farmacéuticos aprobó un Reglamento-Tipo de los Colegios Oficiales de Farmacéuticos, de contenido muy similar a los Estatutos de 1934 y al que debían ajustarse los reglamentos de todos los colegios. Dicho reglamento-tipo, según afirma su propio art. 1, se dicta con fundamento en lo dispuesto en el art. 3.a del Reglamento del Consejo General aprobado por Orden de 16 de mayo de 1957, por la Base IV.17 de los Estatutos de los Colegios de Farmacéuticos aprobados por Orden de 28 de septiembre de 1934 y por la base XXXIV de la Ley de Bases de Sanidad Nacional de 25 de noviembre de 1944. Dicho reglamento-tipo dedicaba su título XII a la regulación de faltas y sanciones, con una tipificación detallada de infracciones y sanciones y previsión de un procedimiento sancionador. Como bien recuerda la STC 93/1992, de 11 de junio en su FJ 6.º, «la profesión farmacéutica se encuentra regulada por un aluvión de disposiciones heterogéneas», lo que pone de manifiesto la complejidad que tiene la normativa colegial farmacéutica.

A nivel legislativo autonómico, como ya se ha visto, todos los estatutos de autonomía han reclamado para sí la regulación colegial, reconociendo todas las leyes de desarrollo la potestad disciplinaria colegial. Pero sólo algunas legislaciones autonómicas abordan la tipificación de faltas y la enumeración de sanciones. La Ley 6/1997 de la Comunidad Valenciana considera infracción «la vulneración de las normas deontológicas de la profesión y la de las normas colegiales», remitiendo a los estatutos de cada profesión la especificación de faltas y sanciones (art. 21) y en parecidos términos se expresan la Ley 4/1999 de La Rioja (art. 17) y la Ley 11/2001 de Galicia (art. 10). Sin duda, la Ley 18/1997 del País Vasco es la norma que acoge la más pormenorizada regulación sobre la materia. Recoge una detallada relación de infracciones (art. 15) y de sanciones (art. 16). Y, además, en cuanto a las faltas, procede a una minuciosa enumeración de tipos, que se clasifican en muy graves, graves y leves. Entre las infracciones muy graves se incluyen algunos tipos predeterminados (ejercicio sin posesión del título, incumplimiento de deberes profesionales, vulneración del secreto profesional, ejercicio encontrándose inhabilitado o estando incurso en incompatibilidad o prohibición, comisión de delitos dolosos o reiteración de faltas graves), pero también una norma de remisión que permite la singularización de las especialidades de cada profesión: «Las indicadas como tales en las disposiciones estatutarias aprobadas por los consejos y colegios profesionales que, dentro del tipo de las infracciones anteriores, correspondan a características propias de la profesión de que se trate y en relación con sus colegiados» (art. 15.1.f). En cuanto a las sanciones, destaca el detalle con que se regula la inhabilitación (art. 17), la sanción más grave y problemática desde el punto de vista del principio de legalidad.

La potestad disciplinaria colegial debe acomodarse al tempus constitucional

Garantía formal de la regulación disciplinaria colegial farmacéutica

Los problemas surgen al abordar la cuestión de la garantía formal o jerarquía normativa de la regulación disciplinaria colegial farmacéutica. El problema se ha planteado en dos momentos y a diferentes niveles. En el primero, la discusión se ha centrado en la distinción entre estatutos de la profesión y estatutos de cada colegio. En el segundo, el planteamiento se ha modificado al introducirse un nuevo factor regulador: la aparición de leyes autonómicas de colegios profesionales, leyes que en general reconocen la potestad disciplinaria colegial y establecen un control de legalidad sobre los Estatutos colegiales, pero que sólo en algunos casos proceden a tipificar las faltas y sanciones.

