Se destaca aquí la correlación entre la bioética y las revoluciones tecnocientíficas de la genómica y la neurobiología (sucintamente descritas), acentuando el doble poder de las tecnologías, como medio de conocimiento y como instrumento de alteración de las microrrealidades descubiertas. Corresponde a la bioética discernir la ambivalencia de estos nuevos poderes y saberes, y determinar por diversas vías (desde comités hasta declaraciones de la UNESCO) cuáles son los aspectos lesivos e inadmisibles contra la condición humana en su dignidad y su existencia misma. Sostengo que las nuevas verdades científicas de la biología molecular enriquecen el conocimiento de lo humano, pero que este no se agota en tales verdades ni permite reducir a lo biológico la comprensión cabal de la humanidad. Uno es el conocimiento biocientífico de la naturaleza biológica del ser humano, y otro, el de su naturaleza ontológica, histórica, cultural y ética.
This paper is intended to outline the correlation between Bioethics and the techno-scientific revolutions initiated by genomics and neurobiology (briefly described herein), emphasising the two-tier power of such technologies: as a means of knowledge and as a tool that may alter the micro-realities found. The challenge for Bioethics is to discern the ambivalence of these new powers and knowledge, as well as to determine, through different paths (from committees to UNESCO resolutions), what the detrimental and inadmissible aspects harmful to human condition, human dignity and human existence itself are. I state that the new scientific truths found by molecular biology serve to enrich our insight of what is human, but that such knowledge is not restricted to those truths, nor does it allow us to confine the whole comprehension of humanity to a merely biological perspective. On the one hand, we have the bio-scientific insight of the biological nature of human beings and, on the other, we have the human ontological, historical, cultural and ethical nature.
Resulta en verdad asombroso el excepcional florecimiento de la bioética, de esta novedosa interdisciplina que en unos cuantos decenios ha alcanzado una expansión mundial fuera de lo común. Fue concebida por V.R. Potter, su precursor (1970) como “ciencia de la sobrevivencia” y como “puente hacia el futuro,” y se ha ido consolidando a través de un sinnúmero de instituciones, publicaciones, comités, programas, congresos, códigos, pronunciamientos legales, etcéteras. Asimismo, han ido proliferando sus temas y problemas, tanto en el orden teórico como en el práctico, los cuales son abordados desde distintas perspectivas, ya de carácter religioso, ya desde enfoques expresamente laicos.
Y es imposible comprender este auge sin atender a uno de los acontecimientos más relevantes de nuestro tiempo que son las revoluciones teóricas y prácticas, producidas en el ámbito de las ciencias y tecnociencias de la vida, concretamente, el de la biología molecular. No se comprende sin atender a los prodigiosos hallazgos de ese microuniverso primordial, clave de la vida en general y de la humana en particular, que es el universo de los genes, así como el de las neuronas. Y aunque es evidente que el vasto territorio de la bioética no comprende solamente lo relativo a las biociencias y a la biotecnología —pues son varias las fuentes de la problemática bioética—, sí tiene sentido, a mi juicio, considerar prioritarios estos trascendentales descubrimientos de las “tecnociencias”, precisamente por el fenomenal impacto que han alcanzado en el orden ético, político, social y cultural en general; su trascendencia no se da solamente en el orden de las aplicaciones de los conocimientos, sino en las repercusiones explícitas o implícitas en nuestra idea de la vida y de la naturaleza humana.
Ha sido, en gran medida, la portentosa tecnología de nuestro tiempo la que ha hecho posibles las profundas revoluciones en el conocimiento acerca de la vida en general. El poder tecnológico ha sido el instrumento de esos novísimos saberes, nuevos “ojos” y “manos” microscópicos que penetran en el micro y nanouniverso del genoma y de las neuronas cerebrales.
