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Vol. 20. Núm. 7.
Páginas 9-11 (Julio 2001)
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Todos somos emigrantes
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J. ESTEVA DE SAGRERAa
a Director científico
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Un fantasma recorre Europa y la convulsiona: el temor ante la inmigración, un fenómeno irreversible resultado de la globalización en un mundo en el que impera la desigualdad. En todas las épocas históricas, obtener la ciudadanía del Imperio, o al menos vivir y trabajar en su seno, ha sido la meta de las poblaciones ajenas a él. España forma hoy parte de ese centro imperial, como estado de la Unión Europea, y hacia España, por tierra, mar y aire, con papeles o sin ellos, se dirigen quienes quieren tener un lugar bajo el sol y vivir con dignidad. El fenómeno es insólito en España, país de emigrantes como consecuencia de un atraso hoy felizmente superado. El español ya no emigra, hoy se emigra a España. Todas las poblaciones tienen reflejos aldeanos y reacciones temerosas y pusilánimes y España no es una excepción. Ante la llegada masiva de los emigrantes, se han disparado todas las alarmas: El Ejido, los encierros en las iglesias, las atemorizadas opiniones de Marta Ferrusola y las patéticas declaraciones de Heribert Barrera. Muchos tienen miedo: a perder su puesto de trabajo, a ver en su barrio a gentes extrañas, a la delincuencia que va asociada a la pobreza, a perder su identidad, su idioma, su nación y sus iglesias, que algunos, llevados de la fantasía, prevén que se convertirán en mezquitas. Y sin embargo, esos inmigrantes son no ya necesarios, sino indispensables. Son en buena parte ellos, con papeles o sin papeles, quienes edifican casas, arreglan carreteras, cavan zanjas, trepan por los andamios, recogen basuras, recolectan la fruta, nos atienden en los restaurantes y hacen una aportación esencial a la economía del país. Si desapareciesen, la economía española se derrumbaría. Sin ellos se produciría una regresión demográfica que arruinaría a toda Europa, y no habría, mañana, pensiones públicas, ni se podría financiar la prestación farmacéutica que realiza el Sistema Nacional de Salud. Nos incomodan sin advertir que los necesitamos tanto como ellos nos necesitan.

La civilización no es más que la historia de las migraciones. Ninguna población europea ha tenido su origen en el territorio que hoy ocupa. Todas las lenguas proceden de otras más antiguas, habladas por poblaciones que emigraron desde sus lugares de origen. Somos una especie con 30.000 genes, idénticos en el 99,99% en todas las razas, resultado del flujo migratorio de una humanidad que tuvo su origen en África. Hoy sedentarios, ayer fuimos nómadas. Sin mestizaje, no habría cultura ni desarrollo económico. Nuestro futuro como país y el futuro de la farmacia dependen de que la sociedad se renueve mediante la incorporación, según las normas del Estado de Derecho y no desde la demagogia populista ni el caos, de los inmigrantes. Incluso por egoísmo nos convienen: sus hijos, cuando trabajen, pagarán nuestras pensiones de jubilación. Todos somos emigrantes. *

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