Como se ha señalado, en un primer momento se ha planteado la diferencia entre dos tipos de estatutos, los «estatutos generales de la profesión» y los «estatutos particulares de cada colegio». El quicio sobre el que esta Ley intenta hacer compatibles el principio de legalidad con la autorregulación corporativa consiste, precisamente, en disociar los Estatutos particulares de cada Colegio y los Estatutos generales de la profesión entera (art. 6 Ley de Colegios Profesionales). Aquéllos son elaborados por el correspondiente Colegio, y aprobados autónomamente por el Consejo General que culmina la organización corporativa de la profesión respectiva; en cambio los Estatutos generales, una vez elaborados por dicho Consejo General, son aprobados por el Gobierno. Estos «Estatutos generales de la profesión», cuyo establecimiento es confiado por la Ley de Colegios de 1978 a reales decretos del Gobierno, obviamente llamados a ser publicados en el Boletín Oficial del Estado, son los que deben regular --entre otros temas-- el régimen disciplinario de la profesión. Por el contrario, los estatutos particulares se ven reducidos a regular el funcionamiento del Colegio correspondiente --art. 6, aps. 3.º g y 4.º, Ley de Colegios Profesionales-- (STC 93/1992, 11 junio). En general, se acepta que los estatutos de cada colegio no son instrumento para regular la disciplina colegial, pues ni siquiera son «una disposición administrativa de carácter general» (STC 93/1992, FJ 7.º). Así, la STS 3.ª, 1.7.1994 afirma que «el Reglamento del Colegio de farmacéuticos de Madrid [...] no constituye un instrumento válido para tipificar los hechos, ya que no puede tener por objeto la conducta profesional del farmacéutico en su aspecto disciplinario al estar ello reservado a los Estatutos generales de la profesión, y en concreto a la Orden 28 septiembre 1934 del Ministerio de Trabajo, Sanidad y Previsión». La cuestión a este nivel radicaría en determinar si dichos Estatutos Generales de la profesión, es decir la Orden Ministerial de 28 de septiembre de 1934, son norma suficiente en sede constitucional para regular la disciplina colegial farmacéutica. Pues bien, sobre este punto no existe tanta unanimidad. El hecho de que una norma de tan ínfimo rango como la Orden Ministerial de 28 de septiembre de 1934 sea la que acoja las infracciones y sanciones de la disciplina farmacéutica supone para algunos una grave excepción al principio de legalidad (Nieto, 1993), abogando por la adecuación del ejercicio de la potestad disciplinaria de los colegios de farmacéuticos al mandato constitucional de tipicidad en sus tres manifestaciones: lex previa, lex scripta y lex certa (Villalba, 1996) y considerando inadmisible que por norma reglamentaria pueda llegarse a limitar un derecho fundamental cual es el libre ejercicio profesional (García Macho, 1994). No obstante lo cual, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos no ha encontrado mayor inconveniente en que las normas deontológicas colegiales sean compatibles con el principio de legalidad (SSTEDH, 25.3.1985, Caso Barthold y 24.2.1994, Caso Casado Coca).

En otro orden de ideas, el hecho de que la norma en cuestión --Orden de 1934-- sea preconstitucional no tiene mayores inconvenientes, ya que «sobre su aplicación no cabe duda alguna» (STS 3.ª 17.6.1994, FJ 3.º), pues la reserva de Ley establecida por la Constitución en materia sancionadora no es exigible con carácter retroactivo a las disposiciones preconstitucionales (SSTC 11/1981, FJ 5.º y 83/1984, FJ 5.º) (Valencia, 2000).

La suficiencia del nivel normativo de los Estatutos Generales de 1934 se admite por un doble tipo de razones:

-­ Por un lado, porque se considera que existe una «voluntaria aceptación de la disciplina reguladora del ejercicio libre de una profesión» (SSTS 23.12.1986, Az. 405; 23.1.1978, Az. 514; 12.3.1980, Az. 2713 y 27.3.1981, Az. 1282). Pero tras la Constitución, es difícilmente mantenible tal posición, habida cuenta de la obligatoriedad de la colegiación en algunos casos y concretamente en el farmacéutico (Sainz, 1996), lo que hace que la voluntad de la incorporación colegial sea meramente formal (Gallego, 1996). En parecidos parámetros, incluso coincidentemente, se mueve el sector doctrinal --tradicionalmente amplio-- que ha venido defendiendo la catalogación de la relación colegiado-colegio como una «relación de sujeción especial», categoría ésta introducida en nuestro derecho, procedente del alemán, por Gallego Anabitarte (Gallego, 1961). Tal conceptuación ya fue preconizada por Baena (Baena, 1968 y 1974) y tiene partidarios (Martínez López-Muñiz, 1993) y detractores (Villalba, 1996). E incluso no faltan autores que nieguen la mayor y consideren hasta dudoso que este tipo de relación colegiado-colegio pueda enmarcarse dentro del concepto de relación de sujeción especial (Valencia, 2000). Pero hay que partir del hecho de que nuestra jurisprudencia constitucional la acepta como tal (STC 219/1989, 21 diciembre), aunque hay que estar con García Macho cuando, con razón, considera inadmisible excluir de la reserva de ley a las relaciones de especial sujeción (García Macho, 1992).