Pero al mismo tiempo, ese formidable poder cognoscitivo tiene la capacidad, no solo de contemplar y conocer teóricamente esa asombrosa dimensión de lo real, sino que posee a la vez el codiciado poderío de manipularlo y transformarlo; pues, junto con el poder ver y conocer, se da la posibilidad de “tocar”, alterar, modificar, transmutar “lo visto”. Se interpenetran teoría y práctica. Lo trascendental, entonces, no son únicamente los conocimientos sino las nuevas capacidades humanas de cambiar e incluso de mutar la naturaleza, en especial la humana, en sus niveles más profundos y originarios. Son notables, a la vez, los impresionantes avances en las propias tecnologías, en el progreso asombroso de los instrumentos de conocimiento, llegando incluso al ámbito de lo que constituye la escala nanométrica y de la llamada “robotética”.
“El problema crucial de nuestros tiempos es el de qué hacer con la tecnociencia, y sobre todo, de la tecnociencia, problema tanto más arduo cuanto más conscientes somos de la fuerte autonomía de esta última y de su capacidad de crecer, incluso fuera de toda intención y control” (Agazzi, 2011, p. 269).
Las revoluciones se han dado, en efecto, tanto en el saber científico como en el poder tecnológico, literalmente tecnocientífico, y en la implicación recíproca de ambos, en la que la bioética tiene una imprescindible presencia. Pues el ámbito práctico, relativo a las aplicaciones, conlleva necesariamente el teórico, el de los nuevos descubrimientos de la biología molecular, especialmente de la genómica y de las neurociencias.
En el orden cognoscitivo destaca primeramente el descubrimiento (1953, no sin antecedentes), del DNA, de ese singular “ácido” (desoxirribonucleico)1,configurado como una “doble hélice” que se halla fundamentalmente en el núcleo de las células y lleva “escrita”, en 4 letras químicas, la clave de la vida universal y singular. Doble hélice, fantástica hebra inimaginablemente delgada, que en el ser humano mide más de 2 metros de largo y está enrollada en espiral dentro del núcleo de cada célula; ella guarda el programa intrínseco de la vida biológica, asegurando su reproducción y su pervivencia. Y este hecho es tan extraordinario que explica la fascinación extrema que causó en los primeros científicos (Watson y Crick) que declararon: “¡Hemos descubierto el secreto de la vida!”.
“Acostumbrábamos pensar que nuestro destino estaba en las estrellas. Ahora sabemos que, en buena medida, nuestro destino está en nuestros genes” (Watson, 2000).
“El DNA —la base invisible, eterna y fundamental de la identidad humana— ha adquirido muchos de los poderes una vez otorgados al alma inmortal; el lenguaje genético es universal; nuestro DNA habla el mismo lenguaje del DNA de una planta o una mosca. Como los textos sagrados de la religión revelada, el DNA explica nuestro sitio en el mundo: nuestra historia, nuestra conducta, nuestra moralidad y nuestro destino” (Nelkin y Lindel, 1995).
Tras esta primera exaltación del excepcional descubrimiento, vino el desarrollo de la investigación para conocer los genomas de diversos seres vivos; y en 1990 se inicia el gran proyecto del desciframiento del genoma humano, a cargo de un consorcio internacional (EE. UU., Inglaterra, Alemania, Francia, Italia, Japón y China) que llegará hasta la secuenciación completa del genoma humano en 2003.
Magno proyecto de particular alcance sobre todo para la medicina genómica, cuya meta en un principio era conocer todas y cada una de las partes del libro genético, para intervenir en él con fines terapéuticos; pues se tenía la confianza de que, una vez se conocieran las estructuras y funciones de los genes, se podría desentrañar el significado de las enfermedades. Con ello, se pensaba controlar los determinismos genéticos y, por si fuera poco, lograr así, la prolongación de la vida en un estado de salud nunca antes conocido. Esta era una de las metas expresas.
