Tras un período de calma, se acumulan las noticias negativas para los farmacéuticos, que ven cómo la Administración sanitaria aprueba o prepara una serie de medidas que perjudican gravemente a la profesión. Pocas actividades dependen tanto de las medidas administrativas, y la farmacia se ha convertido en una profesión contemplada desde el poder con criterios mercantilistas. Todas las medidas se orientan en el sentido de reducir gastos al sistema público, y una y otra vez las administraciones sanitarias apuntan en el sentido de reducir los márgenes de distribuidoras y oficinas de farmacia para contener el gasto público en medicamentos. Se habla incluso de liberalizar la administración y la dispensación de medicamentos al Sistema Nacional de Salud (SNS) y se recuperan viejos proyectos que permitirían que sus beneficiarios adquiriesen directamente los medicamentos en los ambulatorios.
Se presenta como un ahorro y, claro está, como una racionalización de la prestación farmacéutica, un peligroso experimento que puede ahorrar millones en una partida para aumentar más tarde el gasto en partidas de personal, administración y gestión, de modo que al final el balance sean unas cuantiosas pérdidas económicas, unidas al deterioro de la prestación farmacéutica. No parece que sea éste el mejor momento para el intervencionismo ni la socialización encubierta de la farmacia, pues la economía apunta en sentido contrario: liberalización de los sectores demasiado intervenidos y limitación del Estado a la prestación de aquellas funciones que no puede realizar el sector privado. Sustituir a los almacenes de distribución y a la red de oficinas de farmacia por la gestión directa de la adquisición, custodia y dispensación de los medicamentos por parte del SNS supondría poner en marcha una gigantesca estructura logística que generaría cuantiosos gastos a la Administración, además de arruinar a un sector que genera miles de puestos de trabajo y que con los impuestos sobre sus beneficios contribuye a los ingresos del Estado. Sería tanto como desnudar a un santo para vestirle con ropajes que acaso terminasen siendo andrajos.
La farmacia española no necesita sabios. Basta con sentido común, el menos común de los sentidos, que no abunda precisamente entre los presuntos sabios.