­- Por otro lado, se ha fundamentado la suficiencia de rango normativo con otra formulación distinta aunque comúnmente entremezclada con el argumento anterior. Valencia, por ejemplo entiende que puede ser «particularmente útil» para fundamentar la relativización de la reserva de ley acudir a la autonomía normativa de dichas corporaciones (Valencia, 2000). Ya había advertido Martín-Retortillo que la norma deontológica colegial, partiendo de la tradicional autonomía normativa de los colegios profesionales desempeña el mismo papel que una ley del parlamento (Martín-Retortillo, 1996). Y ésta es la fundamentación de la STC 219/1989 (FJ 3.º) que considera no conculcada la garantía formal de reserva de ley deducible del art. 25.1 CE, ya que la cobertura legal para las normas sancionadoras colegiales (art. 5.i LCP) sería contraria a las exigencias del art. 25.1 «cuando se trata de relaciones de sujeción general» pero «no puede decirse lo mismo por referencia a las relaciones de sujeción especial». Como ya se ha indicado, aquí es constatable la superposición de los dos argumentos: el subjetivo (existencia de una relación de sujeción especial) y el objetivo (reconocimiento de una potestad normativa propia de los colegios).

Pese a las razones anteriores, lo cierto es que las exigencias derivadas del principio de legalidad hacen difícilmente aceptable la remisión en blanco que lleva a cabo la LCP en favor de la potestad reglamentaria colegial (Puyol, 1996; Villalba, 1996).

El panorama regulador de esta materia se complica recientemente con la aparición de una nutrida legislación autonómica, a la que ya se ha hecho referencia. Baste indicar aquí un par de ideas. La primera es que el contenido legal autonómico no es homogéneo, pues aunque en cualquier caso reconoce la potestad disciplinaria colegial y establece un cierto control de legalidad (deber de comunicación del art. 33.5 de la ley vasca u 11 de la ley valenciana, por empleo) sólo en algunas autonomías (País Vasco, Comunidad Valenciana, La Rioja y Galicia) la ley autonómica aborda la tipificación de faltas y sanciones. La segunda es que la regulación autonómica tiene sus límites, pues aunque ninguna duda exista sobre su competencia en materia colegial, sí parece que debiera seguir correspondiendo al Estado la regulación de la «profesión» (los «Estatutos generales de la profesión» de los que se habló antes), y ello no sólo en virtud de lo establecido en el art. 149.1.30.ª CE sobre regulación de títulos académicos y profesionales, sino fundamentalmente por imperativo del art. 149.1.1.ª CE («regulación de las condiciones básicas que garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los deberes constitucionales») e igualmente por el art. 139.1 CE («Todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado»). En este punto nótese que no compartimos una eventual desigualdad justificada en base al «ámbito de autonomía colegial» (STC 93/1992, 6 junio, FJ 5).

Garantía material del principio de legalidad

Desde la perspectiva de la garantía material del principio de legalidad se plantea otro tipo de interrogantes más difícilmente subsanables. A diferencia de la tipificación de sanciones de la Base XXVIII de la Orden de 28 de septiembre de 1934, que establece una enumeración con las que son más frecuentes en el ámbito disciplinario administrativo y que van desde la amonestación privada hasta la expulsión del colegio oficial, en el caso de las faltas es patente el déficit descriptivo de las mismas. Y sobre todo en relación a la falta que englobaría el más alto porcentaje de infracciones colegiales, esto es, la Base XXVII de la citada Orden de 1934 que en su apartado b considera falta grave: «Desacatar los acuerdos de los colegios cuando su incumplimiento represente perjuicio moral o material para la colectividad» (idéntica redacción tiene el art. 44.d) del reglamento-tipo de 1957).