Sin embargo, estaba por verse si el poder de actuar sobre el genoma estaría a la altura del saber adquirido, principalmente porque el genoma, tanto en su código universal como en el individual, está, por así decirlo, integrado en el mundo y en intrínseca unión con la situación biográfica, geográfica, histórica y social de cada persona y de los grupos humanos en general. Por esto, la manipulación genética tiene que verse limitada por todo aquello que el ambiente y la experiencia determinan, por todo aquello que tiene carácter epigenético. Se reconoce así que el genoma se “enciende” y se “apaga”, se “activa” o “desactiva”, en función de sus relaciones con la realidad no genética. Conocer la secuencia génica de un organismo, es decir, su genotipo (código genético) no implica, entonces, conocer su fenotipo (la manifestación visible de aquel), ya que interviene también el ambiente, el cual es determinante de su realidad cabal. Las potencialidades de la medicina genómica, entonces, así como las posibles transformaciones de la biología humana, tras el conocimiento del genoma, tienen que considerarse de manera mucho más modesta de lo que se creía al principio. Pero, además, hay otros 2 hechos fundamentales: 1) se reconoce que la función principal de los genes es la de producir proteínas, razón por la cual se vuelve prioritaria la investigación sobre el “proteoma”, la cual resulta ser de una magnitud y de una complejidad mayores a las del propio genoma. Hemos encontrado —dicen los científicos— que una cantidad sorprendente del genoma humano está implicada en controlar cuándo y dónde se producen las proteínas, más allá de simplemente fabricarlas, y 2) se revela que el genoma delega en el cerebro la capacidad para ser modificado por la experiencia, de ser afectado por la realidad, interna y externa, para que, a su vez, el cerebro pueda modificarla a ella. La neurobiología se abocará, entonces, al conocimiento del asombroso mundo neuronal, haciendo patente la enorme repercusión que tiene este, sobre todo para la comprensión de lo humano, particularmente en el orden ético.
Ocurre así que estos nuevos saberes y poderes de las tecnociencias biológicas no permanecen circunscritos a su propio ámbito de investigación, sino que irradian al todo social, dando lugar a profundos cambios en la cultura y en las formas de vida del presente; cambios intrínsecamente ambivalentes, portadores de grandes beneficios, pero al mismo tiempo de toda índole de riesgos y serias amenazas, incluso para la humanidad como tal.
Será justamente la bioética, la interdisciplina destinada a dar respuesta ética a tales cambios en Bios, en el ámbito de la vida y sus valores, y a encontrar las razones y los diques concretos para hacer frente a los peligros.
Al crecimiento, en verdad exponencial, de las ciencias y tecnologías de la vida, corresponderá —como ya lo señalé al principio— el notable desarrollo de la bioética en los últimos decenios. Vendrá así la publicación de obras fundamentales sobre la problemática bioética y la determinación de principios éticos. La UNESCO, señaladamente, habrá de elaborar 3 decisivas declaraciones: La Declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos Humanos (1997), la Declaración Internacional sobre los Datos Genéticos Humanos (2003) y la Declaración Universal de Bioética y Derechos Humanos (2005). Asimismo, se fundará toda clase de comités, asociaciones, foros nacionales y mundiales; se abrirán centros de enseñanza, programas de posgrado o de investigación, cátedras, etcétera.
Algunos —y solo algunos— de los múltiples temas y problemas bioéticos de orden práctico que trae consigo la genómica, así como la neurobiología, en sus aplicaciones, serían, en una breve enumeración general, los siguientes:
- 1.
Información genética. Riesgos de invasión a la privacidad, de fatalismo y de discriminación.
- 2.
Brecha entre diagnóstico y acciones terapéuticas en la medicina. Consentimiento informado. Efectos morales y existenciales negativos que tal situación ocasiona.
- 3.
Investigación en humanos. Instrumentalización contraria a la dignidad y a la libertad.
- 4.
Nuevas técnicas de reproducción. Problemas relativos a las células madre o troncales, al aborto, a la clonación, a la eugenesia positiva o negativa.
- 5.
El estatus del embrión humano. Consideraciones biológicas, éticas, legales y ontológicas.
- 6.
Propiedad intelectual: patentes. Necesidad de criterios éticos en las decisiones.
- 7.
Conflicto de valores entre la ciencia y el mercado. Entre el mercado y los principios éticos.
