La legislación comunitaria y española sobre medicamentos de uso humano incide continuamente en que su objetivo es el cuidado de la salud pública sin detrimento de los beneficios empresariales, la unidad de mercado y el desarrollo de la industria farmacéutica europea. Es una normativa dirigida a asegurar que los usuarios reciban medicamentos de calidad, seguros y eficaces, correctamente identificados y usados racionalmente. No es un capricho de la Administración, sino un mandato constitucional, pues la Constitución Española concede a sus ciudadanos el derecho a la salud y compromete a que las administraciones públicas deben hacer efectivo ese derecho y velar por su cumplimiento. Es una exigencia reiterada en la Ley General de Sanidad y en la Ley del Medicamento, en las que el legislador ha concretado ese derecho constitucional, que no podría llevarse a cabo sin la adopción de medidas concretas en ese sentido, desarrolladas y recogidas en el derecho positivo.
La normativa con que la Administración concreta los derechos de los usuarios en tanto que ciudadanos amparados por el derecho constitucional a la salud exigible a las administraciones públicas con competencias en la materia, no es ni puede ser del gusto de todos. Es obvio que los profesionales, o al menos un sector de ellos, podrían preferir una normativa hecha a su medida, la que ellos mismos aprobarían si tuvieran la capacidad de hacerlo, si dispusiesen de potestad legislativa. Las normas que conceden garantías a los usuarios limitan los beneficios y la iniciativa de los laboratorios, almacenes y oficinas de farmacia y, si la medida es desacertada, pueden llegar a lesionar indebidamente los derechos de los profesionales en el ejercicio de su actividad sanitaria. No debe perderse de vista, sin embargo, que el objetivo de la legislación nunca es satisfacer a los profesionales que ejercen en un sector, sino proporcionar garantías a los usuarios y permitir que éstos ejerzan los derechos que les concede su Constitución. La normativa debe ser respetuosa al máximo con los legítimos intereses de los profesionales y debe favorecer los beneficios empresariales y el desarrollo económico, así como la competitividad del sector, pero sin olvidar que el objetivo de la regulación es causar un beneficio a los usuarios de los servicios y no satisfacer las demandas, unas legítimas y otras discutibles, algunas acaso reprobables, de los profesionales. Se legisla para la ciudadanía, no para las corporaciones, salvo en las democracias orgánicas, de funesto recuerdo.