El precepto no puede ser más vago e incluso ambivalente, lo que ha generado numerosos problemas prácticos. Por de pronto ¿qué es «colectividad»? Pudiera pensarse que el término hace referencia al interés (social) general, pero esto no es así. El término «colectividad» aparece también en la Base XX para referirse claramente a la «colectividad colegial» y no a terceras personas. Y, sin embargo, la STS 3.ª 14.4.2000 --que recoge la doctrina de las SSTC 153/1996, de 30 de septiembre, 188/1996, de 25 de noviembre, y 4/1997, de 13 de enero-- habla, a efectos de apertura/cierre de farmacias en los calendarios colegialmente prefijados, de «colectividad receptora del servicio sanitario». Por otro lado, ¿qué tipo de acuerdos pueden dictar los colegios? Es patente que junto a acuerdos que regulan el ejercicio profesional inspirados por un mero interés corporativo (así fue el caso del calendario de vacaciones obligatorias de los farmacéuticos) existen otros que inciden en la deontología profesional, que «no puede desconectarse del interés público en función del cual se le otorgan facultades disciplinarias a las organizaciones colegiales» (STS 3.ª, 17.10.1995). El propio Baena, que admitía la «regulación genérica de las infracciones» en la STS 3.ª, 17.6.1994, acabaría reconociendo posteriormente en la STS 3.ª, 12.5.2000 que «la referencia genérica al desacato a las órdenes del Colegio, [es] insuficiente a la vista de las exigencias que contiene al respecto el artículo 25 de la Constitución».

En cuanto al panorama autonómico, ya se sabe que no todas las legislaciones abordan la tipificación de faltas. Lo más común es la remisión a los «estatutos de cada profesión», guante que recogen los propios colegios profesionales; es el caso de los Estatutos del Colegio Oficial de Farmacéuticos de Alicante (publicados en el DOGV, 22.1.2003), que constituyen un buen ejemplo de un encomiable esfuerzo en este sentido. Incluso las legislaciones autonómicas que sí abordan la tarea con detalle son conscientes de que por sí mismas no pueden pormenorizar los detalles disciplinarios específicos de cada profesión. De ahí que la ley vasca de 1997, en su art. 15.1.f remita a las disposiciones estatutarias de consejos y colegios, intento asimismo loable en el plano de la garantía material que sólo se completaría formalmente si las disposiciones estatutarias aludidas tuvieran el rango y la publicidad pertinentes.

PROPUESTA DE REFORMA

La potestad disciplinaria colegial que, en general, nadie discute, debe acomodarse al tempus constitucional, pues la jurisprudencia no puede seguir «haciendo oídos sordos a los postulados constitucionales» en esta materia (del Saz, 1996). Es una demanda sólidamente respaldada por la doctrina que hay que abordar de una vez por todas (Souvirón, 1980; López, 1998). Al modesto entender de este autor, el panorama ideal sería el siguiente:

­ Una ley estatal que sustituya a la actual LCP de 1974 establecerá los «principios y reglas básicas» de los colegios profesionales (todos) en su vertiente pública, según lo dispuesto en el art. 149.1.18 en relación con los arts. 36 y 139 CE. En la tramitación de la misma es preceptiva la información del Consejo General de Colegios de Farmacéuticos (2.2 LCP 1974). Alternativamente nada impide que se promulgue una ley estatal específica para la profesión farmacéutica o para las profesiones sanitarias, opción perfectamente lícita a la vista de la interpretación que del art. 36 ha hecho nuestro TC.

­ Las leyes autonómicas de colegios profesionales llevarán a cabo el desarrollo legislativo y la ejecución de los aspectos básicos de la legislación estatal y además, de forma plena, regularán los aspectos no públicos de los colegios.

­ Los Estatutos Generales de la Profesión Farmacéutica, sustitutivos de los actualmente vigentes de 1934, elaborados por el Consejo General de Colegios Oficiales de Farmacéuticos, contendrán el listado de faltas propias de la profesión farmacéutica y la enumeración de las correspondientes sanciones. Aunque estos Estatutos Generales han de ser aprobados por el Gobierno (6.2 LCP), parece recomendable que, en lo relativo a faltas y sanciones especialmente graves (las que conlleven suspensión o pérdida de la condición de colegiado), esta materia se regule por norma con rango legal.

­ Los estatutos de cada colegio profesional seguirían regulando los aspectos de régimen interno e, incluso si se quiere, el desarrollo de la normativa precedente, siempre que no afecte a las garantías formal y material. *

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