- 8.
Prolongación genética de la vida. Alcance ético y social de la condición temporal y mortal del ser humano.
- 9.
Eutanasia y suicidio asistido. Alcances éticos de la voluntad anticipada. La cuestión de las creencias.
- 10.
Organismos genéticamente modificados y genotrasplantes. Amenazas a la biodiversidad. Posibles daños ecológicos imprevisibles e irreversibles.
- 11.
Genómica de poblaciones. Posibilidad de nuevas formas de discriminación y estigmatización de los grupos humanos diferentes.
- 12.
Justicia distributiva y biopolíticas. Quiénes son los beneficiarios de las posibilidades biocientíficas. Nuevas modalidades de injusticia y discriminación.
- 13.
Brecha socioeconómica dentro de cada país, y entre países desarrollados y en desarrollo.
- 14.
Ecología y ecoética. Investigación en animales. Obligaciones éticas frente a los animales: contra prioridades mercantiles, señaladamente el esparcimiento.
Respecto a la otra gran revolución cognoscitiva acerca del, también ultramicroscópico, cerebro humano, destaco en particular algunas características suyas que tienen una profunda significación, no solo para la bioética, sino para la ética y la ontología filosófica. Lo descubierto sobre el cerebro humano genera inequívocamente una nueva idea del hombre y de su naturaleza moral, decisiva para la bioética.
Hoy sabemos que el cerebro humano contiene aproximadamente 100 mil millones de neuronas, cantidad equivalente a las estrellas de la Vía Láctea; que tiene más de 3 millones de kilómetros de fibras, las cuales actúan como cables para comunicarse internamente; que entre sus neuronas existen 1.000 billones de conexiones (aunque solo consume la misma energía eléctrica que una bombilla).
El cerebro humano es producto de la evolución de las especies, de tal forma que conlleva en sí mismo las 3 grandes etapas de su desarrollo evolutivo, por lo que se ha concebido como “trino”: la zona más primitiva, en la base del cerebro, el tronco encefálico, corresponde al reptil y contiene los instintos más arcaicos e inconscientes de lo vivo. La del centro corresponde al cerebro límbico, donde residen fundamentalmente las emociones, la memoria, la identidad personal. El neocórtex, que corresponde a los animales superiores, y particularmente al ser humano; es esta el área más grande; abarca el 75% de la masa encefálica, y en ella residen la razón, la voluntad, la creatividad, el lenguaje y las neuronas espejo; estos 2 últimos son clave de la comunicación interhumana. El cerebro consta, asimismo, de 2 hemisferios: el izquierdo, que es sede del lenguaje, de la lógica, de la ciencia, y el derecho, del arte, de la fantasía, de la expresión de las emociones. Todo esto es susceptible de ser técnicamente “visto”.
Lo fundamental y decisivo para la comprensión de lo humano, que revela la neurobiología, es que todo está unido con todo, que no son separables unas partes de otras; la razón no opera sin las emociones, ni estas sin la parte arcaica instintiva; además de que los 2 hemisferios están unidos. A esta unidad indivisible corresponde el hecho de “la presencia del alma en el cuerpo”, por así decirlo; la revelación de que las funciones psíquicas intelectuales, emocionales y morales residen en la vida neuronal. Este hallazgo de la ciencia actual tiene notable analogía con el conocido pasaje de Hipócrates: “Los hombres deberían saber que sólo del cerebro se originan las alegrías, los placeres y las risas, así como las tristezas, las penas, el dolor y las lamentaciones… es por el cerebro, de manera especial, que adquirimos sabiduría y por ese mismo órgano, podemos sufrir locura o delirio, y nos asaltan miedos y terrores… por eso creo que el cerebro ejerce el mayor poder en el hombre”.
Y los científicos de hoy afirman: “Tus alegrías y tus penas, tus recuerdos y tus ambiciones, tu identidad y tu libre albedrío no son sino el comportamiento de un vasto conglomerado de células nerviosas” (Crick, 1989).
“Todo lo que tradicionalmente pertenecía al dominio de lo espiritual, lo trascendente y lo inmaterial está en vías de ser materializado, naturalizado y, digámoslo, simple y lIanamente, humanizado. ¿Se trata de la muerte del Hombre? Todo lo contrario. Lo veo más bien como un prodigioso fermento de vitalidad” (Changeux, 2005, p. 277).
El desenlace monista y reduccionista de esta concepción se da de manera prácticamente natural. Son múltiples las publicaciones de neuroética que parecen apuntar en esta dirección. Sin embargo, el propio desarrollo de la neurobiología —y esto es decisivo— conduce al reconocimiento, primeramente, del hecho obvio de que el cerebro está abierto al mundo o a la realidad en general, humana y no humana. La llamada “plasticidad” implica que el cerebro es afectado por dicha realidad, y a la inversa, que él actúa, se expresa, en la realidad misma. Los contenidos cerebrales, por tanto, no son meramente naturales, biológicos, sino esencialmente culturales, históricos y morales.
La respuesta al reduccionismo busca probar la compatibilidad entre la unidad y la simultánea dualidad de lo cerebral y lo mental. Filósofos y científicos hablan, entonces, de unidad-dual, continuo-discontinuo, monismo anómalo, emergentismo2, etcétera.
No obstante los avances de la bioética en el orden de la genómica y la neurobiología, está presente y prospera otra vertiente de pensamiento que tiene singular significación, sobre todo desde la perspectiva filosófica: la eugenesia, concebida como transhumanismo o poshumanismo:
“Será posible realizar cambios evolutivos por medio de eugenesia convencional, de modo que la especie humana podrá cambiar su propia naturaleza. ¿Qué escogerá? ¿Seguirá siendo la misma, titubeando al borde de una base construida con adaptaciones parcialmente obsoletas de la Edad de Hierro? ¿O se decidirá por moverse hacia niveles más elevados de inteligencia y creatividad, acompañados de mayor —o menor— capacidad de respuesta emocional?” (Wilson, 1983).
Y yo pregunto: ¿hasta dónde el cerebro y la mano del hombre podrán intervenir en su propia evolución y mutar su naturaleza, su physis física y, con ello, su physis metafísica? ¿Podrá (y hasta deberá) el humano alterar su condición ética y sustituirla por una supuesta “bondad genética”? ¿Podrá la nueva eugenesia ir más allá de lo que el hombre es “en su ser mismo”? ¿Y qué es esto que el hombre es “en su ser”? ¿Qué es “lo humano” del hombre?
La mencionada vertiente es relativa a las progresivas amenazas del fantasma del “poshombre”. O sea, del creciente y fenomenal poderío de las tecnociencias, cifrado en su tentadora capacidad de eugenesia (en el sentido más amplio del término); en su poder de transformar o más bien mutar la “naturaleza humana” individual, o colectiva, ya por la vía genética, ya por la neuronal; en la tentación de Intervenir física y voluntariamente en el microuniverso del DNA o del cerebro humano, o de los otros seres vivos, manipulando y alterando su constitución natural, esencial. Ahí donde la ciencia ficción —como tanto se ha dicho— deja de ser fantasía, imaginación, literatura, y se vuelve temible (y posible) realidad.
La clave está, ciertamente, en la potencialidad de penetrar en el ámbito del programa genético, o en el cerebro humano, con la finalidad, no ya de curar daños o fallas naturales, sino de “perfeccionar” lo dado por naturaleza: inteligencia, emociones, deseos y carácter. O sea, la capacidad de acentuar unas tendencias, cancelar otras, activar o desactivar rasgos caracterológicos, rediseñando la personalidad humana. Los fármacos, como se sabe, adquieren, en este orden, una importancia inimaginable, aunque en realidad la tendencia y la posibilidad más graves consisten en mutar la naturaleza esencial del ser humano. Este es el efectivo transhumanismo que es expresado por sus defensores en estos términos:
“Hasta ahora la vida humana ha sido, en general, como Hobbes la describió: desagradable, brutal y corta […]. La especie humana puede, si lo desea, trascenderse a sí misma, y no solo de forma esporádica, un individuo aquí, de una manera, un individuo allá, de otra manera, sino en su totalidad, como humanidad” (Huxley, 1957, p. 12).
Y a este poder de intervención y transmutación hay que sumar, ahora y para el futuro, el que deriva de las nanotecnologías, de esa en verdad extraordinaria nueva dimensión, ya no micro sino nano del trabajo científico-tecnológico. ¿De qué se trata? ¿Una nanodimensión? ¿Nanoescala? ¿Nanomundo?
Lo más notable en las neurociencias es la consolidación de algo que ya podía ocurrir en relación con el genoma y coincide con los monismos reduccionistas de toda índole: si en el cerebro está el alma, manipular los puntos cerebrales es suficiente para alterar el alma. La mano humana, prodigiosamente tecnificada y conducida por su contradictorio cerebro, tiene la condición de “arma de dos filos”: poder de vida o muerte, de creación o destrucción de lo que es.
Es evidente, así, que estamos frente a saberes y poderes, sin precedentes y sin paralelo, que abren horizontes desconocidos para la existencia humana; y aunque sea cierto que cabe una perspectiva preñada de esperanzas, cabe al mismo tiempo otra que trae consigo serias amenazas y peligros. Y es esta ambigüedad o ambivalencia lo que origina el llamado inaplazable que hace Bios a ethos, a la ética.
¿Qué puede la bioética frente a los “ideales” (¿?) transhumanistas? Considero que una de sus tareas propias, al menos en su línea filosófica, es la de refundamentar el humanismo. A la bioética teórica le corresponde la búsqueda de una nueva concepción de lo humano que concilie la tradición con los nuevos saberes que la filosofía y las ciencias de la vida actuales tienen acerca de la naturaleza humana.
Conviene aquí recordar que tanto en griego como en español la palabra naturaleza tiene 2 significados: physis es naturaleza natural, biológica y física; y physis es naturaleza esencial, constitutiva, la que corresponde al ser mismo del hombre. Una es objeto de las ciencias biológicas y físicas, y la otra, de la ontología o metafísica.
Considero que las grandes revoluciones de las actuales ciencias de la vida biológica, en tanto que encuentran en esta las raíces materiales y corporales de la identidad humana y de las facultades psíquicas y espirituales del hombre, producen un decisivo acercamiento entre las 2 perspectivas de la naturaleza, poniendo en crisis las concepciones dualistas. Solo que esto no puede justificar ningún reduccionismo. La physis o naturaleza esencial del ser humano no se reduce a su physis biológica ni se agota en ella, aun cuando esté ahí “encarnada”. No se agota ni en su genoma ni en su realidad neuronal. La pyisis o naturaleza esencial, cultural, espiritual abarca y comprende mucho más que la physis natural. La biología no absorbe ni sustituye a la ontología ni a la ética misma.
Un ejemplo, por demás ilustrativo, de la complejidad, riqueza e irreductibilidad de la vida humana, en su sentido integral, es lo dicho por el psiquiatra León Eisenberg: “Para producir otro Mozart, necesitaríamos no solo su genoma [y cabe añadir, no solo su cerebro], sino el útero de su madre, las lecciones de música de su padre, a su hermana Nannerl, a sus amigos, al estado de la música en Austria en el siglo xviii, el generoso apoyo de Haydn, la interacción con su alumno, el joven Beethoven, la devoción (y la modestia) de su esposa Constanze, el patronato del emperador Joseph II, la competencia de Salieri como compositor de la corte, y así en círculos cada vez más amplios. Concedemos que sin su genoma único [y sin su cerebro, único también], el resto no hubiera sido suficiente; después de todo, solo hubo un Mozart. Pero no podemos hacer la inferencia opuesta: que su genoma [y su cerebro] cultivado en otro mundo y en otro tiempo, resultaría en un genio musical creativo igual” (Eisenberg, 1999, p. 139-46).